El hombre de al lado, de Mariano Cohn y Gastón Duprat

Leonardo es un distinguido diseñador que vive con su mujer y su hija adolescente en la Casa Curutchet de Buenos Aires, el único edificio diseñado por Le Corbusier en toda América Latina. Una buena mañana se despierta por los ruidos de la obra de su vecino Víctor, que pretende abrir una indiscreta ventana para capturar algunos rayos de Sol con los que iluminar la oscuridad de su dormitorio. El suceso, aparentemente anecdótico, se convierte con el paso de los días en un auténtico duelo donde mentiras, medias verdades, estrategias dialécticas y veladas amenazas escenifican un corrosivo retrato interclasista.

Todo un estudio antropológico de la naturaleza humana, tejido con un guión sólido y sin fisuras, que pone de relieve la condición de distintos arquetipos humanos fácilmente reconocibles a la vuelta de cada esquina. De un lado Leonardo, prestigioso arquitecto con su vida aparentemente resuelta bajo el falso convencionalismo de felicidad conyugal y complicidad paterno-filial. Frio y aséptico lujo que no oculta sino toneladas de cursilería y un refinado desprecio frente a quienes considera inferiores. Del otro, Víctor, personaje hosco, imprevisible, provocador. Un vulgar vendedor de coches de segunda mano de aspecto grosero, lenguaje rústico,  escasa cultura y chabacana gestualidad, dispuesto a no dar su brazo a torcer frente a lo que cree su legítimo derecho.

Cada cual en su lado de la pantalla, cada uno en un plano de la vida, dos caras en definitiva de una misma pared, una clara y soleada, otra gris e incierta, uno queriendo un poco de la luz del otro, el otro negándose a prestarla. Y en el fondo la sempiterna lucha de clases, el miedo a aceptar cuanto nos es diferente, lo que alguna gente está dispuesta a hacer para quitarse los problemas de en medio y el contraste entre la apariencia y el fondo de todos los seres humanos. Otra buena película de las que en los últimos años está dando el cine argentino, llena de simbolismos, brillante en la descripción de personajes y situaciones, con un guión plagado de diálogos inteligentes y todo recorrido por un negrísimo sentido del humor, elementos que se conjugan cual coreografía para componer esta acertada tragicomedia de la vida moderna.

Brevemente, pero merecía la pena abrir un paréntesis durante las vacaciones para recomendar este estreno, tardío en España, puesto que el film fue rodado en 2009, premiado en Argentina y Sundance, y nominado a los Goya en 2010 como mejor película hispanoamericana. Pero como lo de entender los criterios con los que se seleccionan los títulos a estrenar es harina de otro costal, en cualquier caso, más vale tarde que nunca, dijo el desesperado. Ha sido como encontrar un oasis en medio del desierto de interés en que se convierte año tras año la cartelera del verano. Imprescindible hasta por los créditos finales.

Historias extraordinarias (Mariano Llinás, 2008)

Decir que Historias Extraordinarias es un conjunto de relatos que se entrecruzan a la espera del encuentro final que nunca llega a producirse sería quedarse muy corto para describirla. Llinás parte de tres historias cuyo hilo conductor son tres personajes distintos y desconocidos entre sí, a los que no pone nombre, les llama simplemente X, Z y H. Sus caminos se bifurcan para dar lugar a nuevos personajes, por momentos parece un juego de muñecas rusas, o desvia hacia otro personaje que surge de la simple observación de una escena.

Hay una voz en off que adopta formas realmente insólitas, porque no se limita a narrar cuanto ocurre, también opina e incluso adelanta de vez en cuando lo que vendrá, hasta ironiza sobre hechos que en realidad no suceden; en definitiva, es un ente independiente, lleva su propio rumbo a la hora de contar. Imagen, voz y caminos paralelos, se apoyan,  se complementan y consiguen que, al tiempo que estamos viendo una película de la sensación de que nos están contando un cuento sorprendente.

¿Qué tiene de novedoso una serie de relatos desordenados, basados en imágenes, de bajo presupuesto, narrados la mayor parte del tiempo con el apoyo de una voz en off?  Muchas veces el cine peca de excesiva rigidez a la hora de dirigir al espectador hacia un determinado objetivo, todo está demasiado planificado, demasiado encarrilado a que veamos y concluyamos aquello que se pretende, y los recursos se ponen al servicio de lograr lo perseguido de antemano. Sin embargo, viendo Historias extraordinarias se tiene la sensación de espontaneidad total, de que no se conduce al espectador ni se le pone límites, aún con la persistente narración de la voz, tal vez porque la casualidad, el puro azar, tiene la misma importancia para sus personajes que podría tener en la vida real, lo que desemboca en que las aventuras de los protagonistas cambien de rumbo de manera natural, muchas veces sobre la marcha, incluso ante el propio asombro de la voz narradora. Las historias se van ramificando hacia situaciones absolutamente sorprendentes e inesperadas, pero siempre posibles. Llinás construye este puzle con total libertad y confiere a esa voz un papel protagonista absoluto, que no molesta ni resta peso a la creación de la cámara.

Me ha dejado gratamente sorprendida, a pesar de haberme sentado a verla con algunas reservas. Cuando se habla del nuevo cine argentino he de confesar que, sin ser gran conocedora de la cinematografía de aquel país y basándome solo en aquello que mi tiempo -e internet- me han permitido ver y juzgar como mera aficionada, no he conseguido encontrar diferencias sustanciales en los lugares comunes y la estructura narrativa más habitual que recorre buen número de sus películas, con independencia de que unas me parezcan sensiblemente mejores que otras. Y solo un par de Albertina Carri se me han antojado con la suficiente distancia de lo contado mil veces, lugar al que cabría añadir a Mariano Llinás, un cineasta sin miedo a narrar y contar y contar y contar, sin caminos prefijados ni clichés -propios o extranjeros- que se utilizan ligeramente modificados o adaptados por la nueva generación.

Cuatro horas me ha tenido Historias Extraordinarias sentada en el sofá sin levantarme ni a coger un cigarrillo. La tenía hace algún tiempo y no recordaba que fuese tan larga, porque probablemente no me hubiese puesto a ella, o al menos me lo hubiese pensado más. Ahora, que termino de verla, he de confesar que de haberse alargado un poco más, todavía estaría disfrutándola embobada y tan ricamente.

Elsa y Fred, en memoria de Manuel Alexandre

El pasado 12 de octubre fallecía Manuel Alexandre, actor que casi nunca había interpretado papeles como protagonista principal, por lo que se ganó el apodo de «secundario de oro» del cine español. Sin embargo, resulta muy difícil echar la vista atrás y tratar de hablar de la historia del cine patrio sin una merecida referencia a su carrera, avalada por más de trescientos títulos a sus espaldas. Porque cuesta imaginar películas como «¡Bienvenido, Míster Marshall!«,»Amanece que no es poco«, «El ángel de la guarda» «Calle Mayor» «Plácido«, «Atraco a las tres» o hasta «Muerte de un ciclista» sin la huella de Manuel Alexandre, sin la aportación de su trabajo, imprimiendo una particular emoción muy bien dosificada a sus personajes, de una ternura y credibilidad sorprendentes, que hacía que siempre terminaran resultando entrañables.

Como hace tiempo que este blog no posteaba ninguna película en la sección on-line, qué mejor momento para recordar a este actor tan cercano y cálido que quedará siempre en la memoria de todos como parte indiscutible de nuestro cine. Elsa y Fred es una pequeña comedia romántica en la que Manuel Alexandre interpreta a Fred, un viudo hipocondríaco que a los 77 años acaba enamorándose perdidamente de su vecina Elsa, magníficamente interpretada por China Zorrilla, octogenaria actriz argentina, de origen uruguayo, que derrocha carisma y ganas de vivir en un papel que encaja y explota sus mejores atributos. Elsa y Fred es una coproducción hispano-argentina de 2005, con guión y dirección de Marcos Carnevale. Cuenta una historia sencilla, pequeña si acaso, pero hace pedazos el estereotipo común del abuelo, presentando dos personajes repletos de deseos y ganas de vivir en una lograda mezcla de humor, emociones y cotidianeidad, adjetivos en consonancia con cómo muchos recordaremos siempre al actor. «La dolce vita» de Fellini hace las veces de hilo conductor o Mcguffin argumental, en particular la famosa escena en la que Anita Ekberg arrastra a Mastroianni a chapotear en la Fontana di Trevi.

Unos de los pocos papeles en los que Manuel Alexandre desempeñó el rol protagónico y que le valió por primera y única vez la candidatura al Goya como mejor actor, premio que obtuvo  en 2003 de manera honorífica al conjunto de su carrera cinematográfica. Valga pues como pequeño homenaje desde este blog a una de las figuras más entrañables de nuestro cine. Elsa y Fred completa, en memoria de Manuel Alexandre. Que la disfruten.

Carancho, de Pablo Trapero

22 muertos por día, 683 por mes, más de 8.000 por año, 100.000 muertes en la última década.
En Argentina, los accidentes de tránsito son la principal causa de muerte en menores de 35 años.
Esto sostiene un millonario negocio en indemnizaciones.

Con esta leyenda comienza Carancho, película dura, incisiva, sin concesiones, dirigida, producida y montada por el propio Pablo Trapero, quien también ha participado en la elaboración del guión. Carancho es en Argentina un ave carroñera que se alimenta de animales muertos y pequeños reptiles. Los personajes hacen honor a la rapaz, pues cual buitres acechan la ocasión para hacerse con un buen botín, formando parte de un engranaje en el que están implicados abogados, compañías de seguros, cínicas privadas, bancos, e incluso la propia policía o el sistema judicial. Todos los ingredientes del cine negro apoyado en dos intérpretes notables, Ricardo Darin y Martina Gusman, que viven su historia de amor, lágrimas y sangre con el telón de fondo del negocio de la mafia, que en esta ocasión toma como escenario accidentes de tráfico reales o ficticios. Interesante trama que podría haber dado bastante más de sí, porque a pesar de que el oficio de Pablo Trapero queda suficientemente demostrado, el conjunto respira demasiados lugares comunes en casi todos sus registros. Desde la temática, que inevitablemente trae a la mente una de las obras más importantes del gran Billy Wilder, Perdición, magistral crónica negra que también exploraba la corrupción de ciertos profesionales y los fraudes de las aseguradoras, a lo que se añaden primeros planos con ciertas dosis tarantinianas o la puesta en escena de un mundo implacable con personajes siempre al filo de la navaja que me evocaban en numerosos momentos la orientación de Scorsese en Al límite, cuyo personaje principal, interpretado por Nicolas Cage, resultaba ser también, qué casualidad, un paramédico montado en una ambulancia. Es precisamente este exceso de lugares comunes los que hacen observar con cierta distancia un fenómeno sociológico que, en principio, se presenta como propio de Argentina, pero también el que Trapero contraponga de manera constante la sordidez del relato con la ternura de una historia de amor entre un turbio abogado con propósitos redentores y la pluriempleada médico en prácticas que ha de recurrir a las drogas para soportar el envite de los abarrotados pasillos de un hospital público.

Lo cierto es que no se le puede negar una demostración rotunda de malabarismo manejando los ingredientes más elementales del cine negro (violencia extrema, ambición, engaños y traiciones, intriga, muerte…), además de saber aprovechar suficientemente los recursos propios del lenguaje cinematográfico para el desarrollo de una trama de estas características (diálogos escasos, abundancia de sonido ambiental acorde a lo narrado, sirenas, choques, tiros, insultos, gritos desgarradores de dolor o los de una máquina de contar billetes), planos cercanos y largos en los momentos más intensos y un uso casi magistral de la elipsis para cuanto debe ser innecesariamente explicado. Todo ello sumado al rápido desarrollo de los acontecimientos, sin treguas para el espectador, al que sumerge, cámara al hombro en muchos momentos, en la intensidad opresiva y abrumadora que se pretende.

Pero toda esta notable utilización de recursos tropieza con un guión que promete pero en realidad avanza poco, porque todas las cartas de la trama se muestran desde el principio y se limita a reiterarlas, si acaso ampliarlas, a lo largo de 107 minutos. También podría haber dado más de sí la propia historia de amor entre los dos personajes principales que, escasamente labrada, resulta a partes iguales artificial y demasiado dependiente del envoltorio, perdiéndose entre trepidantes guardias hospitalarias y la visceralidad de las escenas, dando como resultado una película irregular, que destaca en el manejo de los elementos y en el trabajo actoral, pero con evidentes carencias de guión, a la vez que abusiva en demasiados momentos de los tópicos tantas veces vistos en el género. En la balanza gana esa sensación de dejavú que recorre la película, buena muestra de ello es la increíble escena final, de estética cuidadísima y rodada a modo de plano secuencia, pero que desemboca en un suceso que no desvelaré aquí, tan innecesario para la trama como evocador de otro final made in Hollywood que protagonizaba, hace ya unos cuantos años, un madurito Jack Nicholson y…. (no daré más pistas) en uno de sus trabajos dramáticos más destacados.

Plano secuencia (IV): Juan J. Campanella, El secreto de sus ojos (2009)

Imposible no comentar uno de los mejores planos secuencia que se han hecho recientemente, la escena del estadio Huracán durante el recreo del partido de futbol del Racing de Avellaneda, incluida en la película «El secreto de sus ojos«, con la que Campanella opta al Oscar en la categoría de mejor película en lengua no inglesa para la presente edición. La película, emotiva, apasionante; una historia de amor convertida en thriller, llena de intriga, ambientada en la Argentina de los 70 de la que destacaría, además de un sólido guión con vueltas muy bien trabajadas, una dirección ejemplar, una cuidada fotografía y un elenco de factura formidable, en el cabe resaltar a Ricardo Darín que se come la pantalla, y a la coprotagonista, Soledad Villamil. Y todo ello con un presupuesto que no llega a los 2 millones de euros. Merece pues la pena echar un vistazo a este plano secuencia, realizado mediante grúa para las tomas aéreas, con alguna transición en 3D, además de la ambientación del estadio lleno (parece más claro el uso de técnicas de animación en el minuto 0:48) y el resto todo cámara en mano. Hay un momento especialmente bueno, a partir del minuto 4:30, en el que la cámara sigue al protagonista cuando salta por la escalera y parece suspendida en el aire para caer con él y seguirle hasta que entra en el estadio. La música y la radiofonía acompañan esta excelente escena, que sin duda es uno de los momentos más fascinantes de la película. No es demasiado probable que salga premiada en Hollywood, pero desde aquí deseamos mucha suerte a Campanella y a todo su equipo.

Más sobre Plano secuencia Cine argentino

La Ventana (Carlos Sorín, 2008)

Confieso que tenía mis reservas a la hora de  pagar una entrada para ver el nuevo film de Carlos Sorín, porque si bien «Historias mínimas» me pareció una película pequeña -como su título- pero magnífica y de la que disfruté cada minuto, el segundo trabajo que tuve oportunidad de ver, «Bombón, el perro» me decepcionó sobradamente. Pero parece que con «La ventana» ha querido dar un notable giro estilístico optando por una puesta en escena de lejos mucho más trabajada, en la que no se limita al recreo aletargado de paisajes pampeños que en Bombón daba como resultado largos y soporíferos planos fijos a base de cámara puesta sobre el trípode, hay que suponer que a fin de lograr el retrato realista de las situaciones, pero a fuerza de dimisión en el trabajo de guión e incluso actoral (Sorín trabaja con elenco no profesional) en favor de evidenciar el máximo naturalismo -o de haberse ido a echar la siesta, vaya usted a saber-. Pues bien, todo esto no tiene nada que ver con «La ventana», película que sin abandonar el tono minimalista y personalísimo que constituye ya una seña de identidad de su cine, nos ofrece escenas mucho más elaboradas en las que la cámara se mueve cadenciosamente acercándose y alejándose de los personajes, que a su vez están trabajados con gran sensibilidad y atendiendo a los pequeños detalles que hacen atractivo un film de estas características: el piano que esconde tantos recuerdos de la infancia, la mujer buscando constantemente cobertura para su móvil a pesar de las circunstancias vividas, el afinador de pianos ayudando al anciano a ponerse las zapatillas, el plano de las manos del protagonista, la escena orinando en el campo o la conversación con el médico, por citar algunas -no todas- pequeñas joyas mediante las que va componiendo lenta y armoniosamente la película. El resultado es un film bellísimo que relata las últimas horas de un anciano cuyo único nexo con el exterior es precisamente la ventana de su habitación desde la que ve el campo, vínculo que separa la continuidad de la vida de la enfermedad que le conduce a la muerte. Mientras espera la llegada de su hijo, al que hace décadas no ve, rememora la infancia, el frágil recuerdo de sus afectos y las irremediables reflexiones sobre su soledad final. Sorín desmitifica la muerte presentándola como una parte del ciclo de la vida, nos muestra la vejez como un retorno a los buenos momentos disfrutados tantas veces fugazmente, el reencuentro con recuerdos escondidos en los pliegues  de la memoria y la necesidad de hallar en la naturaleza el impulso vital al final de una vida que se apaga.

Sin adjetivos para calificar la impresionante actuación de Antonio Larreta,  quien aporta innumerables matices al personaje. Escritor, guionista y actor uruguayo, al que debemos su colaboración en guiones de películas como «Los santos inocentes» o «Las cosas del querer», sin participar directamente en la idea de «La ventana» -que firma solo Sorín-, se entusiasmó con el guión y aportó muchos de los pequeños detalles que fueron conformando la película. Vale la pena sentarse y dejarse llevar por el delicado conjunto que ambos nos ofrecen, en realidad parece que en los 80 minutos nada sucede y sin embargo, imagen a imagen, alternando silencios y sutiles sonidos, están continuamente contando cosas. Una película hermosa, sencilla, que se disfruta a pesar de la primera pereza que pueda dar ponerse delante de un tema tan adusto como este. Ese logro solo puede estar al alcance de cineastas con mucho talento.



La Rabia, de Albertina Carri (2008)

La rabia, tercera película de la directora argentina Albertina Carri, es un trabajo  extraordinario y brutal sobre la vida rural y las gentes que forman parte de ella. Contada desde la perspectiva de una niña muda y de un adolescente obligado a ser adulto a edad muy temprana, arrasa con cualquier visión romántica o idílica que los urbanitas podamos albergar sobre la vida en el campo. Casi sin diálogos, porque la niña no habla, intercalando animaciones que salpican tinta negra y sangre sobre el fondo marrón y verde de la Pampa, muestra la violencia con que la pequeña percibe las relaciones entre adultos, obligados a entenderse y compartir para su supervivencia. Las escenas más violentas están rodadas con animales que recrean el sacrificio, a modo de metáfora, de manera tan grosera como despiadada (la película advierte, sin embargo, que ninguno estos animales sufrió daños). Carri habla de la imposibilidad, en un mundo de adultos, de ser y actuar como un niño. De cómo las personas, aisladas y forzadas a convivir  solas con la naturaleza adoptan comportamientos muchas veces tan irracionales y crueles como cualquier otro animal. El tema: la rabia, la crueldad que parece alberga el fondo de todo individuo, a la espera de romper las frágiles rendijas de la vida para desatarse camino de la oscura fatalidad.

La película se toma su tiempo para mostrarnos las relaciones entre cinco personajes. El pulso es lento, aparentemente nada sucede, pero desde los primeros minutos el genio de Carri crea una atmósfera de miedo y brutalidad tan densa que se palpa hasta en el recreo de las imágenes de la naturaleza (oscuras, bellísimas) o la simple realización de las tareas cotidianas.  Insistente, tranquila, plano a plano (nada es baldío), deslocalizada (no hay referencia alguna al lugar donde estamos), atemporánea, casi se podría decir que instintiva, nos hace adivinar que se desatará, tarde o temprano, lo inevitable. El chico golpea contra un árbol el saco que después vemos contiene un comadreja,  su mascota. La niña muda juega en el campo: le gusta quitarse la ropa y expresa mediante el dibujo su miedo y aquello que no puede hacer con palabras.  Asistimos a escenas de sexo explícito en una granja; sexo ajeno a cualquier tipo de romanticismo, a pelo, aderezado de correas o collares de los que se utilizan con los animales, sexo de violencia medida, pero suficiente. No se trata de una familia común, aunque es la primera impresión que se obtiene. A partir del sacrificio animal, la matanza del cerdo, una de las más agrias de la película, la venganza, la crueldad, el arrebato implacable encuentran el camino por donde colarse.

La niña y sus dibujos  marcan el ritmo y la temperatura de la película. Se  desnuda como si quisiese con ello deshacerse de todo cuanto detesta a su alrededor. A veces grita, grita tan fuerte como el animal al que degüellan ante la realidad que inevitablemente se le presenta. Y dibuja rayas y manchas con su lapicero que expresan todo cuanto no puede hacer con su voz. Los inquietantes dibujos de Nati hacen de detonador de las escenas más dramáticas y trágicas, de la fatalidad venidera. Violentas animaciones, de las que se encargó la misma Albertina Carri, añaden comprensión al espectador y señalan el tono en cada momento, actuando de catalizador para el acto final, único momento donde la música hard-rock sustituye los sonidos ambientales en la banda sonora.

En mi opinión, una de las películas más logradas de entre las que he tenido oportunidad de ver de lo que se ha dado a llamar nuevo cine argentino. Tiene algo, en el tratamiento del tema  que me recordó «Los santos inocentes»; el tempo y cómo están resueltos algunos planos (la comida campestre) traen a la memoria quizás «El Sur», de Érice. Cine de arte y ensayo, pero volcado en su fin argumentativo, sin perder el norte del espectador:  Las dilatadas imágenes del entorno natural, el recreo de la cotidianidad, de la soledad o de los deseos se hacen como un todo integrador de la narración, sin fisura alguna. No existe el suspense como elemento narrativo. La rabia encuentra en la exploración de la naturaleza y de la vida en el campo su modo de expresión. Cinco personajes y cuanto les rodea en estado puro, casi primitivo. Sus relaciones de camaradería son sólo el telón que oculta la presión, tremenda y evidente. Es aquí donde el paisaje juega su papel protagonista. Sabemos que la crueldad se va a desatar, lo intuimos desde el primer plano de la película. Y esperamos inmóviles, mientras contemplamos secuencias brutales y a la vez maravillosas, que se desencadene la tragedia.

El nido vacío, de Daniel Burman (2008)

La nueva propuesta de Daniel Burman para este año es un drama con tintes de comedia que se acerca mucho cine de Allen (no en vano se le ha dado a llamar el Woody Allen argentino); un film intimista y bastante más arriesgado que sus anteriores películas, donde lo que importa no es tanto el desenlace del argumento como el dibujo de la psicología de los personajes y su capacidad de enfrentarse a las nuevas situaciones; un concienzudo ejercicio de observación, por momentos ingenioso, donde lo que destaca son los innumerables diálogos en formato de lenguaje no verbal (miradas, gestos, silencios que constantemente intercambian los protagonistas) y en el que resalta más lo que no se dice pero se intuye o se sugiere, que aquello que es groseramente explícito.
Probablemente la elección de la trama no haya sido del todo acertada y a más de un espectador le haga dudar en decantarse o no por su visionado: Una pareja madura que afronta una nueva etapa de su vida; él, un exitosos dramaturgo en plena crisis creativa que ve pasar sin pena ni gloria los cambios en su vida; ella, una mujer que abandonó sus estudios para dedicarse a él y a sus hijos cuyo proyecto de vida queda desmoronado cuando esos hijos abandonan el hogar familiar y hay que afrontar en soledad la nueva situación que la vida le depara. Reconozco que la trama me hizo dudar si ir o no a verla, temiendo un drama costumbrista sin argumento y, por ende, el más grande de los aburrimientos… pero no fue así, y descubrí una película narrada de modo muy original que va despertando el interés conforme avanza, cargada de significados, bien llevada y concluida y que, para mi sorpresa y a excepción de algunas escenas dilatadas con piezas musicales, no me defraudó en ningún momento.
Sin ser en su argumento a priori excesivamente interesante, Burman sabe plasmar con la suficiente maestría esas complejas relaciones familiares, dotándolas además de un agudo e inteligente sentido del humor, abundancia de primeros planos y una estructura de film muy bien ideada (en el inicio y el cierre de la película) que logra de una historia aparentemente sosa, incluso inconexa en un primer momento, terminar por desarrollarla con buen pulso narrativo y con pocos momentos banales. Los personajes, incluso los secundarios, quedan perfectamente dibujados en sus contradicciones: Oscar Martínez, excelente interpretación de la recóndita interioridad madura masculina y Cecilia Roth, en el papel de personaje fuerte que lleva las riendas de la pareja pero que no llega a adoptar el primer plano en la narración, hecho que hubiese convertido la cinta en un drama al uso y del que Burman se distancia sabiamente, haciendo además que el espectador observe a los personajes con la suficiente distancia para, sin pretender la empatía con ellos, llegar a comprender a ambos. Bien, pues, por Burman que sabe, a partir de dos personajes en principio poco interesantes, elaborar una comedia fluida donde importa más lo que se sugiere que lo que es evidente, a la par que resulta divertida, sencilla, cálida y sensible. Hay que sumar, sin duda, la excelente dirección de actores y las buenas interpretaciones, tanto de Cecilia Roth como de Oscar Martínez, galardonado con la Concha de Plata al Mejor Actor por su trabajo en el último Festival de San Sebastián.

La Antena (Esteban Sapir, 2007)

«Había una vez una ciudad sin voz. Alguien se había llevado las voces de todos sus habitantes. Pasaron muchísimos años y a nadie parecía preocuparle el Silencio«

Con estas palabras comienza la nueva propuesta del director argentino Esteban Sapir, un arriesgado film diferente a las producciones mayoritarias, minucioso, experimental, cargado de crítica social y al que hay que reconocerle, además, el esforzado ejercicio cinéfilo de recuperación (en algunos momentos hasta el plagio) del cine expresionista de los primeros veinte años del pasado siglo.

Narrada a modo de cuento, sin apenas diálogos y filmada en riguroso blanco y negro, la película es una crítica a la excesiva influencia de los medios de comunicación, en especial la televisión, y al consumismo desaforado fruto de la propaganda mediática. El film nos transporta a una ciudad ficticia en la que siempre nieva, porque vive sumida bajo un crudo y permanente invierno. El cruel y perverso señor TV, dueño absoluto de todos los productos que se consumen y monopolizador de cada una de las imágenes que adornan esta ciudad, maquina un malvado plan para someter eternamente todas las almas que habitan el lugar y así preservar su poder: construir una peligrosa máquina que transmite hipnóticas imágenes a través de la pantalla del televisor para inducir al consumo compulsivo de productos de su sello. Pero la máquina funciona con la voz, y sólo queda una mujer que misteriosamente ha conservado el don del habla, a la que pretende someter chantajeándola con el secuestro de su hijo ciego, del que sospecha ha heredado el don de su madre.

Esmerada puesta en escena, impresionante ejercicio fotográfico, y pequeñas historias relatadas en torno al guión principal son quizá lo mejor de este intrépido film, en el que espectáculo visual, música y argumento se hallan perfectamente armonizados y, como si de una coreografía se tratase, ningún elemento destaca sobre otro pero a la vez cada uno de ellos es imprescindible para completar el conjunto. Por otra parte, en el lado negativo, tal vez su duración resulte algo dilatada, y las fuentes de las que se alimeta sean excesivamente explícitas: la alineación de los personajes, el simbolismo, el control ejercido por la máquina que todo lo domina, recuerdan demasiado «Metrópolis» de Fritz Lang. Las cápsulas en las que viajan los habitantes de la ciudad, la estética con la que acentúa la perversidad de los «malos», los decorados, los encuadres y hasta las citas evocan sin descanso a Méliès en su legendario «Viaje a la Luna». Una variada y eficaz partitura musical acompaña a los actores en las distintas situaciones y los diálogos están sustituidos por rótulos que narran la acción dentro de los encuadres; evocador diseño de la escuela de Einsestein, con la variación de que Sapir construye con estos carteles originales composiciones, bien dotándolos de movimiento en algunas escenas, bien integrándolos en la acción de los personajes. Incluso, algunos elementos estéticos (la cicatriz que muestran en la mano tanto el padre como la niña) son un claro guiño a «El perro andaluz» de Buñuel. Y el retrato del niño ciego (sin ojos), así como la estética de cómic oscuro utilizada para dibujar algunos personajes, la iluminación y la paciente manipulación de determinadas escenas, traen a la memoria la técnica de los hermanos Quay en sus impactantes cortometrajes.

Con todo, el trabajo resulta digno de elogio, no ya sólo por su cuidada producción y montaje que me parecen evidentes, sino porque Sapir ha sabido encontrar el modo de acercar el cine experimental al público, elaborando un conjunto artístico integrado en una historia con sentido, desde el principio hasta el final del film. El mecanismo surrealista utilizado no es vano o caprichoso del director, sino que juega su papel en el contexto del guión y aporta belleza a la vez que comprensión al espectador; y las licencias artísticas siempre suman elementos al mensaje que se pretende y no constituyen un recreo en sí mismas. En definitiva: es una obra de arte poética y coreográfica en la que prima el lenguaje audiovisual transformado en película, y no una película que sirve de excusa para exponer una obra que, por artística que se pretenda, carezca de coherencia y argumentación. Por este camino, quizá el cine experimental pueda llegar algún día a calar en el gran público; por el otro, necesaria y tristemente, continuará vagando por el oscuro mundo del elitismo cinematográfico. Bravo, pues, por Esteban Sapir.