Katyn comienza con una escena en un puente cercano a Cracovia repleto de personas que se cruzan y chocan intentando avanzar en direcciones opuestas. Estamos en 1939: por el oeste llegan los que huyen de la invasión nazi hacia posiciones ocupadas por el ejército liberador soviético; por el este, aquellos que escapan de las tropas rusas, pues toman prisioneros tanto a civiles como a soldados polacos. Caminan campesinos, profesores de Universidad, comerciantes, estudiantes, trabajadores, funcionarios, familias enteras con sus pertenencias a cuestas. No saben hacia dónde se dirigen ni cual será el mejor camino para huir de la tragedia. Hitler y Stalin han hecho un pacto: los alemanes no avanzarán más, el ejército ruso no se enfrentará a ellos y hará, además, el trabajo sucio. Muchos son soldados que pertenecen a la reserva y huyen con sus familias al completo. Casi todos creyeron que entregándose al amparo de los rusos hallarían la liberación y ya se veían trasladados a Rumanía o la misma Rusia; gentes ajenas a la guerra, la mayoría no eran militares de profesión sino reservistas, muchos de ellos profesionales e intelectuales, potencialmente peligrosos para los regímenes totalitarios de cualquier ideología: cuanta más cultura tiene un pueblo más difícil es manejarlo al antojo de la demagogia y la mentira. Ya en Auschwitz, en 1939, antes de servir al exterminio judío, los primeros prisioneros en ocupar el campo fueron los intelectuales polacos.
En Katyn, 22.000 personas, uno de ellos el padre de Andrzej Wajda, fueron asesinadas y enterradas en fosas comunes cavadas en el bosque, en 1940. Durante 47 años, el gobierno de Polonia culpó de la masacre al ejército alemán, al tiempo que el mundo occidental callaba y asumía la versión de los hechos. Incluso se levantaron cínicamente monumentos oficiales en recuerdo a los desaparecidos. No será hasta 1990, tras la caída del muro, cuando el Kremlin reconocerá sus crímenes de guerra.
Lo que sucedió antes y después de la matanza está narrado por Wajda con el realismo y la honestidad propia de las víctimas anónimas silenciadas sin otro remedio durante casi cinco décadas. A pesar de que el film no ahorra en crudezas y vemos a militares soviéticos asesinando uno a uno en un sótano a un regimiento entero de soldados, al tiempo que otros riegan cubos de agua sobre el tobogán para lavar la sangre como si de un matadero se tratase, Wajda no se limita a hacer de la narración un alegato contra el horror, sino que nos habla del silencio y la tergiversación de la historia que sobre los hechos vivió su pueblo durante años. Para Wajda, los auténticos protagonistas no son sólo todas esas personas asesinadas impunemente, es también la angustia de las familias (como la suya propia) que sufrieron durante décadas la incertidumbre humana, buscando a sus desaparecidos, esperando fieles cada día el regreso, convencidas cada vez que llamaban a la puerta que detrás estaría su hijo, su hermano o su marido.
A través de sus más de 50 películas, también del teatro, como si de un escaparate de la historia se tratase, a pesar de la censura y la represión del régimen, Wajda ha revelado siempre, no sin serias dificultades y más de un necesario enroque narrativo, la realidad social y política de su país: el Guetto de Varsovia (Sansón, 1961), la resistencia al régimen soviético (Cenizas y diamantes, 1968), el Holocausto en Polonia (Semana Santa, 1995) o el movimiento Solidaridad (Hombre de Hierro, con Lech Walesa) son sólo algunos ejemplos. Sin embargo, hacer un film sobre los sucesos de Katyn no habría sido posible en la época comunista, porque la imagen de los soviéticos auspiciada por el régimen era obligatoriamente asociada siempre a la liberación. «…Sobre esa mentira reposaba la sumisión de Polonia a Moscú», dice Wajda. Para el cineasta, a sus 82 años, contar esta doble historia, la de los crímenes y la de la mentira, era un deber moral, consigo mismo y con su país.
Sin embargo, Katyn es mucho más que cine entendido como testimonio de la historia, porque como maestro que es, la película cuenta con un guión sólido y una estudiada construcción de todos los personajes. A la narración la recorre el ritmo pausado propio del cine europeo, y mantiene la tensión gracias a la rigurosa planificación y cuidadoso montaje, y a una puesta en escena en la que siempre se pueden encontrar detalles sugerentes, donde el relato discurre sin divorcio de las emociones, las justas y siempre contenidas a pesar de lo relatado. Si a todo ello le sumamos una modélica dirección de actores, el trabajo debería ser de visionado casi obligatorio, porque no es demasiado habitual en el cine el retrato realista de la historia que a la vez sea una obra de arte por la fuerza de sus imágenes, lo implícito de cada mirada y aquello que sugieren sus estudiados silencios. La calidad visual es también única porque, como valor añadido al buen hacer con la cámara, Wajda ha querido dotar a la producción de un extra con la aplicación de la nueva tecnología 4k, hasta la fecha sólo usada experimentalmente en algunas producciones norteamericanas. Katyn es la primera película hecha en Europa con esta tecnología que hace posible trabajar los detalles más pequeños y corregir con mucha precisión cada imagen, mantener los colores reales y alcanzar espectaculares efectos de profundidad.
Andrzej Wajda es una de las mayores figuras del cine europeo y mundial, y ha recibido numerosos reconocimientos internacionales. Es director artístico del Teatro Powszechny de Varsovia y en el año 2001 fundó la Andrzej Wajda Master School of Film Directing. Entre otros reconocimientos posee el Oscar honorífico por su contribución al mundo del cine, otorgado por la academia de Hollywood en el año 2000, y en 2006 recibió el Oso de Oro honorario por sus logros en el Festival Internacional de Berlín. Katyn fue nominada al Oscar a la Mejor Película Extranjera en la pasada edición; aunque en España, cómo no, se conozca su trayectoria más bien poco y la distribución de este último film se haya visto limitada a ámbitos muy reducidos y siempre fuera de círculos comerciales.
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