18 comidas, de Jorge Coira

Se me escapó en su día de la cartelera -y de la única sala donde la proyectaban en Valencia- esta modesta producción gallega, rodada muy de andar por casa, con un presupuesto escasísimo y con bastante improvisación, pero con resultados que para sí querrían películas más ambiciosas con mayor dotación económica y mediática.

La película se divide en tres partes, que se corresponden con la rutinaria costumbre de sentarse a la mesa a la hora del desayuno, la comida y la  cena, aunque se desarrolla de una manera muy distante a otras también recientes como Bon Apetit y las exquisiteces de los platos de algún cotizado restaurante. En 18 comidas los personajes se mueven entre caseras vichyssoises, carnes a la plancha, ensaladas, pizza venida en motocicleta o, como mucho manjar, una lubina a la sal. A Jorge Coira le interesa para la ocasión el yantar de la gente corriente, como el de la pareja de abueletes que no pronuncia palabra, sentados alrededor de la vieja mesa siempre dispuesta mientras apura, según el momento, un pote gallego o el tazón de leche con sus correspondientes sopas.

Como la comida, la película fluye de manera sencilla, en un tono entre agridulce y simpático, con situaciones de la vida cotidiana y diálogos que no por poco profundos dejan de ser, por momentos, francamente hilarantes. Estas 6 pequeñas historias, multiplicadas por las tres comidas que transcurren a lo largo de un solo día -que hacen las dieciocho-, logran, con sus altibajos, momentos brillantes, como el seguimiento de los dos borrachines en busca de dónde caerá su siguiente ágape; el reencuentro entre un bohemio y solitario Luís Tosar -que nos ofrece su faceta musical- con una amiga casadísima e insatisfecha con su vida –Esperanza Pedreño y su siempre registro de mujer atormentada-; una pareja de profesores homosexuales –Víctor Clavijo y un estupendo Sergio Peris Mencheta, que da gimnasia- dispuestos a salir del armario mientras almuerzan con su hermano, que viene a visitarlos acompañado por una chica que acaba de conocer en un bar mientras desayunaba; o el ruso cocinillas, un pobre ingenuo que se pasa el día pegado al móvil esperando y preparando la llegada de una tal Laura que nunca aparece y a la que ha invitado a compartir mesa y mantel. El esquema recuerda un poco a aquellas películas de Robert Altman -casi imposible no evocar Vidas cruzadas o hasta Nashville-, en el que el guión salta continuamente entre personajes, del mismo modo que lo hace aquí, la mesa como escenario de la vida, entre lo dramático y lo cómico, hasta hilvanar un desenlace que surge entre una estructura de puzle cuyas piezas van lentamente encajando. A los ya citados se suman una estupenda Cristina Brondo, María Vázquez, Juan Carlos Bellido, Víctor Dupla, Xosé Barato o Pedro Alonso, entre otros, con sus pequeños papeles todos muy bien interpretados, otro de los secretos que hacen de esta pequeña producción, a pesar de sus defectos y de su escasa distribución, un producto realmente digno de ver que ningún cinéfilo debería perderse.

Balada triste de trompeta

Balada triste de trompeta, por la canción de Rafael. Empiezo a pensar que Alex de la Iglesia tocó techo con «La comunidad«, o si quieren en «El día de la Bestia«. Créditos de inicio, de lo mejor. Hay que reconocerle su espectacularidad en cuanto a imagen y puesta en escena. También que es extremadamente exagerada y violenta, pero una violencia entre el absurdo y el cutre-machismo suburbial. Parte la película desde 1937. Un chaval es testigo de cómo asesinan a su padre (Torrente-payaso) y se le cruzan los cables para el resto de su vida. Payaso-triste. Dios los cría, ellos se juntan, el destino cruza su camino con payaso-tonto, paranoico, macarra, misógino, ultra-salvaje. Guión: ambos se enamoran de la misma trapecista. Locura, ida de pinza increscendo hasta límites insospechadamente bestias. Humor, pero cutre, anacrónico,  pasado de vueltas, superado con creces un sinfín de españoladas de entre los cincuenta y setenta. Gratuita, trasnochada y repleta de escenas surrealistas sin demasiada coherencia que nadan entre el absurdo y el infantilismo del triste payaso. Auto-plagios de «El día de la Bestia» o de Carmen Maura en «La comunidad», la cosa no da para más. Y jugando a Tarantino: asesinato de Carrero Blanco, o un Valle de los Caídos surtido de calaveras, evocan de manera un tanto histriónica el pasado no tan lejano, pero con bastante menos gracia. De pequeña me daban miedo los payasos, esta vez me han dado pena. Sobre todo si una se para a pensar en el nada desdeñable presupuesto dedicado, la mayoría con fondos públicos. Alex de la Iglesia, presidente de la Academia de Cine. Es casi imposible que se hubiese subvencionado un proyecto así viniendo de cualquier otro. Hacía mucho tiempo que no salía de una sala de cine antes de terminar la película. Y este mes, ya van dos.

«Neds», «Biutiful», «Poesía» y «En el camino»

Unos cuantos días sin actualizar el blog, que no son síntoma de no haber ido al cine sino de que las cuatro películas que he podido ver ninguna en realidad ha acabado de gustarme. Y esto, unido a una falta de tiempo notable en las últimas semanas, es lo que me ha mantenido al margen de comentarios y actualizaciones. Cuesta más sentarse a escribir sobre lo que no nos gusta que sobre lo que nos satisface, pero hoy he encontrado el momento de liberarme de la pereza y dar unas breves pinceladas que solo pretenden ser una opinión relajada sin entrar en excesivos detalles críticos.

Nada más enterarme de su estreno, fui a ver Neds (No educados y delincuentes).  Según declaraciones del director, Peter Mullan, la película tiene tintes autobiográficos. Neds sigue los pasos de John desde su infancia (Gregg Forrest) hasta la adolescencia (soberbia interpretación de Conor McCarron) en el Glasgow de principios de los 70, donde el joven protagonista pasa de niño premiado en un lúgubre y estricto colegio privado a pandillero y navajero adolescente, o de monaguillo a esnifador de pegamento, según el tramo que se escoja. Todo ello justificado, presuntamente, por la violencia social imperante, la desestructuración familiar, los castigos físicos a los que son sometidos los chavales y una falta de expectativas abrumadora que lleva a nuestro protagonista a perderse mientras buscaba su lugar en el mundo desesperadamente.

En los puntos a favor, la película hace gala de buenas interpretaciones (destaca Conor McCarron en el papel del John más crecidito y la caracterización del propio director en el de padre borracho y maltratador), buena composición y puesta en escena a la hora de recrear la vida interior del protagonista o los acontecimientos y personajes que le rodean, y una banda sonora de rock setentero que subraya las calles frías, la rendición interior del niño y los sombríos y turbios anocheceres en los que la violencia impera oscura y amenazante. Conjunto que tiende a poner de manifiesto -y a la vez justificar- el destino de algunos -porque la realidad es para todos la misma y la mayoría sí supieron salir adelante, cabe recordarlo- a la que se le ve demasiado una clara influencia loachiana (Peter Mullan ha trabajado en varias ocasiones como actor con el británico, la más destacada en Mi nombre es Joe) y tal vez sea ese su principal problema, ya que el resultado es una historia de perdedores, de jóvenes que por más que luchen nunca acabarán encontrando la luz al final del túnel que deja una sensación agria, porque esa supuesta predestinación a la que nos somete la sociedad imperante y el sistema se muestra siempre desde el punto de vista más pesimista. Tanto que,  cuando el chaval intenta abordar un futuro, el pasado más reciente pesa de tal manera que inevitablemente le conduce de nuevo a la violencia. Pero para ver que la violencia encuentra su máxima justificación en las carencias del sistema educativo, y que la ignorancia es el caldo de cultivo perfecto para determinada conductas callejeras, todo muy dentro del free cinema británico, mejor revisar films como «La soledad del corredor de fondo«, bastante más didáctico y con un desarrollo narrativo infinitamente más ejemplar de la situación social del momento.

Unos días después de Neds, por si me había sabido a poco, entro en el cine a ver Biutiful. Me gusta el cine realista, ese que muestra verdades que no vienen en los folletos turísticos de las ciudades. Si además al relato se le suman personajes complejos y están espectacularmente interpretados por un rotundo Javier Bardem, pues la película tenía, a priori, todos los ingredientes para dejarme pegada a la butaca. El problema del realismo cinematográfico es traspasar la muchas veces delgada línea que separa la excelencia de la vulgaridad, cayendo incluso en la manipulación. Sale una con una sensación más que desagradable por la tremenda sucesión de desgracias que van aconteciendo a cada uno de los personajes, que si bien comienzan con mal pie, todos, sin excepción, acaban al final mucho peor. Seguramente Iñárritu supera la línea, confundiendo el recreo en la evidencia y el feísmo de lo cotidiano con el realismo maniqueo so pretexto de dejar  profunda huella en el espectador. Tendencia en boga, al fin y al cabo el cine también es un medio de comunicación que ha cumplido históricamente -y cumple- su papel. Y si la prensa y los canales amarillos ganan audiencia, por qué el cine iba a estar al margen de los designios de la moda, por lo que no es de extrañar un aumento de producciones tipo Gomorra o la que nos ocupa, aunque el Cine, como arte (aunque sea séptimo) debería ser otra cosa.

No sé yo que le encuentran de artístico retratar a los olvidados del sistema observando una playa repleta de cadáveres inocentes durante varios minutos para hacernos una idea de la explotación a la que se somete a los inmigrantes, ni recrear el abuso infantil hasta extremos ofensivos, ni ver un enfermo terminal orinando sangre para intuir que juega con la muerte a plazo fijo con demasiadas cuentas todavía por saldar. En defecto de guión pesa más el circo de la miseria a la que nos somete el mexicano que el logrado retrato (aunque poco elegante) del microcosmos en el que se mueve Uxbal, tanto en el terreno de supervivencia económica como personal. El divorcio de su guionista no ha sido una decisión acertada para Iñárritu. Pensando en los tandem director/guionista, habrá que considerar la reivindicación de que una película es tanto de quien la dirige como de quien la escribe, y que incluso en determinados casos podría tener mayor peso y responsabilidad el guión. Iñárritu/Arriaga podían ser buen ejemplo. Cuando a Amenabar le falta Mateo Gil, también.

Poesía, de Lee ChangDong es una película que tenía muchas ganas de ver. Me gusta el cine coreano y no le hago ascos a los tempos lentos y al letargo contemplativo de la imagen, porque generalmente estos recursos vienen asociados por los orientales al guión, sin divorcio que suponga un recreo injustificado o innecesario para cuanto están contando. El cine oriental se caracteriza, entre otras cosas, por una utilización formal de la imagen en el lenguaje narrativo como pocos, que ha hecho escuela en más de un cineasta independiente occidental. La película, premio al mejor guión en Cannes, trata de vincular diversas capas tramáticas en torno a un personaje principal, una anciana que padece alzheimer en su fase inicial y que tiene a cargo un nieto adolescente que acaba de cometer un delito de violación. El trabajo de la protagonista, la actriz Yun Yunghee, es sencillamente magnífico interpretando a esta abuela coraje que nos sitúa en la encrucijada de tener que defender a nuestros hijos (nieto en este caso) aún a sabiendas de su culpabilidad simplemente por el amor que profesamos hacia ellos, a pesar de que vaya a suponer serias contradicciones morales con los principios propios y la ruina económica de la familia. Situaciones inesperadas para las que la vida no suele dar aviso previo.

Hay algunos destellos de grandeza en el film: el encuentro de la anciana con la madre de la chica, la conversación con el policía a la salida de sesión de terapia poética, el momento cuando observa desde fuera la reunión del resto de padres del grupo, e incluso el final, esa especie de tránsito hacia la adolescencia mientras se evoca el cadáver de la chica flotando en el pantano. Es una pena que, a pesar de estos destellos, la evidente falta de ritmo, la excesiva lentitud casi siempre injustificada, y las sesiones de lectura de poesía (que son lo menos poético de la película) hacen de Poesía un film alargado y pesado, casi soporífero, y una sale con la sensación de que todo lo contado podría haber dado para no más de un mediometraje, porque se añaden innumerables escenas y momentos para el sensacionalismo de la taquilla, cabe suponer. Últimamente he visto varias películas protagonizadas por ancianas, parece una tendencia al alza en las miras de los nuevos directores, pero puestos a escoger, ninguna ha superado la polaca Tiempo de morir, reseñada hace unos meses en este blog, y que dada la coincidencia formal con las pretensiones de la que nos ocupa, aprovecho para recomendarla de nuevo, encarecidamente, porque es una delicia como pocas de las que he podido ver en tiempos recientes.

Y la última, En el camino, de la bosnia Jasmila Zbanic, de la que esperaba bastante más y tampoco logró seducirme demasiado. La película explora la relación de una pareja joven, ambos musulmanes, de buena posición social, trabajo estable y proyectos por delante. Un buen día, él se queda sin trabajo y un antiguo compañero de instituto le ofrece dar clases en un campamento para niños. A partir de aquí todo cambia en la relación de la pareja: ella continúa con su trabajo, tratando de animarle y ayudarle a salir adelante, mientras él sufre una inexplicable transformación hacia el radicalismo islámico. Me producía curiosidad la película porque esta tendencia hacia el radicalismo de carácter religioso, que es cierta y parece haberse puesto de moda en algunas sociedades como respuesta a la dura represión que años atrás ejercieran determinados regímenes, se hace por primera vez (que yo sepa) en un film europeo desde un punto de vista interno de los propios musulmanes. Pero en realidad no me ha ofrecido ninguna de las respuestas que buscaba: por qué personas con un nivel cultural suficiente se dejan seducir por discursos tan radicales, en las antípodas del ejercicio de la libertad individual y de pensamiento, o el porqué de esta nueva tendencia -desde un punto de vista social- que va ganando terreno en estos países por mucho que nos quede lejano o giremos la vista hacia otro lado.

La película se limita a mostrar el creciente convencimiento de él en contraposición con la resistencia que ella ofrece, mezclada con el miedo a la manipulación y a las consecuencias que, como mujer, ve venir de seguir la relación con su pareja. Y nada más. Ella sufre a un hombre cada vez más desconocido al que no acaba de darle puerta (¿?), mientras él intenta convencerla de su decisión e ir limando hacia su nueva ideología los comportamientos de ella y su familia. El personaje: la madre poniendo los puntos sobre las íes, a cada uno en su sitio, lo menos insano de la película. Al margen de la trama monotemática, y de que algunos capítulos se hacen excesivamente monótonos, ya sea por desinterés o por aportar poco al argumento, las interpretaciones no pasan de normalitas, mientras en el plano formal se aprecian numerosos defectos que cabe suponer se deben a la escasez de presupuesto. Obviable si no se está interesado en el tema, y en caso contrario, tampoco ofrece demasiadas pistas de cara a extraer conclusiones relevantes.

Chloe, de Atom Egoyan

Cualquiera de los que me conocen o son asiduos de este blog saben de mi admiración por el cine de Atom Egoyan. Aunque sus películas no se parezcan argumentalmente entre ellas, tienen como trasfondo común el retrato de las contradicciones humanas, a medias entre la comedia pesimista (casi nunca exenta de un fino sentido del humor) y el drama inquietante que hay que ir recomponiendo como un puzle, a lo que suma cierto grado de claustrofobia provocada por el sufrimiento psíquico, las mentiras, la obsesión sexual o el dolor, en personajes desgarrados por las ausencias que se mueven en laberintos de variadas interpretaciones en las que, necesariamente, entra en juego el  esfuerzo del espectador. Ya iba siendo hora pues (me dije) de que las distribuidoras se decidiesen a desempolvar este su último film, realizado a mediados de 2009, y por fin se estrenase en nuestras pantallas. Poco que ver, sin embargo, Chloe con su estilo anterior. Atom Egoyan decide aparcar casi todos los parámetros habituales y optar por un film muchísimo más convencional, en el que por primera vez no es autor del guión (remake de la francesa Nathalie, escrito por Erin Cressida Wilson, Retrato de una obsesión), y coproducida entre otros por Ivan Reitman (en su haber, Cazafantasmas o Poli de guardería). Bueno, vamos a ver qué tal se desenvuelve Egoyan en una película mucho más comercial, a favor de un guión más sencillo para la audiencia y en forma de thriller dramático que pintaba, en principio, ciertos paralelismos estéticos con su Exótica de 1994.

No se puede negar que a la película se le ve el oficio de Egoyan: en la estética, en sus suaves movimientos de cámara, en la utilización de ciertos elementos del espacio, como los espejos, a través de los que tamiza la realidad, en la habilidad para exprimir como pocos las capacidades naturales del elenco, y en esa forma fascinante en que retrata el subconsciente de represión y fantasía sexual de los protagonistas con paisajes panorámicos del Toronto-clase-media como telón de fondo. Pero en el planteamiento de la trama, lo más flojito de la película, no se puede decir que se reconozca el estilo del director, tanto por el contenido como por el exceso de evidencia al espectador. Los protagonistas son un trío compuesto por Liam Nelson en el papel de cuarentón seductor  y Julianne Moore interpretando a la esposa (profesional, ginecóloga y bajo gran presión social). A ella (que no a él), en plena crisis de madurez, le asisten serias dudas sobre su atractivo físico (incomprensibles dudas en este caso, por cierto) que le llevan a desconfiar de la fidelidad de su marido. El trío viene a completarlo una crecidita Amanda Seyfried (Chloe), prostituta de lujo contratada por la médico (a modo de femme fatale) para comprobar si el marido caerá en la trampa de seducción cuando se le pone el caramelo delante de las narices. No hay puzle a recomponer ni nada que no se vea directamente en la pantalla, cumpliendo en este caso Egoyan con lo que seguramente pretende, un guión lineal y más comercial al que no hay que buscar más de lo que vemos, a excepción de un par de vueltas de tuerca con las que se construye la trama que, además, vemos venir de lejos, porque hay cierta intencionalidad (tramposa) por parte del director en dirigir (valga la redundancia) al espectador a la sospecha. La cosa deriva en romance lésbico previsible y poco sostenible (prostituta se rinde, enamorada del cliente, clienta en este caso) hacia el meridiano del film, y en trasfondo moralista (este menos previsible, tratándose de Egoyan) a la hora de concluir: ser desconfiada, y encima infiel, solo puede acarrear graves trastornos en la estabilidad de tu pareja y en consecuencias desastrosas para tu familia. Lo menos perdonable es el conjunto de topicazos que sostienen la película: mujer físicamente invisible a partir de la cuarentena, cuya máxima preocupación vital es no ser abandonada por su media naranja, el hombre cuyas canas multiplican las supuestas capacidades seductoras varoniles a la hora de correr detrás de una minifalda veinteañera.

Chloe se ha descrito en los medios como un thriller sexual. Cierto es, pero las escenas eróticas no pasan de contenido apto para mayores de 15 o 16 años. Los que vayan a ver cacha encontrarán poca ternera  y bastante bisturí, porque el juego de seducción entre ambas mujeres consigue su culmen fundamentalmente en el lenguaje no verbal, aunque es buen punto de apoyo el morbo que le produce a ella la descripción que hace la joven de la presumible relación con su  marido. Pero son las miradas y las insinuaciones (aquí es todo Egoyan) el principal elemento del juego erótico, acompañadas de fetiches muy propios del cine de Egoyan: la aguja del pelo que abre y cierra la relación entre las dos mujeres o los espacios íntimos como componente de la excitación que provoca en Chloe conocer en directo la alcoba de la casa, por citar algunos. La película se sostiene en estos puntos fuertes y  en una excelente (y seductora) interpretación de las dos mujeres protagonistas, mientras el guión suena a thriller fatalista y a moralina retro rematada con final que, para colmo, llega a invadir el género rosa, por fortuna ya desfasado para muchos cineastas independientes al  otro lado del Atlántico.

Caza a la espía (Fair Game), de Doug Liman

A estas alturas del panorama internacional, pocas dudas caben que jamás existieron las supuestas armas de destrucción masiva que sirvieron como excusa para la invasión de Irak. Pero si nos remontamos a 2003, a poco que hagamos el ejercicio de memoria, recordaremos que este era el motivo que esgrimía la administración Bush para, por un lado, conseguir la intervención activa del máximo de países aliados y, por otro, ganarse a la opinión pública norteamericana calentada previamente, dos años atrás, por los sangrientos atentados del 11 de septiembre.

Caza a la espía es la historia de Valerie Plame, mujer de cuarenta años, dos hijas y agente de la CIA con dieciocho años de servicio a sus espaladas. Los servicios de Valerie (Naomi Watts), como los de tantos otros agentes, fueron requeridos por aquellos años, en el caso que nos asiste para una misión en Níger, con el objetivo de investigar si en ese país se fabricaban componentes que servirían posteriormente para la fabricación de uranio con destino Irak. Tras meses de investigación, en los que no se escatimaron medios económicos ni humanos, la CIA presentó informe negativo sobre dichas actividades, no habiendo encontrado ningún vestigio que alimentara la idea de la existencia de dichas armas de destrucción masiva ni en Irak ni en los países aliados de Sadam. A pesar del informe negativo, el gabinete Bush comenzó a bombardear Bagdad bajo este argumento, motivo que lleva a Joseph Wilson (Sean Penn), marido de Valerie y periodista de profesión, a publicar un artículo en el prestigioso  New York Times denunciando las razones del Pentágono. La contrarréplica no se hizo esperar, y a la semana siguiente, Robert Novack, prestigioso periodista conservador, se desmelena en un ataque personal contra la figura de Valerie en un artículo que recuerda aquellos de la época de la caza de brujas donde cualquiera que osase contradecir los dictados presidenciales podía ser condenado por el comité de actividades antiamericanas. Pero desvelar la identidad de un agente de la CIA es, en Estados Unidos, un delito penado con 30 años de cárcel, por lo que la necesaria investigación sobre quién filtro a Novak la identidad de la agente terminará por abrirse a pesar de los intentos del neoconservadurismo por impedirlo. Finalmente, ninguno de los cerebros de la operación contra Valerie fue condenado, cargándole el muerto a un tal Lewis Libby, jefe de uno de los departamentos del gabinete de prensa presidencial, al que le cayeron 30 meses y que posteriormente fue indultado descaradamente por Bush. Una jugada perfecta en la que nadie fue condenado y se continuó con la estrategia planificada en Irak mientras todos se salían de rositas del asunto, a excepción de la carrera profesional de Valerie y la de su marido.

Tras unos años en la sombra, Valerie Plame publica, en 2007, unas memorias que son las que han servido de base para el guión de esta película. La película es un thriller de denuncia política en la línea de otras tantas que allá por los años 70, en plena Guerra Fría y tras el fiasco de Vietnam, produjera Hollywood. Films como «Los tres días del cóndor» o «Todos los hombres del presidente«, elaborados desde un género cinematográfico capaz de llegar al público mayoritario y que desvelaban, sin excesos, algunos aspectos no demasiado honestos de la política internacional norteamericana. Sobre este esquema, Doug Liman, que recordarán por «El caso Bourne«, construye una interesante película que vale la pena ver, ya que seguramente sea una de las propuestas más interesantes que últimamente nos ha traído el cine comercial americano. A pesar de ello, hay que decir que se trata de un producto bastante irregular en cuanto a dirección, que comienza con un ritmo espectacular, rozando lo frenético y dejando poco espacio para la reflexión y el descubrimiento de las situaciones por el espectador, y termina sin embargo haciendo del drama su principal baluarte, exhibiendo las consecuencias de la perversa actuación de la Casa Blanca en lo que a la vida privada de los protagonistas, familiares y amigos se refiere. La película está plagada, como no podía ser de otro modo, de todos los clichés habidos y por haber que gustan al público norteamericano. La guinda la pone el discurso que Sean Penn se marca ante una joven y atenta platea, todo dentro del excelso patriótico que se podía esperar en un film de estas características. Naomi Watts, por su parte, añade otra excelente interpretación a su currículum, un papel complejo en el que combina la dureza de las connotaciones propias de su trabajo con tintes muy opuestos en su vida privada, de los que la Watts sale perfectamente librada. Asombroso, además, el parecido de la actriz con el personaje real protagonista de esta historia.

Copia certificada, de Abbas Kiarostami

Con cuarenta títulos en su carrera cinematográfica, es la primera vez que Kiarostami saca la cámara de su tierra, Irán, para filmar una película en Europa, una película muy original que propone un juego cinematográfico realmente interesante. Lo primero que sorprende es el retorno a los elementos más convencionales de su cine, después de una última década con films como Abc Africa, Roads of Kiarostami o Shirin, donde el equilibrio casi perfecto entre narración y documental que mostraba en obras maestras como Donde está la casa de mi amigo o Close-Up, evolucionaba hacia un corte mucho más experimental en relación con las anteriores. Copia certificada es la historia de dos personas que se conocen en Italia: él acaba de publicar un ensayo en el que argumenta la legitimidad de la copia en cualquier obra de arte, que puede poseer, en ocasiones, tanto valor artístico como el original. Ella, dueña de un anticuario y madre de un hijo adolescente, acude a la presentación en una galería cercana a su casa. La acción transcurre en un solo día que tras conocerse pasan juntos caminando y charlando. Kiarostami emplea aquí un método inverso al resto de su filmografía en su estrategia narrativa. En realidad la película es una versión particular de Viaggio in Italia (o Te querré siempre) de Roberto Rosellini, pero Kiorastami experimenta con la copia utilizando una particular forma a la hora de narrar, porque en lugar de que el guión vaya resolviendo las dudas o elevar la tensión, una vez puestas las cartas sobre la mesa decide ir difuminando la historia para hacerla cada vez más confusa, para que el espectador comience a dudar de cuanto está viendo o escuchando hasta llegar a no saber qué es verdad y qué pertenece a lo ficticio, a los temores o deseos de los protagonistas.

La puesta en escena está en consonancia completa con esta idea principal, produciendo una sensación acuosa, como si la película se hubiese filmado a través de un espejo y  cuanto vemos en la pantalla es solo su reflejo y no la verdadera vida de la pareja. Para retratar los elementos del entorno, la cámara no nos ofrece el paisaje de Florencia en directo sino el reflejo en el parabrisas del coche, donde se distinguen a modo de transparencia las calles estrechas y los edificios monumentales del renacimiento toscano. Los personajes secundarios cumplen también el papel de reflejo de lo que fue o será la pareja en el futuro, de sus ilusiones truncadas o sus deseos por venir, de lo posible y lo real. Kiorastami hace además un uso excelente del espacio, a menudo llenando el fondo con otras parejas en las distintas etapas de su vida juntos.

De la ambigüedad de esta historia, auténtico reto para los actores, Juliette Binoche sale excelentemente librada. Sin embargo, no sucede lo mismo con William Shimell. Hay que decir que en realidad él no es un actor profesional, sino barítono de ópera, y si bien durante la primera parte de la película consigue una actuación correcta, dando un aire seductor pero distante al personaje, su falta de experiencia, a juicio de la que escribe, merma ocasionalmente el tono de la película. Hay una escena, hacia el final, en el que los dos actores están frente a la cámara, donde  la manifiesta rigidez de Shimmell es indirectamente proporcional al personaje vibrante y convincente que logra Binoche. La diferencia de calidad se acentúa a medida que transcurren los minutos, y claramente no está a la altura que logra el personaje femenino. A pesar de ello, el trabajo actoral es salvado por Juliette Binoche con una presencia contundente y radiante, capaz de lograr un personaje cálido y complejo que nos traslada a ese mundo entre realidad y fantasía pretendido por Kiarostami. Copia certificada funciona argumentalmente como una meditación sobre la naturaleza misma de las relaciones, con sus verdades y sus mentiras, sus apariencias engañosas, lo no dicho, malentendidos y esfuerzos en vano, el oprobio eterno. Y lo hace desde un apasionante juego narrativo, un juego de espejos donde va reflejando la vida de los personajes, real o imaginada. La escena del cartel de la película, cuando ella se mira en el espejo, no es en vano una de las más significativas. Una película arriesgada, atrevida y cargada de dobles significados pero que funciona, y que recupera ese cine cálido y poético, de planos largos, lentos y muchas veces contemplativos, pero siempre cargados de contenido tan característicos de la primera etapa de Kiarostami.

 

Louise-Michel, de Benoît Delépine y Gustave de Kervern

Sé que muchas de ustedes han oído decir que la fábrica se cierra: no podemos evitar que los chismes se propaguen. Estamos pasando tiempos difíciles, con toda la crisis económica y el euro demasiado fuerte. Pero nuestra empresa, vuestra empresa, siempre supo cómo hacer frente a las adversidades. Y frente a ellas, siempre ha vuelto a enderezarse de nuevo. Pero no se preocupen! Nadie quiere trabajar más de 35 horas, nadie quiere que le paguen menos, todo el mundo quiere poder cenar de vez en cuando en un restaurante. Así que ahora vamos a enfrentar este reto como un equipo. Aquí tenéis lo que siempre habíais soñando, aquí tenéis vuestras nuevas batas! Estas batas son el símbolo de la renovación. Además, cada una tenéis vuestro nombre cosido en ella, la prueba de que un gran grupo internacional, con demasiada frecuencia despreciado, puede tener pequeñas atenciones con sus trabajadoras. Así que amigas mías no escuchéis a los que ven el futuro negro: hay que luchar! Demostrad que estáis listas para competir! Y recordad que vuestros pequeños problemas, cuando se ven desde la Luna, son pura tontería! No digáis nada, ahora no es el momento para darnos las gracias. ¿O es que acaso alguien ha visto a un niño estrechar la mano de Papá Noel?

Contadas copias y en contados cines, así se ha estrenado en España, Louise-Michel, película francesa rodada en 2008, dirigida y escrita por Benoît Delépine y Gustave de Kervern, tercer film de este tándem, una fricada provocadora hecha desde la absoluta incorrección política: cine underground, cine  transgresor. La primera escena es ya toda una declaración de intenciones: un cutre y patético funeral en el que asistimos a la cremación del difunto al son de La Internacional, con permiso de la avanzada tecnología de la que disponen los que no poseen nada de nada, claro. A partir de aquí, fábula negrísima, gamberra y absolutamente bizarra que narra la historia de Louise Michel, trabajadora de una pequeña fábrica en una provincia francesa. Una buena mañana, cuando se dispone a acudir a su puesto de trabajo, al día siguiente de que el encargado de personal recite el anterior discurso, la nave se encuentra inusualmente vacía. No hay máquinas ni mercancías y la dirección, cómplice de la operación, ha huido sin dejar rastro.

– Llamé al sindicato. En vista del cierre de la fábrica, dijeron que enviarán a un delegado que nos conseguirá 100 € de remuneración por cada año trabajado.

– Hijos de puta! He dejado mi vida en la fábrica durante 20 años.

– Sólo 2.000 euros?! Me niego!

– ¿Cuánto es en francos?

– 6 por 2, 12 … 7-2, 14 … 13.000.

– Es ridículo!

– Quizás una solución podría ser poner todo ese dinero junto.

– ¿Para qué?

– Bueno, para hacer … algo significativo.

– 20 000 € entre las diez. Es una buena suma.

– Claro que lo es!  Así que empezamos con las propuestas y luego a votar.

– ¿Por qué no abrir una pizzería?

– Otra idea?

– Bueno … podríamos … hacer un calendario en pelotas.

– No es una buena idea.

– Era sólo una idea!

– Claro, es buena pero … No va a funcionar.

– Y en el sector inmobiliario?

– Tengo una idea, …tal vez.

– Estamos escuchando Louise.

– Con 20 mil euros podríamos pagar a un profesional para matar al jefe.

Sin abandonar el estilo feísta y freak sentenciado en la escena de apertura, la película maneja los acontecimientos como un auténtico ajuste de cuentas al panorama social. Pero desenmascarar actitudes y comportamientos de los más poderosos mientras se exhiben las miserias del proletariado, protagonista de este film, es algo a lo que muchos cineastas se han atrevido, hasta el punto de que ya entra dentro de lo asumible por el propio sistema y, naturalmente, por jurados festivaleros varios. Louise-Mmichel va mucho más lejos, pero bastante más lejos.

Retrato de en qué se ha convertido buena parte de la clase trabajadora (impagable escena de la celebración por las batas, en el bar), esa clase trabajadora que trabaja mucho y cobra poco y que, para colmo de antepasados marxistas, puede encontrarse cualquier mañana las puertas cerradas de la empresa y quedarse sin una mierda que llevarse a la boca. Por no tener, la protagonista no tiene ni identidad sexual, dispuesta a ser ora Jean-Pierre, ora Louise, a cambio de mantener un plato de lentejas. Rocambolesca y surrealista búsqueda del auténtico jefe a asesinar, porque en la sociedad de la globalización aparecen jefes de jefes como una cadena interminable, a modo de cajas chinas, y no hay jefe que no cuente con otro por encima a la hora de decidir quién obtendrá el pedazo mayor del pastel de los beneficios. Pero si Michel-Louise es auténticamente transgresora y va más allá de lo aceptable como políticamente correcto no es por ejercer de francotirador de quienes sacan tajada a la crisis económica, sino porque además se permite un discurso demoledor frente a diversos iconos emergidos desde hace unos años como elementos tranquilizadores de las adormecidas conciencias de la izquierda. Sin ningún miramiento, en la cuneta quedan ecologistas que utilizan sus propios excrementos como combustible, por aquello de la limpieza del planeta y el ahorro energético, o una pareja gay que logró sus derechos y ahora vive en una embarcación que amortizan transportando subsaharianos ilegales hacinados en la bodega, o una enferma terminal de cáncer (con la cabeza rapada) utilizada como killer del amo capitalista (claro, como palmará en breve poco tiene para perder), o atreverse a apuntar una versión un tanto provocadora y marciana que sugiere quiénes fueron los auténticos teóricos en la matanza de las Torres Gemelas, entre otras lindezas.

Prosaica venganza de los trabajadores frente a ricos y poderosos, perpetrada por personajes feos, gordos, antisociales, desagradables, analfabetos y que casi siempre están de un humor de perros. Humor por otra parte natural, porque son ellos los que en realidad pagan la crisis de un sistema que los ha utilizado, exigiéndo ademas ser aceptado como protector de sus intereses. La película nos conduce a recuperar, siempre desde un humor negrísimo, bajo cero, conceptos  como explotación, lucha de clases, conceptos pretendidamente superados bajo el limbo de la sociedad del bienestar, esforzada en unificar intereses incompatibles en un ficticio y enorme centro político al que se apuntaron hasta los más extremistas. Seguramente el cine dará muchas representaciones de la crisis económica que actualmente embarga al sistema capitalista, pero Lousie-Michel está colocada en el otro lado de la barrera, en el lado de enfrente de bancos, G20 y terratenientes financieros. Louise termina asesinando a un multimillonario y pariendo una criatura. Si se deciden a verla, no se pierdan los créditos finales, donde bajo un camafeo de la homenajeada, Louise-Michel (1830-1905), destacada anarquista francesa miembro de la Comuna de Paris, puede leerse el siguiente epitafio apocalíptico: «Ahora que sabemos quienes son los que han jodido al mundo, si nuestros padres no pudieron arrancarles de la tierra, nosotros cuando crezcamos les convertiremos en hachís».



Pa negre (Pan negro), de Agustí Villaronga

Muchas personas de las que lean la sinopsis de Pa negre, ambientada en la posguerra española, en la Cataluña profunda, que retrata las dificultades económicas y sociales propias de la situación, probablemente descarten acudir a verla por pensar que se trata de la enésima película sobre los desastres ocasionados por la Guerra Civil, tan manidos ya en el cine español. Craso error, porque se perderán una excelente película de un director que, a pesar de llevar algo más de nueve años en el dique seco, demuestra ser capaz de contar una historia más allá de convencionalismos y tener unas dotes formidables para manejarse detrás de la cámara para plasmar la complejidad tanto de situaciones como de personajes.

Pa negre es un retrato de la pobreza económica y la miseria humana que conformaron una sociedad, la nuestra, más allá de vencedores o vencidos. Una sociedad que un día estuvo casi a la vanguardia política europea para cambiar después, solo unos cuantos años después, casi todos los registros. Una sociedad a la que los muertos le pesaban, todavía hoy pesan, como una losa, y los exilios se convertían en tabla de salvación no solo económica, sino también de la violencia impuesta en el día a día, de la desesperación, del odio, de la frustración, los abusos a los más débiles y hasta la castración de algunos, todas ellas consecuencias de una guerra con las que una generación al completo forjó su identidad y sentó las bases de lo que es hoy la nuestra, de nuestro presente. Es posible, ojalá así sea, que en este tiempo presente logremos, mediante leyes y la indoblegable voluntad de algunos, sacar a la luz todos los horrores físicos de los años más negros del pasado siglo, que se reconozcan víctimas y verdugos con nombres y apellidos, sería lo justo, y que la sociedad logre de una vez pasar página a la Historia. Si una cosa está clara es que para pasar esta página primero será necesario haberla leído, en voz bien alta para que no quede la duda del despistado generacional que no sepa de donde ha venido. Sin embargo, Pa negre no habla de guerra ni de política en sentido estricto, Pa negre habla de las reglas del juego para sobrevivir impuestas entonces a todos, pobres y ricos, envanecidos fascistas o perseguidos de izquierda, policías o ladrones, hombres o mujeres, adultos o niños, en una sociedad mezquina, donde la ocultación, la apariencia y las traiciones a las propias convicciones conformaron un universo de horror que supera, seguramente, el planteamiento ficticio en la mente más elocuente e imaginativa de cualquier guionista. De esa realidad social que forjó, guste o no, nuestra identidad actual, de esa será más difícil pasar la página, a pesar de que la situación económica haya cambiado notablemente y seamos hoy nosotros los que recibimos de buena o mala gana a los emigrados de otras guerras del planeta. La España profunda, esa que no está situada en ningún punto de la geografía pero a la vez está en todos ellos, esa costará algunas generaciones y bastantes años superarla. Por eso, Pa negre es una película necesaria, aunque seguramente moleste a muchos y a otros incomode bastante, en una época donde la negación de cuanto huela a raíces o a memoria se superpone al autoconocimiento de nosotros mismos bajo parapetos modernistas y comerciales.

Si este retrato costumbrista se hace además con el valor añadido de un cine eminentemente poético, a pesar de la dureza de cuanto se narra, un cine que no pierde el recurso de lo simbólico ni los momentos intimistas, un cine cargado de escenas memorables, de tremenda cotidianeidad y ternura que contrastan con la tragedia y la brillantez de otras, como la que abre la película, pues el resultado es que estamos ante una de las mejores producciones del cine español actual, ese que evoca otras obras como El espíritu de la colmena y a un puñado de cineastas empeñados en que esto del cine vaya un poquito más allá del taquillazo inmediato precursor de alguna nominación al Goya del próximo año. Cine a contracorriente, cine para pensar, al que solo el tiempo pone, de vez en cuando, en su merecido sitio.

Carancho, de Pablo Trapero

22 muertos por día, 683 por mes, más de 8.000 por año, 100.000 muertes en la última década.
En Argentina, los accidentes de tránsito son la principal causa de muerte en menores de 35 años.
Esto sostiene un millonario negocio en indemnizaciones.

Con esta leyenda comienza Carancho, película dura, incisiva, sin concesiones, dirigida, producida y montada por el propio Pablo Trapero, quien también ha participado en la elaboración del guión. Carancho es en Argentina un ave carroñera que se alimenta de animales muertos y pequeños reptiles. Los personajes hacen honor a la rapaz, pues cual buitres acechan la ocasión para hacerse con un buen botín, formando parte de un engranaje en el que están implicados abogados, compañías de seguros, cínicas privadas, bancos, e incluso la propia policía o el sistema judicial. Todos los ingredientes del cine negro apoyado en dos intérpretes notables, Ricardo Darin y Martina Gusman, que viven su historia de amor, lágrimas y sangre con el telón de fondo del negocio de la mafia, que en esta ocasión toma como escenario accidentes de tráfico reales o ficticios. Interesante trama que podría haber dado bastante más de sí, porque a pesar de que el oficio de Pablo Trapero queda suficientemente demostrado, el conjunto respira demasiados lugares comunes en casi todos sus registros. Desde la temática, que inevitablemente trae a la mente una de las obras más importantes del gran Billy Wilder, Perdición, magistral crónica negra que también exploraba la corrupción de ciertos profesionales y los fraudes de las aseguradoras, a lo que se añaden primeros planos con ciertas dosis tarantinianas o la puesta en escena de un mundo implacable con personajes siempre al filo de la navaja que me evocaban en numerosos momentos la orientación de Scorsese en Al límite, cuyo personaje principal, interpretado por Nicolas Cage, resultaba ser también, qué casualidad, un paramédico montado en una ambulancia. Es precisamente este exceso de lugares comunes los que hacen observar con cierta distancia un fenómeno sociológico que, en principio, se presenta como propio de Argentina, pero también el que Trapero contraponga de manera constante la sordidez del relato con la ternura de una historia de amor entre un turbio abogado con propósitos redentores y la pluriempleada médico en prácticas que ha de recurrir a las drogas para soportar el envite de los abarrotados pasillos de un hospital público.

Lo cierto es que no se le puede negar una demostración rotunda de malabarismo manejando los ingredientes más elementales del cine negro (violencia extrema, ambición, engaños y traiciones, intriga, muerte…), además de saber aprovechar suficientemente los recursos propios del lenguaje cinematográfico para el desarrollo de una trama de estas características (diálogos escasos, abundancia de sonido ambiental acorde a lo narrado, sirenas, choques, tiros, insultos, gritos desgarradores de dolor o los de una máquina de contar billetes), planos cercanos y largos en los momentos más intensos y un uso casi magistral de la elipsis para cuanto debe ser innecesariamente explicado. Todo ello sumado al rápido desarrollo de los acontecimientos, sin treguas para el espectador, al que sumerge, cámara al hombro en muchos momentos, en la intensidad opresiva y abrumadora que se pretende.

Pero toda esta notable utilización de recursos tropieza con un guión que promete pero en realidad avanza poco, porque todas las cartas de la trama se muestran desde el principio y se limita a reiterarlas, si acaso ampliarlas, a lo largo de 107 minutos. También podría haber dado más de sí la propia historia de amor entre los dos personajes principales que, escasamente labrada, resulta a partes iguales artificial y demasiado dependiente del envoltorio, perdiéndose entre trepidantes guardias hospitalarias y la visceralidad de las escenas, dando como resultado una película irregular, que destaca en el manejo de los elementos y en el trabajo actoral, pero con evidentes carencias de guión, a la vez que abusiva en demasiados momentos de los tópicos tantas veces vistos en el género. En la balanza gana esa sensación de dejavú que recorre la película, buena muestra de ello es la increíble escena final, de estética cuidadísima y rodada a modo de plano secuencia, pero que desemboca en un suceso que no desvelaré aquí, tan innecesario para la trama como evocador de otro final made in Hollywood que protagonizaba, hace ya unos cuantos años, un madurito Jack Nicholson y…. (no daré más pistas) en uno de sus trabajos dramáticos más destacados.

Bright Star, de Jane Campion

Brigh Star, la última propuesta de la multipremiada Jane Campion por El Piano, brilla más en su aspecto formal y como retrato del romanticismo literario que en el puramente argumental. La película relata los últimos años del poeta británico John Keats, uno de los exponentes de la literatura romántica inglesa junto a Lord Byron y Shelley. Poeta maldito, murió en 1821 a los 25 años, de tuberculosis, inconsciente de la repercusión de su obra y sin poder ver sus poemas publicados, ya que no sería hasta 1841 cuando su amigo y mentor Charles Brown entregaría copias de los originales y de la correspondencia con Fanny Brawn a Richard Monckton Milnes, días antes de partir para Nueva Zelanda en busca de un futuro más prometedor para él y para su hijo. Brigh Star no es un biopic de la vida del poeta, la película se limita al relato del romance de los últimos tres años de la vida de John Keats (Ben Wishaw) con Fanny Brawn (Abbie Cornish). Él, soñador idealista, y ella, con una visión de la vida mucho más pegada a lo cotidiano, no parecían predestinados a romance de semejante calibre, pero el destino, árbitro impredecible, les condujo del mismo modo que quiso que su felicidad acabara antes de tiempo. Lo cierto es que lo más interesante de la película no reside en la narración del apasionado romance, pues hoy día resulta casi imposible sentir empatía con este tipo de historia, muy pegada a la época victoriana y al modo de entender la poesía por la corriente romántica, casi siempre presa de la desgracia y el dolor, como si el amor no pudiese alcanzar su plenitud sin estar exento de todos estos tormentos. A pesar de ello, Jane Campion exhibe todo un ejercicio de contención narrativa, sin ceder en exceso a las convenciones morales y estéticas asociadas al concepto de existencia de la que hace gala el romanticismo, aunque resulta casi imposible sucumbir a la amorosa entendida como ideal que transciende de lo fugaz del mundo físico para él, pero que inevitablemente termina atrapada en la realidad tangible desde la perspectiva de ella y, por tanto, condenada a todo tipo de sufrimientos.

Pero aunque argumentalmente para muchos resulte un tanto forzada en cuanto a relación extremadamente idealista y ajena a cualquier concepto actual, la película es, sin duda, una de las propuestas más dignas de la cartelera, cuyo interés supera a los personajes para pasar a situarse en la factura formal y cinematográfica a la hora de retratar el romanticismo como corriente revolucionaria inmersa en la época victoriana. El espectador que acuda predispuesto a dejarse llevar por las imágenes, que en este caso expresan por sí solas mucho de cuanto pretende transmitir la película, encontrará en Brigh Star un mundo de sutilezas y sensibilidad difícil de contemplar en el cine actual, la mayoría de veces preso de efectos informáticos que sustituyen a la narración cinematográfica en estado puro como es el caso de esta película. Porque por contra, la película exhibe clasicismo en todas y cada una de sus secuencias, y los efectos son casi siempre fotográficos, desde el comienzo, con la aguja de coser, un extraordinario primer plano, hasta el final, cuando las cartas y notas aparecen y desaparecen de la pantalla entre imágenes de la campiña inglesa. Sentarse a ver Bright Star es asistir a un extraordinario espectáculo de manejo de la cámara como principal baluarte a la hora contarnos esta historia de sentimientos y pasión de los protagonistas. La niña Toots, hermana de Fanny (Edie Martin), es la mayor parte de las veces quien da pie a los cambios sentimentales y a los momentos clave de la película, junto a selectivos desenfoques que son un auténtico placer para la vista.

A todo ello se suman los diálogos, un torrente de metáforas, ironía y muchas veces mala leche, sobre todo entre ella y el mentor del poeta, extraordinario trabajo de  Paul Schneider interpretando al soez Mr Bown, que se contraponen con el tono poético de los amantes en un auténtico ejercicio de imaginería lingüística de la que seguro disfrutarán quienes dominen el inglés a la perfección, el resto nos tenemos que conformar con los subtítulos que demasiadas veces intuimos quedan extremadamente cortos. Como plus añadido, el entorno de la campiña inglesa, paisaje necesario en el retrato de la literatura de la época, y unos secundarios tremendos, absolutamente integrados en cada momento de la narración, como si se tratase de los personajes de una pintura impresionista, que junto al uso de la luz, a la música o los decorados de interiores, hacen de Bright Star una película fascinante en cuanto al uso de elementos y  formas para transmitir ese universo romántico, tan bello y a la vez tan enfermizo, siempre desde una perspectiva muy realista, ingredientes todos que la convierten en una película sensible, emocionante y cargada de significado. Bright Star consigue ser casi como un poema de John Keats, frágil, delicada, etérea, sin dejar por ello de lado el retrato de la sociedad de la época y el papel de la literatura romántica como ejercicio libre de la poesía, en constate contraposición al corsé dictado anteriormente por la Ilustración, pero también como premisa del movimiento esteticista venidero del que Oscar Wilde sería elemento destacado. Tal vez le falta un recorrido más profundo en el personaje del poeta, hasta se podría decir que el personaje principal deja de ser muchas veces Keats y pasa a ser ella el hilo conductor, porque la narración adopta casi siempre el punto de vista realista de la muchacha que no puede alcanzar aquello que ama, pero este dejar de lado el biopic repercute en una buena visión de conjunto del impacto de la sociedad victoriana en la literatura y viceversa. Brigh Star es, versión película, como un poema de John Keats. Se podría decir que es al cine actual lo que el romanticismo de Keats a su época, a lo que cabe añadir que pocas veces una película ha logrado plasmar de manera tan precisa no solo el retrato de una época sino también el de su literatura.

Las vidas posibles de Mr. Nobody, de Jaco Van Dormael

Dicen los físicos que el aleteo de una simple mariposa en Londres puede desatar un huracán en Hong Kong. La afirmación, que para provenir de la ciencia tiene unas connotaciones poéticas sorprendentes, alude a la interrelación causa-efecto que se da en todos los eventos de la vida, a cómo un simple cambio en alguno de sus factores provocaría grandes resultados en otros parámetros espacio-temporales. En El fin de la eternidad, Isaac Asimov creó una dimensión espacial en la que Los Eternos tenían la capacidad de realizar pequeños cambios en la historia a fin de mejorar el presente y el futuro venidero. Los cambios eran tan nimios que resultaban imperceptibles para quienes vivían en la época; sin embargo, cambios mínimos necesarios originaban grandes consecuencias para la posteridad. También Ray Bradbury, en su relato El ruido del trueno, hace viajar a los protagonistas a través del tiempo hasta la prehistoria, donde accidentalmente matan una mariposa. Cuando regresan, el mundo es totalmente distinto al que conocían en un principio. También el cine se ha hecho eco en más de una ocasión de esta teoría: la película «El efecto mariposa» de Fernando Colomo, desde el género de la comedia, abordaba los devaneos de un joven en Londres enamorado de la Teoría del Caos, aunque en este caso las consecuencias se daban tan solo en el ámbito personal. O Tom Tykwer en Corre, Lola, Corre, donde retrata tres realidades diferentes para la protagonista, que fracasa al disponer de solo 20 minutos para salvar a su novio  por cien mil marcos, pero tiene la oportunidad de volver a empezar la carrera cada vez que no logra el objetivo, desencadenando consecuencia distintas a partir de cambios mínimos en el comienzo de la cadena de sucesos.

¿Que sería ahora de nuestra vida si en determinado momento hubiésemos tomado una decisión distinta a la tomada? ¿O si no hubiésemos hecho o dicho aquello en una ocasión precisa? En esta encrucijada sitúa Jaco Van Dormael a Nemo Nobody (un espectacular Jared Leto), el último hombre que morirá de viejo en el mundo a los 118 años. Porque en el presente de la película, la evolución humana ha hecho que envejezcamos hasta el infinito y la muerte nunca llegue de viejo a nadie. Hipnotizado por su médico y con un periodista para dar testimonio, Mr Nobody revela a los habitantes de un futuro venidero diferentes momentos de su vida desde la perspectiva de tres o cuatro Nemos distintos, cada uno determinado por diferentes decisiones tomadas en su pasado. Es una película compleja, los distintos acontecimientos no se relatan de manera lineal y el director cambia ágilmente entre momentos que corresponden a sueños hipotéticos y los recuerdos reales. Bastante lejos de lo que sería una vida narrada en flashback, plagada además de alegorías, parábolas y algunos apuntes didácticos sobre la teoría del caos, física cuántica o especulaciones cosmológicas sobre determinismo y entropía. Van Dormael ofrece decenas de soluciones distintas para una vida dependiendo de una mínima decisión susceptible se ser cambiada y, si el espectador logra llegar al final, aunque a veces nos parezca perdernos, disfrutará con el sentido del conjunto.

Casi 30 millones de euros no es un presupuesto baladí para una película europea. Pero el resultado es palpable en cada ajuste, en la atención al detalle de cada fotograma y hasta en los cortes musicales, cuya acomodación es casi perfecta. Los hilos de las vidas posibles del protagonista se entrelazan, se ramifican, despegan para situarnos cada vez en momento distintos diferenciables a menudo solo por el tono y el color. La cámara fluye a través de pinturas, cartas, fotografías, recuerdos, mundos artificiales, sueños o fantasías en el espacio para regresar a la realidad del momento. Con numerosas referencias a la ciencia, la filosofía, el arte, la historia del Cine e incluso al esoterismo, el director belga nos ofrece una película realmente entretenida y que a la vez invita a pensar en la vida de cada uno de nosotros. Catorce años han pasado desde que rodó su último largometraje y, por ahora, solo tres en su haber. Estupenda película de un director a seguirle la pista, esperemos que en el futuro nos ofrezca sus trabajos de manera menos dilatada.

Estreno de «Submarino», de Thomas Vinterberg

Con guión y dirección de Thomas Vinterberg, se estrena hoy, 3 de agosto, la película Submarino. Presentada por primera vez en la pasada edición del Festival de Berlín, los que vivimos en Valencia tuvimos oportunidad de verla el pasado junio en el Festival Cinema Jove, donde obtuvo la mención especial del jurado.

Estupenda película que trata la historia de dos hermanos separados siendo niños a causa de una tragedia familiar. Su vida estará marcada desde entonces por la violencia, la desesperanza y la degradación. Pasados casi treinta años, sus caminos vuelven a cruzarse. Vinterberg trata con impresionante sordidez el drama humano de ambos, constantemente marcados por el sentimiento de culpa y la dura infancia, que pesa sobre sus vidas como una losa, apoyado por una excelente fotografía de tonos grises y fríos, abandonando por completo el estilo Dogma con el que comenzaba su carrera en la aclamada «Festen«. En cuanto al elenco, vale la pena ver la excelente actuación de Jakob Cedergren en el papel protagonista, soberbia interpretación que imprime al personaje la carga dramática justa, de manera bastante contenida, a pesar de la tremenda dureza de cuanto se narra.

Quienes estéis interesados, podéis leer la reseña completa en este enlace. Dejo el trailer del estreno, en idioma original y con subtítulos en inglés, porque a pesar de que los gestores de nuestras salas se hayan decidido a proyectarla, todavía no he podido encontrar ese avance subtitulado en nuestro idioma. No creo que dure muchas semanas en cartel, en cualquier caso, no se la pierdan.

Conocerás al hombre de tus sueños, de Woody Allen

El director neoyorkino, que a sus 74 años rueda una película por año, y ya anunciaba al terminar la recién estrenada que tenía concluido el guión  para la próxima, vuelve a la comedia de enredos centrada en las vidas entrelazadas y relaciones de dos parejas, esta vez, en Londres. No hay nada nuevo en Conocerás al hombre de tus sueños, una entretenida y divertida película, con algunas líneas expresivas y actuaciones dignas de su elenco. Matrimonios que dudan de su amor, profecías de una vidente que amortigua el drama de la madurez, maridos en crisis a la busca de plan renove, flechazos y adulterios, encarnan el drama de una especie, la humana, que en distintos escenarios temporales o geográficos continúa moviéndose en unas mismas pautas cuando se trata de hablar de amor, sexo, traiciones y otras debilidades que le son propias. Woody Allen recurre esta vez a los conflictos entre dos matrimonios de distintas generaciones: por un lado Alfie (Anthony Hopkins) en un intento desesperado de recuperar la juventud perdida y Hellena (Gemma Jones), que confía su futuro (entre culines, a ser posible de whisky) a una clarividente; por otro Sally (Naomi Watts), mujer de vida casi resuelta en el terreno profesional pero fracasada en el personal y Roy (Josh Brolin), aspirante a escritor que rozó el éxito precoz y ahora, a los ya veinti-dieciocho, sigue sin encontrar su lugar en el mundo.

Los personajes de Allen se mueven de nuevo en su tónica habitual de anhelo romántico, frustración, deseo e ilusión. El mismo título de la película reclama que muchas veces puede ser más sensato poner nuestras esperanzas en ilusiones que no en una realidad que inevitablemente resulta decepcionante. Comedia ligera desde el incuestionable talento de Allen para elaborar situaciones y diálogos capaces de arrancarte una carcajada y que se te quede helada en la siguiente secuencia, desemboca en un conjunto de escenas francamente divertidas, como la del médico venido a escritor arruinado proponiéndole el suicidio a la suegra, convenientemente convencida de su reencarnación, o la escena en la que Watts y Banderas se disponen -con distintas intenciones- a poner las cartas de sus sentimientos boca arriba.

No hay mucho más en la película. No negaré que me gustó, que me reí y pasé un buen rato. Hay cierto dejavú de algunos de sus mejores logros, y el buen hacer del viejo Allen está presente en numerosos giros y situaciones entre las que se ven envueltos sus personajes, unido a la madurez con la que aborda las mismas dicotomías cotidianas de muchas de sus películas, que seguro le otorga los años. Se echa de menos, y mucho, la evolución de esos personajes tal como imprimía antaño, seguramente la más poderosa arma de su cine. Desde que se viene moviendo detrás de la cámara y ya no actúa en sus películas, da la sensación de que juega a Dios con sus personajes, que han pasado a ser meras marionetas de circo en lugar de seres humanos lúcidos en constante contradicción con sus instintos naturales. La consecuencia es la esterilidad evolutiva de esos personajes, sus entrañables creaciones han dejado de tener vida propia y, frente a la brillantez con la que estaban construidos en muchos de sus trabajos, ahora nos entretiene con autómatas, piezas de juego que se mueven toscamente, insistiendo en la misma idea desde el inicio hasta el final. Alfie tiene la obsesión de vivir una segunda juventud, o Sally  jamás se pregunta a sí misma porqué todavía quiere ser madre con un patán egoísta. Josh Brolin, o Gemma Jones, Lucy Punch, Freida Pinto y hasta Antonio Banderas, todos interpretan sus papeles en un especial estado de gracia, pero parecen tener una sola nota que aportar a la pieza. Como narrador distante, Allen resuelve voz en off aquello que hoy ya no ofrecen con el lenguaje narrativo cinematográfico y resume la película antes siquiera de su comienzo: «La historia que van a contemplar está vacía y carece de pretensiones«. Oiremos esa misma voz en off supliendo cada una de sus carencias.

Gainsbourg, vie héroïque (Joann Sfar, 2010)

Primer largometraje de Joann Sfar, quien cuenta con amplio reconocimiento en el mundo del cómic por la serie El gato de rabino o La mazmorra. Se trata de un biopic del cantante Serge Gainsbourg, polémico artista icono del pop francés, subversivo y provocador que conmocionó a Francia en su día con sus temas escandalosos, estilo innovador y despreocupada alegría de vivir.

El relato de Gainsbourg, judío de origen, comienza siendo niño, durante la ocupación alemana de las calles de París, época en la que ya comienza a despuntar su precocidad y controvertido carácter. Continúa en su etapa juvenil, cuando su amor por la poesía y la pintura le movían hacia una vida bohemia con pocas perspectivas de futuro y culmina en una tercera fase, cuando abandona la pintura, dejándose embaucar por los cabarés transformistas de los años 60. Es entonces cuando comienza su carrera artística a la vez que mujeriega y provocadora.

Cuenta entre el reparto con Eric Elmosnino como Gainsbourg, de asombroso parecido con el artista, y la modelo Laetitia Casta en el papel de la mítica Brigitte Bardot, quien no lo hace nada mal para mi sorpresa, mientras Lucy Gordon interpreta a Jane Birkin, con quien Gainsbourg grabó su famoso tema «je t´aime… moi non plus», polémico en su época por estar inspirada en la figura de Brigitte Bardot  e incluir en ella sonidos simulados de un orgasmo femenino.

La historia está narrada a modo de cuento un tanto desconcertante para el espectador que espere ver un biopic al uso. Para comenzar, la película introduce desde el primer momento un personaje animado a modo de caricatura del artista que simula la conciencia del protagonista, un alter ego, y Lucien Gansbourg, quien más tarde adoptará el nombre de Serge Gainsbourg pasa largos minutos conversando con su doble imaginario. La estética es elaborada, surrealista y por momentos evocadora del más puro estilo Jeunet en numerosos planos, cosa por otra parte comprensible si tenemos en cuenta los antecedentes de Sfar en el mundo del cómic y el gusto del dúo Jeunet-Caro por este tipo de composición.

Pero los referentes más interesantes de la película, además del estético, no son otros sino el cine francés contemporáneo al propio Gainsbourg, ya que la película encierra un radicalismo formal considerable, esa técnica tan espontánea y fresca en la que la libertad narrativa prima por encima de cualquier convencionalismo que hizo suya de modo absolutamente innovador la Nouvelle Vage. Se trata de una visión personalísima del director y guionista, basada en un cómic escrito por él mismo y no de una verdadera biografía, donde prima el naturalismo y la fantasía del personaje de Gainsbourg, que probablemente desoriente quien vaya a contemplar  un relato objetivo de la vida del personaje tal como lo encontraría en la wikipedia pero en imágenes. Tan poco convencional, por ejemplo, como en su día lo era narrar una historia policial del modo que Godard lo hacía en Pierrot le fou.

La voluntad del director es presentar la figura de Gainsbourg tal como el lo ha imaginado y nada más.

Defecto o virtud, según se mire, porque mientras pasan casi volando algunas etapas de su vida y otras son directamente suprimidas, el autor recrea convenientemente aquellas de las que puede obtener mayor filón narrativo. No son ni los momentos más conocidos por la propaganda mediática de la época (como el origen de la controvertida canción, de la que solo escuchamos hasta la segunda estrofa) ni los distintos artistas como Juliette Greco o las referencias rapidísimas a Françoise Hardy o J. Hallyday, que pasan en un plis por delante de nuestras narices, los que centran el relato, porque son presentados como si no tuviesen la menor importancia dentro de lo que Joann Sfar pretende contarnos. Staf quiere a su personaje, a su mundo, su imaginación y sus deseos por encima de todo. Y parece oponerse a contar la historia que casi todos conocemos de antemano, para él  carece de sentido relatarla de nuevo con los parámetros tradicionales de cualquier biopic. Gainsbourg, una vida heroica supone una regresión al cine francés espontáneo, a la absoluta libertad creativa, a la experimentación y, lo más importante, al cine como juego constante que se atreve a  cuestionar sus límites frente a otros medios. Nadie podrá estropearnos la película, del mismo modo que nadie puede estropearnos contemplar una obra de arte aunque conozcamos de antemano en qué consiste y todo su proceso creativo. Cine francés en estado puro y, en mi opinión, el resultado es sobresaliente..

La última estación, de Michael Hoffman

El guionista y director Michael Hoffman regresa tras unos cuantos años de letargo después de la para muchos fallida Sueño de una noche de verano, allá por 1999, y hay que reconocer que en esta ocasión se mueve con bastante acierto a la hora de aventurarse en este singular biopic sobre los últimos días del escritor ruso León Tolstoi.

Singular porque la película recrea un tiempo tardío y tan particular como poco trascendente en la obra de Tolstoi (Christopher Plummer): la etapa final de su vida que culmina en una estación de tren sin billete de retorno.

La última estación es una historia centrada en la batalla por el patrimonio de los derechos de autor cuando el fin se acerca, que Hoffman transforma en un drama de época agradable y elegante, al que acompaña un especial estado de gracia del elenco en general.

El guión nos sitúa en el otoño de 1910, cuando Tolstoi ya había concluido prácticamente su producción literaria. En estos últimos años contemplamos a un Tolstoi precursor del movimiento que con el tiempo pasaría a transformarse en lo que se conoció como naturalismo libertario. Tolstoi es un hombre anciano rodeado de aduladores, que ha creado su propia comuna y ha apostado por renunciar a toda su fortuna en pos de una ideología a medio camino entre pacifismo y fe religiosa, soñando en los albores del siglo XX con una existencia alejada del materialismo cuyo punto de partida es el vegeterianismo y el celibato. Después de haber sido padre de 13 hijos y haber perdido a cinco de ellos, la condesa Sofía (Hellen Mirren) se muestra recelosa, no sin motivo, pues tras cincuenta años de matrimonio seguidores como Vladimir Chertkov (Paul Giamatti) tratan de hacerse con la herencia que considera corresponde a sus hijos, enfrentando al matrimonio en base a la decisión del anciano escritor de ceder gratuitamente los derechos de su obra al pueblo ruso, lo que Sofía atribuye a un intento manipulador por parte de Chertkov. En medio de la controversia se encuentra Valentín (James McAvoy), contratado por Chertkov como secretario de Tolstoi para observar cada movimiento de Sofía -quien se sitúa en el extremo opuesto de sus intereses personales-, cuya actitud se moverá entre el respeto al maestro, la simpatía que le ganará Sofía y sus sentimientos personales hacia la joven comunera Marsha (Kerry Condor).

Entre lo más destacado por la crítica está el trabajo del veterano Christopher Plummer, nominado como mejor actor en la pasada edición de los Oscar por este trabajo. No les falta razón, pero me pareció mucho más auténtica y sincera la espectacular interpretación de Hellen Mirren, quien a sus 64 años destila una vitalidad que sorprende y resulta francamente divertida en numerosos momentos, como cuando tras intentar con dulzura atraer la atención del marido, Tolstoi le dice aquello de «tú no necesitas un marido, tú lo que necesitas es un coro griego» y ella da un giro radical y magistral al tono de su personaje contestando presa de rabia «Odio en lo que te has convertido«.

Mención merece también la elegante puesta en escena y el esmerado cuidado en el detalle de las localizaciones (rodada en Sajonia) que acompañan al buen trabajo en cuanto a retrato de personajes y situaciones.

Sucede que este conjunto predispone al espectador para una trama compleja que en realidad luego no ofrece la película, porque lamentablemente se queda en  confrontaciones personales y matrimoniales cediendo en las perspectivas creadas hacia cierta simpleza y vaguedad. La película se estanca en su desarrollo en cuanto a contenido y, a pesar de trabajarse un buen retrato de casi todos los personajes, queda la sensación de no tener mucho más que añadir transcurrida la primera hora.

Retomando el párrafo inicial, se trata de un biopic un tanto particular, basado en planteamientos reales sobre los últimos días del escritor, hasta cierto parciales y subjetivos, cabe decirlo, pues en ningún momento se intuyen las razones que impulsan a Tolstoi a  su actitud ideológica, que seguramente no puede ser ajena a la situación pre-revolucionaria y de constante cambios en la Rusia de 1910, y cabe prevenirse también de la simpleza con la que se presentan ciertos asuntos como los motivos de Sofía -de origen noble, con un futuro seriamente amenazado por la perspectiva política futura- y advertir de que mucho de lo narrado puede pertenecer al campo de la simple ficción o la libre interpretación del guionista, quien basa la película en el punto de vista exclusivo del siempre discutible contenido de la novela homónima sobre Tolstoi publicada por Jay Parini en 1990.

Submarino, de Thomas Vinterberg

Submarino, película dirigida en 2010 por el danés Thomas Vinterbereg, se presentó en la sección oficial de la última edición del Festival de Berlín y se estrenará -siempre presumiblemente- en otoño en las salas comerciales españolas. En Valencia hemos podido verla porque se han programado dos proyecciones esta semana dentro de la 25 edición del Festival Internacional Cinema Jove y, obviamente, casi ningún lector de este blog puede acceder a fecha de hoy a la película, porque no está todavía disponible en DVD y el trailer está en danés, a menos que viva por aquí y además haya asistido a las sesiones matutinas del festival, subtituladas y entre semana, en la Sala Berlanga del antiguo teatro Rialto. Tampoco quiero hacer demasiados spoiler, así que en este caso me lanzo al comentario arriesgándome al escaso debate que pueda generar cuanto puedan leer aquí. Motivo: se trata de una extraordinaria película que ofrece una historia impresionante, intensa y emocionante, con algunas brillantes actuaciones y las marcas de -me arriesgo a decir- otra obra maestra en la carrera del danés, que se puede sentar al lado de Festen sin que ninguna le haga sombra a la otra. Y me refiero a una cuestión exclusivamente comparativa de calidad cinematográfica, pues si Festen introdujo el concepto del Dogma en la industria del Cine, nada que ver con ello tiene su última propuesta, que para empezar está rodada en 16 mm y para continuar no cumple con casi ninguna de las premisas establecidas en el mencionado dogma.

Con Submarino quedan atrás casi todos los elementos por los que se decantó el director tras el éxito con Festen. También quedan atrás ciertos aires de genio que llevan a Vinterberg  a cruzar el Atlántico para probar suerte en la industria de Hollywood, en la que produce un puñado de películas poco afortunadas y totalmente obviables. Submarino no tiene nada que ver con las historias intrincadas de pesado simbolismo y cinematografía  de corte experimental -no me refiero a Festen, sino a su carrera posterior-, ni con temas pretendidamente complejos resueltos con presura a ritmo de exigencias de productora y presupuesto. Tampoco es una película Dogma, pero sí es algo así como el regreso a un estilo narrativo más sencillo y  limpio, que evita manierismos en los virajes sentimentales y que trata como asunto principal la paternidad y las relaciones entre hermanos desde una perspectiva exclusivamente masculina, lo que le añade ese punto de originalidad que la hace a priori muy atractiva.

Los protagonistas son Nick y su hermano menor (de quien creo que no se cita el nombre en ningún momento). Ambos sufren en su infancia una experiencia traumática que marcará el resto de sus vidas. Tras un breve prólogo en el que nos  muestra a ambos siendo niños (no desvelaré cuál es el suceso traumático), la película nos traslada 30 años después. Nick (Jacob Cedergren) es un hombre frustrado y agresivo que acaba de salir de la cárcel, una especie de alma pedida cuyos consuelos son su vecina Sofie y la bebida. El hermano menor sobrevive solo con su hijo Martin. Vinterberg nos muestra la desoladora historia de ambos deambulando por su lado hasta que vuelven a encontrarse cuando, al fallecer la madre, heredan una suma de dinero. Película dura de ver -advierto- sobre los traumas de personas que, con estos u otros pesados pasados, bien podríamos encontrar cada día en la calle. El título hace referencia a un método de tortura que consiste en sumergir la cabeza del torturado bajo el agua hasta rozar la asfixia, para dejarle tomar entonces un poco de aire y otra vez al agua hasta que hable, se retracte o vaya a saber qué. La vida de los dos protagonistas consiste en algo semejante: siempre buscando una oportunidad para reconstruir su vida, pero el trauma de la infancia y la culpa pesan tanto en su alma que irremediablemente vuelven a sumergirse en el fango, como una lacra que marca constantemente su existencia. Son personas que han tocado fondo, de las que podemos aborrecer cuanto hacen pero que, sin embargo, nos hacen sentir cierta simpatía hacia ellas, quizás lástima, lo que es indudable es que Vinterberg logra que el público empatice con sus personajes, que no son sino un alcohólico violentísimo y un heroinómano que, para más señas, tiene a su cargo un hijo de corta edad. Podría haber sido un dramón insufrible a manos de cualquier otro director más mediocre, pero una excelente medida entre el necesario elemento dramático y el realismo más sórdido hacen que la película fluya de manera absolutamente natural y coherente, sin excesos en cuanto a sentimentalismo ni llegar al extremo de convertirse en un film de realismo social a lo Ken Loach. A ello contribuye decisivamente la excelente actuación de Jacob Cedergren, interpretando al Nick adulto. Personaje tosco, rudo y violento, que exuda en cada gesto su ira reprimida, siempre al borde del abismo, pero que también sabe transmitir magistralmente, con su mirada sincera y algún titubeo gestual, una gran vulnerabilidad: hay cierto dejavú del joven Marlon Brando en esta interpretación, ahí puede estar la clave, el secreto de que esta película resulte tan conmovedora.

En el plano visual también está muy bien construida. Las escenas del comienzo están subrayadas por una poderosa luz blanca que se contrapone con las tonalidades grises de Copenhague cuando son adultos, en la que vemos a Nick avanzando con su bolsa de deporte entre los edificios de un barrio sucio y desaliñado tan triste como su propia existencia. O tan auténtico como cuando el hermano de Nick (Peter Plaugborg) se mueve entre lúmpenes sin hogar o consumidores de heroína en la estación de tren mientras observa a una madre consolando a su hijo que llora en el cochecito, escena que de alguna forma deja patente la división de la conciencia entre su adicción a las sustancias y su responsabilidad para con su hijo de seis años. El final es una secuencia en una iglesia, donde de nuevo es omnipresente la claridad, y hay alguna similitud con la escena del principio, cuando se ve a los dos niños buscando un nombre en la guía telefónica con el que bautizar al bebé en el salón de su casa, para que todo sea como debe ser, como una vida que debería ser normal, mientras la madre yace tendida en la cocina abducida por una botella de vermú

El ritmo narrativo es más bien lento, con numerosos primeros planos de los protagonistas de longitud diversa donde parece que no sucede mucho. Sin embargo, estos factores no distraen la atención ni son fuente para el aburrimiento, más bien acompañan en simbiosis perfecta la estructura y la oscuridad en la que se mueven los hechos que narra la película. A lo que se suma siempre el sonido eminente y la envolvente banda sonora (el responsable de ello es Kristian Eidnes, quien también estuvo a cargo en la reciente «Anticristo«) que subraya constantemente esas naturalezas al borde de la vida y del abismo. Tomen buena nota de este título, escríbanlo en un posit y cuélguenlo en la nevera, pero no olviden este nombre ni dejen de verla  en cuanto esté disponible en cualquier formato. Si en Festen se narraba la desintegración de la familia, Submarino nos muestra una detallada imagen del peso social de los adultos en la vida de nuestro descendientes y la lucha por mantenerse unidos, con un hermoso y logrado equilibrio entre el amor fraternal y paternal en constante pugilato con la fría realidad que, como muchos, sin elegirla, les ha tocado vivir.

Air Doll, de Hirokazu Koreeda

Hirokazu Koreeda es un cineasta al que me gusta seguir la pista porque hasta la fecha -y no he visto toda su filmografía-, ninguna de sus películas me había decepcionado. Por eso, antes de cargar contra su último trabajo, me gustaría destacar especialmente «Nadie sabe«, un drama impresionante cuyos protagonistas son un grupo de niños sobreviviendo en solitario a las condiciones actuales de una ciudad como Tokio, y «Still walking«, mirada extraordinaria al Japón rural heredera del maestro Ozu. Por eso, en cuanto me enteré del estreno de su nueva película, Air Doll, acudí puntual a la cita cinematográfica. El resultado, francamente decepcionante. En la primera media hora de metraje, Koreeda deja aparentemente a un lado el drama humano realista de sus anteriores películas y se adentra esta vez en el terreno de la fantasía. Solo aparentemente porque, aunque está basada en un manga corto de Yoshiie Gouda, a manera de bucle vuelve a tomar el camino de retorno a los temas centrales habituales en su cine, aunque esta vez con menos acierto. El personaje central  es Nazomi, una muñeca hinchable que un día, cual Pinocho, a partir de una gota de agua, cobra vida y decide salir a explorar el mundo fuera del apartamento donde su existencia consiste en ser mero sustituto sexual de lo que su propietario no posee, y lo hace con un sentido casi infantil, como quien tiene que aprender cuanto desconoce de la vida.

A partir de aquí interacciona con diversos personajes que se cruzan en su camino. Personajes que, metafóricamente, están tan vacíos por dentro como ella, quien solo posee en su interior aire y un corazón. La soledad de la vida urbana, la necesidad de amor y reconocimiento, la fugacidad, la deshumanización y las características antropológicas de las personas confinadas a una gran urbe como Tokio vuelven a ser, en definitiva, a pesar de lo fantástico y original del planteamiento inicial, el tema central para Koreeda. Y todo el delirio  de fantasía que promete ese principio se va transformando con el transcurso de los minutos en un recorrido por diferentes tipos individuales de una ciudad actual, más allá de las miserias del propietario cuarentón del artilugio, navegando entre momentos de pretendida intensidad dramática -y sexual- y cierto aire de trascendencia. La muñeca cumple con el papel de mirada triste a esa sociedad, mitad metáfora, mitad simbolismo social.

El asunto encaja dentro de lo que podemos esperar de Koreeda, aún alentando cierto regusto a pesada insistencia dada la trayectoria, pero seguimos aguantando a tenor de una capacidad para la composición de planos extraordinaria que otorga una impronta de particular belleza a todas y cada una de las escenas. Pero pasan los minutos, y si en Still Walking comprendíamos similares contradicciones desde un lenguaje plagado de gestos, actitudes, miradas y silencios cargados de contenido, Air Doll opta por la puntuación directa en lugar de por la sugerencia. Reflexión existencialista y crítica del materialismo imperante en la sociedad nipona moderna un tanto simplona, porque todo resulta demasiado esquemático, además de rozar en numeroso momentos la horterada, tras dos horas de metraje insistiendo en la misma idea, sin duda redundante.

Lo más destacable de la película pasa a ser el excelente trabajo de la coreana Doona Bae, quien sin apenas pestañear dota a cada una de las situaciones de la carga emotiva que exige un papel de estas características. Es sin duda este factor junto a las numerosas localizaciones de algunos de los rincones más hermosos de la ciudad de Tokio lo que sostiene en alguna medida el film,  de  ritmo narrativo espantosamente lento, donde no sucede absolutamente nada más que el paulatino proceso de adaptación del juguete a la basura urbana, entre la que podemos incluir a los individuos que la componen.  Kore-eda comete además el grave error de plegar una trama que no da más allá de un cortometraje a sus caprichos con la cámara. Una trama que para colmo pretende ser simbólica de los rumbos de la sociedad moderna, pero que en demasiadas ocasiones la sorprendemos mostrando casi todo de manera descaradamente obvia, sin encontrar lugar para la sutileza.

Por suerte, la película encuentra su salvavidas en el trabajo interpretativo de la protagonista y en el fotográfico, de indudable calidad plástica, donde Pin Bing Lee tiene bastante que decir. El reparto también sufre bastantes altibajos, porque mientras Doona Bae nos ofrece una interpretación de premio, los secundarios dejan bastante que desear, unos en su faceta puramente interpretativa y otros por lo que respecta al aprovechamiento que el propio director hace de ellos, resultando en muchos casos forzados y hasta artificiales. En resumen: dos horas de metraje que hubiesen encontrado su lugar perfecto, por ejemplo, en un film como Tokyo!, película colectiva en la que distintos directores ofrecen su punto de vista acerca de la sociedad y el individuo moderno en no más de 20 minutos, sin llegar a la pesadez pseudo-humanista cercana al sermón  a la que esta vez nos somete Koreeda con su última propuesta.



Lukas Moodysson: Mamut

Mamut, la última película del sueco Lukas Moodysson, es el debut del director fuera de su país rodando en inglés, después de labrarse una sólida reputación con Show me love, Together o Lilja 4ever. Con un presupuesto poco desdeñable -comprado con las condiciones de rodaje de las anteriores- los personajes principales están interpretados por Michelle Williams y Gael García Bernal. Con Mamut, Moodysson entra en el territorio de la familia, la deshumanización y las aspiraciones personales en el mundo de la globalización desde perspectivas muy alejadas tanto filosófica como materialmente: la primera, la que nos ofrecen Leo y Ellen, pareja que vive en Nueva York con su hija de ocho años, ella médico y él exitoso empresario de videojuegos en la industria del software; la segunda, desde la óptica de Gloria, la niñera filipina (Marifé Necesito) que trata de ganar suficiente dinero en los Estados Unidos para regresar con sus dos hijos y ofrecerles un hogar y una vida dignos. La crítica se ha dado prisa en menoscabar este trabajo tachándolo de mera secuela estructural de la Babel de González Iñárritu, porque ambas se interesan por el modo en que personas de distintas culturas se conectan en un mundo globalizado, pero yo creo que, al margen de esta fachada, se trata de films completamente distintos. Moodysson no siempre es sutil a la hora de abordar sus personajes, cuanto hay es lo que vemos delante de nuestros ojos y  están casi siempre tratados con distancia, sin primeros planos ni escenas contemplativas que pudieran haber añadido el esperado plus de tensión dramática tan manido en las películas de Hollywood. Mamut está más interesada en las formas que no en los propios personajes, que no son sino un  medio para retratar la sociedad en la que vivimos y sus aspiraciones desde puntos de vista tan antagónicos como lo son el de la clase alta neoyorkina y las personas forzadas a la emigración en los países del tercer mundo, cuyo destino más probable sería de otro modo el hambre o la prostitución turística para sobrevivir.

Ellen es una mujer abocada a correr de manera constante: corre en el trabajo, con su hija, con su agitada vida e incluso con sus sentimientos, corre y corre. Se pone en forma en la terraza del rascacielos donde se encuentra su moderno apartamento. Su mirada da siempre la sensación de estar huyendo de algo. Junto a Leo y su pequeña hija Jackie (Sophie Nyweide) viven una vida de post-modernidad como muchos quisiéramos hoy en nuestra sociedad. Son buenos profesionales, ella es médico de urgencias en un hospital, tienen un envidiable apartamento en el Soho de Nueva York y una confiable niñera filipina que se ha convertido para Jackie en una segunda madre. Consumen. Consumen y su vida, tan superpoblada como el inmenso frigorífico que preside la cocina, está repleta de artículos que la hacen atractiva: iBook, iPhone, iPod y todas las íes deseables. Yo, yo, mientras el nosotros se compone casi siempre de un puñado de gustos compartidos. Comen comida biológica, hacen deporte a diario en un costoso equipo para cuidar su salud, pagan sumas importantes a un seguro médico privado -paradigma de los yuppies- y están bastante alejados del ideal conservador: son sostenibles, conscientes y, en sustitución del neoliberalismo hace pocos años intrínseco a este modus vivendi, son orgánicos. Ellen ha logrado cuanto quiere pero su existencia se asemeja mucho a la de un hámster encerrado girando permanentemente dentro de la rueda de su, en este caso, hermosa jaula. Es la representación clara de las aspiraciones de nuestra cultura, del agotamiento general de occidente.

Paralelamente a la narración principal, la película cuenta dos historias: la de los hijos de la niñera Gloria, que viven en Filipinas con su abuela, y la de las prostitutas tailandesas ocasionales, a expensas del turismo. El nexo que une a estas últimas con los personajes principales es el viaje de negocios de Leo a Tailandia, a fin de firmar un contrato millonario para la web que ha creado. Allí conoce a Cockie (Natthamonkarn Srinikornchot), una jovencísima madre que ejerce la prostitución con la esperanza de encontrar un buen partido que la saque del país. Pero ya sea en Filipinas o en Nueva York, la fragmentación a la que son sometidos los individuos en la vida moderna es evidente en cualquiera de las circunstancias. La alineación es el tema básico, la esencia de cada escena de la película. Cuando los personajes hablan entre sí, ya sea directamente o por teléfono, están intrínsecamente separados, casi nunca se reconocen en los sentimientos del otro. La falta de empatía con los demás y el individualismo justificado con las necesidades propias o de los otros es lo que les separa. Lo más interesante de esta película es la distancia con la que Moodysson trata a los personajes, ya que la mayoría del público no se puede sentir identificado ni con una rica familia neoyorquina ni con los apuros de otra del tercer mundo en su constante lucha por la supervivencia. Además, en ambos casos están tratados con la carga dramática suficiente para crear el interés necesario por sus vidas, al tiempo que logra no caer en el melodrama fácil que conferiría al film tintes de sermón acusador. Pero son estos mismos aspectos positivos los que hacen que la película sea distante, que no consiga crear empatía con ninguno de sus personajes. No se le puede reprochar a Moodysson el intento, porque hasta la fecha creo que ningún cineasta ha logrado hacer una película que retrate las contradicciones del individuo en la sociedad moderna sin excederse en el dramatismo o el aleccionamiento, y conseguir, al tiempo, que tenga el calado suficiente para sentirnos identificados con su contenido. Mientras no llegue, Mamut es uno de los mejores retratos de los problemas inherentes a las personas en el recién comenzado siglo XXI. Un film con cierto calado filosófico, logrado a base de extraer -hasta cierto punto- a sus personajes del contexto socio-político en el que están inmersos, lo que le aleja de cualquier atisbo de maniqueísmo. Del mismo modo que carece de dramatismo, tampoco se  atisba intención alguna de ofrecer esperanzas o cualquier tipo de alternativa al espectador. El resultado es algo así como un inventario triste de todo cuanto la sociedad moderna ofrece hoy a la mayor parte de la humanidad mientras la vida sigue, imparable e imperturbable. El final de la película es, en este sentido, revelador: todo vuelve donde estaba al principio, solo que ahora tendrán que contratar una nueva niñera.

Más sobre Lukas Moodysson

Baarìa, de Giuseppe Tornatore

Baarìa es el nombre original fenicio de Bagheria, ciudad natal de Giuseppe Tornatore, en la provincia de Palermo, Sicilia. El director dice que es la película que más se parece a su persona, y es que la memoria desempeña un papel importante en este guión que abarca pequeñas y grandes historias de los distintos personajes en más de dos  horas y media de película. El enfoque no es nada novedoso, saga familiar a la vez que algo parecido a un friso de la historia reciente de Italia, en particular de Sicilia, que comienza allá por los años 30, atraviesa el fascismo, la Guerra Mundial, la reconstrucción, la confrontación política entre comunistas y democracia cristiana y termina aproximadamente en el salto evolutivo de los ochenta. Asistimos a la vida de tres generaciones cuyo hilo conductor es el protagonista, Peppino Torrenuova (Francesco Sciana), primero como niño para pasar a la historia de amor con Mannina (Margareth Madè) surgida al calor prebélico, retrato de las miserias y el coraje de los aldeanos al que contribuye gratamente el trabajo de la nonna (Ángela Molina) quien le da un aire de autenticidad a la película, el sueño de redención de Peppino y su deseo, ya en la madurez, de una política mejor en una sociedad donde la mafia tiene peso palpable a pie de calle formando parte de la cultura sociológica y de la propia convivencia. Una película épica, caleidoscópica y hasta cierto punto poética en la que toca reír y reflexionar al mismo tiempo sobre el pasado reciente de Italia, cuando el hambre y la pobreza dibujaban un futuro francamente negro.

Personalmente me cuesta cargar contra ella, tiene algunos momentos impagables como la escena del delegado de urbanismo ciego examinando planos de la futura ciudad en braille, el eterno comprador de dólares sustituyendo la divisa por rotuladores tipo Bic que -eso sí- pintan todos o el momento de planificar un fresco en la bóveda de la iglesia con los vecinos posando para la posteridad como si fuesen los mismísimos apóstoles. Lástima que solo se trata de pequeñas perlas y Tornatore no se decanta en ningún momento por continuar este tono narrativo. Digo que me cuesta cargar contra la película porque me toca bastante de cerca, veo retratadas perfectamente en estas escenas muchas de las cosas que contaban en mi casa cuando, siendo niña, mi madre acostumbraba a arremeter contra los orígenes del cincuenta por ciento de mi familia, mi padre, que no andan lejos geográficamente de Sicilia, un poco más al norte, en la región de La Campania, a medio camino del Adriático, a unos 80 kilómetros de Nápoles. Para el caso no son tan diferentes. He estado en tres ocasiones en el pueblo de mi padre, aunque de las dos primeras no guardo casi recuerdos (demasiado pequeña), pero la tercera se conserva todavía viva en mi memoria. Las calles estrechas ensombrecidas por la ropa tendida, las apuestas en medio de la plaza, la casa de mis nonni con aquella empinadísima escalera de piedra que bajaba a la bodega, las mujeres vestidas siempre con faldas por debajo de la rodilla, el pañuelo anudado a la cabeza, el campo, las viñas, los gritos, el queso, los hombres saludándose al grito de eh! becco! (cornudo), las ancianas cosiendo en corro en sillas de mimbre en la calle, el mercado una vez por semana, los spaguetti caseros tendidos en hilos de parte a parte de la cocina, el cinquecento de mi tío Pietro en el que cabíamos todos, las supersticiones, el cura y el respeto al cura, los emigrados que vuelven al calor del verano de Francia, Alemania o la Swizzera, las discusiones políticas en dialecto de la sobremesa, la misa, las moscas, el olor de la leche de las mañanas, los pantalones cortos de los chicos…

Tornatore ofrece asiento de primera fila a la evolución de los pueblos italianos hasta lo que son hoy, pero nunca más allá del simple retrato amable y hasta cierto punto romántico de situaciones donde en realidad no sucede nada más que el paso del tiempo para paisajes y personajes que se limitan a envejecer. 25 millones de euros de presupuesto, setenta años de historia, una Baarìa reconstruida en Túnez, más de treinta y cinco mil extras, doscientos personajes con diálogo y algún que otro cameo en la angarilla. Sin embargo Baarìa lamentablemente solo puede ofrecer una visión renovada de muchos de los tópicos mil veces vistos en el cine italiano costumbrista, con algún que otro guiño a Fellini, De Sica, Leone o al mismo Tornatore a la hora de tratar la memoria colectiva, las derrotas, las alegrías y las tristezas de un pueblo y un pasado que a estas alturas parece olvidado. Ambientación y paisajes tan bellos como intrascendentes a efectos de guión en los que Tornatore parece perderse y olvidarse demasiadas veces del hilo argumental y del espectador, entre los que se aleja de sus personajes a medida que la película avanza en saltos -muchas veces incomprensibles- en el tiempo o vueltas de tuerca que, para quienes no conozcan Italia y en particular el sur, pueden parecer gratuitos e incluso molestos. Y es que la película se construye sobre un tono narrativo cargado de pirotecnia fotográfica, presupuestaria y de montaje pero hueco en definitiva en cuanto a narración cinematográfica, incapaz de crear empatía con sus personajes. La película se hace larga, inundada de pasajes gratuitos y forzados en los que, además, jamás arriesga, pues a pesar de las miserias soberbiamente retratadas todo acaba adquiriendo siempre un tono excesivamente dulzón, incluso la mafia, el hambre, el caciquismo, el trabajo precario y hasta el fascismo, para los que Tornatore corre el tupido velo del tiempo que misteriosamente todo lo cura y olvida. Anuncio folclórico italiano con un toque de verdad en los imperdibles créditos finales, no me extraña en absoluto que a Berlusconi le haya encantado.

Canino (Kynodontas), de Yorgos Lanthimos

Los hombres se encontraban encadenados en una caverna, mirando las sombras proyectadas de las cosas en la pared de la cueva, incapaces de volver la vista para ver la realidad. Del mismo modo nos encontramos en este mundo mirando las sombras de las ideas, incapaces de dirigirnos directamente a las ideas prescindiendo de todo lo percibido por los sentidos. (Platón, La República -Libro VII))

El Mito de la Caverna es una de las propuestas más memorables y obsesionantes de la filosofía. El objetivo es demostrar el peso de la educación recibida, pero también puede entenderse como el lastre de la falta de esta, según se lea, en nuestra percepción de la realidad y por tanto en nuestro sistema de pensamiento. Unos prisioneros viven en una caverna subterránea con un fuego tras ellos. Los prisioneros están encadenados de tal modo que solo pueden ver la sombra de los objetos  que se proyecta desde la realidad exterior sobre una pared blanca que hay situada delante de ellos. Si son liberados de sus cadenas y forzados a girarse hacia el fuego se sienten desconcertados y desorientados, y prefieren que se les deje en su estado original. Solo algunos llegan a darse cuenta que lo que ven son proyecciones de lo real, y estos pocos valientes comienzan su viaje de liberación que les lleva a traspasar el fuego y finalmente salir de la caverna. Lo que hace que esta historia todavía hoy día resulte sugerente es que nosotros mismos podríamos ser como esos prisioneros, que todo cuanto tomamos como realidad podría no ser más que sombras, una mera apariencia. Y si cuanto sucede en nuestra experiencia ordinaria fuera realmente una ilusión no tendríamos ni idea de que estamos siendo sistemáticamente engañados. Y si pudiéramos traspasar el velo de la apariencia y captar la verdadera naturaleza de la realidad, seguramente muchos decidirían volver a su estado anterior frente a considerar que su vida ha consistido en ser meros prisioneros confinados a un mundo de ilusión.

Para Platón, la ignorancia es una forma de esclavitud.  Solo el espíritu crítico podrá liberarnos de semejante manipulación. Todo esto tiene que ver con el proceso de crecimiento, de madurar y hacerse adulto, cuando comenzamos a cuestionar las ideas y creencias que nos han transmitido aceptando que muchas de ellas no solo no son determinantes sino cuestionables o simplemente falsas. Pero la caverna nos recuerda siempre otras formas de esclavitud que persisten a lo largo de nuestra vida, como puede controlarse y manipularse a la gente llenando sus cabezas de imágenes engañosas o falsas sobre el mundo. Para no entrar aquí en temas políticos que fomentan ciertas opiniones sobre nuestra sociedad y la política en general, consideren solo las imágenes publicitarias con las que somos bombardeados constantemente, diseñadas para hacernos creer que sus productos son indispensables para nuestro bienestar o felicidad. En cierta medida podemos llegar a ser los prisioneros de Platón, controlados por otros porque aceptamos las imágenes que se nos presentan como reales. La falta de espíritu crítico nos impide demasiadas veces captar la realidad de nuestras circunstancias.

El Cine y la Literatura se han hecho eco muchas veces de este planteamiento filosófico clásico, de este tipo de alegoría en la que se pone de manifiesto cómo los humanos podemos engañarnos a nosotros mismos, o somos forzados por poderes fácticos a la hora de representarnos la realidad. Un mundo feliz (Huxley), 1984 (Orwell), El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas (absolutamente recomendable, Murakami), La Caverna (Saramago) o hasta el mismo Calderón de la Barca en La vida es sueño toman claramente el testigo griego clásico. Y películas como La rosa púrpura del Cairo (W. Allen), El resplandor (Kubrick), Saló (Passolini), El Conformista (Bertolucci), La Naranja mecánica (Kubrick, de nuevo) u otras más modernas como Matrix o El Show de Truman, van claramente en este sentido. Canino se basa en un principio similar. La película nos habla de la manipulación de la familia y del poder de los adultos, especialmente sobre los niños, la importancia de educar en actitudes críticas, la construcción de la personalidad y el peso de la adherencia a determinadas ideas y concepciones del mundo implícitas en la educación que recibimos. Y de como la manipulación psicológica puede alterar seriamente el sistema normal de representación de la realidad que percibimos. Una alegoría de la manipulación que supone una educación rígida e intransigente que podría ser trasladable más ampliamente al terreno político, al papel social de la Religión o a la intolerancia frente a otras culturas, tema tan rabiosamente actual. La familia que representa Lanthimos vive a las afueras de la ciudad confinada en una casa rodeada por un alto muro. Los tres hijos, ya adultos, jamás han salido de la casa ni tenido contacto con el mundo exterior. Su educación, sus juegos, sus aficiones, incluso sus sentimientos, se ajustan al modelo impuesto por el padre. Son autómatas de comportamiento casi robótico cuyo lenguaje ha sido también tergiversado, algo similar a lo que sucede en 1984 de Orwell. Un avión es un juguete, una excursión un material muy resistente con el que se fabrican los suelos, el mar es una butaca de cuero o un teléfono es un salero. La única persona que entra en la casa es Christina, la guardia de seguridad de la empresa familiar de la que subsisten. Ella será quien, a través de un regalo que hace a una de las hijas, rompa la perfecta geometría en el que se mueve esta particular familia.

Viendo Canino me vino a la mente la estética de La cinta Blanca de Haneke, otra película centrada en la educación que podría ser reducida, como la anterior, a la denuncia del fascismo, cuyo mensaje moral se sustenta en una puesta en escena relativamente similar: largos planos fijos, los niños tienen además un cierto aíre físico con sus ojos azules y su mirada turbadora, además del marco experimental que comparten a la hora de investigar el origen del mal y del poder. Sin embargo, más allá de esta puesta en escena, la película es realmente turbadora. Hacía mucho tiempo que el cine no lograba hacer que me tapase la cara en determinadas escenas, obligarme a girar la vista para no ser cómplice de los momentos más escabrosos de violencia, incesto físico, psicológico, o frías autolesiones. En este sentido, Canino puede alinearse con la ambivalencia moral retratada magistralmente por Passolini en películas como Saló, donde el intercambio de información nos obliga a adoptar la perspectiva del torturador mientras la cámara observa sus víctimas sin piedad. Con una distancia extraña e inquietante. No hay música, ni puesta en escena dramática, pero el espectador asiste a muestras inclementes de crueldad desaprensiva, hierática, recorrida por toques de humor negro y corrosivo, dentro de un universo absurdo pero posible.

En una parte de la película el retrato de la violencia adquiere una dimensión meta-fílmica: gracias a Rocky y a Tiburón, obtenidas al azar del chantaje, una de las hijas abre la puerta a un mundo exterior más allá de la familia, de su propio idioma, de su vivencia del sexo o de la violencia contenida que embarga a los habitantes de la casa. La desesperación de este personaje es casi delirante, como si las películas fueran la única salida posible para su cuerpo imaginario magullado por los dientes de un escualo o los puños de Stallone. La imagen de las hijas bailando una danza en honor a su padre, casi idéntica a la que 30 años atrás filmara Kubrick en El Resplandor, con sus cuerpos robóticos, desposeídos y desplazados de la realidad es una de las más conmovedoras de la película. Un film absolutamente imperdible y recomendable, una rara avis en el escuálido panorama cinematográfico actual, poderosa y repleta de significado que demuestra, además, cómo se puede hacer una obra maravillosa con muy poco presupuesto. Lástima que Canino termina de modo tan abrupto, pues la acción se interrumpe en pleno apogeo dejando la resolución al espectador. En ese momento le dan ganas a una de pedir la devolución de los 7 euros. A pesar de que esto me produjo una enorme rabia, he de reconocer que mereció la pena. Solo se ha distribuido en algunos cines, en versión original y en pocas ciudades españolas. Muchos tendrán que esperar al DVD o pedirla prestada a algún internauta. Sea como sea, no se la pierdan.

Habitación en Roma (Room in Rome), de Julio Medem

A estas alturas, y después de la expectación mediática, a nadie se le escapa cuál es el hilo argumental de la nueva película de Julio Medem, Room In Rome, rodada en inglés, ruso, italiano y euskera, y traducida para su estreno como Habitación en Roma: dos mujeres que se acaban de conocer pasan la noche juntas en una habitación de hotel tras sentirse fuertemente atraídas la una por la otra. Como quiera que  la crítica ya afilaba cuchillos antes de haber visto la obra, comenzaré por establecer algunos aspectos que me parecen impecables de la película, a pesar de que en general no me ha satisfecho como esperaba: no en cuanto a factura sino por contenido, y quizás también puse demasiadas expectativas en su capacidad para asombrar  y superarse. Ya se sabe, suele decepcionarnos lo que viniendo de otros más mediocres encajaríamos dentro de la normalidad.

Room in Rome es una película mucho más sencilla que algunas de sus anteriores. Medem huye esta vez de la densidad narrativa, de los flashback, incluso de lo onírico y nos muestra una historia donde lo que vemos es lo que hay, sin trampa ni cartón. A pesar de ello, consigue introducir casi todos los elementos más habituales de su cine entre las cuatro paredes donde se desarrollan los algo más de ciento veinte minutos que dura el metraje. Los personajes respiran naturalidad, de igual modo la relación, que va creciendo en el transcurso de las horas, desde el primer coqueteo, el pudor de Natasha (Natasha Yarovenko) que hábilmente va limando su compañera Alba (Elena Anaya), las primeras confidencias, las mentiras para auto-protegerse o la emoción que transmiten bastante bien ambas actrices. Más allá del desnudo físico asistimos al desnudo emocional de los personajes, en una relación tratada siempre desde el absoluto respeto en cuanto a lo que es y con sobrada elegancia en la forma. Los lentos y suaves movimientos de cámara, constantes en cualquier obra de Medem, potencian la sensibilidad y desprejuicio con el que es narrada esta historia de amor y pasión entre mujeres. Quienes acudan a ver desnudos los encontrarán, pero si alguien busca puro morbo en la película, seguramente saldrá más que decepcionado. La puesta en escena, decorados, fotografía y realización son francamente impecables, una auténtica obra de arte, algo -por otro lado- habitual en Medem.

A pesar de todo, existen serias lagunas en el guión que la relegan a producto menor.  Ideas que dejan cierto regusto a sus propios clichés, otras a estereotipos socialmente establecidos sobre sexo  y alguna salida de tono navegando entre lo hortera y lo desagradable. Todo esto no hace referencia a la calidad formal del film, más bien -creo yo- a que Medem, al escribir una película de este tipo,  se retrata por necesidad en el asunto de cómo concibe la sexualidad femenina. Comienza con la cámara en el balcón de un hotel enfocando la calle por la que se acercan dos mujeres. Caminan hacia el edificio y las vemos desde arriba, luego la cámara gira hacia la puerta y oímos su conversación. Es un plano secuencia que termina al poco tiempo de entrar en la  habitación. Desde el principio, no es necesario que pronuncien una sola palabra para saber cual de las dos es la lesbiana convencida y cual la novata en todo esto. Alba lleva el pelo corto, viste ropa holgada que no marca sus formas, camisa de cuadros, va sin tacones, bolso enorme a modo de saco, carece de bisutería adornando su aspecto y tiene cara de vicio. La rusita es femenina, inocente, despampanante, pelo largo, vestidito sensual, collar, pulseritas, anillos y bolso a juego. En la primera escena, el fantástico picado desde el balcón, antes de que suban, se dibuja la distinta orientación sexual de ambas. La estética lesbiana se masculiniza, la de la mujer heterosexual es femenina, léase femenina en sentido moda Corte Inglés. Más adelante, parece, además, que entiende que para una mujer heterosexual es condición ineludible la penetración para tener una relación plena. Lo intuimos al principio en el constante juego con la botella y se hace explícito cuando Natasha le pide abiertamente un vibrador a Alba añadiendo como motivo que a ella le gustan los hombres. Corto, demasiado corto el alcance de las formas de placer femenino expuestas y paupérrimo papel el del hombre en el concepto sobre relación sexual  que se manifiesta. Porque en este momento entra en juego el personaje masculino, el botones interpretado por Enrico Lo Verso, quien les ofrece un pepino convenientemente esterilizado (lo del pepino es literal) o, en su defecto, sus propios atributos naturales. El botones-hombreobjeto, totalmente fuera de contexto, realmente grotesco, roza lo vergonzoso.

Una pena, porque el film es una delicia durante la primera hora y cae en  estas y alguna otra vulgaridad a partir de la segunda. Segunda parte que remata con un sesenta y nueve, normalito y sexualmente poco imaginativo para el tono de la narración, más una masturbación a dos bandas en una bonita escena de bañera que sin embargo resuelve muy mal cuando enfoca a Cupido, en el techo, directamente apuntando su flecha a la cara de Alba: te has enamorado, chica, y habías prometido no hacerlo… Hay cierto intento en sacar partido inteligente del escenario, de las pinturas  que rodean la habitación, como el mencionado Cupido, el cuadro renacentista en relación-contraposición con el de la época romana, sus puntos en común a pesar de los casi mil años que les separan, a colación de los nexos que unen y distancian a ambas mujeres, pero fracasa estrepitosamente también en este terreno. En definitiva: la primera hora, bastante lograda, habría sido más que suficiente, porque a partir de ahí pesa, y mucho, el corsé cultural y alguna que otra ñoñada manierista, tanto en lo referente al discurso como a las escenas de sexo. Podría extenderme en más detalles, mejor véanla y saquen sus propias conclusiones. La mía es que Médem sabe moverse como pocos cineastas españoles para crear ambientes únicos, pero en el terreno  sexo y mujeres que saben lo que quieren aún tiene por hacer algunos deberes, a pesar de sus años y de intentarlo de modo más o menos valiente.

Honeymoons, de Goran Paskaljevic (2009)

Honeymoons (Lunas de miel) es una creación conjunta, la primera coproducción serbo-albanesa, dirigida por el cineasta serbio Goran Paskaljevic, que narra el periplo de dos jóvenes parejas que deciden abandonar sus respectivos países en busca de una vida mejor en Europa. Maylinda (Mirela Naska) y Nik (Jozef Shiroka) quieren salir de Albania dirigiéndose en barco hasta Italia, donde esperan vivir su amor prohibido, pues un cúmulo de circunstancias no les permite estar juntos. Vera (Jelena Trkulja) y Marko (Nebojsa Milovanovik) dejan Serbia por tren en dirección  a Austria, atravesando Hungría. Marko es un talentoso violoncelista en busca de su oportunidad para entrar en la Orquesta Filarmónica de Viena. A pesar de que los cuatro tienen sus papeles en orden, los problemas comienzan al llegar a la frontera. Sus historias se desarrollan en paralelo y nunca, a lo largo de la película, llegan a encontrarse.

La película nos muestra dos frentes diferenciados. Por un lado, cómo a pesar de lo diferentes que son, en sus tradiciones, costumbres, historia e incluso su lengua, el destino de ambas parejas se entrelaza en el denominador común de querer ser parte de Europa, a la que pertenecen física y geográficamente, a pesar de que todavía les quede mucho camino por recorrer, como parece evidenciar el director. Por otro, la difícil posible convivencia de ambos pueblos, serbio y albano, cuyos países fronterizos han estado históricamente enfrentados, presos hoy de prejuicios, nacionalismos exacerbados y gobernantes que han contribuido decisivamente a la intolerancia latente entre las gentes de ambas naciones.

La idea de Paskaljevic es transmitir al espectador cómo ambas parejas están en un mismo espacio imaginario, a las puertas de la frontera de otro país y cómo sus pasados no son en realidad tan diferentes. Los cuatro aterrizan en el umbral de la presumible sociedad donde podrán vivir una vida mejor, dejando atrás sus esfuerzos por romper un pasado de lucha del que han salido enfrentando mezquinas reyertas ultranacionalistas, en el caso de los serbios, o rigores de una sociedad anclada en el pasado donde la mujer puede ser repudiada por su familia si su prometido la abandona, mientras una generación de nuevos ricos conforman la élite corrupta y mafiosa que sustituye la despótica dictadura de Enver Hoxha, que es el caso de los albanos. Sin embargo, toda su lucha y sus deseos se convertirán en una terrible pesadilla cuando los países receptores -en este caso son Hungría e Italia porque geográficamente les corresponde, pero el tema sería trasladable a cualquiera- no solo no ponen nada de su parte sino todo lo contrario: la intolerancia, el miedo a una cultura diferente y las trabas burocráticas pondrán fin a la aventura después de un amargo momento en la frontera cuando amanecen en un puerto italiano o en una perdida estación de tren húngara sin poder lograr su sueño.

Honeymoons es un film realista y muy pegado a la actualidad, de Europa y de los ciudadanos que la componen. Es una película pequeña, pero a la vez necesaria para comprender la realidad de esta parte del continente, hace unos años tan desafortunadamente de moda en los medios de comunicación, y que hoy parece olvidada por todos. Mediante relaciones familiares, asistiendo a dos bodas -una en cada lado, parece que el cine de los Balcanes no logra desprenderse del cliché de este escenario-, a sus tradiciones y a la vida en directo de los cuatro protagonistas, comprendemos mejor la situación de estos pueblos que, en pleno siglo XXI, continúan viviendo con los mismos parámetros que hace cincuenta años.

Una mirada desde la tolerancia a la xenofobia todavía presente y difícil de erradicar, la marginación de las zonas rurales  y de las minorías étnicas, a las costumbres anquilosadas que pesan como una losa a la hora de avanzar hacia una sociedad moderna, multicultural y democrática. El guión nos va ofreciendo el detallado panorama, rabiosamente actual, a lo que ayudan las interpretaciones y la espontaneidad que se respira a lo largo de la película, factores todos que añaden un  plus de dignidad al producto. Por otro lado,  en su aspecto formal, y a pesar del interés de la temática, hay serias lagunas que hacen que no termine de ser del todo redonda. Y es que si bien la historia de la pareja serbia sale airosa, la albanesa deja, desde mi punto de vista, bastante que desear. En primer lugar porque hasta bien entrados en materia no sabemos exactamente qué tipo de relación mantienen, y deducimos casi a mitad película que se trata de unos cuñados enamorados (él sí, seguro; ella, todavía tengo la duda) fruto de los deseos comunes y de que el prometido desapareció cuando trataba de llegar a Italia en una patera. Como consecuencia se nota una falta de empatía notable en este cincuenta por ciento para con el espectador, con quien no llegan a conectar en ningún momento, sobre todo ella, exageradamente sumisa, de quien tenemos que imaginar sus contradicciones y sentimientos, que siguen sin quedarnos claros cuando se sale del cine.

Por otro lado, no tenemos final, es un film inconcluso, que se corta de repente y suponemos, al menos yo, que los protagonistas no logran su objetivo. Algo así como ofrecerte un sabroso menú y dejarte sin postre porque el chiringuito se cierra llegada la hora. Una pena, porque pudiendo haber sido un film excelente se queda en bienintencionado y, por supuesto, valiente. Con todo, interesante a la hora de conocer la realidad que nos rodea, esa que pocas veces se presenta ante el mundo pero existe, guste o no a quienes pretenden el sueño europeo cerrando los ojos y las fronteras a la parte menos próspera de su territorio. Ganadora de la Espiga de Oro en la pasada edición de la Semana Internacional de Cine de Valladolid, afortunadamente, aunque de puntillas, pasa esta semana por alguna de nuestras salas de cine. Prueba de ello es la imposibilidad de encontrar, a pesar de haberse estrenado, un trailer en nuestro idioma.

Soul Kitchen, de Fatih Akin

Cuando los grandes cocineros llegaron a las pantallas de televisión y  los libros de cocina se hicieron hueco en las estanterías de las librerías, la restauración ya había hecho acto de presencia en el cine: «El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante«, «La gran comilona«, «La fiesta de Babette«, «Bella Martha» o “Big nigth” son algunos buenos botones de muestra. Claro que, como en el mundo de la gastronomía, hay para todos los gustos: platos de comida rápida que llenan el estómago y con suerte para el organismo se olvidan al salir de la sala, otros de cocina tradicional que alimentan el cuerpo pero no siempre el alma, y después están los de alto nivel culinario, esos que comer lo que se dice comer, comemos poco, pero a cambio recibimos la sorpresa de cada ingrediente y la meticulosidad invertida en las diversas etapas de elaboración. Faith Akin ama sus personajes, su entorno urbano, sus contradicciones, su presente y sus estados de ánimo, y elabora con todo ello un singular manjar donde humor, condumio, conflictos, sentimientos y contradicciones sociales se entremezclan armoniosamente en lo que ha sido para este cineasta todo un experimento: una comedia dedicada a Hamburgo, ciudad donde nació y creció, en forma de sutil caricatura sobre un contexto manifiestamente actual. Las relaciones de este particular restaurador con su propio cuerpo, con su prometida, con la asistencia médica, con un hermano en libertad condicional o con el viejo marinero okupa, con el que comparte el restaurante que regenta, sirven para introducir personajes de la más variada catadura: el antiguo compañero de instituto convertido hoy en jugador y  traficante financiero, los colegas de la banda de rock que ensayan en el local, una estreñida funcionaria de Hacienda que acaba soltándose la melena o un peligroso chef negándose a calentar el gazpacho andaluz a un elegante cliente, a costa del despido, ética culinaria ante todo, si hace falta a prueba de cuchillo.

No es fácil en los tiempos que corren acertar con una comedia de la vida libre de clichés, chistes fáciles, mucha cacha y lenguaje soez. Soul Kitchen se aleja de todos estos estereotipos y nos ofrece una caricatura de situaciones en los que podemos acaso reconocernos. Llena de buen humor, casi rozando el absurdo, todo hilvanado por un guión inteligente y repleto de reveses del destino, que se desarrolla con buen ritmo, a pesar de las dificultades físicas del protagonista, y con asombrosa capacidad para describir ambientes, estados anímicos y personajes que constituyen los ingredientes de este extraño guiso cuyo hilo narrativo conecta la especulación inmobiliaria, la prostitución, las drogas, la música y el compromiso indudable del cineasta con el entorno.

La banda sonora es otro de los protagonistas indiscutibles. Soul instrumental de los setenta, canciones de  Quincy Jones, Kool & The Gang, The Isley Brothers, Mongo Santamaría, Vamvakáris Markos, Jan Delay o el tema “The creator has a master plan” de Louis Armstrong, que suena durante la subasta del restaurante cuando el especulador pujante se atraganta con un botón al que confunde con un caramelo. No es una obra maestra, pero se ve con agrado y divierte, y demuestra que se puede hacer una comedia amable y entretenida sin renunciar a la estética del buen cine y a contar una historia interesante.

Cine alemán

El escritor (The ghost writer), de Roman Polanski

Cuando un director consagrado como Polanski recibe por su último trabajo un premio como el Oso de Plata en el Festival de Berlín, una se queda con la duda de si en cierto modo no se trata más de un reconocimiento general a su carrera que por la propia película agraciadacon el galardón. En este caso parece justificado, porque la sensación que queda tras ver El escritor es la de un trabajo de factura técnica intachable, sólido en cuanto a guión e interpretaciones y que continua estando a la altura de lo esperado dada su trayectoria cinematográfica. El contenido es de gran actualidad y el paralelismo entre el ex-premier británico Tony Blair, inconfundible. En realidad esta similitud no se la debemos a Polanski sino a Robert Harris, coguionista de la película y autor del libro en la que está basada. Harris fue corresponsal y amigo personal de Blair hasta la intervención activa del Reino Unido en la guerra de Irak, momento en el que Harrris manifiesta su profundo desacuerdo con la política británica y su trabajo se ve apartado de los círculos de poder, teniendo como resultado, entre otros, escribir el libro fruto de cuya adaptación se elabora el guión de la película.

El tema de la conspiración política no es nuevo en el cine, sin embargo a Polanski parece venirle como anillo al dedo, pues se adapta perfectamente a su perfil artístico y logra ganarse a la audiencia con su particular hechizo. Queda demostrada, una vez más, el sentido de la densidad dramática que capacita al cineasta y, sobre todo, la madurez plasmada aquí en la unidad perfecta entre estética y expresión que sabe manejar de modo asombroso a lo largo de la película. Actores de primera clase hacen el resto: Ewan McGregor apunta una extraña mezcla entre humor y  ternura interpretando a un joven escritor que, a modo de aprendiz de brujo, hace de negro para escribir las memorias de un estadista sin patria confinado en algún lugar de los Estados Unidos; un personaje a medio camino entre el Harrison Ford de «Único Testigo» (la escena en la que se mira en el espejo y se dice a si mismo «no es una buena idea») y el propio Polanski de El quimérico inquilino, invadido por una mezcla de miedo y sus propias obsesiones y contradicciones. Y Pierce Brosman dando  vida a Adam Lang, ex-primer ministro de algún país aliado retirado a Martha´s Vineyard (aquí le ubica el libro), encarnación pura del político vaquero machista en uno de sus mejores papeles, o  Olivia Williams (An Education), la mujer calculadora que mueve los hilos desde la retaguardia y quien, a modo de verdadera Lady Machbeth, es en realidad la que durante años ha tomado las principales decisiones en la sombra, acompañados  de Kim Cattrall, Timothy Hutton, y un excelente Tom Wilkinson en un papel secundario como  antiguo profesor agente de la CIA muy bien resuelto.

El estilo narrativo es un homenaje los clásicos de suspense de Hitchcock, pero siempre con el sello de autoría de quien es ya otro clásico, Roman Polanski. Seguimos al protagonista, el escritor que acepta el empleo como negro para reescribir las memorias de Lang en un mundo que le es distante y desconocido y en le que todos los elementos juegan aparentemente una lógica perfecta. A medida que nos involucramos en la historia la situación adquiere tintes de paranoia. El viaje le lleva a una isla de la costa este de los Estados Unidos donde se encuentra el primer ministro en el exilio. El fantasma del anterior escritor que realizaba el mismo trabajo, muerto en extrañas circunstancias, le perseguirá en su andadura americana, dejando cierta estela de aquel inquilino muerto que perseguía al propio Polanski en El quimérico inquilino. La naturalidad con la que se desarrolla, la elegancia en los giros dramáticos y las atmosferas creadas por Polanski (el clima lluvioso, fio, gris, amenazante…) denotan la madurez y meticulosidad narrativa que el director alcanza en estos momentos. No necesita de giros forzados ni manipulaciones del espectador para lograr esa capacidad de sorpresa y eficacia con la que se desarrolla la historia. Y también podemos observar, como en buena parte de su filmografía, el propio microcosmos del autor al que se suman numerosos detalles de medio siglo de tendencias cinematográficas. Conociendo su actual situación personal, no resulta difícil establecer la conexión entre el escritor, secuestrado en la playa de Martha’s Vineyard, en pleno invierno y  perseguido por el fantasma de su predecesor y la eventualidad que ha rodeado el rodaje de la película, en circunstancias especialmente difíciles, completada desde su casa en  Gstaad, Suiza, donde permanece en arresto domiciliario desde noviembre. El humor y la fina ironía, marca y sello de la casa Polanski, es el otro ingrediente que recorre muchas secuencias del film, visible a la hora de retratar el desasosiego del extranjero y la ubicuidad del mal en los confines de la política. Uno de los mejores fuera de campo rodados en los últimos tiempos, apoyado por la fotografía de Pawel Edelman, pone el broche de oro a este thriller cargado de tensión sobre el poder y la corrupción, cuya conclusión podría ser que las carrereas políticas a menudo tienen bastante de tragedia.

Más sobre Roman Polanski

Un Profeta, de Jacques Audiard (2009)

A medida que avanza la carrera hacia los Oscar suenan campanas por todas partes con el nombre de Jacques Audiard y su Profhète como serio candidato a arrasar en todo festival que se le presente. Ya lo ha hecho en el Bafta , en Cannes o con los nueve Cesar que le avalan. No es para menos: película más que notable que, recogiendo el testigo de cine hollywoodense clásico (El Padrino) y moderno (Tarantino), ofrece cuanto cuenta, sin embargo, desde un punto de vista que se aleja suficientemente del cliché tradicional (nada fácil en los tiempos que corren) y es capaz de generar un cine -en este caso a caballo entre el drama carcelario y el más puro género negro- desmarcado de las grandes figuras a lo Niro, en el que los personajes acaban convirtiéndose en puro cliché de sí mismos, a la vez que se aleja del pseudo-documetal  a lo Gomorra en lo que respecta a su apuesta estética y narrativa.

Un Profeta es una película conmovedora, muy pegada a la realidad y que captura el ambiente de las prisiones y su multiculturalidad actual en todas sus dimensiones. Alejada de cualquier atisbo de romanticismo, cuenta la historia de un joven colocado en el lado equivocado de la sociedad. Una representación de la violencia de un casi niño atrapado en el  inframundo francés que aterriza entre las paredes de una prisión de tantas, hay que suponer que a fin de ser rehabilitado.  Malik El Djebena (gran parte del mérito lo sustenta el fenomenal trabajo interpretativo del desconocido Tahar Rahim), diecinueve años, es un joven franco-árabe que es encarcelado siendo menor por agredir a un policía y, como ratón atrapado en la ratonera, se esfuerza por evitar cuanto le rodea y simplemente sobrevivir al día a día que la fortuna ha tenido a bien otorgarle. Por poco tiempo, porque una vez arrastrado al mortal juego de mata o te mataremos por quien tiene algo más que el control de cuanto sucede entre las paredes de la cárcel (una especie de padrino de la mafia corsa), da comienzo para Malik la tarea de sobrevivir como criminal entre criminales endurecidos por el propio sistema carcelario. La película explora con éxito cómo el pasado pesa sobre nosotros y define qué lugar ocupamos, y cómo con demasiada frecuencia ese lugar donde estamos colocados ejerce de forma determinante una gran influencia sobre en el camino que toman nuestras vidas. La libertad, nuestra libertad, casi nunca termina donde empieza la del vecino, más bien se trata de un bien prestado en la que el azar interviene de modo más que fehaciente ante lo que nos es vendido por la presunta democracia envuelto en igualmente presunta capacidad de elección individual. Malik nunca eligió no conocer a sus padres o llegar a la adolescencia sin apenas saber escribir, sin embargo sufre las consecuencias de esa falta de atención y acceso a la cultura. La cárcel tiene como misión rehabilitar, pero eso es imposible cuando los presos son siempre tratados, en cualquier caso, como lo que han hecho y nunca como lo que son. El capitalismo juzga desde las perspectiva de lo que se espera de los individuos, y ¿qué se puede esperar de la mayoría de las personas que están en una prisión por haber cometido un delito? Sea cual sea, una vez dentro poco importa. Vemos a Malik abrazando y tratando de consolar al hijo pequeño de su amigo moribundo, en una escena particularmente íntima y conmovedora. La capacidad para el bien y el mal se yuxtaponen en Malik como en cualquiera de nosotros, pero una vez más el lado dominante no lo decide él sino las circunstancias, el escenario social donde se mueve.

A medio camino entre el cine social y el cinéma vérité, definitivamente Un Prohète no es una película de Hollywood, a pesar de que la acción y el drama son los pilares en el los que se asienta la historia. Nada que ver con un documental, pero a la vez un retrato sociológico del día a día de una prisión francesa hoy, trasladable a muchos otros países, tanto en términos de cómo afecta a la vida de los presos como a las estructuras que la dotan de comunidad con poder e influencia en el exterior. Las tomas aéreas del patio de la cárcel resultan significativas por su mezcla de momentos de tensión y silencios, de juego y tiempo muerto en el que se forman constantemente grupos y alianzas que se hacen y se deshacen. Malik se erige entonces como una especie de profeta penal, cuyo milagro consiste en sobrevivir al microcosmos gracias a su inteligencia y habilidad para mantenerse vivo. Además de recibir educación, aprende a manipular los tercios en los que se mueve: la mafia corsa que dirige el destino de algo más que los prisioneros y los musulmanes a los que está vinculado por derecho de nacimiento. El escenario, la cárcel no es sino el medio que Audiard utiliza para sugerir la realidad de todos aquellos que no pueden escapar de un tipo particular de sociedad. Cada cual que aguante su vela.

Cine francés