Lake Tahoe, de Fernando Eimbcke

Vuelta de vacaciones, vuelta a la rutina. Han sido días de desconexión casi total, sin horarios, sin ataduras, hasta llegar a no saber ni en qué día de la semana se vive. Ha habido tiempo para la lectura, para descansar, para ir al cine o para buscar esa película en internet que nadie se ha decidido a traer a nuestras salas -alguna ni a la venta en DVD- y tener tiempo para verla cuando apetece. Del cine, como cada mes de agosto, poco a destacar, excepción hecha de la que motivó la interrupción de mi descanso bloguero para recomendarla; me refiero a la argentina El hombre de al lado, formidable film que me he dado el placer de ver dos veces y que aprovecho para volver a recomendar.

Vía internet ha habido varios descubrimientos interesantes, uno de ellos Lake Tahoe, segundo largometraje de Fernando Eimbcke, de esas películas con las que una tropieza de modo accidental, curioseando rarezas por internet, anotadas cierto día en un pequeño bloc para llegada la ocasión rescatarlas de los pliegues de la memoria. Lake Tahoe se presentó en la Berlinae hace un par de años y también en el Festival de San Sebastián, fuera de la sección oficial. Pero su difusión ha sido prácticamente nula a excepción de  determinados festivales, a falta de saber la repercusión mediática que haya podido tener en su propio país, México.

La película parte de unas premisas francamente sencillas. Comienza con el sonido de un accidente de tráfico. Es Juan, un adolescente de dieciséis años cuyo viejo coche acaba de estrellarse contra un poste en medio de la nada. Juan recorre el paisaje casi vacio de algún lugar del interior de la península de Yucatán en busca de una pieza de recambio para su coche averiado, tropezando aquí y allá con una serie de personajes a los que pide ayuda, cada cual volcado en sus propias obsesiones: un anciano solitario que vive acompañado de su perro Sica, una chica de su edad que comparte el trabajo en la única tienda del pueblo entre un anticuado radio-casete y la atención a su bebé, un mecánico obsesionado por Bruce Lee o una ancianita que se dedica al proselitismo del advenimiento del Señor.

Juan va cruzando planos fijos encadenados en los que aparece por un lado de la pantalla para desaparecer por el opuesto. La cámara casi no se mueve, excepción hecha de alguna concesión ocasional al traveling. La acción se desarrolla en un solo día, de esos días que pasan como un sueño, en los que parece imposible que las cosas salgan del derecho porque la física se las ingenia para plagar de obstáculos el camino. Los diálogos son escasos, los precisos, y la banda sonora esta compuesta únicamente -excepto al final- por sonidos ambientales naturales y el continuo ladrido de los perros. Como una road movie, pero a pie, donde aparentemente nada de lo que vemos conduce a ninguna parte. Solo aparentemente, porque cuando se termina de ver la película reparamos en el sentido del comportamiento del personaje y en la reflexión hecha sobre la vida y sobre la muerte. En definitiva en que, sin darnos cuenta, esa cámara estática, esa fotografía sobria e insistente, machacándonos el árido paisaje y los pequeños detalles mostrados en cada una de las situaciones, terminan por levantar toda una epopeya de densidad dramática más que suficiente, invitándonos a otro modo de concebir el cine, pero también la comedia.

Los planos son amplios, largos y pausados, y cumplen su papel de expresión en la imagen de la misma problemática abordada en la narración. Narración cinematográfica, ni más ni menos. Las tensiones personales y generacionales están inmersas en esa tensión primitiva del protagonista, que se nos antoja minúsculo frente a la vastedad del entorno. Fernando Eimbcke nos presenta siempre el lugar antes que a los personajes porque en ningún otro marco podría desarrollarse una historia semejante. Esto le ayuda también a introducir un tipo de comicidad muy especial, en la que todo se puede ver amenazado por el surgir de un leve contratiempo, lo que provoca situaciones que rozan muchas veces el absurdo. No es un humor fácil, porque lo cómico se estrella constantemente contra la lentitud del conjunto y exige por parte del espectador una actitud de observación frente a lo que permanece a primera impresión inmóvil, tan solo roto por algunos fundidos a negro, bastante pronunciados, que parecen querer poner sobre aviso de la necesidad de una mirada más activa. Solo al final logramos comprender el hilo completo de cuanto se cuenta. Una propuesta muy arriesgada, alejada de clichés y de convencionalismos propios del cine más comercial, también de la comedia al uso, en la que merece la pena sumergirse porque el resultado es una historia muy bien construida que acaba por regalarnos una variada e ingeniosa paleta de emociones.

«Neds», «Biutiful», «Poesía» y «En el camino»

Unos cuantos días sin actualizar el blog, que no son síntoma de no haber ido al cine sino de que las cuatro películas que he podido ver ninguna en realidad ha acabado de gustarme. Y esto, unido a una falta de tiempo notable en las últimas semanas, es lo que me ha mantenido al margen de comentarios y actualizaciones. Cuesta más sentarse a escribir sobre lo que no nos gusta que sobre lo que nos satisface, pero hoy he encontrado el momento de liberarme de la pereza y dar unas breves pinceladas que solo pretenden ser una opinión relajada sin entrar en excesivos detalles críticos.

Nada más enterarme de su estreno, fui a ver Neds (No educados y delincuentes).  Según declaraciones del director, Peter Mullan, la película tiene tintes autobiográficos. Neds sigue los pasos de John desde su infancia (Gregg Forrest) hasta la adolescencia (soberbia interpretación de Conor McCarron) en el Glasgow de principios de los 70, donde el joven protagonista pasa de niño premiado en un lúgubre y estricto colegio privado a pandillero y navajero adolescente, o de monaguillo a esnifador de pegamento, según el tramo que se escoja. Todo ello justificado, presuntamente, por la violencia social imperante, la desestructuración familiar, los castigos físicos a los que son sometidos los chavales y una falta de expectativas abrumadora que lleva a nuestro protagonista a perderse mientras buscaba su lugar en el mundo desesperadamente.

En los puntos a favor, la película hace gala de buenas interpretaciones (destaca Conor McCarron en el papel del John más crecidito y la caracterización del propio director en el de padre borracho y maltratador), buena composición y puesta en escena a la hora de recrear la vida interior del protagonista o los acontecimientos y personajes que le rodean, y una banda sonora de rock setentero que subraya las calles frías, la rendición interior del niño y los sombríos y turbios anocheceres en los que la violencia impera oscura y amenazante. Conjunto que tiende a poner de manifiesto -y a la vez justificar- el destino de algunos -porque la realidad es para todos la misma y la mayoría sí supieron salir adelante, cabe recordarlo- a la que se le ve demasiado una clara influencia loachiana (Peter Mullan ha trabajado en varias ocasiones como actor con el británico, la más destacada en Mi nombre es Joe) y tal vez sea ese su principal problema, ya que el resultado es una historia de perdedores, de jóvenes que por más que luchen nunca acabarán encontrando la luz al final del túnel que deja una sensación agria, porque esa supuesta predestinación a la que nos somete la sociedad imperante y el sistema se muestra siempre desde el punto de vista más pesimista. Tanto que,  cuando el chaval intenta abordar un futuro, el pasado más reciente pesa de tal manera que inevitablemente le conduce de nuevo a la violencia. Pero para ver que la violencia encuentra su máxima justificación en las carencias del sistema educativo, y que la ignorancia es el caldo de cultivo perfecto para determinada conductas callejeras, todo muy dentro del free cinema británico, mejor revisar films como «La soledad del corredor de fondo«, bastante más didáctico y con un desarrollo narrativo infinitamente más ejemplar de la situación social del momento.

Unos días después de Neds, por si me había sabido a poco, entro en el cine a ver Biutiful. Me gusta el cine realista, ese que muestra verdades que no vienen en los folletos turísticos de las ciudades. Si además al relato se le suman personajes complejos y están espectacularmente interpretados por un rotundo Javier Bardem, pues la película tenía, a priori, todos los ingredientes para dejarme pegada a la butaca. El problema del realismo cinematográfico es traspasar la muchas veces delgada línea que separa la excelencia de la vulgaridad, cayendo incluso en la manipulación. Sale una con una sensación más que desagradable por la tremenda sucesión de desgracias que van aconteciendo a cada uno de los personajes, que si bien comienzan con mal pie, todos, sin excepción, acaban al final mucho peor. Seguramente Iñárritu supera la línea, confundiendo el recreo en la evidencia y el feísmo de lo cotidiano con el realismo maniqueo so pretexto de dejar  profunda huella en el espectador. Tendencia en boga, al fin y al cabo el cine también es un medio de comunicación que ha cumplido históricamente -y cumple- su papel. Y si la prensa y los canales amarillos ganan audiencia, por qué el cine iba a estar al margen de los designios de la moda, por lo que no es de extrañar un aumento de producciones tipo Gomorra o la que nos ocupa, aunque el Cine, como arte (aunque sea séptimo) debería ser otra cosa.

No sé yo que le encuentran de artístico retratar a los olvidados del sistema observando una playa repleta de cadáveres inocentes durante varios minutos para hacernos una idea de la explotación a la que se somete a los inmigrantes, ni recrear el abuso infantil hasta extremos ofensivos, ni ver un enfermo terminal orinando sangre para intuir que juega con la muerte a plazo fijo con demasiadas cuentas todavía por saldar. En defecto de guión pesa más el circo de la miseria a la que nos somete el mexicano que el logrado retrato (aunque poco elegante) del microcosmos en el que se mueve Uxbal, tanto en el terreno de supervivencia económica como personal. El divorcio de su guionista no ha sido una decisión acertada para Iñárritu. Pensando en los tandem director/guionista, habrá que considerar la reivindicación de que una película es tanto de quien la dirige como de quien la escribe, y que incluso en determinados casos podría tener mayor peso y responsabilidad el guión. Iñárritu/Arriaga podían ser buen ejemplo. Cuando a Amenabar le falta Mateo Gil, también.

Poesía, de Lee ChangDong es una película que tenía muchas ganas de ver. Me gusta el cine coreano y no le hago ascos a los tempos lentos y al letargo contemplativo de la imagen, porque generalmente estos recursos vienen asociados por los orientales al guión, sin divorcio que suponga un recreo injustificado o innecesario para cuanto están contando. El cine oriental se caracteriza, entre otras cosas, por una utilización formal de la imagen en el lenguaje narrativo como pocos, que ha hecho escuela en más de un cineasta independiente occidental. La película, premio al mejor guión en Cannes, trata de vincular diversas capas tramáticas en torno a un personaje principal, una anciana que padece alzheimer en su fase inicial y que tiene a cargo un nieto adolescente que acaba de cometer un delito de violación. El trabajo de la protagonista, la actriz Yun Yunghee, es sencillamente magnífico interpretando a esta abuela coraje que nos sitúa en la encrucijada de tener que defender a nuestros hijos (nieto en este caso) aún a sabiendas de su culpabilidad simplemente por el amor que profesamos hacia ellos, a pesar de que vaya a suponer serias contradicciones morales con los principios propios y la ruina económica de la familia. Situaciones inesperadas para las que la vida no suele dar aviso previo.

Hay algunos destellos de grandeza en el film: el encuentro de la anciana con la madre de la chica, la conversación con el policía a la salida de sesión de terapia poética, el momento cuando observa desde fuera la reunión del resto de padres del grupo, e incluso el final, esa especie de tránsito hacia la adolescencia mientras se evoca el cadáver de la chica flotando en el pantano. Es una pena que, a pesar de estos destellos, la evidente falta de ritmo, la excesiva lentitud casi siempre injustificada, y las sesiones de lectura de poesía (que son lo menos poético de la película) hacen de Poesía un film alargado y pesado, casi soporífero, y una sale con la sensación de que todo lo contado podría haber dado para no más de un mediometraje, porque se añaden innumerables escenas y momentos para el sensacionalismo de la taquilla, cabe suponer. Últimamente he visto varias películas protagonizadas por ancianas, parece una tendencia al alza en las miras de los nuevos directores, pero puestos a escoger, ninguna ha superado la polaca Tiempo de morir, reseñada hace unos meses en este blog, y que dada la coincidencia formal con las pretensiones de la que nos ocupa, aprovecho para recomendarla de nuevo, encarecidamente, porque es una delicia como pocas de las que he podido ver en tiempos recientes.

Y la última, En el camino, de la bosnia Jasmila Zbanic, de la que esperaba bastante más y tampoco logró seducirme demasiado. La película explora la relación de una pareja joven, ambos musulmanes, de buena posición social, trabajo estable y proyectos por delante. Un buen día, él se queda sin trabajo y un antiguo compañero de instituto le ofrece dar clases en un campamento para niños. A partir de aquí todo cambia en la relación de la pareja: ella continúa con su trabajo, tratando de animarle y ayudarle a salir adelante, mientras él sufre una inexplicable transformación hacia el radicalismo islámico. Me producía curiosidad la película porque esta tendencia hacia el radicalismo de carácter religioso, que es cierta y parece haberse puesto de moda en algunas sociedades como respuesta a la dura represión que años atrás ejercieran determinados regímenes, se hace por primera vez (que yo sepa) en un film europeo desde un punto de vista interno de los propios musulmanes. Pero en realidad no me ha ofrecido ninguna de las respuestas que buscaba: por qué personas con un nivel cultural suficiente se dejan seducir por discursos tan radicales, en las antípodas del ejercicio de la libertad individual y de pensamiento, o el porqué de esta nueva tendencia -desde un punto de vista social- que va ganando terreno en estos países por mucho que nos quede lejano o giremos la vista hacia otro lado.

La película se limita a mostrar el creciente convencimiento de él en contraposición con la resistencia que ella ofrece, mezclada con el miedo a la manipulación y a las consecuencias que, como mujer, ve venir de seguir la relación con su pareja. Y nada más. Ella sufre a un hombre cada vez más desconocido al que no acaba de darle puerta (¿?), mientras él intenta convencerla de su decisión e ir limando hacia su nueva ideología los comportamientos de ella y su familia. El personaje: la madre poniendo los puntos sobre las íes, a cada uno en su sitio, lo menos insano de la película. Al margen de la trama monotemática, y de que algunos capítulos se hacen excesivamente monótonos, ya sea por desinterés o por aportar poco al argumento, las interpretaciones no pasan de normalitas, mientras en el plano formal se aprecian numerosos defectos que cabe suponer se deben a la escasez de presupuesto. Obviable si no se está interesado en el tema, y en caso contrario, tampoco ofrece demasiadas pistas de cara a extraer conclusiones relevantes.

Luz silenciosa

Diferente es el mejor calificativo que me viene a la mente para definir esta película del mexicano Carlos Reygadas, ambientada en un espacio bastante singular: una estricta y pacífica comunidad menonita asentada al norte de México, cuyos miembros hablan un curioso dialecto de origen germánico, el plautdietsch, lengua en el que está rodado el film. Los menonitas son una escisión del anabaptismo (movimiento alemán post-luterano y heterodoxo tanto del catolicismo como del protestantismo, que se autodenomina impecable -si, no pecan-, y rechazan por igual Estado e iglesia), seguidores de Menón, un predicador holandés del siglo XVI, que se rigen por rigurosas y estrictas normas, tanto materiales como morales. Es importante decir esto porque la película no informa en ningún momento de qué se está viendo, ya que se supone estamos en México y nos encontramos en realidad entre unos personajes blancos, rígidos cual almidón y un tanto pintorescos, como recién sacados de la holanda renacentista, que comienzan hablando en cuasi-alemán, que poco o nada tiene que ver con los habitantes autócotnos mexicanos, ante los que el espectador se queda un tanto perplejo por sus curiosas costumbres que pasan por mirarse de frente durante largos períodos del film y realizar extraños ritos, y cuyas relaciones se limitarían a su propio mundo interior y cerrado si no existiese la necesidad de cubrir ciertos bienes básicos.
La película comienza igual que termina: con un larguísimo amanecer (la misma escena con un atardecer al final del film) que entretiene la vista durante algo más de seis minutos; eso sí, todo un placer para los sentidos el magistral trabajo de cámara y fotografía a cargo de Aleix Zabe, que no sólo se queda en las imágenes de apertura y cierre: todo el metraje de dos horas de duración está impregnado de auténticos cuadros, obras de arte filmadas con maestría, utilizando luz natural, que logran ser lo más destacable del film y que, dicho sea de paso, en muchas ocasiones tienen poco que ver con el hilo de lo que en realidad se está contando.Por otra parte, la historia en sí misma no da para demasiado y es bastante tópica: un hombre tiene que decidir entre el amor de dos mujeres, una es su esposa y otra la segunda oportunidad que la vida le ofrece, la contradicción entre los deseos y el sentido del deber para con su familia de siete hijos, la lucha entre la fidelidad a sus convicciones o la lealtad para consigo mismo.. En definitiva, el eterno tema de tantos films narrado de forma un tanto original; eso sí, contemplado desde el punto de vista masculino y ciertamente parcial, porque me permito poner en duda la pacífica y racional empatía de la que hace gala esta comunidad en el caso de que la adúltera fuese ella y no su marido..De todas formas, da la impresión que el objetivo del director era tratar temas como el amor, el dolor, el sufrimento… en su estado puro, centrándose en una perspectiva mística sin entrar en las particularidades personales de los personajes. Aquí pordría ser coherente la propuesta escenográfica letargada, morosa y dilatada que recorre la película; pero, si este fuese el caso, el haber elegido una comunidad tan represiva, tan cargada de normas y -necesariamente- prejuicios, tal vez haya condicionado en demasía esos sentimientos que explora, pasando a ser las extrañas e interesantes relaciones entre los menonitas el centro de atención para el espectador.

Pues eso, una bella y artística película para contemplar disfrutando de su fotografía, de los planos, de sus paisajes y de las curiosidades que propone.. eso sí, con muuuuucha tranquilidad, sin pedirle más y, según la sesión que se elija, agenciándose un café bien cargadito antres de entrar en la sala.