Les herbes folles (Las malas hierbas), de Alain Resnais.

Entre las piedras o las rendijas del asfalto, las malas hierbas crecen siempre donde no deben. Y al igual que ellas, los personajes de esta película de Alain Resnais hacen lo que no deben hacer y dicen aquello que no debe ser dicho.

A sus casi 90 años, la película funciona como epílogo de la trayectoria de un cineasta que desde hace 60 construye un cine que tiene lugar en su mundo, excluido de cualquier movimiento o corriente artística -por más que la crítica se empeñara o aún insista-,  al que hay que enfrentarse abandonando cualquier punto de vista racional o cartesiano sobre el cine.

¿De qué va Las malas hierbas? Pregunta incorrecta, tratándose de Resnais, pero la configuración básica del escenario puede decirse que son dos personajes. Por un a lado Marguerite (Sabine Azéma), mujer de mediana edad, odontóloga y piloto de avión en su tiempo libre, a la que le arrebatan del tirón el bolso en un centro comercial. Su billetera aparece tirada en un parking de la otra punta de Paris. Un transeúnte llamado Georges (André Dussollier), de unos sesenta años, esposo, padre y abuelo, la encuentra casualmente. Inmediatamente se siente intrigrado por las fotografías de su interior, en especial por la exótica foto del carnet de piloto de Marguerite.

A partir de aquí, cualquier rumbo que el espectador pretenda aventurar sobre los derroteros de la película, será fallido. Después de todo, para Resnais jamás han existido los códigos narrativos. Sus trabajos siempre han caminado como funámbulos sobre las convenciones de la narración cinematográfica, incluso sobre aquellas que con más o menos justicia han sido consideradas en determinados momentos vanguardistas. También en el límite de lo aceptable argumentalmente. Cuando la película toma los derroteros del suspense, Resnais nos conduce al romance disparatado. Cuando pensamos que está a punto del sprint romántico tradicional, se convierte en drama de no alineados autoengañados…

Para enfrentarse al cine de Resnais, y esta propuesta no iba a ser menos, hay que hacerlo con la misma desinhibición mental con que construye sus películas. Es el único modo de sumergirnos en su mágico universo, en sus reflexiones sobre los humanos y sus torpes relaciones. Mirar y dejarse llevar puede resultar difícil, porque sus personajes reaccionan en el límite de lo razonablemente aceptable por el espectador. En el cine de autor siempre esperamos conocer bien la psique de esos personajes, pero Resnais nunca ha querido ser un autor de culto, para la ocasión se limita a mostrar solo un atisbo de las zonas oscuras, pero sin demasiadas explicaciones, especialmente en el caso de Georges. Dominio del ritmo y del montaje, de la puesta en escena y planificación aparte, y hasta para los que ya están acostumbrados a su cine, lo cierto es que Resnais siempre consigue sorprendernos. Travelings misteriosos que parecen pertenecer directamente a otra película o recursos que todavía, con más de cien años de historia de cine, resultan inéditos en la pantalla, como la auto-conversación reflejada en el parabrisas del coche que será o no la que tenga en un futuro con Margerite, o ese final que aparece minutos antes de que concluya la película. El autor de obras tan singulares como El año pasado en Marienband o Hiroshima mon amour vuelve a demostrar, con más de medio siglo de cine a sus espaldas, que todavía no ha agotado toda su capacidad creativa.

El año pasado en Marienbad

… o de losas de piedra, por las que yo pisaba una vez más, y por esos pasillos, y a través de esos salones, de esas galerías, de esa construcción de otro siglo, de ese hotel inmenso, lujoso, barroco, lúgubre, donde pasillos interminables suceden a pasillos silenciosos, desiertos, recargados con una decoración oscura y fría de maderas, estuco, paneles con molduras, columnas, marcos labrados de puertas, hileras de puertas, de galerías , de pasillos transversales que van a dar también a salones desiertos, salones recargados con una ornamentación de otro siglo…

Mientras la cámara deambula entre ornamentos barrocos y figuras petrificadas de un lujoso y suntuoso hotel, un extraño, X, trata de persuadir obsesivamente a una mujer, A, a que abandone la vida con su  marido, M, y se fugue con él. Es la promesa que ella le hizo cuando se conocieron el año pasado, en Marienbad. Pero A parece no recordar nada. La memoria, que no tanto el pasado entendido desde el punto de vista de lo real, funciona a modo de prueba de nuestra vida en el momento actual. Es, por tanto, una inmersión en el pasado individual y en el pasado de y con los demás, una evocación de la historia de la que hemos sido testigos o protagonistas que sigue ahí aunque nosotros estemos ya aparte. Algunas realidades se pierden para siempre, otras se recuerdan y otras se entrecruzan y se encuentran para volver a perderse una y otra vez, hasta que es imposible estar seguros de nada.


En una entrevista hecha a Alain Robbe-Grillet, el guionista de esta obra, cuenta lo siguiente acerca de la misma: «La historia de Marienbad es muy interesante. Para empezar, cuando la terminamos, el productor decidió que no iba a estrenarse nunca, que uno no debía burlarse de la gente hasta ese punto. Durante los seis meses que el film permaneció inédito realmente pensamos que no se iba a estrenar jamás, así que comenzamos a hacer exhibiciones privadas: la primera para Antonioni, la segunda para Sartre (que prometió que nos iba a ayudar y no hizo nada) y la tercera para André Breton. Después se estrenó porque se dio con éxito en Venecia. (…) A veces me preguntan si Marienbad es acerca de un hombre que quiere persuadir a una mujer para que lo siga. Yo respondo que no, que es acerca de un escritor que quiere persuadir a un director para hacer un film de vanguardia.»

… losas de piedra por las que yo avanzaba, una vez más, para ir a su encuentro entre esas paredes recargadas de madera, de estuco, de cuadros, de grabados enmarcados entre los que yo avanzaba, entre los que yo estaba, una vez más, dispuesto a esperarla, muy lejos de esta decoración donde ahora estoy, delante de usted, dispuesto a esperar todavía a quien no vendrá, desde luego, nunca, a quien no puede venir ya para separarnos de nuevo y arrancarla de mi […] sin jamás acercarnos ni un milímetro, sin jamás tender uno al otro los dedos hechos para apretar, las bocas hechas para morder, los ojos hechos para ver […] No parece en absoluto acordarse de mi. La primera vez que la vi fue entre los jardines de Friedrischsbad. Estaba usted sola, un poco apartada de los demás, de pie contra una balaustrada de piedra contra la que su mano se posaba… […] Toda esa historia ya está ahora pasada, va a acabar dentro de unos cuantos segundos, acaba de fijarse para siempre en un pasado de mármol como esas estatuas, como un jardín labrado de piedra, y ese mismo hotel con sus salas en adelante desiertas, esos personajes inmóviles, mudos, muertos desde mucho tiempo atrás sin duda, que montan aún la guardia en los ángulos de los pasillos, a lo largo de los que yo avanzaba a su encuentro entre dos filas de rostros inmóviles, fijos, pasmados, indiferentes desde siempre respecto a usted, que vacila quizá aún, mirando siempre la entrada de ese jardín.

La voz del narrador, X, pierde intensidad casi hasta desaparecer, creando interludios de silencio, murmullos de palabras que el oído no capta. La voz se apaga y desaparece con frecuencia para recuperarse después diciendo las mismas palabras en orden diferente. A veces la voz, casi interrumpida, se recupera para seguir hablando por boca del marido, Y, que deviene en segundo narrador, alternativo, complementario. Alguna acción se repite más adelante con resultado distinto, imitando los procedimientos de ensayo y corrección propios de la literatura, o de la filosofía. Incorpora sorpresas por momentos desconcertantes, como  la puerta que permanece abierta siempre, salvo en un momento determinado. Invita al espectador a renunciar al racionalismo habitual de la cultura de Occidente para sumergirse en un mar de sentimientos, sensaciones, emociones y goce estético. El mismo Robbe-Grillet, previene al espectador a abandonar cualquier actitud cartesiana, racional o descifradora a la hora de enfrentarse a la película. Recomienda «dejarse llevar por las extraordinarias imágenes proyectadas ante sus ojos, por la voz de los actores, por los ruidos, por la música, por el ritmo del montaje, por la pasión de los protagonistas. En tal caso el film le parecerá el más fácil que jamás haya visto: un film que se dirige únicamente a su sensibilidad, a su facultad de contemplar, de escuchar, de sentir y de emocionarse.»