Alois Nebel, de Tomáš Lunák (2011)

Alois Nebel es un largometraje de animación checo dirigido por Tomáš Lunák, que adapta la novela gráfica homónima escrita por Jaroslav Rudiš con dibujos de Jaromír Švejdíka. La película está realizada en rotoscopia, técnica que consiste en animar los movimientos del dibujo plano a plano siguiendo una previa puesta en escena real. El resultado en este caso es excelente: los ochenta minutos de duración parecen fluir con asombrosa naturalidad por la pantalla hasta el punto de que el espectador olvida que se trata de una animación. Visualmente, es una delicia absoluta, y el blanco y negro combina perfectamente con el tono atmosférico de la historia.

Claramente influenciada por el cine negro clásico, y evocando también alguna de las películas checas más famosas de los años setenta (Trenes rigurosamente vigilados), Lunák teje un auténtico hechizo en torno a Alois, un empleado ferroviario de mediana edad que trabaja en una estación de tren en la región montañosa de la República Checa fronteriza con Polonia. Corre el año 1989, la radio da constantemente noticias sobre checos que intentan huir a través de los pasos fronterizos y el muro de Berlín está a punto de caer. Alois, con su monótona vida y su rostro sombrío parece estar de vuelta de todo. Pero los aires de cambio político evocan obsesivamente fantasmas del pasado al final de la Segunda Guerra Mundial. La niebla y la lluvia acompasan su tortura hasta terminar en un sanatorio. Cuando sale de allí, el mundo ha cambiado: el muro que divide Europa ha desaparecido, la revolución de terciopelo ha mandado al traste el régimen comunista y la vieja estación de Bílý Potok ha encontrado quien le sustituye.

Alois Nebel evoca cuentos clásicos e historias ancestrales: el bosque oscuro, las casas aisladas en las colinas, los trenes y las estaciones solitarias, las tormentas, la incesante lluvia, pero es absolutamente moderna en todo lo demás. La película repasa momentos cruciales de la historia europea resonantes todavía en la memoria de muchos, pero también es la historia de un hombre, de su vida cotidiana y la insidiosa realidad que le rodea. Alois se ve envuelto en una maraña de traiciones, historias de contrabando, fugitivos que huyen en la noche y el  recuerdo de una mujer de su pasado. Alois se muestra casi siempre estoico y pasivo frente al mundo exterior. A pesar de ello, la historia resulta conmovedora y hay una gran sensibilidad y empatía bajo cada escena de esta joya, destinada probablemente a convertirse en un clásico de la animación europea. Al tiempo.

Érase una vez en Anatolia (Once upon a time in Anatolia), de Nuri Bilge Ceylan. 2011.

Como la cartelera no anda para demasiadas fiestas, buceamos en la red para sacar a flote películas que jamás llegan a nuestras salas. Es el caso de la última de uno de los más sublimes estetas del cine moderno, el turco Nuri Bilge Ceylan, que no vine sino a confirmar su gran talento, su capacidad de sorprendernos con mucho más en cada una de sus propuestas.

Delicias como esta nos introducen en una sensación de magia, porque de vez en cuando, en este mundo de vacuidad, tal belleza aparece. La primera mitad sigue una caravana de tres automóviles a través de colinas sinuosas y caminos de estepa en Anatolia. En la oscuridad de la noche, dos asesinos confesos tratan de recordar donde enterraron un cadáver. Junto a ellos, el jefe de policía (Yilmaz Erdogan), el fiscal (Taner Birsel), el forense (Muhammet Uzuner), dos excavadores, otros policías y los conductores. Poco a poco las imágenes conquistan la mente. Son silenciosas, pero llenas de violencia; vacías, pero cargadas de secretos. La noche se prolonga hasta despuntar el día, el cuerpo del delito no se encuentra y los hombres  están más y más cansados. Gran parte está filmada en la oscuridad iluminada solo por los faros de los coches o una lámpara del pueblo donde se detienen a descansar. Aparentemente poco sucede y, sin embargo, todo es más complejo de lo que aparece a primera vista. Vivimos tiempos en los que todos somos culpables de algo, el cuerpo del cadáver es solo el medio para construir una epopeya acerca de los sentimientos ocultos, la emoción reprimida, la culpa, la justicia, el miedo, el existencialismo, la mentalidad provinciana y hasta el futuro de Turquía como parte integrante de una Europa en constante construcción y deconstrucción. Y funciona, porque Ceylan ofrece una simbiosis perfecta entre forma y contenido: el cadáver significa cosas diferentes para cada uno de ellos y Ceylan es el forense que nos muestra la autopsia existencial de sus personajes y de su Anatolia natal.

En la segunda mitad, cuando la noche deja abrir el día, la película inevitablemente pierde algo de su mística. Los caminos se dirigen entonces a  revelaciones que cuestionan el valor de conocer la verdad. El día descubre los relatos que el director dibuja con un trazo casi impresionista: unas cuantas pinceladas, un puñado de frases dejadas caer le bastan para sugerir e insinuar un crisol de sentimientos. No en todos los momentos logra la genialidad, pero en cada uno de ellos consigue, al menos, capturar un retazo de vida. Hacernos participar de la fatiga del equipo, de las impresiones de cada uno, de su particular drama. Solo unas pocas líneas de diálogo y primeros planos increíbles de sus caras bastan para desplegar el mundo particular de cada cual entre conversaciones banales acerca del yogur de búfala, males de próstata o leyendas urbanas. Un abanico de historias para todos los gustos: las hay ingenuas, sucias, viscerales, desafortunadas y hasta estúpidas. Todo lo muestra el director mediante una ensalada de colores tenue servida por la fotografía de Gökhan Tiryaki, supervisada por el propio Ceylan, con una elegancia en sus miradas capaz de hacer de un caserío perdido en medio de la estepa de Anatolia el lugar más acogedor sobre la tierra. El cine es como los sueños, una gran mentira, pero también una gran gozada. Puede que con el tiempo merezca la etiqueta crítica de obra maestra, de momento va por delante el Gran Premio del Jurado en el último Festival de Cannes. De lo que no cabe duda es que no me importaría ver las dos horas más que Ceylan cortó en el montaje para dejarla servida en 157 minutos. Excelente, sin más.

Clockers, de Spike Lee

Por razones que no vienen al caso, este blog no podrá actualizarse con nuevos contenidos hasta dentro de unas semanas. Parece un buen momento para este artículo, publicado en el número de septiembre de la revista digital La Caja de Pandora, con la que colaboro y a la que os invito a acceder a su contenido completo desde el link de la barra lateral.

Unos títulos de crédito, que ponen rápidamente al espectador en situación, dan buena cuenta de que Clockers no es para estómagos sensibles. Sangre todavía fresca rezuma sobre cuerpos jóvenes inertes, restos de tejido cerebral y gargantas reventadas a balazos. Grafitis, música rap, sirenas rojas y azules comparten la mirada acostumbrada de las gentes que acompañan el dantesco espectáculo. En los bancos de la plaza del gueto negro de Brooklyn se reúnen a diario un puñado de rappers para traficar con crack. El cabecilla del negocio es Rodney Little, el proveedor que recorre las calles en silencio con su coche negro. En tono paternal, seduce a los jóvenes: «Tú eres como mi hijo», le dice a Ron Strike, camello de medio pelo, mientras predice un gran futuro para él. El vendedor de comida rápida, hasta ahora hombre de confianza, le ha traicionado. Si Strike quita de en medio al traidor conseguirá ser su nueva mano derecha y tal vez logre salir de la calle, ganar más dinero y escalar puestos en la organización. Strike se pasa el día en los bancos de la plaza. Hasta ahora, confiar en Rodney ha sido rentable, para muestra la estupenda colección de trenes en miniatura con la que juega alucinado, pese a que nunca ha subido a uno. Porque Strike jamás ha salido de Brooklyn.

Han pasado 15 años desde el estreno de Clockers. Técnicamente podríamos estar hablando de un clásico de cine y sin embargo la historia y los personajes serían trasladables -con muy pocas reservas y todas de mero decorado- a la actualidad. Rodada en 12 semanas, iba a ser dirigida por Martin Scorsese, quien había adquirido los derechos de la novela. En ese caso, Robert De Niro y no Harvey Keytel hubiese encarnado al héroe de la película. Como quiera que en aquellos momentos el rodaje de «Casino» se complica, finalmente es Spike Lee quien se encarga de la dirección y Scorsese de la producción.  Lee exigió como condición cierta libertad creativa, que se materializó escribiendo el guión en colaboración con Richard Price, autor de la novela homónima. El llamado clocker es un traficante de drogas a pequeña escala, lo que comúnmente denominamos camello, ese que ocupa el último lugar en la jerarquía del narcotráfico menudeando con drogas para conseguir dinero rápido. Clockers describe con precisión la situación de los jóvenes afroamericanos que viven en los barrios más pobres, niños excluidos convertidos en adultos destructivos que sobreviven a la que se reclama sociedad más moderna del mundo,  sin ninguna perspectiva a corto plazo de que su destino pueda cambiar.  En el mundo del cine norteamericano, este hombrecillo de pequeña estatura llamado Spike Lee ha logrado lo más difícil: equilibrar sus intereses como cineasta comprometido con la superficialidad de la industria de Hollywood. Tarea nada baladí dentro del negocio actual del cine estadounidense, dominado por superproducciones de altas miras taquilleras en las que guión, presupuesto, actores e incluso los finales de las películas no pertenecen a sus cineastas en el noventa por ciento de los casos. Spike Lee es de esas rarezas que ha sabido mantenerse como director y productor representando otro cine, el que retrata la problemática de los afroamericanos, pero también el de todos los que nunca comulgaron con la política impuesta por los grandes estudios. Sus películas, más allá de reflejar la problemática racial, también son el espejo de una sociedad eminentemente cruel donde la discriminación de las minorías es una constante infranqueable que el propio sistema ha acabado asumiendo como natural.

Pero Clockers es bastante más que una película racial. El color de la piel es el telón de fondo en el que se mueve una sociedad enferma, incapaz de ofrecer salidas a quienes tuvieron la mala fortuna de nacer en el lugar equivocado. No son las favelas brasileñas ni un suburbio residual de cualquier ciudad del tercer mundo, pero se le parece mucho. A menos de 1000 metros, sumas ingentes de dinero se manejan en otra clase de bancos, rodeados de grandes avenidas repletas de glamurosas galerías para turistas millonarios. Detrás de esas postales de ensueño coexiste un mundo enrarecido, deformado por las drogas y falsas lealtades que arrebatan los pocos sueños de niños y hombres consumiéndose en su lento suicidio. Las únicas limitaciones son las impuestas por la presencia policial, cuestionable en sus métodos, ineficiente, pero casi constante. Los pequeños traficantes viven una relación simbiótica con la policía de narcóticos, es como si dependieran unos de otros para definir sus funciones. El héroe de la película es el detective blanco Rocco Klein, interpretado por Harvey Keitel. Rocco y su colega Larry (John Turturro) patrullan las calles y registran periódicamente a los camellos en busca de la mercancía. A su manera, también ejercen de clockers, pero su amo es un sistema más preocupado por criminalizar al último eslabón de la cadena que por encontrar y ofrecer nuevas perspectivas de vida para estos jóvenes que se repiten en tantas y tantas ciudades de nuestro querido mundo civilizado. Algunas de las escenas más desgarradoras de la película muestran la convivencia de la policía con este submundo donde drogas y muerte que forma parte indivisible de la rutina cotidiana. La escena en la que examinan el cadáver de Darryl Adams, el tendero de comida rápida cosido a balazos, es escalofriante. El tono cínico de la conversación de los policías al observar los restos in situ, en presencia de los transeúntes, da la medida del valor otorgado a la vida cuando se trata de los desahuciados de la sociedad. En un microcosmos que gira en torno a  drogas y armas es imposible que se preocupen por cada una de esas vidas que se pierden. Rojo sobre negro, como afirma Lee cuando dice que las drogas y las armas son las dos asignaturas pendientes a las que se enfrenta la población afro-americana de los suburbios neoyorkinos mientras labran en silencio su propio genocidio. Solo queda esperar que la muerte no te señale como su próximo objetivo.

Clockers es también bastante más que un drama sobre drogas. Spike Lee consigue pasar la tragedia social por el tamiz de una película de género a base del dinamismo escénico que caracteriza su manera de hacer cine. El resultado es un thriller de suspense en el que pende constantemente la duda sobre la autoría del asesinato. Thriller en el que hay cabida también para la sensibilidad y el humanismo cuando describe la cara más amarga de Nueva York. Cuesta adaptarse al lenguaje y los signos que emplean los camellos de baja estopa en las conversaciones sobre música o videojuegos, pasto todos ellos de violentos raperos que empuñan pistolas de segunda mano en el reclutamiento de nuevas generaciones. Una airada y reivindicativa madre teme por su hijo, y no duda en emplease con sus propios puños si con ello puede evitar verle condenado al abismo. Al fondo, la figura de un hombre se pasa el día limpiando el polvo de la barandilla del porche mientras ordena la vida y la muerte. El sol es lo único que ilumina la plaza rodeada de grises edificios suburbiales que se repiten a su alrededor. En el centro, la glorieta y unos cuantos bancos oxidados son testigo mudo del miedo perenne de  un chico llamado Strike, el personaje más manoseado, insultado y golpeado de la función para quien, a pesar de todo, Lee prepara un final optimista. Porque al final de la película Strike huye y consigue salir del barrio, aunque sea porque no le queda otra alternativa. Pero tras la huída y la conversión de su sueño ferroviario en realidad coexiste una inmensa amargura. Si algo queda patente es que los anhelos del pobre desgraciado no alcanzan más que a eso, a escapar lo más lejos posible. «Que no te vuelva a ver por esta ciudad», le dice Rocco. Lee abre para Strike el camino hacia la esperanza, una esperanza no redimida porque la única acción sensata es, de manera simbólica, lograr salir de ese mundo para siempre mientras poco o nada cambia: otros Strikes ocuparán su lugar y  perecerán bajo las estadísticas de la muerte, nuevos números sin rostro que agonizan cada día tras el gran negocio del tráfico de drogas. No está de más pinchar el glamuroso globo neoyorquino y echar un vistazo a estos daños colaterales del sueño americano. Porque como escribiera Lorca allá por 1929 en su época en Nueva York, «debajo de las grandes multiplicaciones siempre hay una gota de sangre de pato».

Los mejores títulos de crédito (4): Nicholas Ray, They live by night (Los amantes de la noche)

Mucho antes de Rebelde sin causa, de 55 días en Pekín, de Rey de Reyes o de Johnny Guitar, Nicholas Ray ya había demostrado su talla como auténtico genio. Es el caso de Los amantes de la noche, rodada en 1948, solo un año antes que Side Street, con la que comparte pareja protagonista y también -como aquella- catalogada serie B por su bajo presupuesto. Se trata de una película muy negra, que muestra sin demasiadas concesiones unos personajes irremisiblemente marcados por un destino que actua como tela de araña en la que sólo pueden enredarse más y más hasta ahogarse por completo. Unos créditos de inicio espectaculares para la época marcan el tono definitivo de la película: la fatalidad cerniéndose sobre los personajes y la huida como medio para escapar de sus certeras garras. Aunque, a medida que avanza el metraje, la parte más negra de la historia se va disolviendo narrativamente entre el mundo íntimo de unos amantes que intentan huir de ese destino implacable. El triunfo del amor sobre la maldad, vencida por un final tan emocionante como lírico.

La primera escena es un plano de la huida de los fugitivos que vemos a la vez que los créditos, que por aquel entonces se mostraban siempre al comienzo.  Ray puso en serios apuros al mismo Huseman, productor de la película y amigo suyo, al exigir un helicóptero para el rodaje desafiando los evidentes riesgos que suponía sobrevolar un coche a toda velocidad, aproximarse en pleno vuelo para tomar los planos, seguir la huida y posteriormente alejarse. Era la primera vez en la historia del cine que se utilizaba un helicóptero como medio técnico en un rodaje, y obtuvo como resultado una de las escenas más arriesgadas del Hollywood de la época. El mismo Ray ensayó desde el helicóptero las tomas a hacer, aunque finalmente sería Paul Ivano, conocido operador de cine mudo francés, quien acabaría filmando la secuencia definitiva. 4 intentos fueron necesarios para obtener estos antológicos planos que componen los títulos de crédito y la primera secuencia. Una extraordinaria secuencia inicial, pero hay muchas más en la película, cuya característica más sobresaliente es estar filmada con nervio y ritmo trepidantes. Cine negro que, más de sesenta años después, mantiene una frescura que realmente asombra. El cine, decía Godard, es Nicholas Ray.

Side Street, de Anthony Mann

Al hilo iniciado en el anterior post, películas de bajo presupuesto que llegan a sorprender, me senté a ver Side Street, dirigida por Anthony Mann en 1950, una de las últimas que rodaría dentro del género negro junto al director de fotografía Joseph Ruttenberg, responsable, entre otros, de manejar la cámara en trabajos como Luz de Gas (George Cukor, 1944), Mrs. Miniver (Willyam Wilder, 1942) o más tarde Gigi (Vicent Minelli, 1953). Con los años ambos, director y cámara, se convertirían en dos de los nombres de más prestigio del cine de género. A partir de 1952, Mann da un viraje a su trayectoria decantándose por el western. Este cambio de rumbo hacia la producción de sus propias películas se hace, sin embargo, conservando ciertas reminiscencias de su paso por el cine negro, con James Stewart como protagonista y por un período relativamente breve, porque hacia final de la década abandona Hollywood para trabajar en Europa en películas épicas de gran presupuesto, como El Cid (1961) o La caída del imperio romano (1964).

Cuando Side Street sale comercialmente a cartelera en 1950, la pareja protagonista, Farley Granger y Cathy O’Donnell, acaba de estrenar solo unos meses antes They Live By Night (Los amantes de la noche), dirigida por Nicholas Ray, lo que probablemente restó créditos a la película de Mann, dada la repercusión mediática de su precedente. Side Streeet tiene una marcada orientación de La ciudad desnuda (dirigida por Jules Dassin, 1948): comienza con vistas aéreas de la ciudad de Nueva York y se sirve de un narrador que mediante voz en off conduce al espectador, iniciándole al argumento y meditando sobre la vida de los habitantes de la ciudad y la complicada situación de Joe, el protagonista, un cartero al que le surge la tentación de robar 200 dólares para salir de las dificultades económicas que atraviesa. Cometido el delito, encuentra, para su sorpresa, que los 200 resultan ser 30.000, y es entonces cuando comienza el largo y oscuro descenso hacia los problemas para Joe Norson. El dinero que ha robado, aunque él todavía no lo sabe, es parte de un chantaje entre un abogado corrupto (interpretado con aplomo férreo por Edmon Ryan) y un ex-convicto (James Craig). Al bueno de Joe, el simple hecho de ver semejante suma le provoca un profundo sentimiento de culpabilidad y planea devolver de inmediato el dinero para recuperar su vida, austera, de trabajo precario y escaso dinero, pero normal en definitiva. A partir de aquí, un cúmulo de circunstancias convierten al film en una carrera entre la moralidad de Joe y el submundo de violencia, chantaje y corrupción de los bajos fondos neoyorkinos.

Entre los temas favoritos de Anthony Mann siempre ha estado el sufrimiento de sus personajes. Con la característica de que los protagonistas de sus películas soportan esa violencia con un sentido cercano a lo poético, subrayado casi siempre por la fotografía, claustrofóbica, que ayuda a crear una atmósfera cercana al simbolismo expresionista. El pánico, la culpa y la inseguridad son palpables en el rostro de Joe, que pasa casi toda la película empapado en sudor mientras trata de deshacer su propio mal. Y es que Joe Norson no quiso nunca robar 30.000 dólares. Como él dice, 200 hubiesen sido perfectos para pagar un médico a su esposa (que está a punto de tener un bebé) en una habitación privada de un hospital, en lugar de conformarse con la caridad de la beneficencia. A él le gustaría ese abrigo de visón que ve cada mañana de camino al trabajo en un escaparate, poder llevarla a Paris. Pero en última instancia son solo sueños, sus aspiraciones  son más modestas, como las de la mayoría de la gente. Tener una casa propia, mantener a su familia, no tener que vivir con los suegros, por buena gente que sean. El policía amigo de Joe le confiesa su intención de retirarse anticipadamente, marcharse a Florida, ahora o tal vez nunca. Otro, degradado en su profesión, era eso o ser despedido. Hasta uno de los chantajistas se entusiasma con el dinero que ha robado porque le servirá para costear la educación universitaria de su hijo. Todos los personajes de la película, policías, criminales o cantantes de cabaret tienen en definitiva las mismas modestas aspiraciones.

Lo que hace que Side Street se haya convertido en película de culto no es tanto el argumento como la capacidad de Mann para explorar la violencia como factor intrínseco a la psicología de los personajes, mediante un ejercicio estilístico de gran fuerza expresiva y una puesta en escena volcada en el verdadero protagonista del film: la ciudad de Nueva York. Porque todo este simbolismo poético queda inmerso en el entorno realista de la gran urbe, donde los personajes aparecen pequeños y sus metas, insignificantes. El film cuenta con un buen número de localizaciones, ángulos inusuales, objetos y personajes meticulosamente colocados, fuertes contrastes de luz y oscuridad, picados, contrapicados, cambios de profundidad de foco, y una carga mayoritaria de escenas rodadas en exteriores, procurándose Mann de que en cada plano los rasgos de Nueva York resulten bien visibles: a través de la ventana de una casa, desde el tejado de un edificio o desde el interior de un despacho, como fondo de una conversación que discurre en el banco de un parque o a bordo de un vehículo, la película se mueve al ritmo que marca la ciudad.

El enfrentamiento  final, alternando entre vistas aéreas (de calles imposiblemente estrechas en las que deambulan coches diminutos) con el interior de un taxi, es una de las mejores persecuciones policiales vistas en el cine clásico. Los cambios de ángulo crean un efecto claustrofóbico y de desorientación tal, que Manhattan queda transformada en un enorme laberinto de cemento, calles y sombras para acabar desembocando en el mismo punto donde todo comenzaba. En definitiva, se representa un mundo altamente moral (aderezado con una historia de amor bastante fuera de los parámetros del género), donde un paso en falso te puede llevar, inexorablemente, al abismo. A medida que avanzan los minutos, Nueva York dejar de parecer el reflejo resplandeciente de la promesa del sueño americano, y en la escena final se convierte en un estrecho y oscuro desfiladero, «una jungla arquitectonica donde«, como dice el narrador al comienzo, «tiene lugar la caza del hombre por el hombre«.

Plano secuencia (18): Joseph H. Lewis, Gun Crazy

«Convoqué a todo el equipo de rodaje para explicarles qué quería hacer: «Me gustaría empezar con una señal que diga ‘Bienvenidos a Hampton’, a una milla de la ciudad. Luego cruzamos la ciudad; el chico y la chica hablan, les hacemos entrar, atracar el banco; hacemos que ella tope con el policía en la calle; que hablen; ella le deja inconsciente; suben al coche y se marchan con el botín; salen de la ciudad, con una señal de ‘Está saliendo de Hampton’ a una milla. Y teniendo en cuenta todo el diálogo que hay en el guión, quiero hacerlo en una sola toma». Usamos la parte delantera del mismo Cadillac, pero de un modelo alargado, uno de ésos con más asientos traseros para poder llevar a mucha gente. Sacaron todos los asientos. El técnico de sonido estaba detrás con un equipo móvil. En toda la parte trasera de aquella especie de camioneta o autobús había placas engrasadas de contrachapado, de 2×12. Encima pusimos una cabeza de cámara sobre una silla de montar, y el operador iba sentado en la silla, y para rodar los travellings simplemente le deslizaban en silencio por esas placas engrasadas. Sujetos con correas al techo del vehículo había dos técnicos de sonido con micrófonos, y dentro del coche, pequeños micrófonos de botón que registraban todos los sonidos. Cruzamos la ciudad, y antes de rodar la toma les dije a Peggy (Cummins) y a John (Dall): «Vamos a ver, ya conocéis el objetivo de esta escena. No tengo diálogos porque no hay nada que escribir excepto las palabras que hay que decirle al policía. Éstas ya están acordadas. El diálogo que aportéis consistirá en lo que vayáis viendo. Entráis en una ciudad extraña y si hay gente en el camino, hablaréis de eso». Esos dos chicos eran maravillosos. Lo hicimos en una toma. Y a las 10 de la mañana ya habíamos terminado.»

*Extraído del libro ‘Cine Negro‘ de Taschen.

Parece increíble que una de las escenas más famosas del género se rodase con tanta improvisación. Estos días que han sido festivos he vuelto a ver «Pulp Fiction» y constantemente venía a mi mente, sin relación aparente alguna, el film de Joseph H. Lewis, Gun Crazy (El demonio de las armas). Seguramente poseen en común esa energía característica de las películas de género negro que se califican dentro de la serie B. La narrativa es simple: un chico (John Dall) obsesionado con las armas de fuego crece hasta convertirse en un experto tirador. Comienza a cometer delitos cuando aparece en su vida una mujer (Peggy Cummins), auténtica femme fatale de dudosa moralidad. El elemento femenino, de gran alcance en el género (se me ocurre ahora la leyenda de Bonny and Clyde) interviene en el rol de la película para desencadenar una narativa furiosa y rápida que no permite al espectador relajarse un solo momento. Travelings, picados, contrapicados y planos secuencia se suceden de modo realmente imaginativo. Y todo con un presupuesto minúsculo. Ahora me estoy acordando de La matanza del día de San Valentín, de Corman. Otra que hace demasiado tiempo no veo.

*Capturas extraídas de la web Noirestyle

 

Plano secuencia (I): Orson Welles, Touch of Evil (1958)

Con este post se inicia una nueva sección en el blog, en la que se podrán ver y comentar distintas escenas  de cine realizadas en plano secuencia. Un plano secuencia es una secuencia rodada de manera continua, sin cortes de ningún tipo, en el que la cámara se desplaza siguiendo la acción hasta la finalización total del plano, y que implica muchas veces extensos y complejos movimientos de cámara. Casi todos los cineastas han estado haciendo tomas largas en sus películas prácticamente desde que se inventó el medio; de hecho, las primeras películas tenían escasas modificaciones en las escenas, limitándose el montaje a la unión de cada una de ellas con más o menos alteraciones en el espacio y en el tiempo. Una de las películas más importantes rodada con secuencias largas en tiempo real y sin cortes es Rope (1948), de Alfred Hitchcock, que se rueda en su totalidad en una habitación durante 80 minutos. Un interesantísimo experimento cinematográfico para la época y el cine norteamericano, pero la dificultad surge cuando se obliga a la cámara a moverse, seguir a los personajes, cambiar el enfoque, la iluminación, etc… El primer gran paso respecto al experimento de Hitchcock con un amplio movimiento de cámara lo da diez años después Orson Welles en «Touch of evil» (Sed de mal, 1958). La escena comienza cuando alguien coloca una bomba en el maletero de un coche. Mientras la cámara se mueve hacia arriba, introduce los personajes. Aunque estamos centrados en la pareja, de modo subliminal, la bomba está todavía en nuestra mente, logrando así un primer objetivo: que el espectador no pierda detalle de aquello que está por suceder. Un alud de contrapicados, travelling y sorprendentes angulares de excelente planificación prosiguen hasta completar la secuencia, en la que se introducen todos los elementos fundamentales en la película. Una joya del expresionismo a la que vale la pena dedicar unos minutos.

Como curiosidad, decir que en su primera versión Univesal colocó los créditos de apertura intercalados en la secuencia, lo que no agradó nada a Welles, motivo por el cual reedita posteriormente la película reinstaurando la escena limpia de créditos. Touch of evil fue un fracaso comercial de lanzamiento en Estados Unidos. Calificativos como pretenciosa, basura, folletinesca o sórdida fueron algunas de las lindezas que la crítica tuvo a bien colocarle, además de clasificarla directamente como película de serie B. No así en Europa, donde obtuvo diversos premios y reconocimientos. Finalizado el rodaje, Welles se marcha del país y no volvería a trabajar para ningún estudio de Hollywood.

25 Kilates, de Patxi Amezcua (2009)

25-kilatesCine negro, radical, riguroso y moderno; acción, tensión y mucha violencia (la necesaria) para un producto hecho en España que esta vez no se abastece de burdas imitaciones al lenguaje de Tarantino, o de tetas y culos que sirvan de reclamo, que no quiere parecerse a éxito televisivo alguno y que no recurre al consabido retrato social, tan al uso. No le hace falta: los puntos fuertes residen en un ingenioso trabajo narrativo, perfectamente construido, en las cualidades de su fotografía y en la sorprendente dirección de actores que ejerce este novel cineasta, Patxi Amézcua, quien es autor también del guión de la película. Policías corruptos, sicarios kosovares, matones mexicanos, recaudadores de deudas con métodos no demasiado ortodoxos y una jovencita dada al choriceo menudo, constituyen el escaparate de personajes cuyo telón de fondo es el asfalto de una Barcelona nada convencional, escenario donde un plan y su suculento botín sirven de detonante para desatar esta trepidante trama que termina centrándose en dos personajes: él, Abel (Francesc Garrido), y ella (Aida Folch), pareja que por avatares de oficio y destino son condenados a vivir peligrosamente y que encontrarán en el atraco perfecto intereses comunes más allá del dinero como único objetivo.

Es nuestro particular Bonny and Clyde: ella pone la espontaneidad y el encanto, él la templanza y el oficio; aunque ambos tienen en común ser víctimas de la vida que les ha tocado vivir, de su mundo familiar y de sus pasiones. Tal vez se podría haber aprovechado mucho más el final, en el que determinados hilos de algunos personajes quedan sin resolver, a la suerte de la imaginación del espectador. O quizá también podría haberse sacado mucho más partido de la ciudad como personaje, ya que se van esbozando determinados elementos visuales muy acordes al tono del film a lo mejor no suficientemente rentabilizados… Pero dado el panorama cinéfilo patrio actual, no corren demasiados buenos tiempos para que una producción independiente , hecha con bajo presupuesto, sin las suculentas subvenciones con las que otras/os cineastas cuentan en el momento de presentar su proyecto, resulte ser de lo más interesante y entretenido estrenado en el último año. Dadas las circunstancias, no sólo no es fácil sino que se trata, como en contados casos, de una rara avis que viene a dejar claro que se puede hacer cine de calidad en este país cuando hay buenas ideas, ganas y sobrado talento. Lo triste es que no parecen perfilarse desde las altas esferas cambios en cuanto a la orientación sobre qué tipo de películas deben apoyarse, al menos por el momento. Las razones, tan lamentables como obvias. No tardéis en verla porque no durará demasiado en cartelera… ojalá me equivoque.

Flame y Citron (Ole Christian Madsen, 2008)

Una de las propuestas más interesantes de la actual cartelera es esta película danesa ambientada en 1944, durante la ocupación nazi de Copenhague. A diferencia de otras cintas sobre la Segunda Guerra Mundial en Europa, la ambientación en un escenario para muchos desconocido, lejos de los habituales (Francia, Alemania o Italia), igual que lo fue El libro Negro en Holanda, lo que sienta un punto de interés para el espectador, cansado quizá de ver películas en los mismos lugares o de corte similar. Además, la propuesta se aleja del melodrama bélico recurrente y la trama es presentada como si se tratase de un film noir con todos sus ingredientes, femme fatale incluida.

El director Ole Christian Madsen, quien temporalmente había formado parte del grupo Dogma, reconstruye la historia de Flame y Citron, dos leyendas de la resistencia danesa, frente al paseo que supuso para Hitler la entrada en Dinamarca, donde encontró un pueblo mayoritariamente sumiso, si no con  un número importante de  dispuestos  colaboracionistas, que convirtió la invasión del país en un juego de niños. Flame y Citron son personas que llevan una vida normal que, de la noche a la mañana, pasan a formar parte de uno de los escasos grupos de resistencia a la intrusión. Ambos frecuentan los lugares de siempre y conocen a casi todos los partidarios del nuevo régimen. Hacen su trabajo por convicción pura y su objetivo son los colaboracionistas que han accedido a puestos de relevancia política u obtenido beneficios económicos con la entrada de los alemanes. Pero su militancia se va a ver envuelta en una trama de traiciones, sospechas, manipulaciones, falsas pistas y las propias contradicciones internas de cada cual a la hora de matar, que resultarán ser lo mejor del argumento.

Acompaña el cuidadísimo guión una esmerada fotografía, elaborada con mimo en cada plano, muy trabajada en cuanto a iluminación y color se refiere, sacando buen partido del zoom y de la cámara pegada a la piel de los personajes que otorga realismo y credibilidada a los hechos que se narran. Destacan también las interpretaciones, tanto de Thrue Lindhart (en el papel de Falme), flemático pero a la vez categórico, como la de Mads Mikkelsen (como Citron), en un papel más apasionado y visceral, pero ambos muy bien coordinados y dibujados, que son quienes mantienen el buen pulso del film hasta el final.

Un film muy interesante, que narra la misma historia desde otra perspectiva, sin caer en el victimismo fácil de temas ya sobradamente tratados por la cinematografía. Tal vez el único reproche que se le podría hacer es tender a exagerar algunas situaciones o recurrir a algún que otro convencionalismo introduciendo la típica escena del tiroteo (cuando tratan de detener a Citron refugiado en una casa que creía segura) con infinidad de cristales rotos y, por supuesto, nuestro héroe arrasando en solitario con quien pretenda capturarle. Al margen de alguna situación de este estilo, es una buena película, con una producción muy elaborada y bien diseñada, tanto por lo que a la trama se refiere (nada que envidiar a un buen film negro norteamericano años 40), como a los hechos que narra, entre otros, que no llegaron a 1000 las personas que se organizaron en Dinamarca contra la ocupación nazi y que el resto de la población bien colaboró con la invasión, bien no opuso resistencia alguna.

No se trata de remover conciencias o desenterrar viejos fantasmas, pero cuando corren tiempos en los que se tiende a descalificar la publicidad sobre ciertos hechos históricos que parece a algunos molestan, acusando a quienes lo reviven de promover viejos odios, todo ello en nombre del famoso «pasar página» y convivir en paz con todos, conviene en primer lugar tener conocimiento de esa historia que se pretende olvidar tan fácilmente; porque está bien eso de pasar la página de la historia más negra de cada cual, pero puestos a pasar página  es necesario, para ser justos, haber hecho primero el ejercicio de leerla.

Akira Kurosawa y el cine negro

La obra de Kurosawa es una de las más extensas y heterogéneas que ha dado la historia del cine. Dramas, melodramas policíacos, pasando por thrillers, películas de samurais y numerosas adaptaciones literarias, como Ran (Shakespeare), El Idiota (Dovstoievski), Yojimbo (Hammet), Vivir (Tolstoi) o Los Siete Samurais (Esquilo), por citar algunos ejemplos.
Pero durante su primera etapa, y antes del punto de inflexión que supuso en su carrera la película «los 7 samurais», encontramos un Kurosawa en evolución constante, que habla de historias mucho más duras y reales, más acordes a la época y las circunstancias que vivía por aquel entonces Japón. Y es en esta época en la que rueda tres films cuyas similitudes con el cine negro son evidentes, aunque también plagados de detalles singulares que los hacen únicos. Entretejiendo guiones habituales del género negro, desgrana una sociedad japonesa poblada de ladrones, prostitutas, desgraciados y maleantes, con la característica además de ser los únicos que parecen estar en contacto directo con esa sociedad en la que viven, más conscientes, supervivientes de una época que les ha venido impuesta, a diferencia de los clásicos perdedores que protagonizan este tipo de films en el cine estadounidense. Los protagonistas van a ser ciudadanos de a pie, que se sienten perdidos en un tiempo y un lugar que comprenden poco, que más que héroes son antihéroes, cambiando así las tornas establecidas para el género, si bien en todas ellas queda patente el reflejo de la americanización de Japón tras la ocupación norteamericana, hecho que no desagrada del todo al director.
EL ÁNGEL EBRIO

La primera de las tres películas de este género es «El angel Ebrio», rodada en 1948, y supone la primera aparición de Toshiro Mifune en un film de Kurosawa. Mifune interpreta a un ganster que acude a una clínica para que le extraigan una bala; además, el personaje se enfrenta a una inminente muerte por tubercolosis y a la traición de su amigo recién salido de la prisión. Cuenta también con otro coloso, Takashi Shimura, interpretando a un estravagante médico cuya curiosa afición consiste en emborracharse con alcohol clínico a falta de sake. Un film pesimista, en un Japón derrotado, cuyo escenario son los barrios bajos de Tokio que ofrecen la posibilidad a Kurosawa de mostrar el verdadero rostro del Japón de la posguerra. La singularidad de esta película reside en el gran poder simbólico de las imágenes (charcos de agua putrefacta, expresiones faciales de los personajes..), la banda sonora «inacabada» con destacables temas de guitarra, y la prodigiosa escena final de una pelea a cuchillo, donde el sonido juega un importante papel.

EL PERRO RABIOSO

Rodada en 1949, la trama consiste en la recuperación del revolver que le ha sido robado a un joven policia en un autobús (de nuevo Toshiro Mifune). La personalidad del novato policía es del todo patética: el robo supone el mayor drama personal imaginable para él, permanentemente superado por las circunstancias. Mientras, el ladrón va dejándole pistas cometiendo asesinatos con su arma. Las balas que va restando al cargador van a ser la base de la trastornada investigación. Pero nuestro «héroe» es un personaje al que las calles plagadas de mafiosos le vienen grandes, un perdedor absoluto frante a su compañero, otro policía muy experimentado y mucho más sereno, que sabe como funciona la calle y el mundo, que hace de ellas su universo, pero al que le resulta del todo incapaz conocerse a sí mismo. En la película abundan las secuencias exteriores, como un empeño de captar la gente de los suburbios y sus miserias, todo ello entrelazado con escenas de gran tensión en unas ocasiones, y en otras con secuencias muy sosegadas donde el personaje deambula largo tiempo en solitario, abatido, deshecho, en silenciosos y largos planos de Mifune perdiéndose en la ciudad.

LOS CANALLAS DUERMEN EN PAZ

Este film más tardío, data de 1960. La primera secuencia es la boda de la hija de un importante empresario inmobiliario con Nishi (otra vez Mifune), secretario del que será su suegro. En la boda hay un ambiente enrarecido, ya que circulan rumores acerca de la extraña muerte del padre de Nishi, sucedida cinco años antes al caer por la ventana de su casa, que se zanjó en su día como suicidio. Sin embargo, la celebración se convierte en un continuo devenir de voces que evidencian la sospecha de un posible asesinato perpetrado por el padre de la novia. A partir de esta escena, rodada magistralmente, se va desencadenando un singular relato de detenciones, interrogatorios, intentos de venganza de Nishi, malsanas alianzas de unos y otros.. El retrato del perfil psicológico es aquí el punto fuerte de Kurosawa, en particular el del protagonista, personaje que nunca amó a su padre en vida, pero que va incrementando ahora su sed de venganza, al tiempo que el amor hacia su esposa le impide consumarla y viceversa, la no consumación de la vendetta con su suegro le crea un serio conflicto interno con ella y con él mismo. De nuevo los planos largos, la cámara casi estática y el retarato de personajes confieren el protagonismo a un genial guión al que espera un desenlace trágico, a lo Shakespere, y el mensaje de que todos somos marionetas del sistema, títeres del tiempo y la realidad que nos ha tocado vivir mientras los canallas simpre «duermen en paz».

Orson Welles. Apuntes.

Este director, nacido en 1915 en Wisconsin, es uno de los más renombrados de los que cultivaron el cine negro, aunque su popularidad es pobablemente debida al éxito que cosechó su film «Ciudadano Kane», y uno de los grandes talentos que ha generado la industria del cine. Sus orígenes están en el mundo del teatro, en la década de los 30, en la que actuó en Irlanda y Nueva York, ciudad en la que funda la compañía Mercury Theatre, donde pone en escena obras clásicas como «Macbeth» o «Julio Cesar». Hacia final de la década, la Mercury Theatre extiende su actividad a la radio. Welles salta a la fama tras el escándalo que supuso en 1938 la retransmisión de «La Guerra de los Mundos», en la que los sucesos de la novela se narraron como si fueran reales, horrorizando y generando la alarma en un porcentaje muy alto de la audiencia. Este salto a la fama hace que firme un contrato con la RKO para rodar una serie de películas. La primera fue «Ciudadano Kane», película que es una adaptación de la vida de un magnate de la comunicación, William Randolph Hearst. La acogida fue excelente, aunque su distribución no estuvo libre de dificultades, ya que Hearst intentó que el film no se distribuyese comprándoselo a Welles, a lo que la RKO se negó, prosiguiendo el ataque por parte de la prensa escrita.
Welles continúa su trabajo en la radio y en el cine. Dirigió y escribió peliculas del genero negro como «El extraño» en 1946 y «La dama de Shangai» en 1948. Los diálogos sofisticados y el enorme expresionismo de sus puestas en escena recuerdan siempre sus orígenes en el teatro, y en 1948 vuelve con la adaptación de los clásicos rodando «Macbeth» y «Otelo» en 1952, con más barroquismo visual si cabe y, como no, plagada de polémica en la producción. A mitad de los 50, en 1955, regresa al cine negro con «Mister Arcadin» y «Sed de Mal». El resto de su carrera está marcada por contínuos viajes por todo el mundo, actuando, rodando películas, muchas veces a fragmentos que posteriormente recompone. De esta época saldrá «El proceso» (1962) y «Campanadas de medianoche» (1966). En 1963 rueda la película «Fraude», que es un falso documental experimental, seguramente muy influido por el porstmodernismo de personajes como Jean-Luc Godard, al que conoció en uno de sus viajes. Muere de un infarto en 1985, y sus cenizas reposan en lo que fue la finca del torero Antonio Ordoñez por deseo expreso del propio Welles.
Algunas frases célebres..

  • Cuando se viaja en avión solamente existen dos clases de emociones: el aburrimiento y el terror.
  • La falsedad es tan antigua como el árbol del Edén.
  • Es imposible hacer una buena película sin una cámara que sea como un ojo en el corazón de un poeta.
  • Lo peor es cuando has terminado un capítulo y la máquina de escribir no aplaude.