Tras el divorcio de sus padres, dos hermanos se ven obligados a vivir separados. El mayor en Kagoshima, con su madre y abuelos; el más pequeño en Fukuoka, junto al padre, músico algo bohemio. A pesar de que sus vidas son muy distintas, los hermanos, que mantienen contacto por teléfono, desean desesperadamente que la familia vuelva a reunirse. Las dos ciudades se unirán por una línea de tren-bala próxima a inaugurarse. Un buen día, el hermano mayor (no tiene más de diez años), se entera de que la energía generada en el momento en que los trenes se crucen por primera vez es capaz de hacer cumplir cualquier deseo. Con la ayuda de sus respectivas pandillas, los hermanos deciden trazar un plan para poder ver realizados los suyos.
En la primera media hora podría dar la sensación de de que Kiseki está a medio camino entre la extraordinaria Nadie Sabe, tal vez por ser niños los principales protagonistas, y Still Walking, con la que comparte la crónica generacional de una familia, aunque sin las implicaciones sociales de su anterior film. Sin embargo, a medida que transcurren los minutos -y son muchos, más de dos horas- la verdad es que he tenido una impresión similar a la de los personajes cuando prueban los pasteles cocinados por el abuelo: este dulce tiene muy poco sabor.
Los chicos aprenden que el mundo no cambia porque se pida un deseo, que los muertos no resucitan, que cada uno tiene sus límites, que te puede gustar alguien pero puede que tú no le gustes de igual manera a esa persona… sí, aceptar la realidad ayuda a crecer. Y una se pregunta: ¿eso es todo? Pasan los minutos y si en Still Walking comprendíamos las contradicciones desde un lenguaje plagado de gestos, actitudes, miradas y silencios cargados de contenido, Kiseki propone una reflexión dulcificada y aparencial un tanto simplona, porque todo resulta demasiado esquemático, además de improvisado y de rozar en alguna ocasión el límite de la horterada (el encuentro de la pandilla con las flores silvestres o el del muchacho lanzando el yo elijo el mundo), tras dos horas de metraje insistente en el limbo de la reiteración argumental.
Es cierto que Koreeda tiene una especial gracia a la hora de mostrar determinadas emociones en sus personajes, especialmente en lo que se refiere al encuentro generacional, gracia heredada de maestros como Yasujiro Ozu y que resulta la parte salvable de la película. Innegable también que es un maestro de la imagen, y tampoco le vamos a quitar mérito a algún que otro gag acertado y el buen resultado obtenido de ambos críos. Pero su principal problema, además del alargado metraje -con una hora hubiese sido más que suficiente-, es que en este caso los sentimientos están tratados en demasiadas ocasiones con un edulcorado pseudo-humanismo cercano al sermón. Algo así como Verano Azul, pero a la japonesa. Blandenguería, con algún tinte cursi, en tiempos de crisis sociales y morales. Sinceramente, esperaba bastante más de Koreeda.
A pesar de contar con un currículum de dilatada producción cinematográfica, que tenía sus inicios en la época del cine mudo, de su abundante colaboración con numerosos estudios y de haber tratado una variada gama de géneros, Kenji Mizoguchi no lograría el reconocimiento internacional hasta el inicio de la década de los 50, al igual que su compatriota Akira Kurosawa, cuando occidente decidía dirigir su mirada hacia la nueva producción cinematográfica del Japón de la posguerra aniquilado por dos bombas atómicas. Es a partir de entonces cuando críticos de la relevancia de André Bazin o Jean-Luc Godard comienzan a prestar especial atención a películas como Ugetsu o El intendente Sansho, aunque el salto a la escena internacional de Mizoguchi se producía en 1952, con la triunfante respuesta en el Festival de Venecia a La vida de Oharu, película que actuaría como catalizador de su emergencia internacional.
Uno de los hilos temáticos más recurrentes que atraviesa la carrera del director es la prostitución, tratada desde la perspectiva de la lucha de las mujeres por su supervivencia, tema con el que lograría que su filmografía tuviera un gran impacto social. La calle de la vergüenza, su última película, se realiza en 1956, en el marco de un Japón devastado por la guerra y, en particular, en el momento justo en que el Parlamento debate una ley para prohibir la prostitución, que finalmente fue aprobada poco después del lanzamiento de la película. Lejos de tratar el tema desde el dramatismo con el que lo abordan otros cineastas, Mizoguchi se caracteriza por entrar en la materia con enorme naturalidad. La película nos muestra la topografía in situ de un grupo de cinco mujeres que trabajan en un burdel en el famoso distrito rojo de Tokio, en funcionamiento como centro de solicitud de sexo legal desde hace 300 años. Originalmente, Mizoguchi tenía previsto rodar el film a modo de un semi-documental, pero la situación política repercutía en el temor de los propietarios de los burdeles a la represalia, por lo que muchos que ya habían dado su consentimiento finalmente se negaron, y la película tuvo que ser rodada en un plató cinematográfico.
Más pragmático que dramático-carnal, el film explora la explotación humana a través del punto de vista de las cinco protagonistas femeninas, atrapadas en los amargos ciclos de la esclavitud financiera, ya sea por la deuda contraída con el propietario del burdel, con las propias compañeras -que se prestan dinero entre ellas con elevados intereses- o por la propia situación en la que han quedado sus familias tras la guerra.
El aspecto realmente provocador deLa calle de la vergüenza lo constituye el constante interrogante que de manera implícita lanza Mizoguchi, quien nos hace preguntarnos si estas mujeres, excluidas de los beneficios del incipiente y mal llamado milagro de la posguerra, no están simplemente mejor donde están. Una de ellas sueña todavía con casarse con uno de sus pretendientes, pero cuando lo hace se da de bruces contra la realidad de un matrimonio que no es sino un contrato de servidumbre de por vida: al menos una prostituta gana su propio dinero, se dice a si misma. Otra, Hanae, se ve obligada a ejercer la prostitución para mantener a su hijo y a su esposo enfermo y desempleado: es el único ingreso que entra en casa y no hay posibilidad alguna de trabajo para una mujer casada. Mickey, la más joven y espontánea, recurre a ella como medio para librarse de una vida familiar difícil en la que el padre dominante impone unas relaciones no tan diferentes a las existentes en el burdel. Como dispositivo unificador de las diversas tramas, Mizoguchi emplea las transmisiones de radio con noticias que cubren el debate político acerca de la ilegalización de la prostitución como medio de subsistencia. Y nuestra primera y lógica seguridad contra un sistema que permite beneficios a costa de la explotación de las mujeres va evolucionando, visto lo visto, con cada emisión radiofónica. Un año después del lanzamiento de La calle de la vergüenza, que sería un éxito de taquilla, la prostitución pasaba a ser ilegal en Japón. Mizoguchi había fallecido, tres meses antes de la aprobación, a causa de una leucemia.
Fuera de su país, Haruki Murakami es el escritor japonés más leído de su generación. Considerado hoy como figura de culto en el mundo literario, se podría decir que ha ganado popularidad en base a dos pilares fundamentales: su particular mundo, descrito con sencillez pero a la vez con extremada sensibilidad, y su adhesión a la cultura occidental, ya que contrariamente a la mayoría de escritores japoneses actuales, que han logrado prestigio en el extranjero por su japonesidad, Murakami ha confesado en numerables ocasiones una admiración clara por escritores como Scott Fitzgerald, Raymond Chandler o Kurt Vonnegut, a los que considera sus maestros. Pero si muchas de sus novelas están recorridas por un estilo post-modernista y plagadas de elementos surrealistas, ciencia-ficción y paisajes de ensueño, Noruwei no Mori es probablemente uno de los trabajos que más se distancia de cierto aire pop para adoptar un enfoque deliberadamente realista.
La novela es la historia de un estudiante introvertido, Toru Watanabe, que ha perdido a su mejor amigo y que se ve envuelto en una compleja relación con su ex-novia, en ese momento de efervescencia vital que transita entre los dieciocho y los veintitantos, marcado por la pureza de sentimientos que el tiempo y el transcurso de la vida tarde o temprano disolverán. Muchos son los que opinan que es la novela más autobiográfica del autor, quien como Toru creció en Kobe y fue a la universidad en Tokio, en la que permaneció durante el periodo de agitación estudiantil de finales de los 60. Él lo niega, declarando que no sentía excesivo interés en involucrarse en las protestas estudiantiles, y que en aquella época transitaba entre confrontaciones sociales y políticas como un lobo solitario, pero también esta es una característica de Toru, que navega constantemente en su propio mundo, quedando la situación exterior como telón de fondo, y las revueltas son el mero paisaje donde se desarrolla su particular batalla interior.
Noruwei no Mori vendió en 1987 dos millones de copias en Japón y otras tantas a nivel internacional. Se convirtió en una novela de culto para muchos, por lo que no es demasiado sorprendente que finalmente alguien haya decidido adaptarla al cine. Cuatro años le ha costado al vietnamita Tran Anh Hung persuadir a Murakami, quien finalmente accedió, dejando cierta libertad de adaptación al cineasta. Lo cierto es que quienes hayan visto alguna de sus películas, como El olor de la papaya verde o Cyclo, conocen el don para la sensualidad de este director y su manera tan especial de crear atmósferas lánguidas y poéticas que parecen venirle como un guante al tema de la novela.
Tokio blues es el título con el que se ha distribuido en España la película, heredando el nombre con el que también se publicaba la novela en su día en castellano. Internacionalmente, sin embargo, se la ha titulado como Norwegian Wood, en alusión al tema de los Beatles que se escucha en una de las escenas de la película y al que también refiere la novela.
Es un film relativamente largo, de 133 minutos, recorrido por el tempo pausado y poético que caracteriza al director, adaptándose perfectamente a una historia atormentada y compleja que, como el libro, va bastante más allá de un simple romance adolescente trágico ambientado en el agitado Japón de los 60. Comienza con una narración en la que Toru Watanabe (interpretado por Kenichi Matsuyama) nos cuenta cómo él, su mejor amigo Kizuki (Kengo Kora) y su novia Naoko (Rinko Kikuchi) crecieron juntos. Inexplicablemente para todos, Kizuki se suicida a los diecisiete años.
Dos años más tarde, Toru se encuentra en Tokio, donde estudia literatura occidental al tiempo que trabaja en una tienda de discos para apoyar económicamente sus estudios. Para su sorpresa, Naoko aparece en la universidad. Forman una relación inicialmente platónica, caminando juntos y hablando de todo menos de lo que más les atormenta: la muerte de Kizuki. Una relación que se irá complicando debido a la inestabilidad emocional de Naoko, que se debate entre salir adelante o quedar atrapada para siempre en el limbo del tormentoso pasado.
Aunque la acción se sitúa a final de los 60, la película está llena de resonancias válidas para cualquier lugar y momento, con personajes muy bien construidos e interpretados y una arquitectura cinematográfica espectacular, de la que se podría estudiar cada escena milimétricamente, a lo que cabe añadir un meticuloso ensamblaje del conjunto. Pero, sobre todo, a pesar de ser una adaptación del texto original con muchas licencias, temporales (la novela se narra como un recuerdo del protagonista maduro, mientras la película elimina el sentido de la nostalgia y nos sitúa directamente en los años de juventud) y de contenido (son abundantes los pasajes del libro que se obvian), pues a pesar de todo ello, Tran Anh Hung consigue lo más difícil, que es trasladar los enérgicos sentimientos del original literario con una impecable habilidad a la hora de plasmarlos en el cinematográfico, haciendo uso de movimientos de cámara, localizaciones, encuadres, diálogos, los silencios o la música como un auténtico maestro de las artes cinematográficas.
Naoko es tal vez el personaje más difícil de construir de toda la película, también es el más complejo de la novela. Aquí, si bien el director sale bastante airoso, es de los pocos aspectos donde no logra la profundidad de Murakami, porque la magnitud de la angustia y la lucha mental de la joven, recluida en un sanatorio por su complicada estabilidad emocional, solo se llega a apreciar como una sensación descriptiva, mediante recursos como el viento azotando el pelo, nieve o lluvias torrenciales que nos transmiten a través de la pantalla el limbo mental del personaje, enfatizado por los acordes de una banda sonora que se adapta muy bien a cada momento anímico en el film, aportada por el guitarrista de Radiohead, Jonny Greenwood, muy bien utilizada, sin excesos, en su justa medida para destacar los principales puntos de inflexión en las relaciones de los personajes.
En conjunto, Tran Anh Hung logra una película notable de la adaptación de un texto de un autor complejo como Murakami, a pesar de lo obviado, lo añadido y las condensaciones que exige un medio como el cine. Hay algunos pasajes que el director ha eliminado, como incidentes en el pasado de Naoko que hacen su inestabilidad mental más explicable. Hay también ciertos ángulos ásperos, revestidos del particular estilo inquieto de Murakami, que se han suavizado, probablemente debido a los rigores que impone realizar un film más comercial. Pero la película tiene una construcción impecable, momentos excelentes y mucha belleza. Cine imprescindible, y una adaptación de la literatura cuidada y respetuosa, a pesar de que no logra captar esos aspectos que conforman la genialidad de Murakami, que no son sino su manifiesto sentido del humor, incluso en los momentos más tristes o melancólicos que embargan a sus personajes.
Confessions, del director japonés Tetsuya Nakashima, se proyectó en España en el pasado Festival de Sitges y ha sido la película seleccionada por Japón como candidata a los Oscar de la presente edición. Una pena que no haya quedado entre las cinco finalistas a mejor película de habla no inglesa, porque sin haber visto el resto de las seleccionadas, a excepción de Canino, que me gustó mucho, si tuviese que elegir una de las dos, francamente tendría mis dudas sobre cuál es mejor. Con un guión basado en la novela homónima de Minato Kanae, se trata de un drama terrorífico y espeluznante sobre el plan meticulosamente tramado por una profesora de secundaria para vengar el asesinato de su hija. La película está estructurada en base a varias confesiones o puntos de vista sobre el mismo hecho: la de la profesora y la de los chavales sospechosos de haber cometido el crimen.
Llegan las vacaciones y es el último día de clase. Indisciplinados alumnos de trece años revolotean, gritan y se pelean mientras la señorita Miroguchi (Takako Matsu) hace una confesión sorprendente que cambiará radicalmente el tono de la clase: su hija de cuatro años no murió accidentalmente en la piscina sino que fue fríamente asesinada por dos de los alumnos presentes. La propia confesión forma parte de la etapa final de su venganza. Paseando entre cartones de leche que vuelan de una a otra mesa, chistes infantiles, teléfonos móviles grabando en plena clase y mensajes que van de un pupitre a otro, nadie al principio la escucha, pero a ella no parece importarle mientras continua su relato moviéndose con precisión casi militar. Juico y sentencia irreversibles. La de Miroguchi es la primera confesión pero no será la última. Suena el timbre, nadie se mueve ahora, la clase no ha terminado, en realidad no ha hecho más que comenzar. Para los estudiantes de la Sra. Moriguchi será una clase sin fin en sus vidas. La venganza de la profesora, cruel y poética, sumirá a los culpables en un auténtico infierno.
Además del tema de la venganza que tanto gusta a los orientales como leimotiv de sus películas, Confessions aborda dos temas de rabioso interés. Por un lado, toma claro partido en la controvertida situación jurisdiccional (Ley del menor) que parece que no solo en España es uno de los puntos más polémicos de la jurisprudencia, también en Japón. ¿Nadie es responsable de los crímenes hasta que no cumple 14 años, con independencia de la madurez de cada uno? No parece estar muy de acuerdo la señorita Miroguchi, que dados los preceptos legales decide tomarse la justicia por su cuenta elaborando un plan de los más crueles y pasmosos vistos en la historia del cine. Contrariamente a colocar a los adolescentes en un espacio aparte de la sociedad, Confessions adopta una narrativa agresiva que los enfrenta al mundo de los adultos con convicción y belleza. Por otro, la película explora el aislamiento, la confusión y la falta de perspectivas que ofrece a nuestros jóvenes una sociedad enormemente masificada como en este caso la japonesa, en la que el individuo pasa absolutamente desapercibido, incluso para sí mismo, entre la impersonal muchedumbre. Clave que nos permite comprender las confesiones de los chavales, uno de ellos pretendido e indiscutible líder, manipulador de la voluntad de cuantos puede controlar, el otro que se siente ignorado, perdido, y busca únicamente el reconocimiento de los demás.
La manera nihilista en la que está narrados los motivos que impulsan a los personajes, junto a la ausencia casi total de gore y casquería como recurso visual, tan cotizado en el cine japonés, recuerdan bastante a la trilogía de la venganza de Park Chan-wook, mientras una cámara lenta, que no da tregua ni respiro y con la que está grabada casi toda la película, junto a los interminables pasillos y la concepción minuciosamente obsesiva, casi onírica del espacio, nos remiten constantemente a Elephant de Gus Van Sant. Esa casi constante cámara lenta nos muestra a los protagonistas correr y saltar, reír y llorar, sangrar o morir entre cielos nublados y sombras envueltos en tonos de helado negro y azul: el efecto global es sofocante, y eso es exactamente lo que se pretende. Personajes siempre al borde del abismo del mundo, que vamos descubriendo entre el desconcierto de un reloj que siempre marca unos minutos antes de las doce. Toda la frialdad y la tensión que surgen del relato se contraponen con una fotografía delicadísima y una puesta en escena de elegancia brutal. A medida que la profesora teje su meticulosa e implacable telaraña, cuando parece que estemos al límite de la crueldad, en realidad reparamos en que solo se trata del principio, porque la narración cobra vida minuto a minuto a través de la venganza mientras asistimos atónitos a una espiral creciente de violencia llevada hasta límites insospechados. Todo relatado con una forma de narrar que no es novedosa, pero sí muy arriesgada, que rompe constantemente los límites del cine convencional, pero de la que el director sale absolutamente airoso consiguiendo asombrarnos con su brillantez y su poesía de la amoralidad.
Hirokazu Koreeda es un cineasta al que me gusta seguir la pista porque hasta la fecha -y no he visto toda su filmografía-, ninguna de sus películas me había decepcionado. Por eso, antes de cargar contra su último trabajo, me gustaría destacar especialmente «Nadie sabe«, un drama impresionante cuyos protagonistas son un grupo de niños sobreviviendo en solitario a las condiciones actuales de una ciudad como Tokio, y «Still walking«, mirada extraordinaria al Japón rural heredera del maestro Ozu. Por eso, en cuanto me enteré del estreno de su nueva película, Air Doll, acudí puntual a la cita cinematográfica. El resultado, francamente decepcionante. En la primera media hora de metraje, Koreeda deja aparentemente a un lado el drama humano realista de sus anteriores películas y se adentra esta vez en el terreno de la fantasía. Solo aparentemente porque, aunque está basada en un manga corto de Yoshiie Gouda, a manera de bucle vuelve a tomar el camino de retorno a los temas centrales habituales en su cine, aunque esta vez con menos acierto. El personaje central es Nazomi, una muñeca hinchable que un día, cual Pinocho, a partir de una gota de agua, cobra vida y decide salir a explorar el mundo fuera del apartamento donde su existencia consiste en ser mero sustituto sexual de lo que su propietario no posee, y lo hace con un sentido casi infantil, como quien tiene que aprender cuanto desconoce de la vida.
A partir de aquí interacciona con diversos personajes que se cruzan en su camino. Personajes que, metafóricamente, están tan vacíos por dentro como ella, quien solo posee en su interior aire y un corazón. La soledad de la vida urbana, la necesidad de amor y reconocimiento, la fugacidad, la deshumanización y las características antropológicas de las personas confinadas a una gran urbe como Tokio vuelven a ser, en definitiva, a pesar de lo fantástico y original del planteamiento inicial, el tema central para Koreeda. Y todo el delirio de fantasía que promete ese principio se va transformando con el transcurso de los minutos en un recorrido por diferentes tipos individuales de una ciudad actual, más allá de las miserias del propietario cuarentón del artilugio, navegando entre momentos de pretendida intensidad dramática -y sexual- y cierto aire de trascendencia. La muñeca cumple con el papel de mirada triste a esa sociedad, mitad metáfora, mitad simbolismo social.
El asunto encaja dentro de lo que podemos esperar de Koreeda, aún alentando cierto regusto a pesada insistencia dada la trayectoria, pero seguimos aguantando a tenor de una capacidad para la composición de planos extraordinaria que otorga una impronta de particular belleza a todas y cada una de las escenas. Pero pasan los minutos, y si en Still Walking comprendíamos similares contradicciones desde un lenguaje plagado de gestos, actitudes, miradas y silencios cargados de contenido, Air Doll opta por la puntuación directa en lugar de por la sugerencia. Reflexión existencialista y crítica del materialismo imperante en la sociedad nipona moderna un tanto simplona, porque todo resulta demasiado esquemático, además de rozar en numeroso momentos la horterada, tras dos horas de metraje insistiendo en la misma idea, sin duda redundante.
Lo más destacable de la película pasa a ser el excelente trabajo de la coreana Doona Bae, quien sin apenas pestañear dota a cada una de las situaciones de la carga emotiva que exige un papel de estas características. Es sin duda este factor junto a las numerosas localizaciones de algunos de los rincones más hermosos de la ciudad de Tokio lo que sostiene en alguna medida el film, de ritmo narrativo espantosamente lento, donde no sucede absolutamente nada más que el paulatino proceso de adaptación del juguete a la basura urbana, entre la que podemos incluir a los individuos que la componen. Kore-eda comete además el grave error de plegar una trama que no da más allá de un cortometraje a sus caprichos con la cámara. Una trama que para colmo pretende ser simbólica de los rumbos de la sociedad moderna, pero que en demasiadas ocasiones la sorprendemos mostrando casi todo de manera descaradamente obvia, sin encontrar lugar para la sutileza.
Por suerte, la película encuentra su salvavidas en el trabajo interpretativo de la protagonista y en el fotográfico, de indudable calidad plástica, donde Pin Bing Lee tiene bastante que decir. El reparto también sufre bastantes altibajos, porque mientras Doona Bae nos ofrece una interpretación de premio, los secundarios dejan bastante que desear, unos en su faceta puramente interpretativa y otros por lo que respecta al aprovechamiento que el propio director hace de ellos, resultando en muchos casos forzados y hasta artificiales. En resumen: dos horas de metraje que hubiesen encontrado su lugar perfecto, por ejemplo, en un film como Tokyo!, película colectiva en la que distintos directores ofrecen su punto de vista acerca de la sociedad y el individuo moderno en no más de 20 minutos, sin llegar a la pesadez pseudo-humanista cercana al sermón a la que esta vez nos somete Koreeda con su última propuesta.
Hace unos días tuve la oportunidad de ver Tokyo!, un film que recoge tres mediometrajes de diferentes cineastas con el denominador común de situar sus trabajos en la capital japonesa. Una mirada hacia el Tokyo de hoy que en conjunto se me antoja una de las propuestas más imaginativas e interesantes del cine fantástico que he podido ver en lo que va de año.
Se trata de un proyecto independiente, coproducción de Japón, Francia y Corea del Sur, a cargo de tres directores, que a la vez ninguno es nipón. Los dos primeros llevan la firma de los franceses Michel Gondry (La ciencia del sueño; Rebobine, por favor) y Leos Carax (The House), del que no veíamos ningún trabajo desde 1999. La última es del coreano Bong Joon-ho, conocido por su mediática The Host. Los tres manejan con habilidad recursos estéticos y visuales distintos, lo que hace al conjunto más interesante, y todos utilizan originales giros en el guión, por lo que no desvelaré demasiados detalles del argumento, sólo recomiendo que no os la perdáis, sea o no estrenada en nuestros cines, porque las tres (con sus virtudes y defectos) merecen la pena y presentan puntos de vista muy diferentes, alejados de los clichés habituales, pero conservando la personalidad de cada director.
El primero de ellos es Interior Design, de Michel Gondry. Cuenta las peripecias de una joven pareja que busca su lugar en la gran ciudad. Una historia bastante manida en el cine, pero a la que Gondry le confiere un toque onírico, casi claustrofóbico, dando muestras de una imaginación y sentido del humor realmente extraordinarios. Simplemente excelente en cuanto a ritmo y utilización de recursos. Es el que más me gustó, además de hacer recuperar mi confianza, algo perdida con su último Rebobine, para con el cine de Gondry.
El segundo film, Merde, de Leos Carax, es completamente distinto al anterior. El protagonista, el hombre excremento, es un personaje uraño, inadaptado y extraño, que vive bajo tierra, en las alcantarillas de Tokyo. Carax pretende una metáfora sobre los pilares éticos en los que se sustentan las nuevas generaciones urbanitas; una sociedad en la que debajo de su sociabilidad se halla el siempre viejo conservadurismo, el racismo y la xenofobia. Decía que no tiene nada que ver con el primero porque trata de introducir ciertos elementos del cine fantástico y de terror, dotándolo de buen humor, pero carente de cualquier asomo de delicadeza y sensibilidad, sobre todo si con Gondry lo comparamos. Eso sí, hay que destacar la excelente interpretación de Denis Lavant, único protagonista no asiático del conjunto, y también los continuos guiños a Godzilla.
La tercera película,Tokyo Shaking, narra la relación entre diversas personas que viven encerradas en un piso, lugar en el que han creado su propio mundo, su propia isla de felicidad, y que ven amenazado su rol cotidiano cuando uno de ellos se enamora repentinamente de una repartidora de pizza. Vaya, otra metáfora, también sobre la sociedad japonesa, aunque esta vez centrándose en la triste soledad de los habitantes de una ciudad que paradójicamente viven rodeados de millones de personas, algunas a muy pocos metros de distancia. Se trata de un film mucho más lento, pero con buen ritmo y bien realizado, que mantiene el elemento fantástico de los anteriores. Pero es el que menos me gusto, tal vez porque le falte un final más concluso para ser del todo redondo.
Habida cuenta de los últimos Premios de la Academia de Hollywood, en los que obtuvo el Oscar a la Mejor Película Extranjera, venciendo a las a priori favoritas Walz con Bashir y a la ganadora de la Palma de Oro, La Clase, en la actualidad casi todo el mundo ha oído hablar de esta película japonesa, Okuribito (título original), que no ha sido todavía estrenada en España aunque ya se puede conseguir en DVD con subtítulos en inglés. Después de haberla visto creo que, en conjunto, el premio es suficientemente merecido y, aunque he de confesar que no sabía demasiado bien de qué iba antes de sentarme a verla, me sentía muy atraída por la idea de una película asiática llena de muertos, cadáveres y ataúdes que no tuviese nada que ver con una cinta de terror.
Departures desmitifica la muerte y una de las profesiones relacionadas con ésta, que en occidente equivaldría a algo así como un embalsamador, y que en el contexto japonés es el «noukan» (el que envía), la persona que tiene la responsabilidad de ayudar a las familias de los fallecidos a aliviar el dolor de la pérdida preparando meticulosamente el cadáver (vestimenta, maquillaje, etc..) antes de iniciar el viaje al crematorio o cementerio. Sin duda una profesión rechazada y malinterpretada (aquí y allí también) por las connotaciones negativas estereotipadas culturalmente y también por nuestro innato miedo a la muerte, que hace que evitemos, siempre que sea posible, todo lo relacionado con ella. Ahora bien, la película es japonesa, y como todo lo japonés, el oficio de preparar cadáveres antes de encerrarlos en el ataúd, separado funcionalmente del negocio de las funerarias, viene mostrado con un elaborado ritual de preparación y limpieza en todas sus fases, todo hecho con gran precisión, habilidad y máximo respeto por los difuntos y los miembros de las familias.El protagonista absoluto es Diago Koayashi (Masahiro Motoki), presente en todas las escenas del film, un chelista que sueña con viajar por todo el mundo con su esposa Mika (muy bien interpretada por Ryoko Hirosue) en la maleta, como buena esposa japonesa. Por desgracia, su orquesta se disuelve viéndose obligado a vender el costoso chelo acuciado por las deudas contraídas en su pasión por hacer de la música su oficio. Desanimado, convence a su esposa para trasladarse a su pequeña ciudad de origen, a la casa en la que dejó a su madre, con el fin de comenzar una nueva vida. A través de los anuncios de la prensa va a parar a la Agencia NK, encargada en la preparación de los difuntos para su último viaje.La primera media parte es simplemente fantástica, cuenta con interpretaciones excelentes y la historia, aunque se presta a ello, no sólo carece de tintes melodramáticos sino que muestra un tono permanentemente irónico sobre la muerte y la vida que dinamiza el relato, a pesar de su pulso lento, ganando efectividad tanto por lo curioso de las escenas mostradas como por el negro sentido del humor de la que está impregnada. Lo que sucede es que hacia el final el film da un giro argumental y adquiere un tono cada vez más dramático (las contradicciones con su esposa que rechaza su profesión y la búsqueda de su padre que les abandonó cuando era niño, reflejado en su jefe y mentor) y termina convirtiéndose en un film dramático cargado de poesía visual. El trabajo de dirección es efectivo y cuidado en todos los detalles, técnicamente bien planteada y con algunas escenas muy logradas, que rebosan una carga emotiva importante, a las que se añade la música del chelo, melancólica y envolvente, conjunto que a mi modo de ver quiebra con un final lento y demasiado abrupto que no hace justicia a la dinámica que tan meticulosamente había construido. Eso sí, solo por las escenas del nokanshi se hace merecedora de los elogios recibidos y a pesar de no cumplir con las expectativas por ser demasiado irregular y quizás excesivamente dilatada en su segunda parte, es una película sin duda hermosa y sensible que merece la pena recomendar.
Hirokazu Koreeda regresa (tras su último film «Nadie sabe», que le colocó como indiscutible promesa del nuevo cine nipón) a los orígenes del cine clásico japonés para mostrar todo lo que divide y al tiempo une a una familia, para obligar a mirarse al espejo a esa sociedad que convive con tradición y modernidad al unísono tratando de hacerlas compatibles. En un marco de 24 horas, un cálido día de verano, la familia se reúne, la tradición, los paisajes campestres, el paso del tiempo, con sus inevitables cambios sobrevenidos, provocan esa sensación de paraíso tradicional perdido por las nuevas condiciones de vida que logra causar una extraña y contradictoria mezcla entre planes de futuro, dudas del presente y evocación nostálgica del pasado. En Aruitemo Aruitemo cobra especial importancia la casa, que asume un papel protagonista: es el lugar de reencuentro, ámbito donde se mantienen las raíces y la identidad de la familia, necesaria y determinante para consolidar su propia personalidad, pero también las divergencias de intereses que exige un mundo dominado por las prisas y la competencia, narrado con un aire de cotidianeidad que recuerda a algunas producciones del cine europeo, a Bergman en la complejidad de sus personajes y el uso de la cámara, o a los aspectos más contemplativos de la narrativa de Téchiné. Todo subrayado por esa particular elegancia, serenidad y estilización de la que hace casi siempre gala el cine asiático, y que Koreeda maneja con batuta de maestro, mostrándonos escenas cargadas de ternura, de desdicha, de silencios o de diálogos viperinos en los que aparentemente sólo se habla de comida. Con todos estos ingredientes construye una obra sencilla, amena y llena de ritmo, sin dramatismos excedidos, pero preñada de matices, que pretende una reflexión sobre la incomprensión e incomunicación de esas personas que, a pesar de estar unidas por los vínculos familiares comparten vidas distantes, no sólo en cuanto al lugar, sino por intereses que cada uno persigue.
La película también posee un guión equilibrado (se encarga de él el mismo director, también del montaje), que no por sencillo deja de estar sorprendentemente estructurado, para narrar el proceso de dispersión de la familia observado a través de tres generaciones: los abuelos que viven en un medio rural, en la casa familiar donde confluyen todos una vez al año a fin de celebrar el aniversario de la muerte del primogénito, los dos hermanos, preocupados uno de ellos por ser aceptado por el padre, el otro por su situación económica y la conservación de la casa (donde pretende trasladarse con toda su familia), y los nietos, dedicados a vivir vitalistamente el presente pero en los que todavía se deposita la confianza para el mantenimiento de las tradiciones ancestrales. Un drama familiar, sin violencia, en el que hay pocas escenas donde los personajes muestren claramente sus emociones, porque algunas de las más importantes se sobreentienden o se comprenden en el trasfondo de una conversación banal en la cocina. Sin embargo, esas emociones que fluyen son fuertes y profundas, y tratan de las cosas que en definitiva siempre nos importan a todos: los padres y los hijos, la vida vivida y la soledad, la enfermedad y la muerte, la lucha por ser aceptado y la capacidad de cambio del ser humano. Lo hace, además, sin moralina alguna, dramatismos excedidos o alardes de sabiduría humanista, pero con esa sutil inteligencia característica del cine oriental (rececuerda aquí al gran maestro Ozu) que logra reflejar sin hacer uso de lo evidente el ritmo natural de la vida cotidiana. Este mismo material podría ser explicado de maneras muy distintas; podría ser un melodrama televisivo, un drama trascendental al uso con figuras de primera línea, o incluso una tragedia. Kore-eda muestra su mirada sobre los hechos cotidianos, y obtenemos, por encima de todo, una visión perfecta de la existencia de cada uno de los personajes aunque en realidad sólo nos hable de las 24 horas de un día de verano, en el que el calor y la tranquilidad de un pueblecito cercano al mar crea una especie de distraída suspensión de lo corriente en cualquier día de sus vidas. Y me gusta cada vez más esa narrativa que rehúye de la trascendencia, que parece sencilla aunque precisamente si algo no le falta es estar suficientemente elaborada y que, recreando lo cotidiano, mira siempre a las cosas más cercanas. No esperen espectáculo de vodevil, ni tramas enrevesadas con trasfondo moralizante u otras pantomimas. Aruitemo Aruitemo sobrecoge tan sólo con su poesía y su delicada y fascinante lírica de lo cotidiano. Puro cine.
Un hombre (Eiji Okada) busca insectos en una región aislada y desértica de Japón. Es profesor, entomólogo. Pierde el autobús, el último autobús del día que vuelve a Tokio. Los lugareños le ofrecen hospitalidad en el pueblo: «Me encanta hospedarme en casas particulares«, dice el hombre. Le llevan a una casa excavada en la arena. Hay que descender por una escalera de cuerda. Una mujer (Kyôko Kishida) vive allí, sola. Le prepara cama y cena. A medianoche, el hombre despierta y observa a la mujer cavando, fuera. Si no cava, la arena inundará la casa. Por la mañana, ella duerme. Su cuerpo está desnudo y cubierto de una fina capa de arena. Entonces quiere marcharse, pero la escalera ha desaparecido. La música martillea mientras el hombre trata de ascender por las paredes de la duna. Tarea imposible, si continua, perecerá bajo la arena que desprende más y más de la ladera a medida que lo intenta. Se espera que el hombre permanezca en el agujero, esclavo para siempre, unido a la mujer. Recogerá cada día la arena que se subirá en cestos que se venderán en una cooperativa. Ilegalmente, más barata, para la construcción de vigas. Contiene demasiada sal y no es apta. El hombre se ve forzado a trabajar en la sima para su propia supervivencia, de lo contrario la arena terminará por tragárselos. La mujer sigue allí, forma parte del paisaje y de su existencia. Él buscaba la soledad con su afición, lejos de la ciudad, y la ha encontrado.
Las situaciones que narra la película tienen diferentes lecturas. Hay abundante contenido erótico en el film; al fin y al cabo, además de trabajar para sobrevivir, su vida se reduce ahora a dormir, comer la ración que se les facilita a ambos y al sexo. La mujer ofrece su cuerpo a cambio de una servidumbre de por vida a un hombre errante que quedó atrapado en su tela de araña. La relación entre ambos está muy bien descrita, aunque no se expliquen los motivos fehacientemente. Al principio hay cierta desconfianza mutua, pero ella va invadiendo la vida del protagonista de modo tan lento como implacable, del mismo modo que lo hace la arena en el inhóspito lugar. La primera vez que aparece cierta tensión sexual es durante una pelea por el agua, pero el tira y afloja se mantiene a lo largo de la película por medio de la hostilidad, el primer inconformismo convertido en resignación y la esclavitud que somete a ambos en su hábitat común. Una de las relaciones afectivas más absurdas y extrañas que jamás se han visto en el cine; relación que Teshigahara desarrolla magistralmente con asombrosa habilidad a la hora de filmar escenas inimaginables en un entorno tan pequeño, pero que reflejan a la perfección la cambiante atmósfera que se da en esta peculiar relación.
También puede entenderse la película como la metáfora de una sociedad indiferente, donde las individualidades poco importan. De hecho, los protagonistas carecen de nombre, han sido retenidos por la fuerza y no pueden escapar. Forman parte de la escena del mismo modo que la arena forma parte de sus vidas y, al igual que ésta, sus movimientos están determinados por la necesidad natural de supervivencia. Las voluntades, los deseos, tienen poca relevancia. La frase en la que él pregunta a la mujer «¿Excavas para sobrevivir o sobrevives para excavar?» recoge bastante bien el contenido filosófico de la película. Lo cierto es que toda ella recuerda mucho al mito de Sísifo (La Odisea), castigado a empujar una piedra enorme cuesta arriba por una ladera empinada, pero antes de alcanzar la cima de la colina la piedra siempre rueda hacia abajo. Sísifo se ve obligado a empezar de nuevo, desde el principio, una y otra vez, o a perecer aplastado por la enorme losa unida a su destino.
La película, a pesar de las situaciones que describe, está narrada con grandes dosis de realismo, y a la vez es deliberadamente lenta. La vida en la duna es relatada mediante innumerables sutilezas con las que el espectador va conformando su idea de la cotidianidad de los protagonistas. La fotografía (Hiroshi Segawa) subraya constantemente el clima de desasosiego que vive el hombre hasta que, casi al final, termina por aceptar la situación. Entonces Teshigahara recurre a otros elementos para desatar la tensión: La escena del foso de arena convertido en escenario de violencia sexual mientras los aldeanos les rodean con sus tambores y máscaras practicando antiguos rituales; o esa otra en la que ruega le devuelvan a la casa, atrapado entre las arenas movedizas; o la escalofriante escena de la huida, cuyo mezquino objetivo resulta ser ver el mar, son una buena muestra de la inquietante tensión que sabe sobradamente crear el cineasta.
El guión pertenece al escritor nipón Kobo Abe, y está basado en una novela homónima que él mismo había publicado unos años antes. Kobo Abe siempre se declaró incondicional admirador de Kafka y, aunque no he leído su libro, viendo un film tan extremo y desafiante, no me cabe la menor duda de ello. Porque, además de radical es enormemente absurdo, y la angustia que logra generar consigue, como en el caso de las narraciones del checo, mantener el pulso y los nervios in crescendo. Una experiencia tan única como extraña, tan hermosa como hipnótica. En ningún momento queda claro si la mujer está en el agujero por voluntad propia o fueron los lugareños quienes la obligaron a estar ahí, como le ha sucedido al hombre. Lo que es evidente es que ambos están cautivos, al margen de que uno lo acepte como natural y otro intente huir constantemente de su destino. Comparten el trabajo y no pueden escapar de él. Tampoco deben, porque de su trabajo depende, además de su propia existencia, la economía de la comunidad. Tal como le relata la mujer una noche mientras cenan, por extensión, dependería de ello el resto del mundo. Consuelo ciertamente poco tangible, pero dadas las circunstancias, el único posible. Más vale tener ese que ninguno para tratar de mantener la cordura, porque sus vidas, al igual que ocurre con la arena, seguirán su propio proceso, el establecido como natural, en el que podrán variar los términos pero no el acuerdo ya que, como sucede con la naturaleza (simbolizada por la arena), la vida termina desarrollándose al margen de la voluntad de quienes traten de abrir caminos para cambiarla.
Koji Yamamura es uno de los actuales referentes en la animación experimental e independiente nipona. Este cortometraje es una adaptación del relato «Un médico rural» escrito por Franz Kafka en 1918 (según se data), que cuenta la historia de un médico al que llaman durante una noche de tormenta, en medio de una fuerte nevada, para visitar a un joven paciente gravemente enfermo. Venciendo extraños obstáculos, logra acudir a la llamada, pero es incapaz de ayudar al enfermo; punto este en el que comienza a dudar si realmente no sabe curarle o está siendo víctima de un engaño. Para justificar su impotencia, opta por sentirse traicionado por la llamada de la falsa campanilla nocturna, e intenta recapitular los hechos ocurridos tratando de averiguar dónde exactamente cometió el «error» que le hace imposible volver atrás, extrayendo como conclusión algo similar a una moraleja que, de haber conocido antes del sonar de la campanilla, hubiese permitido evitar el error fatal.
Kafka escribió este relato durante una convalecencia pasada en el campo en la que, además, se data el comienzo del primer capitulo de «Das Schloss» (El castillo). Un año más tarde, aborda un tema similar en El Proceso cuando narra la odisea de José K. detenido por una acusación que nunca se le precisa y para la que él tampoco demuestra demasiado interés o deseo de hacer precisar. La soledad, la frustración y la angustia ante la sensación de culpabilidad que es capaz de experimentar el individuo cuando se siente amenazado por fuerzas desconocidas, que escapan a su control o no es capaz de comprender, son temas recurrentes en la obra de Kafka.
Yamamura recrea en la animación no sólo el texto, sino ese estilo irónico con su trazo exagerado en el que fantasía y realidad se combinan con asombrosa naturalidad y que proporcionan a este trabajo ese aire tan kafkiano en el que se mezcla la lucidez con el denso ambiente de lo onírico. Y lo cierto es que consigue recrear muy bien la sensación fantasmal y claustrofóbica de la que está impregnada la obra original, a caballo entre el surrealismo y el expresionismo, que es algo así como el alma del relato de Kafka.
Título original: Kafka Inaka Isha / País: Japón / Año: 2007/ Animación: Koji Yamamura/ Sonido: Koji Kasamatsu/ Música: Hitomi Shimizu/ Montaje: Koji Yamamura/ Producción: Mariko Seto, Fumi Teranishi/ Estudio: Shochiku. Duración: 20 minutos. Versión original subtitulada.
Últimamente (supongo que se nota) ando bastante interesada en descubrir más sobre cine asiático, del que conozco algunos buenos directores (kiorastami, Kitano, Kurosawa, Nakata, Kar-Wai, Miike, Kim Ki duk, Ming Liang, Kei-Gia, Panahi, Ghobadi, Satyajit Ray… por citar algunos), pero todavía me considero una neófita, una amante del cine aún por educar en este terreno. Me interesa porque sólo en contadas ocasiones puedo decir que me haya defraudado una cinta asiática, y siempre me resultan sorprendentes en algún aspecto; incluso, entre las que no me acaban de gustar demasiado hallo ese pedacito que merece la pena, quizás porque me transportan a otro modo de entender la vida, a una estética distinta a los clichés habituales o, simplemente, suponen otra forma de narran su tiempo. Y no hace mucho, mi amigo Jorge, que sabe infinitamente más que yo de todo esto, me recomendó esta película clásica japonesa de la que desconocía su existencia. Hiroshi Inagaki es el director, más conocido por su trilogía «Samurái» (se llevó un Oscar en 1954) que por realizar dramas costumbristas.
Yo recuerdo el buen trabajo de Toshiro Mifune(protagonista) interpretando a estos Samuráis y también diversos papeles en algunas películas de Kurosawa de la postguerra. Pero esta imagen encantadora y tierna que transmite en El hombre del carrito descubre un actor enorme y polifacético, un auténtico arquitecto de la ternura que ha hecho variar sustancialmente el concepto que tenía de él: un intérprete tan capaz de abordar con éxito y sin vacilaciones el papel de guerrero, borracho o ganster como del hombre sencillo, humilde y generoso que interpreta en este film.
La película está ambientada en el Japón rural de principios del siglo XX. Matsu es un hombre pobre que se gana la vida con un rikisha, un carrito del que tira él mismo y que igual sirve para transportar mercancías o hacer recados, que para desplazar a personas a modo de taxi. Y Toshio es una mujer adinerada del pueblo que enviuda quedándose sola a cargo de su hijo pequeño. Si el rol masculino y la figura del cabeza de familia tiene tradicionalmente un papel muy importante en Japón, ni que decir de su absoluta necesidad en la sociedad rural de hace casi un siglo.
La cosa se complica si, además, el chico posee un carácter tímido e introvertido, se descubre poco amigo de medir su fuerza en retos o peleas con otros varones y el azar le ha dotado físicamente de un aspecto miedoso y enclenque. Matsu acepta encargarse de su educación, a petición de la madre, de la que, por otra parte (y a fuerza de convivencia) va a ir enamorándose en secreto (amor imposible al pertenecer a una casta inferior). Mientras, nos vamos ilustrando sobre las relaciones tradicionales que se dan dentro de la familia y de la sociedad rural japonesa, a base de escenas cargadas de sensibilidad y ternura, donde los sentimientos casi nunca son explícitos pero siempre son evidentes, todos mostrados en su justa medida, sin caer en la ñoñería dramática, y dotados de una elegancia y compostura sorprendentes.
Paralelamente a todo esto, la constante rueda del carrito en plano único en la pantalla; rueda que representa el tiempo que corre en su contra, la ley de la vida que va alejando al joven (ya) de quienes lo educaron y quisieron para ir en busca de su propio destino, los años que pasan con la aceptación de deseos imposibles de cumplir, el malestar interior de no poder alcanzar lo que se desea que desembocará en un final trágico… todo ello narrado desde la más absoluta sencillez y belleza, porque si algo merece la pena del cine oriental es esa ausencia muchas veces de palabras sustituida por la representación, por impresiones de imagen, de sonido, de luz como elementos de la narración a diferencia del canon habitual en el cine norteamericano de los años 50. Y, como no, esa tan exótica percepción de la realidad, del tiempo y de la psicología de los personajes comparada con los esquemas del mundo occidental, mostrada en un trabajo de dirección que es toda una lección de estética y con una apuesta actoral más que notable.
Watanabe es un burócrata que lleva 30 años trabajando en el Ayuntamiento de Tokio. Su vida es idéntica día tras día, igual que lo es su trabajo. Nunca consigue terminar nada de lo que comienza. Con el paso de los años, ha llegado a jefe de su sección y se sienta entre columnas de papeles a ambos lados de su escritorio, frente a estantes todavía más repletos de documentos. Su mesa está flanqueada por otras más pequeñas, de sus ayudantes, que ordenan y desordenan papeles una y otra vez. Nunca se decide nada y nada cambia en esencia. Su trabajo es escuchar las quejas de los ciudadanos, pero se limita a estampar un pequeño sello de caucho en cada uno de los papeles.
La película comienza con un plano fotográfico de una radiografía de alguien. Una voz dice: «Tiene cáncer gástrico, pero todavía no lo sabe. Va vagando por la vida. De hecho, está medio muerto«. Y los rayos X se van difuminando, fundiendo en el rostro de Takeshi Shimura, uno de los iconos del cine de Kurosawa, también de otros memorables directores, que interpreta magistralmente su papel en este film. Parece cansado, gris e insignificante como la pequeñez de su propia vida.
Una de las escenas memorables de la película sucede cuando Watanabe se encuentra en la sala de espera de la consulta del médico. Todavía desconoce su enfermedad. En la sala hay otro paciente que charla descuidadamente con todos, no necesita conocerlos. Se dirige a Watanabe y comienza a describirle síntomas idénticos a los que padece, atribuyéndolos al cáncer de estómago. Watanabe enmudece, lentamente, aterrado… Cuando su expresión ya está completamente desfigurada por el miedo, el charlatán hace este comentario: «Si le dicen que puede comer lo que quiera, eso significa que le queda menos de un año«. Ya en la consulta, el doctor repite estas mismas palabras; entonces el viejo burócrata se aleja, despacio, caminando hacia atrás. El médico habla pero no le mira, está situado de espaldas, sólo la cámara puede ver su desesperación. Regresa a casa, en el camino solo se oye la lluvia y su silencio . Exhausto, llora desconsolado hasta quedarse dormido. La cámara enfoca ahora una condecoración que acaba de caer al suelo. La recibió por sus veinticinco años de trabajo. Piensa que va a morir, aunque el médico no dijo nada de eso; en realidad, el médico solo dijo la frase, la misma que antes había escuchado del charlatán en la sala. Que vaya a morir no es tan malo. Lo peor es que nunca ha vivido. Y antes de morir decide hacer al menos una cosa que merezca la pena.
En este momento de la película, las escenas dejan de sucederse en orden cronológico, pasando a ser flashbacks a partir de su funeral. Familia y conocidos se reúnen y le recuerdan, bebiendo, fumando, intentando desvelar su misteriosa muerte (que no será de cáncer de estómago) y su extraño comportamiento que le condujo a ese final. El esfuerzo de un hombre por hacer simplemente lo que desea, a pesar de su trabajo, de sus compañeros, de las mujeres, de su hijo, de sus conocidos, puede confundir, tal vez frustrar, enfadar o inspirar a los que ven todo esto desde la óptica de sus vidas, sin cuestionarlas. Y es aquí donde reside el mérito y la grandeza de la película: La maestría de Kurosawa logra que mentalmente apremiemos a los supervivientes a alejar su mezquindad, a ver las cosas de otra manera, a querer acercarlos a nuestras conclusiones. Y el viejo Watenabe deviene cada vez menos sórdido, cada vez más parecido a nosotros, a pesar de que siguió siendo el mismo de siempre, y de que no logró concluir aquello que deseaba…
El pulso del film es deliberadamente lento, acrecentando la tensión con los minutos a base de primeros planos del rostro de Shimura, enorme interpretación de las emociones y los sentimientos del protagonista, de su rabia contenida por la muerte de su vida. Pocos diálogos, pero la cámara de Kurosawa se mueve como un mazazo que hace innecesarias las palabras para expresar la soledad, la tristeza, la ternura de su personaje. La historia de un hombre que estuvo muerto los veinticinco años que «mataba» el tiempo para asegurar un trabajo que creía su vida. Tremenda reflexión, madura y dramática, sobre el oficio de vivir; y, sin duda, una de esas memorables obras maestras del cine que nadie debería dejar de ver.
La obra de Kurosawa es una de las más extensas y heterogéneas que ha dado la historia del cine. Dramas, melodramas policíacos, pasando por thrillers, películas de samurais y numerosas adaptaciones literarias, como Ran (Shakespeare), El Idiota (Dovstoievski), Yojimbo (Hammet), Vivir (Tolstoi) o Los Siete Samurais (Esquilo), por citar algunos ejemplos.
Pero durante su primera etapa, y antes del punto de inflexión que supuso en su carrera la película «los 7 samurais», encontramos un Kurosawa en evolución constante, que habla de historias mucho más duras y reales, más acordes a la época y las circunstancias que vivía por aquel entonces Japón. Y es en esta época en la que rueda tres films cuyas similitudes con el cine negro son evidentes, aunque también plagados de detalles singulares que los hacen únicos. Entretejiendo guiones habituales del género negro, desgrana una sociedad japonesa poblada de ladrones, prostitutas, desgraciados y maleantes, con la característica además de ser los únicos que parecen estar en contacto directo con esa sociedad en la que viven, más conscientes, supervivientes de una época que les ha venido impuesta, a diferencia de los clásicos perdedores que protagonizan este tipo de films en el cine estadounidense. Los protagonistas van a ser ciudadanos de a pie, que se sienten perdidos en un tiempo y un lugar que comprenden poco, que más que héroes son antihéroes, cambiando así las tornas establecidas para el género, si bien en todas ellas queda patente el reflejo de la americanización de Japón tras la ocupación norteamericana, hecho que no desagrada del todo al director. EL ÁNGEL EBRIO
La primera de las tres películas de este género es «El angel Ebrio», rodada en 1948, y supone la primera aparición de Toshiro Mifune en un film de Kurosawa. Mifune interpreta a un ganster que acude a una clínica para que le extraigan una bala; además, el personaje se enfrenta a una inminente muerte por tubercolosis y a la traición de su amigo recién salido de la prisión. Cuenta también con otro coloso, Takashi Shimura, interpretando a un estravagante médico cuya curiosa afición consiste en emborracharse con alcohol clínico a falta de sake. Un film pesimista, en un Japón derrotado, cuyo escenario son los barrios bajos de Tokio que ofrecen la posibilidad a Kurosawa de mostrar el verdadero rostro del Japón de la posguerra. La singularidad de esta película reside en el gran poder simbólico de las imágenes (charcos de agua putrefacta, expresiones faciales de los personajes..), la banda sonora «inacabada» con destacables temas de guitarra, y la prodigiosa escena final de una pelea a cuchillo, donde el sonido juega un importante papel.
EL PERRO RABIOSO
Rodada en 1949, la trama consiste en la recuperación del revolver que le ha sido robado a un joven policia en un autobús (de nuevo Toshiro Mifune). La personalidad del novato policía es del todo patética: el robo supone el mayor drama personal imaginable para él, permanentemente superado por las circunstancias. Mientras, el ladrón va dejándole pistas cometiendo asesinatos con su arma. Las balas que va restando al cargador van a ser la base de la trastornada investigación. Pero nuestro «héroe» es un personaje al que las calles plagadas de mafiosos le vienen grandes, un perdedor absoluto frante a su compañero, otro policía muy experimentado y mucho más sereno, que sabe como funciona la calle y el mundo, que hace de ellas su universo, pero al que le resulta del todo incapaz conocerse a sí mismo. En la película abundan las secuencias exteriores, como un empeño de captar la gente de los suburbios y sus miserias, todo ello entrelazado con escenas de gran tensión en unas ocasiones, y en otras con secuencias muy sosegadas donde el personaje deambula largo tiempo en solitario, abatido, deshecho, en silenciosos y largos planos de Mifune perdiéndose en la ciudad.
LOS CANALLAS DUERMEN EN PAZ
Este film más tardío, data de 1960. La primera secuencia es la boda de la hija de un importante empresario inmobiliario con Nishi (otra vez Mifune), secretario del que será su suegro. En la boda hay un ambiente enrarecido, ya que circulan rumores acerca de la extraña muerte del padre de Nishi, sucedida cinco años antes al caer por la ventana de su casa, que se zanjó en su día como suicidio. Sin embargo, la celebración se convierte en un continuo devenir de voces que evidencian la sospecha de un posible asesinato perpetrado por el padre de la novia. A partir de esta escena, rodada magistralmente, se va desencadenando un singular relato de detenciones, interrogatorios, intentos de venganza de Nishi, malsanas alianzas de unos y otros.. El retrato del perfil psicológico es aquí el punto fuerte de Kurosawa, en particular el del protagonista, personaje que nunca amó a su padre en vida, pero que va incrementando ahora su sed de venganza, al tiempo que el amor hacia su esposa le impide consumarla y viceversa, la no consumación de la vendetta con su suegro le crea un serio conflicto interno con ella y con él mismo. De nuevo los planos largos, la cámara casi estática y el retarato de personajes confieren el protagonismo a un genial guión al que espera un desenlace trágico, a lo Shakespere, y el mensaje de que todos somos marionetas del sistema, títeres del tiempo y la realidad que nos ha tocado vivir mientras los canallas simpre «duermen en paz».