Los tiempos cambian…

En breve, este blog reiniciará su andadura. Mientras tanto, os invito a recuperar una escena de Cine, como no, de la mano del gran Charles Chaplin, hace mucho tiempo, allá por 1940.

Recordad que después de rodar El Gran Dictador, Chaplin fue perseguido y tuvo que salir de los EEUU y refugiarse en Francia.

Pero los tiempos cambian, sin duda para mucho mejor…

Feliz comienzo de 2012 con mis mejores deseos para todos los lectores de este espacio. Hasta muy pronto 😉

Clockers, de Spike Lee

Por razones que no vienen al caso, este blog no podrá actualizarse con nuevos contenidos hasta dentro de unas semanas. Parece un buen momento para este artículo, publicado en el número de septiembre de la revista digital La Caja de Pandora, con la que colaboro y a la que os invito a acceder a su contenido completo desde el link de la barra lateral.

Unos títulos de crédito, que ponen rápidamente al espectador en situación, dan buena cuenta de que Clockers no es para estómagos sensibles. Sangre todavía fresca rezuma sobre cuerpos jóvenes inertes, restos de tejido cerebral y gargantas reventadas a balazos. Grafitis, música rap, sirenas rojas y azules comparten la mirada acostumbrada de las gentes que acompañan el dantesco espectáculo. En los bancos de la plaza del gueto negro de Brooklyn se reúnen a diario un puñado de rappers para traficar con crack. El cabecilla del negocio es Rodney Little, el proveedor que recorre las calles en silencio con su coche negro. En tono paternal, seduce a los jóvenes: «Tú eres como mi hijo», le dice a Ron Strike, camello de medio pelo, mientras predice un gran futuro para él. El vendedor de comida rápida, hasta ahora hombre de confianza, le ha traicionado. Si Strike quita de en medio al traidor conseguirá ser su nueva mano derecha y tal vez logre salir de la calle, ganar más dinero y escalar puestos en la organización. Strike se pasa el día en los bancos de la plaza. Hasta ahora, confiar en Rodney ha sido rentable, para muestra la estupenda colección de trenes en miniatura con la que juega alucinado, pese a que nunca ha subido a uno. Porque Strike jamás ha salido de Brooklyn.

Han pasado 15 años desde el estreno de Clockers. Técnicamente podríamos estar hablando de un clásico de cine y sin embargo la historia y los personajes serían trasladables -con muy pocas reservas y todas de mero decorado- a la actualidad. Rodada en 12 semanas, iba a ser dirigida por Martin Scorsese, quien había adquirido los derechos de la novela. En ese caso, Robert De Niro y no Harvey Keytel hubiese encarnado al héroe de la película. Como quiera que en aquellos momentos el rodaje de «Casino» se complica, finalmente es Spike Lee quien se encarga de la dirección y Scorsese de la producción.  Lee exigió como condición cierta libertad creativa, que se materializó escribiendo el guión en colaboración con Richard Price, autor de la novela homónima. El llamado clocker es un traficante de drogas a pequeña escala, lo que comúnmente denominamos camello, ese que ocupa el último lugar en la jerarquía del narcotráfico menudeando con drogas para conseguir dinero rápido. Clockers describe con precisión la situación de los jóvenes afroamericanos que viven en los barrios más pobres, niños excluidos convertidos en adultos destructivos que sobreviven a la que se reclama sociedad más moderna del mundo,  sin ninguna perspectiva a corto plazo de que su destino pueda cambiar.  En el mundo del cine norteamericano, este hombrecillo de pequeña estatura llamado Spike Lee ha logrado lo más difícil: equilibrar sus intereses como cineasta comprometido con la superficialidad de la industria de Hollywood. Tarea nada baladí dentro del negocio actual del cine estadounidense, dominado por superproducciones de altas miras taquilleras en las que guión, presupuesto, actores e incluso los finales de las películas no pertenecen a sus cineastas en el noventa por ciento de los casos. Spike Lee es de esas rarezas que ha sabido mantenerse como director y productor representando otro cine, el que retrata la problemática de los afroamericanos, pero también el de todos los que nunca comulgaron con la política impuesta por los grandes estudios. Sus películas, más allá de reflejar la problemática racial, también son el espejo de una sociedad eminentemente cruel donde la discriminación de las minorías es una constante infranqueable que el propio sistema ha acabado asumiendo como natural.

Pero Clockers es bastante más que una película racial. El color de la piel es el telón de fondo en el que se mueve una sociedad enferma, incapaz de ofrecer salidas a quienes tuvieron la mala fortuna de nacer en el lugar equivocado. No son las favelas brasileñas ni un suburbio residual de cualquier ciudad del tercer mundo, pero se le parece mucho. A menos de 1000 metros, sumas ingentes de dinero se manejan en otra clase de bancos, rodeados de grandes avenidas repletas de glamurosas galerías para turistas millonarios. Detrás de esas postales de ensueño coexiste un mundo enrarecido, deformado por las drogas y falsas lealtades que arrebatan los pocos sueños de niños y hombres consumiéndose en su lento suicidio. Las únicas limitaciones son las impuestas por la presencia policial, cuestionable en sus métodos, ineficiente, pero casi constante. Los pequeños traficantes viven una relación simbiótica con la policía de narcóticos, es como si dependieran unos de otros para definir sus funciones. El héroe de la película es el detective blanco Rocco Klein, interpretado por Harvey Keitel. Rocco y su colega Larry (John Turturro) patrullan las calles y registran periódicamente a los camellos en busca de la mercancía. A su manera, también ejercen de clockers, pero su amo es un sistema más preocupado por criminalizar al último eslabón de la cadena que por encontrar y ofrecer nuevas perspectivas de vida para estos jóvenes que se repiten en tantas y tantas ciudades de nuestro querido mundo civilizado. Algunas de las escenas más desgarradoras de la película muestran la convivencia de la policía con este submundo donde drogas y muerte que forma parte indivisible de la rutina cotidiana. La escena en la que examinan el cadáver de Darryl Adams, el tendero de comida rápida cosido a balazos, es escalofriante. El tono cínico de la conversación de los policías al observar los restos in situ, en presencia de los transeúntes, da la medida del valor otorgado a la vida cuando se trata de los desahuciados de la sociedad. En un microcosmos que gira en torno a  drogas y armas es imposible que se preocupen por cada una de esas vidas que se pierden. Rojo sobre negro, como afirma Lee cuando dice que las drogas y las armas son las dos asignaturas pendientes a las que se enfrenta la población afro-americana de los suburbios neoyorkinos mientras labran en silencio su propio genocidio. Solo queda esperar que la muerte no te señale como su próximo objetivo.

Clockers es también bastante más que un drama sobre drogas. Spike Lee consigue pasar la tragedia social por el tamiz de una película de género a base del dinamismo escénico que caracteriza su manera de hacer cine. El resultado es un thriller de suspense en el que pende constantemente la duda sobre la autoría del asesinato. Thriller en el que hay cabida también para la sensibilidad y el humanismo cuando describe la cara más amarga de Nueva York. Cuesta adaptarse al lenguaje y los signos que emplean los camellos de baja estopa en las conversaciones sobre música o videojuegos, pasto todos ellos de violentos raperos que empuñan pistolas de segunda mano en el reclutamiento de nuevas generaciones. Una airada y reivindicativa madre teme por su hijo, y no duda en emplease con sus propios puños si con ello puede evitar verle condenado al abismo. Al fondo, la figura de un hombre se pasa el día limpiando el polvo de la barandilla del porche mientras ordena la vida y la muerte. El sol es lo único que ilumina la plaza rodeada de grises edificios suburbiales que se repiten a su alrededor. En el centro, la glorieta y unos cuantos bancos oxidados son testigo mudo del miedo perenne de  un chico llamado Strike, el personaje más manoseado, insultado y golpeado de la función para quien, a pesar de todo, Lee prepara un final optimista. Porque al final de la película Strike huye y consigue salir del barrio, aunque sea porque no le queda otra alternativa. Pero tras la huída y la conversión de su sueño ferroviario en realidad coexiste una inmensa amargura. Si algo queda patente es que los anhelos del pobre desgraciado no alcanzan más que a eso, a escapar lo más lejos posible. «Que no te vuelva a ver por esta ciudad», le dice Rocco. Lee abre para Strike el camino hacia la esperanza, una esperanza no redimida porque la única acción sensata es, de manera simbólica, lograr salir de ese mundo para siempre mientras poco o nada cambia: otros Strikes ocuparán su lugar y  perecerán bajo las estadísticas de la muerte, nuevos números sin rostro que agonizan cada día tras el gran negocio del tráfico de drogas. No está de más pinchar el glamuroso globo neoyorquino y echar un vistazo a estos daños colaterales del sueño americano. Porque como escribiera Lorca allá por 1929 en su época en Nueva York, «debajo de las grandes multiplicaciones siempre hay una gota de sangre de pato».

El árbol de la vida (The Tree of life), una experiencia religiosa

Hace solo unos días he tenido la oportunidad de ver la extraña -calificada así por muchos- película de Terrence Malick, alabada hasta la pasión por unos, ejercicio de pedantería cinematográfica -nunca he entendido este calificativo para una película- para tantos otros. El asunto es que resulta difícil encontrar opiniones intermedias, la crítica se ha dividido a la hora de calificar el trabajo de Malick, es lo que tiene salirse de la línea habitual, pero en mi caso me produjo una  sensación de término medio, lo que no quita reconocer que ciertamente se sale de los parámetros al uso de lo que podemos frecuentar en la cartelera.

Situada en el medio oeste norteamericano, en los años 50, narra la evolución de Jack (Sean Penn, de adulto) que vive con su madre (Jessica Chastian, quien también ocupa la parrilla con La Deuda), que se supone encarna el amor y la bondad, mientras el padre (Brad Pitt), representa el pragmatismo y la severidad al límite de la ética y se encarga de enseñarle, a él y a sus dos hermanos, a enfrentarse a un mundo que siempre se antoja hostil.

Lo primero que llama la atención es cómo está contada la historia, porque es algo así como un cuadro impresionista en el que el autor va dando trazos de la vida de los protagonistas aquí y allá y además lo hace desde una perspectiva íntima y pseudo-cósmica, un complejo caleidoscopio que va desde las emociones más personales y descarnadas de cada uno de los miembros de la familia hasta los límites del espacio y del tiempo, desde el origen de la vida hasta la concepción mística de la muerte y el más allá.

Personalmente, me quedo con el retrato meticuloso y acertado que hace de la familia, en particular la interpretación y el personaje del hermano mayor, Hunter McCracken, para mi la estrella indiscutible de la película, un crio que con tan solo 12 años me parece, de lejos, el trabajo más sobresaliente. El joven actor llena su papel con una intensidad que le da realmente peso al guión, sin apenas diálogo, pero son sus expresiones faciales el lenguaje tajante que no tiene palabras y que sin embargo nos hace entender lo que importa, hacer traspasar sus emociones de la pantalla y poner los pelos de punta cuando se debate entre el reconocimiento de su propia maldad y los cálidos sentimientos hacia su familia. La búsqueda a las respuestas más inquietantes, humanas y personales que pretende la película, los sentimientos más profundos ante la pérdida de un ser querido, se concentran en las contradicciones y el transcurso vital del chaval, al que sin embargo la crítica no ha prestado la más mínima atención. Tampoco le vamos a negar las virtudes a Brad Pitt ni a su personaje, un tipo violento, estricto e impertérrito que no se quita el traje ni para recoger las coles del huerto y que conduce a su familia con auténtica mano de hierro frente a la madre, que representa la dulzura -¿acaso femenina?-, la bondad y la esperanza a través de una postura místico-cristianoide que me resultó bastante cargante, pero que nos va introduciendo en el otro aspecto de la película, el más filosófico, el que trata -cabe suponer- de enlazar las contradicciones humanas con las cósmicas. Entonces viene cuando Malick echa mano -durante más de una hora- de los recursos fotográficos y la imaginería artística -con innegable maestría de cámara, cabe decirlo- para elevar este tipo de espíritu de fe a un recorrido por el origen de la vida y el big bang, la naturaleza bruta y la gracia espiritual construyendo al unísono nuestras vidas y por ende todas las existentes en el planeta. Pero personalmente me resulta más que suficiente para contar lo que quiere con los personajes y el retrato familiar, que me han gustado mucho, y me sobra misticismo y dinosaurios, documental y videoclip, ya que el único sentido que logro encontrarle es subrayar un mensaje  de tipo religioso, filosófico-conciliador y bastante conservador frente al materialismo feroz que nos coloca atrapados en acristaladas torres de oficinas sobre las que navega la naturaleza y un creador omnipotente que en definitiva parece nos conducirá a todos al mismo sitio, lugar en que, por supuesto, podremos arrepentirnos de cualquiera de nuestros pecados, por gordos que estos sean, y abrazar a amigos y enemigos por igual. Amén pues.

Los mejores títulos de crédito (4): Nicholas Ray, They live by night (Los amantes de la noche)

Mucho antes de Rebelde sin causa, de 55 días en Pekín, de Rey de Reyes o de Johnny Guitar, Nicholas Ray ya había demostrado su talla como auténtico genio. Es el caso de Los amantes de la noche, rodada en 1948, solo un año antes que Side Street, con la que comparte pareja protagonista y también -como aquella- catalogada serie B por su bajo presupuesto. Se trata de una película muy negra, que muestra sin demasiadas concesiones unos personajes irremisiblemente marcados por un destino que actua como tela de araña en la que sólo pueden enredarse más y más hasta ahogarse por completo. Unos créditos de inicio espectaculares para la época marcan el tono definitivo de la película: la fatalidad cerniéndose sobre los personajes y la huida como medio para escapar de sus certeras garras. Aunque, a medida que avanza el metraje, la parte más negra de la historia se va disolviendo narrativamente entre el mundo íntimo de unos amantes que intentan huir de ese destino implacable. El triunfo del amor sobre la maldad, vencida por un final tan emocionante como lírico.

La primera escena es un plano de la huida de los fugitivos que vemos a la vez que los créditos, que por aquel entonces se mostraban siempre al comienzo.  Ray puso en serios apuros al mismo Huseman, productor de la película y amigo suyo, al exigir un helicóptero para el rodaje desafiando los evidentes riesgos que suponía sobrevolar un coche a toda velocidad, aproximarse en pleno vuelo para tomar los planos, seguir la huida y posteriormente alejarse. Era la primera vez en la historia del cine que se utilizaba un helicóptero como medio técnico en un rodaje, y obtuvo como resultado una de las escenas más arriesgadas del Hollywood de la época. El mismo Ray ensayó desde el helicóptero las tomas a hacer, aunque finalmente sería Paul Ivano, conocido operador de cine mudo francés, quien acabaría filmando la secuencia definitiva. 4 intentos fueron necesarios para obtener estos antológicos planos que componen los títulos de crédito y la primera secuencia. Una extraordinaria secuencia inicial, pero hay muchas más en la película, cuya característica más sobresaliente es estar filmada con nervio y ritmo trepidantes. Cine negro que, más de sesenta años después, mantiene una frescura que realmente asombra. El cine, decía Godard, es Nicholas Ray.

Trust, de David Schwimmer (2011)

Observando el Cine desde el punto de vista puramente industrial, la diferencia principal entre un telefilm y un largometraje es que en el caso del primero estaríamos hablando de un producto diseñado para emitirse exclusivamente por televisión. Al telefilme se le presupone un presupuesto menor, protagonistas menos conocidos, escenarios y decoración más rudimentaria y un acabado menos artístico. Aunque muchas veces la televisión mezcla en horario vespertino películas expresamente filmadas para el medio con títulos que en determinado momento pasaron por la cartelera cinematográfica, el resultado no es sustancialmente distinto, pues sea como sea, suelen lograr el objetivo de que el espectador recién comido eche la cabezadita de rigor sin demasiado rubor tan pronto como la trama ha sido presentada. Desde este punto de vista, la televisión cumple como servicio público a la hora de contribuir a conciliar el sueño de medio país cada fin de semana; objetivo que difícilmente lograría si les diera por emitir la versión en DVD de determinadas obras maestras cinematográficas. Aceptando pulpo como animal de compañía, el problema surge cuando pagamos una entrada de cine para ver un largometraje y nos ofrecen a cambio un producto cuya calidad y trama no dista demasiado de cualquier dramón de sobremesa, porque en este caso la sensación de engaño, de pura estafa a la que nos  vemos sometidos genera el lógico cabreo y en consecuencia aquello de si lo sé me la bajo de internet y me ahorro una pasta. Si han llegado hasta aquí con la lectura, tomen esta parrafada como mera advertencia para cuando se estrene Trust, un drama norteamericano que he tenido oportunidad de ver este fin de semana, de los que están moviendo conciencias y bolsillos al otro lado del Atlántico y que presumiblemente llegará por nuestros pagos el próximo otoño. En una línea dramática que evoca por momentos a Yo, Cristina F, aunque cinematográficamente mucho más de andar por casa, el actor y productor David Schwimmer, que para quienes no le conozcan interpretaba a Ross en la serie televisiva Friends, dirige ahora este thriller dramático sobre los peligros que acechan en internet, las redes sociales, el incómodo tema de los pederastas, la seguridad de los menores y las consecuencias muchas veces irreversibles que puede tener la falta de educación y protección por parte de los padres.

Annie tiene 14 años y es la típica adolescente preocupada por sus cosas, sus estudios, lograr ser la más popular y que la admitan en el equipo de vóley del instituto. Gracias al mac que sus padres le compran por su cumpleaños, logra entablar una relación más profunda con un hombre a través del chat para adolescentes y comienza a separarse de su vida perfecta, su familia y sus amigos. Este aislamiento permite que la táctica depredadora de Charlie se afiance, haciéndole sentir, a pesar de la diferencia de edad, que son almas gemelas. Con el paso del tiempo, a Charlie no le cuesta demasiado quedar en un centro comercial y coaccionar a la muchacha para acabar con ella en la habitación de un motel donde graba el encuentro, desapareciendo después y dejando a Annie confundida y triste. La confidencia que hace la joven a su mejor amiga advierte a un profesor en la escuela, y la violación acaba convirtiéndose en chisme de instituto y en caso para el FBI. A pesar de todo, cuando la policía y sus padres tratan de apoyarla, Annie no se siente en un primer momento víctima. Solo reconoce haber sido engañada respecto a la edad por parte de Charlie. Al fin y al cabo no entiende porqué es tan ilícito para los adultos, cuando además la mayoría de sus compañeros afirman haber tenido ya sus primeras relaciones sexuales, aunque en su caso la experiencia no haya sido todo lo idílica que ella hubiese imaginado. Poco a poco le van haciendo comprender que efectivamente fue víctima de un violador de menores de guante blanco que ha hecho lo mismo con muchas otras como ella, lo que conduce a la chica a un estado de depresión autodestructiva que afectará a toda la familia. Por otra parte, la lógica reacción del padre, empeñado en la búsqueda de venganza, evade enfrentar el problema con su hija, quien por otra parte le rechaza continuamente.

Si bien las interpretaciones están bastante logradas, la narración de la película es absolutamente lineal, apelando en todo momento al lado más sensible del espectador sin ofrecer a cambio una calidad narrativa, de imagen o montaje que destaque por encima de cualquier producción televisiva. El interés del film reside en que puede dar pie al debate pedagógico sobre su contenido. Por un lado, la yuxtaposición entre Annie siendo cortejada en línea por un cuarentón y la carrerea de su padre como ejecutivo de finanzas, rodeado -como requiere el marketing- de modelos para anuncios publicitarios dirigidos a sectores con poder adquisitivo suficiente en los que se utiliza a la mujer como mero objeto de atracción sexual. Todo ello mientras trata de educar a su hija en la autoestima y la confianza, en que ha de hacerse valer por lo que es y no por su físico o su supuesta popularidad. Una llamada de atención más que interesante sobre la hipocresía y el efecto dominó en nuestra cultura, promotora de diversas actitudes inconscientes que subyacen respecto a las mujeres y la sexualidad. Por otro, el tema de cómo se mueven los asuntos afectivos entre los más jóvenes en internet puede resultar interesante para padres y educadores en cuanto a nuestra comprensión sobre las posibilidades y peligros que ofrecen las relaciones en las emergentes y cada vez más numerosas redes sociales. En este sentido, echarle un vistazo con nuestros hijos adolescentes puede fomentar un debate que contribuya a la educación y la no siempre fácil protección más allá de un simple no hables ni des datos personales a desconocidos.

Midnight in Paris (Woody Allen, 2011)

Pureta, es el calificativo que te ganas cuando se te ocurre afirmar que ya no se hacen películas como antaño. El Cine clásico ha quedado para eso, para los clásicos que añoran el tiempo pasado. Hoy, el cine, la literatura y la cultura en general triunfan como medio exclusivo de entretenimiento, merchandising para las diversas y variadas industrias propulsoras. Cine que ya no deja huella, libros que han de contener una trama trepidante para ser vendibles, la cultura ha de parecerse cada vez más a un videojuego, pasa pantalla, sé el más rápido, mira y olvida. Algo parecido a los puretas de hoy le sucede a Gil, el protagonista de Midnight un Paris, no se siente a gusto en su mundo cotidiano, ni intelectual ni personal, entre una clase media de mirada chata para la que prima la hipocresía del compromiso social, de la pantalla de plasma, de la boda organizada a golpe de reloj y apariencia, del negocio inmediato, del éxito fácil y pragmático, la vaciedad cotidiana tantas veces imitada precisamente por el cine, hasta el punto de perderse con ella.

La suerte de Gil (Owen Wilson), esa especie de alter ego del propio Woody Allen, es ser un personaje de ficción, y dentro de una película se puede navegar en el túnel del tiempo cual Cenicienta y así, cuando suenan las campanas en la media noche de Paris, subirse al carruaje que le conduce a ese otro mundo no tan lejano desde una perspectiva histórica, donde aparecen personajes como Dalí o Buñuel, Picasso o Tolouse-Lautrec, Gaudin o Modigliani, escritores como Hemingway o Scott Fitzgerald o músicos como Josephine Baker o Cole Porter. Personajes que le inspiran, que le ayudan a escribir frente a la condena a la que le somete ser un escritor de éxito de Hollywood carente por completo de imaginación

¿Una mirada nostálgica al pasado? ¿Ida de pinza del bueno de Allen, quien ya anciano abriga la tesis de que cualquier tiempo pasado fue mejor? Mas bien no, más bien una lúcida mirada llena de humor al presente que nos rodea, a la mediocre ubicación de buena parte de la intelectualidad, al conformismo recalcitrante de la clase media, a las mezquinas ambiciones a la que nos abocan los medios, a la pedantería con la que demasiadas veces se usa la cultura (impagable papel,  el amante-rival) y a la condena cotidiana de todo cuanto se aparte del éxito inmediato y su correspondiente evaluación en beneficios económicos. Si esa mirada hacia lo que se está convirtiendo la sociedad se hace, además, desde la comedia y el oficio de Allen, hilvanando diálogos ingeniosos desde su especial habilidad, observando como muy pocos cineastas hoy son capaces los sentimientos y los avisperos amorosos a partir de un determinado contexto, pues estamos ante una de las mejores películas de la cartelera y uno de los films más brillantes de Allen de los últimos años, que nos recuerdan, no creo que Frank Capra se molestase por la licencia, Qué bello es el Cine y qué bonita está Paris cuando llueve.

El extraño (Orson welles, 1946)

El Extraño (The stranger), dirigida por Orson Welles en 1946, recién terminada la Segunda Guerra Mundial, es la primera película norteamericana que alude de forma explícita los campos de concentración nazis, al asesinato planificado de miles de personas. La siguiente, Los ángeles perdidos (Lost angels), se rodaría en 1948 bajo la batuta de Fred Zinnemann, pero a partir de ese momento pocos serían los metrajes que desde Hollywood mostraran al mundo los horrores del Holocausto, ya que la atención cinematográfica pasaba de inmediato a orientar su mirada hacia la incipiente Guerra Fría.

La trama se centra en Franz Kindler, criminal de guerra nazi y uno de los cerebros del Holocausto, interpretado por el propio Welles, quien se refugia en una pequeña localidad de los Estados Unidos bajo el disfraz de profesor de Historia. El verdugo, venido a amable y carismático profesor, logra casarse con una joven del lugar, hija de un prestigioso juez del Tribunal Federal de Connecticut, que desconoce por completo el turbulento y oscuro pasado de su esposo. Edward G. Robinson encarna al agente Wilson, miembro de la Comisión Aliada contra Crímenes de Guerra, encargada de investigar e ir tras la pista de posibles nazis ocultos en Norteamérica bajo falsas identidades. Robinson acabará haciéndole caer en la trampa cuando, en una de las mejores secuencias de la película, Kindler desvela su verdadera identidad durante una conversación de sobremesa en casa del juez, empeñándose en afirmar que Karl Marx no era alemán debido a su origen judío.

El extraño nunca ha sido considerada una de las obras mayores de Welles, a pesar de estar muy por encima de otros intentos posteriores de Hollywood sobre el nazismo. El guión, del que según Welles se encargó John Houston, aunque en los créditos aparece suscrito por Anthony Veiller, tiene su origen en un proyecto de Victor Trivas, escritor y guionista de origen ruso formado en Alemania, de donde huiría tras tomar el poder los nazis. El modo en el que está organizado el suspense evoca trazos hitchconianos, en particular al film La sombra de la duda (The shadow of doubt), estrenado unos años antes, cuando se representa al nazi tras la fachada de hombre culto y trato afable, aunque en realidad esconde un pasado reciente salpicado de crímenes horrendos que le convierte en más peligroso si cabe, otorgando ese aire vertiginoso al personaje tan recurrente en el cine de Hitchcock.

Hacia al final de la película, Wilson muestra a la incrédula y fiel esposa las pruebas fehacientes sobre el pasado de su marido. El agente, para terminar de convencer a la mujer cegada por el amor, proyecta un documental sobre la liberación de los campos, lo que acaba por hacer claudicar el empeño de la atónita esposa, hasta entonces convencida de la inocencia de su marido, que pasa a cooperar con la Comisión en el arresto del falso profesor. Es el único momento de la película en el que vemos imágenes reales de las prácticas del nazismo, de los campos de concentración y de los laboratorios desde donde se planificaba el exterminio.

Sobre este primer intento de sensibilizar al público en relación con el horror nazi, Welles afirmaba: «En principio estoy contra ese tipo de cosas: explotar la miseria, la agonía, la muerte con fines de entretenimiento. Pero cada vez que se presenta la ocasión de obligar al público a mirar las imágenes de un campo de concentración, bajo el pretexto que sea, es un paso adelante.» La película fue un fracaso rotundo de taquilla, tal vez porque 1946 fuese una época todavía temprana para mostrar al gran público los horrores de la guerra demasiado reciente en la memoria, público sobre el que pesaba el agravante de pertenecer al país que acababa de lanzar dos bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Pero probablemente tampoco gustase nada que el verdugo nazi se presentara como un personaje normal y corriente, capaz de integrarse sin demasiados inconvenientes en la plácida existencia del ciudadano norteamericano de a pie, pasando totalmente desapercibido para la gran mayoría. Toda una confirmación del tono sutilmente provocador que siempre recorrió la filmografía de Welles.

  • Artículo originalmente publicado en la revista La caja de Pandora. Ver y descargar aquí

Idiots and Angels (Bill Plympton, 2009)

Bill Plympton, animador independiente norteamericano, en la línea más alejada de Disney o Pixar que puedan imaginar, es más conocido por sus cortos que por sus largometrajes, aunque Idiots and Angels no es el primero de su prolífica carrera. Largo de animación exclusivamente para público adulto, la historia es la de un hombre egoísta, reprobable en cada una de sus actitudes, siempre abusivas, que se ve obligado a actuar de un modo más positivo cuando una buena mañana descubre unas incipientes alas en su espalda. En la web oficial le llaman Ángel, aunque la película es sin diálogos y en ningún momento se cita su nombre. La eterna disyunción entre el bien y el mal, encarnada esta vez por un personaje que en principio causará poca empatía en el espectador, un ser desagradable, malhumorado, que fuma constantemente y pasa la mayor parte de su tiempo sentado en la barra de un bar oscuro donde trata de forma violenta a cualquiera que se cruce en su camino. El personaje terrible, egoísta y repugnante, que cambia su papel de agresor a agredido cuando las alas crecen y cobran vida propia mientras es objeto de las burlas de los demás por su apariencia.

Visualmente está en sintonía con trabajos anteriores de Plympton, con su singular factura técnica a base de dibujos sencillos, semi-esbozados en tonos de color suaves que parece disolverse para reaparecer en la siguiente secuencia, esa continuidad en el trazo marca de la casa que ya mostraba en su trabajo más premiado (Your Face, Oscar mejor corto de animación en 1987), llena de personajes grotescos que se mueven en un entorno deprimido, urbano, decadente, mientras la falta de diálogo demuestra no ser un obstáculo para transmitir los aspectos más emocionales y la narrativa de la historia al espectador. Cartoon-noir bastante surrealista, con abundancia de humor negro, un tanto absurdo, que funciona a modo de parábola ácida y ahumada sobre la idiotez de la condición humana por muchas alas que se le pongan. Mensaje un tanto gris, pero expresado con grandes dosis de imaginación y mucha inteligencia.

Unos minutos del principio, para ir abriendo boca.

Monsieur Verdoux (Charles Chaplin, 1947)

«Verdoux es un Barba Azul, un insignificante empleado de banco que, habiendo perdido su empleo durante la depresión, idea un plan para casarse con solteronas viejas y asesinarlas luego a fin de quedarse con su dinero. Su esposa legítima es una paralítica, que vive en el campo con su hijo pequeño, pero que desconoce los manejos criminales de su marido. Después de haber asesinado a una de sus víctimas, regresa a su casa como haría un marido burgués al final de un día de mucho trabajo. Es una mezcla paradójica de virtud y vicio: un hombre que, cuando está podando sus rosales, evita pisar una oruga, mientras al fondo del jardín está incinerando en un horno los trozos de una de sus víctimas. El argumento está lleno de humor diabólico, una amarga sátira y una violenta crítica social.»

(Charles Chaplin, My autobiography, 1964)

La historia de Monsieur Verdoux está inspirada en la vida de Henri Désiré Landru, también conocido como Barba Azul, un asesino en serie francés guillotinado en 1922 tras haber robado y matado al menos a 10 mujeres después de seducirlas. La idea del galán depredador que se casa con mujeres para posteriormente acabar con sus vidas ha aparecido en la literatura de manera recurrente y también en el cine, en películas de autores tan diversos como Chabrol (Landru, 1962) o Laughton (La noche del cazador, 1955). Orson Welles fue de los primeros que quisieron llevar a la pantalla la historia de Landru, y escribió un guión para que Chaplin lo interpretara. Pero en el último momento Chaplin decidió comprar ese guión y transformarlo dándole su propia interpretación. Algo que se aparta de la norma habitual de su obra, ya que hasta la fecha todas las películas habían sido escritas íntegramente por el propio Chaplin, motivo por el que en los créditos aparece la referencia «basada en una idea original de Orson Welles».

La película abre con Verdoux, ya ejecutado por sus crímenes, narrando desde la tumba:

«Buenas tardes. Como pueden ver, mi nombre es Henri Verdoux. Durante 30 años fui empleado bancario, hasta la crisis de 1930, cuando perdí mi empleo. Decidí entonces dedicarme a la liquidación de miembros del sexo opuesto, un negocio estrictamente comercial destinado a mantener a mi familia. Pero les aseguro que la carrera de Barba Azul no es nada rentable. Sólo un optimista impertérrito podía embarcarse en tal aventura. Desgraciadamente, yo lo era. El resto es historia.»

Película excepcional, muy bien dirigida y actuada a la perfección por el propio Chaplin. Verdoux ha pasado treinta años de su vida contando el dinero de los demás como empleado en un banco. Pero la crisis de 1929, que deja sin trabajo a millones de personas, le convierte en el banquero sin banco que ideará su propio modo de salir adelante, dedicándose a obtener ingresos despiadadamente a base de métodos sociópatas. Una comedia irónica y negrísima, paradoja de una sociedad hipócrita y arrogante, escandalosamente divertida por momentos, sentimental en otros, tan delicada como grave cuando debe serlo, que levantó ampollas tal vez por adelantarse demasiado a su tiempo, cuando se estrenaba en 1947. «Asesinar a una, dos o diez personas te convierte en un canalla, asesinar a millones tal vez en un héroe. Las cantidades santifican», dice el protagonista minutos antes de ser guillotinado. La moraleja: si la guerra es la extensión lógica de la diplomacia, el asesinato es la consecuencia natural de los negocios. La película llega incluso a incluir un montaje en imágenes que muestra a empresarios arruinados saltando por las ventanas o a Hitler y Mussolini codeándose. Chaplin no escatima en la rotunda condena del capitalismo y la agresión militar. Y mientras en Estados Unidos se había recibido con cierta simpatía la parodia del nazismo de El gran dictador, el asesino modesto -un simple aficionado comparado con la máquina de la guerra, tal como se declara antes de morir- figurado por Monsieur Verdoux, fue acogida con rechazo, retirándose de la cartelera pocas semanas después de su estreno e incluso prohibiendo su exhibición en algunos Estados. Chaplin se vio en situación de tener que dar explicaciones públicas sobre su orientación política y múltiples justificaciones acerca de su patriotismo: se abría el camino de su exilio político hacia Europa, en los años cincuenta.

Los mejores títulos de crédito (1): Lost Highway (Carretera perdida, 1997)

Si todavía no has visto Carretera perdida, no busques ni leas nada sobre ella, siquiera una breve sinopsis. Cualquier información bienintencionada puede estropearte esta obra de ingeniería que funciona completamente ajena a cualquier lógica conocida. A medida que la veas te resultará del todo imposible no sentirte devorado por su claustrofóbico e inquietante ambiente. Un viaje enfermizo y sin retorno que pondrá a prueba tu cordura, no trates de comprender, solo Lynch es capaz de manejar sus claves.

Títulos de crédito de Jay Johnson para Lost Highway (1997), de David Lynch.

Tema: I´m Deranged, David Bowie


Inside Job (Charles Ferguson, 2010)

Estaba esperando que se estrenase este premiadísimo documental sobre el lado oscuro del capitalismo pero ninguna distribuidora ha tenido a bien dejar una copia en ningún cine de la Comunidad Valenciana, así que he tenido que invocar poderes de telekinesis y ayer me pude poner a ella cuando apareció en mi IBM. Película obligatoria aunque, la verdad, terminas de verla de muy mal humor, advierto. El mundo está sembrado de canallas, pero nunca se tiene la misma conciencia cuando se intuye que cuando te lo restriegan por delante de las narices con pelos y señales, sobre todo si tenemos en cuenta que el mayor de ellos se llama mercados financieros y que, como todo lo que no tiene nombre y apellido, casi nadie sabe exactamente a quien nos referimos con el palabro. También es cierto que a nadie que se mantenga mínimamente informado se le escapa que el causante de esta crisis económica global no ha sido la suma de actitudes del ciudadano que no ha sabido elegir bien sus inversiones y se ha dedicado al atraco de bancos y resto de entidades financieras para costearse 70, 80 o 90 metros cuadrados donde caerse muerto y, por si fuera poco, vota libremente a políticos mediocres que para resolver sus problemas emiten bonos de deuda que ellos mismos y sus hijos habrán de pagar.


La película destripa bastante bien los mecanismos de ingeniería financiera que han hecho posible llegar a esta situación centrándose en el año 2008, momento en que el Lehman Brothers se hunde arrastrando con él las bolsas de medio mundo. La radiografía de cómo se manejan esos mercados de las finanzas y el montaje especulativo que ha derivado en la crisis actual resulta creíble, y la tesis fundamental que argumenta que el capital financiero tiene cogidos por los huevos al poder político norteamericano y a las universidades más prestigiosas donde se forman los futuros cuadros del sistema, es del todo convincente.

Las prácticas criminales de bancos y grandes entidades de crédito, sostenidas por la desregulación de los mercados, la pasividad ofensiva de ciertos organismos internacionales y la capitulación de demasiados gobiernos durante décadas, son sin duda la madre del cordero. Hasta aquí lo soportable, digo, porque llevamos dos años transigiendo con cierta concupiscencia mediática y casi  nos hemos ya acostumbrado. El punto obsceno del metraje viene cuando muestra a los buitres de esos mercados financieros ocupando plazas directivas en las mejores universidades norteamericanas, o designados a dedo como altos cargos políticos de absoluta confianza por, por ejemplo, Obama, la esperanza de cambio para millones de estadounidenses, al tiempo que un  cabezapensante bancario chino se explaya cada quince minutos en alguna que otra lección de ética o la ministra de economía francesa, Christine Lagarde, entre otros prestigiosos políticos, dirime la coyuntura con una presunción que roza lo insultante.


Cinematográficamente, es un documental  al uso, bastante bien trabajado en cuanto a entrevistas y tempos, abundante en material de archivo y un discurso que discurre fluido, fruto de las bondades del guión, muy bien planificado, al que cabe añadir un cuidadoso montaje. Nada que ver, por tanto, con las gansadas más o menos simpáticas de Michael Moore, aunque bastante más cercano a cualquier producto televisivo bien realizado que a una película de Cine propiamente dicho, a pesar de incluir algún que otro plano aéreo general para conferir vuelo al relato.

Logra también el objetivo de dar pie al debate, tan de actualidad entre los dirigentes mundiales, sobre la necesidad urgente de cambiar el modelo económico. Papel mojado, si tenemos en cuenta que son esos mismos mercados financieros los que imponen las reglas para salir de una crisis que ellos mismos han provocado, a costa del sobreendeudamiento público y de gobiernos que, a merced de esas mismas entidades que les financian, se muestran incapaces de dar una respuesta sobre las medidas a tomar frente a esta crisis planetaria. Se continua en la línea de bendecir a los gigantes de las finanzas mundiales, esos entes macroeconómicos intangibles que se suponen necesarios para salir de esta, y que siempre llevan las de ganar a la hora de castigar a quienes, en un ejercicio de cinismo galopante, señalan como auténticos responsables de la situación, estos sí, materiales y tangibles, los ciudadanos de a pie que deben pagar sosteniendo la deuda generada. Esos somos ni más ni menos que todos y cada uno de nosotros y, lamentablemente, el futuro de nuestros descendientes.

Valor de ley (Joel y Ethan Coen)

A los Coen no les gusta nada que se hable de su última película como un remake de la que rodara Henry Hathaway con el mismo título. Pero aunque no sea un remake en el sentido del término, porque se trate de volver a rodar sobre la novela de Charles Portis, Valor de ley demuestra que todavía hay lugar para la originalidad en las segundas partes. En los últimos años ha habido un movimiento en Hollywood de reutilización de éxitos, bien sea del cine clásico o procedentes de otros países, orlados con los elementos que proporcionan las nuevas tecnologías, que auguraban el esperado taquillazo con un resultado, en términos generales, entre la mediocridad y el desastre absoluto.

La excepción que vendría a confirmar la regla la ponen algunos cineastas veteranos, como en este caso los hermanos Coen, demostrando que un remake bien hecho puede ser tan eficaz como el propio original. Valor de ley fue rodada en 1969 y la protagonizó el icono del western por excelencia en aquel entonces, John Wayne, lo que era sin duda todo un reto para los Coen. Se han atrevido, además, con un western y lo han hecho al más puro estilo clásico, en un género que daba sus últimos coletazos de dignidad a finales de los 50 para perderse por los derroteros del spaguetti western que derrocharía decenas de bodrios, con las consabidas excepciones, la respetable trilogía de Sergio Leone, Don Siegel o un poco más modernos Clint Eastwod en Sin perdón (1992) y Ang Lee (Brokeback Mountain, 2005), islas dentro de un género que, a pesar de todo, sigue influenciando a muchos directores contemporáneos.

Tras No es país para viejos (2007), que contenía muchos elementos del western, los Coen apuestan por un rodaje clasicista, un arriesgadísimo reto en los tiempos que corren, tiempos presos de la narrativa rápida y el bombardeo visual que ofertan las nuevas tecnologías. El rodaje en espacios naturales abiertos, los travelling largos y sostenidos, la ausencia de planos fragmentados (recurso del que abusan demasiados directores a falta de lucidez narrativa) o el uso de la grúa para seguir a personajes que hacen de verdad aquello que vemos (encender fuego en medio de la noche, cruzar un rio a caballo o bajar una cuesta al galope) son algunos de los  estimables recursos de los que se valen en este trabajo de orfebrería puramente clásica de resultados más que aceptables. La belleza de Valor de Ley reside en la simplicidad de sus actos: Matt Damon, Jeff Bridges, y Hailee Steinfeld siguen la pista Josh Brolin. Eso es todo. Hay un conflicto y hay una resolución. Las convincentes interpretaciones, una excelente fotografía y el diálogo son el medio.

Por lo demás, Valor de ley es tan hermanos Coen como Fargo o El gran Lebowski. Si Fargo capturaba la atmósfera desoladora de la tundra helada con espectaculares tomas naturales cubiertas de nieve, Valor de ley es igualmente eficaz sobre las extensas llanuras donde los personajes se localizan en una aparentemente interminable cantidad de tierra. Y las líneas maestras para reunir en diálogos humor y dramatismo sin traicionar los códigos del género las daba El gran Lebowski y se repiten en Valor de Ley. Un recurso que los Coen llevan a sus guiones de modo magistral y cuyo antecesor no es sino el gran maestro Howard Hawks, auténtico malabarista a la hora de combinar ironía con tragedia: dan buena cuenta de ello sus obras maestras Rio Bravo (1959) que prologaría su secuela El Dorado siete años después.

Remake o no, Valor de ley tiene el mérito añadido de superar a su predecesora, y pocas son las segundas versiones que puedan atribuirse esta virtud. Los Coen han logrado una adaptación fría y afilada pero, fiel a su estilo, pletórica en sentido del humor, para una historia que Hathaway llevó de la mano de la Paramount hacia el final de su carrera por terrenos visiblemente más edulcorados. Del sheriff que interpretara John Wayne es su día poco queda en su doble Jeff Bridges, porque el implacable y duro defensor de la ley es ahora, quizás mas fiel a la novela,  un caza-recompensas rudo y borracho que elimina cualquier vestigio moralista patente en la versión anterior. Y la adolescente dulzona que marca las pautas a seguir en un violento mundo de hombres se transforma en una jovencita inteligente y testaruda, ávida de venganza, cuya experiencia marcará y condicionará su existencia futura y que, a pesar de sus 14 años (no tienen edad de tomar café, como dice en un momento de la película), no se ve condicionada para empuñar un arma capaz de quitar la vida en cualquier momento.

Desconocemos qué opinaría Wayne si levantara la cabeza, pero es indudable que los Coen han logrado un excelente film de género sin abandonar las pautas clásicas ni su sello personal. Todo un respiro para los incondicionales seguidores de su carrera, que francamente hemos abordado sus últimos años con serias reservas.

Winter´s Bone (Debra Granik)


Entre tanto largometraje de magnánimo presupuesto se codea para los premios de la academia de Hollywood, tal como lo hiciera Slumdog Millionaire en su día con asombroso éxito, esta cinta independiente premiada en el último Festival de Sundance, de la casi desconocida pero interesante Debra Granik. Winter´s Bone cuenta la historia de Ree, una muchacha de 17 años, sorprendentemente interpretada por Jennifer Lawrence, que vive con sus dos hermanos pequeños y una madre en estado catatónico. A Ree le gustaría alistarse en el ejército, pero no puede abandonar a su familia. Una buena mañana aparece un oficial de policía comunicándole que su padre ha salido de la cárcel en libertad condicional, para lo que ha puesto como fianza la casa donde viven. Si no se presenta cuando le corresponde, el Estado ejecutará la fianza y se quedarán en la calle. Ree comienza la búsqueda de su padre, envuelto en turbios asuntos de drogas entre clanes de la región montañosa de Ozark, perdida en el Missouri, un recodo en la profundidad de los Estados Unidos que parece que el tiempo ha pasado por alto y la ley puede controlar a duras penas. El peso de un majestuoso paisaje natural choca de frente con los vestigios de una vida humana semi-apocalíptica, restos de basura apilados alrededor de maltrechas cabañas y coches quemados en signo de venganzas junto a  caminos asfaltados con prisa. La necesidad de encontrar a su padre sumerge a Ree en el negro corazón de los Orzak, una odisea inquietante y devastadora de proporciones casi bíblicas. Códigos tácitos de honor protegen a la vez que amenazan a Ree mientras persigue su forzoso objetivo a fin proteger lo único que posee y sacar adelante a su familia. Las gentes le advierten que debe dejar de hacer preguntas y dar marcha atrás mientras todavía esté a tiempo, pero Ree no tiene otro remedio que seguir adelante.

Adaptación de la novela homónima de Daniel Woodrell, la película se sostiene a base de ritmo pausado, injustificadamente pausado en algunos momentos, y tiene como centro el drama psicológico de sus personajes, plagado de primeros planos abrumadores que penetran en las oscuras almas de cada uno de ellos. Todos los actores están excelentes y logran interpretaciones creíbles, en especial la protagonista, que se mete en el bolsillo a la audiencia desde el primer momento con su cara angelical y su natural inocencia. El sonido de cuervos, búhos y perros que ladran encadenados, el viento agitando los árboles y la magnificencia del helado paisaje en general, que recuerdan bastante a Frozen River, constituyen uno de los pilares principales del film. Y como en Frozen River, familias rotas adaptadas al medio natural y sacadas adelante por mujeres que ejercen de auténticas heroínas ante la ausencia masculina para no perder sus hogares y sus familias, se baten en un duelo vital entre viejas y arraigadas deudas y disputas familiares que encaminan ambos films al thriller dramático con un ligero toque noir. El drama de la infancia, niños que tienen que sacarse adelante a sí mismos en un mundo absolutamente hostil, ante el que necesitan ocultar el abandono de los adultos para no ser víctimas de la amenazante separación, me trajo a la mente la impresionante película del japonés Hirokazu Koreeda, Nadie sabe: la escena donde Ree enseña a disparar a sus dos hermanos, a cazar ardillas, despellejarlas y sacarles las tripas para comérselas, es sencillamente sobrecogedora. Aprender a sobrevivir solos y contra todo, sin lágrimas, golpes bajos al espectador ni sentimentalismo barato, resulta terrorífico a la hora de mostrar las verdaderas emociones. Si hay un techo bajo el que cobijarse o un plato que llevarse a la boca se reduce exclusivamente a ella, emocionalmente sensible pero dura como una roca si se trata de aceptar un no como respuesta. No es la película del año, ni seguramente lo pretende, pero tardará en borrarse de mi retina.

Side Street, de Anthony Mann

Al hilo iniciado en el anterior post, películas de bajo presupuesto que llegan a sorprender, me senté a ver Side Street, dirigida por Anthony Mann en 1950, una de las últimas que rodaría dentro del género negro junto al director de fotografía Joseph Ruttenberg, responsable, entre otros, de manejar la cámara en trabajos como Luz de Gas (George Cukor, 1944), Mrs. Miniver (Willyam Wilder, 1942) o más tarde Gigi (Vicent Minelli, 1953). Con los años ambos, director y cámara, se convertirían en dos de los nombres de más prestigio del cine de género. A partir de 1952, Mann da un viraje a su trayectoria decantándose por el western. Este cambio de rumbo hacia la producción de sus propias películas se hace, sin embargo, conservando ciertas reminiscencias de su paso por el cine negro, con James Stewart como protagonista y por un período relativamente breve, porque hacia final de la década abandona Hollywood para trabajar en Europa en películas épicas de gran presupuesto, como El Cid (1961) o La caída del imperio romano (1964).

Cuando Side Street sale comercialmente a cartelera en 1950, la pareja protagonista, Farley Granger y Cathy O’Donnell, acaba de estrenar solo unos meses antes They Live By Night (Los amantes de la noche), dirigida por Nicholas Ray, lo que probablemente restó créditos a la película de Mann, dada la repercusión mediática de su precedente. Side Streeet tiene una marcada orientación de La ciudad desnuda (dirigida por Jules Dassin, 1948): comienza con vistas aéreas de la ciudad de Nueva York y se sirve de un narrador que mediante voz en off conduce al espectador, iniciándole al argumento y meditando sobre la vida de los habitantes de la ciudad y la complicada situación de Joe, el protagonista, un cartero al que le surge la tentación de robar 200 dólares para salir de las dificultades económicas que atraviesa. Cometido el delito, encuentra, para su sorpresa, que los 200 resultan ser 30.000, y es entonces cuando comienza el largo y oscuro descenso hacia los problemas para Joe Norson. El dinero que ha robado, aunque él todavía no lo sabe, es parte de un chantaje entre un abogado corrupto (interpretado con aplomo férreo por Edmon Ryan) y un ex-convicto (James Craig). Al bueno de Joe, el simple hecho de ver semejante suma le provoca un profundo sentimiento de culpabilidad y planea devolver de inmediato el dinero para recuperar su vida, austera, de trabajo precario y escaso dinero, pero normal en definitiva. A partir de aquí, un cúmulo de circunstancias convierten al film en una carrera entre la moralidad de Joe y el submundo de violencia, chantaje y corrupción de los bajos fondos neoyorkinos.

Entre los temas favoritos de Anthony Mann siempre ha estado el sufrimiento de sus personajes. Con la característica de que los protagonistas de sus películas soportan esa violencia con un sentido cercano a lo poético, subrayado casi siempre por la fotografía, claustrofóbica, que ayuda a crear una atmósfera cercana al simbolismo expresionista. El pánico, la culpa y la inseguridad son palpables en el rostro de Joe, que pasa casi toda la película empapado en sudor mientras trata de deshacer su propio mal. Y es que Joe Norson no quiso nunca robar 30.000 dólares. Como él dice, 200 hubiesen sido perfectos para pagar un médico a su esposa (que está a punto de tener un bebé) en una habitación privada de un hospital, en lugar de conformarse con la caridad de la beneficencia. A él le gustaría ese abrigo de visón que ve cada mañana de camino al trabajo en un escaparate, poder llevarla a Paris. Pero en última instancia son solo sueños, sus aspiraciones  son más modestas, como las de la mayoría de la gente. Tener una casa propia, mantener a su familia, no tener que vivir con los suegros, por buena gente que sean. El policía amigo de Joe le confiesa su intención de retirarse anticipadamente, marcharse a Florida, ahora o tal vez nunca. Otro, degradado en su profesión, era eso o ser despedido. Hasta uno de los chantajistas se entusiasma con el dinero que ha robado porque le servirá para costear la educación universitaria de su hijo. Todos los personajes de la película, policías, criminales o cantantes de cabaret tienen en definitiva las mismas modestas aspiraciones.

Lo que hace que Side Street se haya convertido en película de culto no es tanto el argumento como la capacidad de Mann para explorar la violencia como factor intrínseco a la psicología de los personajes, mediante un ejercicio estilístico de gran fuerza expresiva y una puesta en escena volcada en el verdadero protagonista del film: la ciudad de Nueva York. Porque todo este simbolismo poético queda inmerso en el entorno realista de la gran urbe, donde los personajes aparecen pequeños y sus metas, insignificantes. El film cuenta con un buen número de localizaciones, ángulos inusuales, objetos y personajes meticulosamente colocados, fuertes contrastes de luz y oscuridad, picados, contrapicados, cambios de profundidad de foco, y una carga mayoritaria de escenas rodadas en exteriores, procurándose Mann de que en cada plano los rasgos de Nueva York resulten bien visibles: a través de la ventana de una casa, desde el tejado de un edificio o desde el interior de un despacho, como fondo de una conversación que discurre en el banco de un parque o a bordo de un vehículo, la película se mueve al ritmo que marca la ciudad.

El enfrentamiento  final, alternando entre vistas aéreas (de calles imposiblemente estrechas en las que deambulan coches diminutos) con el interior de un taxi, es una de las mejores persecuciones policiales vistas en el cine clásico. Los cambios de ángulo crean un efecto claustrofóbico y de desorientación tal, que Manhattan queda transformada en un enorme laberinto de cemento, calles y sombras para acabar desembocando en el mismo punto donde todo comenzaba. En definitiva, se representa un mundo altamente moral (aderezado con una historia de amor bastante fuera de los parámetros del género), donde un paso en falso te puede llevar, inexorablemente, al abismo. A medida que avanzan los minutos, Nueva York dejar de parecer el reflejo resplandeciente de la promesa del sueño americano, y en la escena final se convierte en un estrecho y oscuro desfiladero, «una jungla arquitectonica donde«, como dice el narrador al comienzo, «tiene lugar la caza del hombre por el hombre«.

El demonio bajo la piel (The killer inside me), Michael Winterbottom (2010)

Michael Winterbottom es uno de los directores más eclécticos del actual panorama europeo. A ritmo de una película por año y aventurándose cada vez en géneros distintos, cada una de sus propuestas es una auténtica caja de sorpresas. Su cine nunca deja indiferente y es habitual entre la crítica opiniones encontradas para todos los gustos. The killer inside me se presentó en el pasado Festival de Berlín como no podía ser de otro modo: denostada por muchos, alabada solo por algunos. Idéntico resultado ha obtenido allá donde se ha estrenado. Estaba deseando poder ver esta película porque, hasta ahora, pocos son los trabajos de Winterbottom que me hayan defraudado y casi siempre logra sorprenderme.  Además me intrigaban las reseñas que a lo largo de estos meses he podido ir leyendo, sobre lo brutal que resultaban algunas escenas.

La verdad es que brutal, en cuanto a violencia, desde luego, lo es. Además se trata de una violencia muy poco contenida, nada de ficción y palomitas, hay escenas poco fáciles de digerir. La película es una adaptación cinematográfica de la novela homónima de Jim Thompson, uno de los autores de género negro norteamericano más importantes del siglo XX. Cuenta la historia del ayudante del Sheriff, Lou Ford (Casey Affleck), que ejerce en un pequeño pueblo al oeste de Texas. «El problema de crecer en un pequeño pueblo es que todo el mundo piensa que sabe quien eres«, dice Lou en un momento de la película. Y es que Lou Ford lleva una doble vida. La cortés reputación de caballero que tiene entre los habitantes del pueblo, donde ha vivido desde que nació, oculta la verdadera naturaleza de un hombre perturbado y extremadamente violento, un sádico asesino que un buen día tropieza con una prostituta local (Jessica Alba) que no hace ascos a su sadismo. Pero el asunto se le va de las manos y una cadena de asesinatos comienza a desencadenarse mientras trata de ocultar cualquier huella que conduzca al fiscal del distrito a sospechar de él.

The killer inside me es una película que se presta a la crítica fácil de misoginia y violencia gratuita. Crítica absolutamente superficial pues Winterbottom no hace sino adaptar una novela y demostrar un gran estilo cinematográfico y de dirección a la hora de retratar de manera bastante fiel tanto la psicología del personaje como el ambiente y el aroma de un pueblo tejano en los años 50. Como thriller dramático, la película funciona perfectamente. Es áspera, sombría, con buenas interpretaciones, montaje más que correcto y bien dirigida. Winterbottom captura, además, el ambiente de época en numerosos detalles, ayudado por la música country que acompaña toda la película.

La trama, aunque está narrada de manera lineal en el tiempo, hace uso ocasional del flashback y de una serie de saltos que complican el formato al espectador, y muchas escenas comienzan a comprenderse del todo cuando ya ha transcurrido algo de tiempo desde el inicio. Este requerimiento de cierto esfuerzo, unido a algunas escenas eróticas de corte sado-masoquista explícito son características que, con bastante probabilidad, han tenido como consecuencia el rechazo de un sector de crítica y público. Es cierto que son duras de ver y algunas rozan un grado de violencia perturbador. Sin embargo, la manera en que todo sucede no es gratuita, ya que contribuye a que el lado oscuro de Lou Ford sea creíble y nos permite comprender  los entresijos de la mente psicótica del protagonista. A este objetivo se añaden los diálogos interiores de Lou, elaborados con un negrísimo sentido del humor, unas actuaciones espléndidas y el buen hacer de Winterbottom para mantener el pulso de una película que parte de un guión que muestra  casi todas sus cartas en los primeros minutos. Desde la segunda escena sabemos que el protagonista es un asesino demente y sus preferencias sexuales, sin embargo,  Winterbottom  consigue llevarnos por el camino menos esperado: creemos que sabemos qué sucederá pero casi siempre estamos equivocados.  Y hecha la advertencia de que se enfrentan a uno de los films noir más sádicos y gráficos que se han hecho recientemente, quienes se atrevan con ella tienen asegurado 108 minutos pegados al sofá tras los cuales podrán sacar sus propias conclusiones. Por mi parte, una película notable.

Plano secuencia (18): Joseph H. Lewis, Gun Crazy

«Convoqué a todo el equipo de rodaje para explicarles qué quería hacer: «Me gustaría empezar con una señal que diga ‘Bienvenidos a Hampton’, a una milla de la ciudad. Luego cruzamos la ciudad; el chico y la chica hablan, les hacemos entrar, atracar el banco; hacemos que ella tope con el policía en la calle; que hablen; ella le deja inconsciente; suben al coche y se marchan con el botín; salen de la ciudad, con una señal de ‘Está saliendo de Hampton’ a una milla. Y teniendo en cuenta todo el diálogo que hay en el guión, quiero hacerlo en una sola toma». Usamos la parte delantera del mismo Cadillac, pero de un modelo alargado, uno de ésos con más asientos traseros para poder llevar a mucha gente. Sacaron todos los asientos. El técnico de sonido estaba detrás con un equipo móvil. En toda la parte trasera de aquella especie de camioneta o autobús había placas engrasadas de contrachapado, de 2×12. Encima pusimos una cabeza de cámara sobre una silla de montar, y el operador iba sentado en la silla, y para rodar los travellings simplemente le deslizaban en silencio por esas placas engrasadas. Sujetos con correas al techo del vehículo había dos técnicos de sonido con micrófonos, y dentro del coche, pequeños micrófonos de botón que registraban todos los sonidos. Cruzamos la ciudad, y antes de rodar la toma les dije a Peggy (Cummins) y a John (Dall): «Vamos a ver, ya conocéis el objetivo de esta escena. No tengo diálogos porque no hay nada que escribir excepto las palabras que hay que decirle al policía. Éstas ya están acordadas. El diálogo que aportéis consistirá en lo que vayáis viendo. Entráis en una ciudad extraña y si hay gente en el camino, hablaréis de eso». Esos dos chicos eran maravillosos. Lo hicimos en una toma. Y a las 10 de la mañana ya habíamos terminado.»

*Extraído del libro ‘Cine Negro‘ de Taschen.

Parece increíble que una de las escenas más famosas del género se rodase con tanta improvisación. Estos días que han sido festivos he vuelto a ver «Pulp Fiction» y constantemente venía a mi mente, sin relación aparente alguna, el film de Joseph H. Lewis, Gun Crazy (El demonio de las armas). Seguramente poseen en común esa energía característica de las películas de género negro que se califican dentro de la serie B. La narrativa es simple: un chico (John Dall) obsesionado con las armas de fuego crece hasta convertirse en un experto tirador. Comienza a cometer delitos cuando aparece en su vida una mujer (Peggy Cummins), auténtica femme fatale de dudosa moralidad. El elemento femenino, de gran alcance en el género (se me ocurre ahora la leyenda de Bonny and Clyde) interviene en el rol de la película para desencadenar una narativa furiosa y rápida que no permite al espectador relajarse un solo momento. Travelings, picados, contrapicados y planos secuencia se suceden de modo realmente imaginativo. Y todo con un presupuesto minúsculo. Ahora me estoy acordando de La matanza del día de San Valentín, de Corman. Otra que hace demasiado tiempo no veo.

*Capturas extraídas de la web Noirestyle

 

Plano secuencia (17): Mike Figgis, Time Code

Time Code es una innovadora película, rodada en el año 2000, que por aquel entonces supuso un hit revolucionario, ya que antes de la fecha a nadie se la había ocurrido utilizar la técnica que emplea. Mike Figgis, el mismo que conocía la fama por «Leaving Las Vegas«, rodó la película  narrando cuatro historias separadas pero que podemos ver al tiempo, al estar dividida la pantalla en cuatro cuadrantes donde se desarrollan a la vez concluyendo en un único final. No está mal como innovación decidida a romper con todos los esquemas tradicionales de cien años de cine. Las cuatro historias están además rodadas en un único plano secuencia de 93 minutos mediante cámara digital, sin efectos de iluminación ni de montaje. Se puede ver desde diversos ángulos a la misma persona, algo así como el efecto de una cámara de seguridad, y para culmen de experimentación al elenco solo se le dio una idea general de la estructura básica de las escenas, dejando el resto a la improvisación de los actores.

Los actores, entre ellos Salma Hayek, Jeanne Tripplehorn, Stellan Skarsgård, Holly Hunter, Saffron Burrows, Kyle MacLachlan, Julian Sands, Richard Edson, Glenne Headly, Leslie Mann, y Steven Weber, improvisan en torno a un relato libremente estructurado que les obliga a hacer ciertas cosas y estar en determinados lugares a determinadas horas, todo ello sincronizado hasta el milisegundo. Viendo la película una tiene la sensación de que Figgis tiene perfectamente planificado hacia qué cuadrante dirigir la atención del espectador, haciendo uso del sonido para atraer esa atención hacia un determinado momento mientras en otros se puede prestar atención a las cuatro tomas al ser el mismo personaje enfocado desde distintos ángulos el que aparece en las pantallas, lo que además nos da pistas sobre cuanto sucede por delante de lo que conoce el personaje. Sin embargo, es una pena que la película esté plagada de numerosas imperfecciones y errores garrafales, como ver la cámara reflejada en espejos y escaparates en determinados momentos, o situaciones claves de la trama a los que no se les presta atención porque al mismo tiempo, en otro cuadrante,  Salma Hayek protagoniza una escena de carga sexual elevada. Con todo, resulta interesante como experiencia narrativa y creativa original, y es con toda probabilidad el trabajo más meritorio del director hasta la fecha.

Argumentalmente, la película es una crítica radical a la meca del Cine, aunque no va más allá de la que hiciera Robert Altman en su día, con la que además de la similitud en la temática también tiene el nexo del uso del plano secuencia en el rodaje. En España se presentó en el Festival de Sitges fuera de concurso, en versión original a palo seco, sin subtítulo alguno, elemento que por otra parte hubiese resultado difícil de digerir en cuatro momentos a la vez. Como experiencia cinematográfica funciona siempre que el espectador se preste a poner de su parte cierto esfuerzo de concentración para no perderse algunos detalles claves para la trama.  Time Code nunca obtuvo una gran audiencia ni la benevolencia de la crítica, pero si se atreven con el inglés resulta una experiencia que, sin ser perfecta, sí es diferente a lo que tradicionalmente nos ofrece el cine, porque como declaraba Figgis en su día a algún medio de comunicación, cada espectador ve en realidad una película distinta aunque estén sentados en la misma sala.

Caza a la espía (Fair Game), de Doug Liman

A estas alturas del panorama internacional, pocas dudas caben que jamás existieron las supuestas armas de destrucción masiva que sirvieron como excusa para la invasión de Irak. Pero si nos remontamos a 2003, a poco que hagamos el ejercicio de memoria, recordaremos que este era el motivo que esgrimía la administración Bush para, por un lado, conseguir la intervención activa del máximo de países aliados y, por otro, ganarse a la opinión pública norteamericana calentada previamente, dos años atrás, por los sangrientos atentados del 11 de septiembre.

Caza a la espía es la historia de Valerie Plame, mujer de cuarenta años, dos hijas y agente de la CIA con dieciocho años de servicio a sus espaladas. Los servicios de Valerie (Naomi Watts), como los de tantos otros agentes, fueron requeridos por aquellos años, en el caso que nos asiste para una misión en Níger, con el objetivo de investigar si en ese país se fabricaban componentes que servirían posteriormente para la fabricación de uranio con destino Irak. Tras meses de investigación, en los que no se escatimaron medios económicos ni humanos, la CIA presentó informe negativo sobre dichas actividades, no habiendo encontrado ningún vestigio que alimentara la idea de la existencia de dichas armas de destrucción masiva ni en Irak ni en los países aliados de Sadam. A pesar del informe negativo, el gabinete Bush comenzó a bombardear Bagdad bajo este argumento, motivo que lleva a Joseph Wilson (Sean Penn), marido de Valerie y periodista de profesión, a publicar un artículo en el prestigioso  New York Times denunciando las razones del Pentágono. La contrarréplica no se hizo esperar, y a la semana siguiente, Robert Novack, prestigioso periodista conservador, se desmelena en un ataque personal contra la figura de Valerie en un artículo que recuerda aquellos de la época de la caza de brujas donde cualquiera que osase contradecir los dictados presidenciales podía ser condenado por el comité de actividades antiamericanas. Pero desvelar la identidad de un agente de la CIA es, en Estados Unidos, un delito penado con 30 años de cárcel, por lo que la necesaria investigación sobre quién filtro a Novak la identidad de la agente terminará por abrirse a pesar de los intentos del neoconservadurismo por impedirlo. Finalmente, ninguno de los cerebros de la operación contra Valerie fue condenado, cargándole el muerto a un tal Lewis Libby, jefe de uno de los departamentos del gabinete de prensa presidencial, al que le cayeron 30 meses y que posteriormente fue indultado descaradamente por Bush. Una jugada perfecta en la que nadie fue condenado y se continuó con la estrategia planificada en Irak mientras todos se salían de rositas del asunto, a excepción de la carrera profesional de Valerie y la de su marido.

Tras unos años en la sombra, Valerie Plame publica, en 2007, unas memorias que son las que han servido de base para el guión de esta película. La película es un thriller de denuncia política en la línea de otras tantas que allá por los años 70, en plena Guerra Fría y tras el fiasco de Vietnam, produjera Hollywood. Films como «Los tres días del cóndor» o «Todos los hombres del presidente«, elaborados desde un género cinematográfico capaz de llegar al público mayoritario y que desvelaban, sin excesos, algunos aspectos no demasiado honestos de la política internacional norteamericana. Sobre este esquema, Doug Liman, que recordarán por «El caso Bourne«, construye una interesante película que vale la pena ver, ya que seguramente sea una de las propuestas más interesantes que últimamente nos ha traído el cine comercial americano. A pesar de ello, hay que decir que se trata de un producto bastante irregular en cuanto a dirección, que comienza con un ritmo espectacular, rozando lo frenético y dejando poco espacio para la reflexión y el descubrimiento de las situaciones por el espectador, y termina sin embargo haciendo del drama su principal baluarte, exhibiendo las consecuencias de la perversa actuación de la Casa Blanca en lo que a la vida privada de los protagonistas, familiares y amigos se refiere. La película está plagada, como no podía ser de otro modo, de todos los clichés habidos y por haber que gustan al público norteamericano. La guinda la pone el discurso que Sean Penn se marca ante una joven y atenta platea, todo dentro del excelso patriótico que se podía esperar en un film de estas características. Naomi Watts, por su parte, añade otra excelente interpretación a su currículum, un papel complejo en el que combina la dureza de las connotaciones propias de su trabajo con tintes muy opuestos en su vida privada, de los que la Watts sale perfectamente librada. Asombroso, además, el parecido de la actriz con el personaje real protagonista de esta historia.

Plano secuencia (15): Robert Altman, The player

Dentro de la recopilación de planos secuencia que hace un tiempo viene trabajando este blog, merece la pena mencionar la escena inicial de la película The Player (El juego de Hollywood, en España) que Robert Altman rodaría en 1992, en un momento ya tardío de su carrera cinematográfica. Robert Altman es, por derecho, uno de los exponentes más importantes del cine independiente norteamericano. Tras una década marcada por purgas y depuraciones que afortunadamente no llegaron a alcanzarle, Altman conoce la cumbre de su trayectoria en la los 70 y comienzo de los 80, con títulos como Nashville, Mash, California Split o Los vividores. Cuando rueda The player, su carrera ya ha alcanzado un reconocimiento considerable, permitiéndose esta comedia negra y corrosiva sobre el mundo del cine en Hollywood que, décadas atrás, le hubiese constado serios problemas con la legalidad vigente por aquel  entonces.

La película es una comedia coral, de las que tanto gustaban a Altman, y su trama principal versa sobre un productor (Tim Robins) que recibe amenazas de un guionista al que en su día no quiso contratar. Tras una acalorada discusión, el productor le mata accidentalmente, desencadenándose un entramado de situaciones encaminadas a ocultar y evitar la culpabilidad de Robins, ya que supondría un serio varapalo para unos estudios en seria crisis financiera. Además de evidenciar, de modo ciertamente cínico, el mercantilismo que mueve la industria del cine  en Hollywood, muchos críticos vieron en su día un ejercicio de cine dentro del cine en The player. Sin embargo, en opinión de la que escribe, poco de esto tiene la película, que más bien podría decirse se trata de un juego de personajes, reales o ficticios, dentro del entramado del negocio de Hollywood. En realidad las referencias a otros cineastas o a la historia del cine son muy rápidas, como carteles de películas clásicas o fotografías, siempre al hilo del guión, o incluidas en alguna conversación,  como en la escena inicial, sobre el plano secuencia que rodara Orson Welles en Touch of evil. En cambio, hay muchas  referencias al papel de otras figuras: productores, guionistas y, sobre todo, a actores,  como piezas con las que juega el negocio del cine, con abundantes cameos, muchos de ellos interpretándose a sí mismos, como en el caso de Nick Nolte, Jack Lemmon, Julia Roberts, Bruce Willis o Cher entre otros.

Una de las  escenas más elaboradas de The player es esta inicial, un largo plano secuencia que nos introduce desde el primer momento en el entramado de personajes con los que construye la película. La cámara sale de un interior y se eleva en un plano general del lugar donde nos encontramos. A partir de ahí persigue a los personajes, tanto a los que se mueven en el exterior como a los que permanecen dentro, a través de los cristales. Técnicamente no se trata de un plano demasiado complicado, su mérito reside en la cronometrada composición para mover todos los elementos, haciéndoles entrar, salir o desplazarse en una secuencia casi coreográfica. Son precisamente estos personajes, junto a la puesta en escena medidísima en cada plano y la corrosiva caricatura de las formas de vida norteamericanas, los ases con los que Altman mueve esta película que, por otro lado, resulta un tanto irregular y hace decrecer las expectativas en algunos momentos, para concluir ofreciendo un final, más bien varios, que a pesar de su carga de cinismo no deja de ser de típico producto made in Hollywood. Buena opción para un lluvioso sábado por la tarde.

Conocerás al hombre de tus sueños, de Woody Allen

El director neoyorkino, que a sus 74 años rueda una película por año, y ya anunciaba al terminar la recién estrenada que tenía concluido el guión  para la próxima, vuelve a la comedia de enredos centrada en las vidas entrelazadas y relaciones de dos parejas, esta vez, en Londres. No hay nada nuevo en Conocerás al hombre de tus sueños, una entretenida y divertida película, con algunas líneas expresivas y actuaciones dignas de su elenco. Matrimonios que dudan de su amor, profecías de una vidente que amortigua el drama de la madurez, maridos en crisis a la busca de plan renove, flechazos y adulterios, encarnan el drama de una especie, la humana, que en distintos escenarios temporales o geográficos continúa moviéndose en unas mismas pautas cuando se trata de hablar de amor, sexo, traiciones y otras debilidades que le son propias. Woody Allen recurre esta vez a los conflictos entre dos matrimonios de distintas generaciones: por un lado Alfie (Anthony Hopkins) en un intento desesperado de recuperar la juventud perdida y Hellena (Gemma Jones), que confía su futuro (entre culines, a ser posible de whisky) a una clarividente; por otro Sally (Naomi Watts), mujer de vida casi resuelta en el terreno profesional pero fracasada en el personal y Roy (Josh Brolin), aspirante a escritor que rozó el éxito precoz y ahora, a los ya veinti-dieciocho, sigue sin encontrar su lugar en el mundo.

Los personajes de Allen se mueven de nuevo en su tónica habitual de anhelo romántico, frustración, deseo e ilusión. El mismo título de la película reclama que muchas veces puede ser más sensato poner nuestras esperanzas en ilusiones que no en una realidad que inevitablemente resulta decepcionante. Comedia ligera desde el incuestionable talento de Allen para elaborar situaciones y diálogos capaces de arrancarte una carcajada y que se te quede helada en la siguiente secuencia, desemboca en un conjunto de escenas francamente divertidas, como la del médico venido a escritor arruinado proponiéndole el suicidio a la suegra, convenientemente convencida de su reencarnación, o la escena en la que Watts y Banderas se disponen -con distintas intenciones- a poner las cartas de sus sentimientos boca arriba.

No hay mucho más en la película. No negaré que me gustó, que me reí y pasé un buen rato. Hay cierto dejavú de algunos de sus mejores logros, y el buen hacer del viejo Allen está presente en numerosos giros y situaciones entre las que se ven envueltos sus personajes, unido a la madurez con la que aborda las mismas dicotomías cotidianas de muchas de sus películas, que seguro le otorga los años. Se echa de menos, y mucho, la evolución de esos personajes tal como imprimía antaño, seguramente la más poderosa arma de su cine. Desde que se viene moviendo detrás de la cámara y ya no actúa en sus películas, da la sensación de que juega a Dios con sus personajes, que han pasado a ser meras marionetas de circo en lugar de seres humanos lúcidos en constante contradicción con sus instintos naturales. La consecuencia es la esterilidad evolutiva de esos personajes, sus entrañables creaciones han dejado de tener vida propia y, frente a la brillantez con la que estaban construidos en muchos de sus trabajos, ahora nos entretiene con autómatas, piezas de juego que se mueven toscamente, insistiendo en la misma idea desde el inicio hasta el final. Alfie tiene la obsesión de vivir una segunda juventud, o Sally  jamás se pregunta a sí misma porqué todavía quiere ser madre con un patán egoísta. Josh Brolin, o Gemma Jones, Lucy Punch, Freida Pinto y hasta Antonio Banderas, todos interpretan sus papeles en un especial estado de gracia, pero parecen tener una sola nota que aportar a la pieza. Como narrador distante, Allen resuelve voz en off aquello que hoy ya no ofrecen con el lenguaje narrativo cinematográfico y resume la película antes siquiera de su comienzo: «La historia que van a contemplar está vacía y carece de pretensiones«. Oiremos esa misma voz en off supliendo cada una de sus carencias.

Plano secuencia (10): Brian De Palma, Snake Eyes

Snake Eyes (1998) no es la mejor película de Brian De Palma, pero tampoco forma parte de la lista de algunas de sus chapuzas insufribles, léase por ejemplo Dos tipos geniales o Misión a Marte. Y es que este polifacético director ha sido capaz de semejantes desatinos para cuenta de su debe a la vez que obran en su haber algunas  producciones que rozan o han alcanzado la maestría como Atrapado por su pasado, Los intocables de Elliot Ness o Scarface (El precio del poder); películas todas que compensan sobradamente la balanza a favor del neoyorquino, quien ya nos tiene acostumbrados a una de cal y otra de arena o, como en el caso de Snake Eyes, ambas cosas a la vez.

Los trece primeros minutos de esta película son un auténtico derroche de imaginería cinéfila, un plano secuencia de los que tanto gusta De Palma en el que exhibe toda su habilidad para crear imágenes impactantes y brillantes, jugar con la steadycam, el ralentí de cámara, el scope, los ángulos para inducir vértigo  y el montaje para disimular algún corte necesario en la secuencia. En los minutos iniciales ofrece, además, todas las cartas de la película, ya que los noventa posteriores no son sino un análisis por parte del policía interpretado por Nicolas Cage de cada uno de los momentos ofrecidos en la primera escena, en la que el Secretario de Defensa de los Estados Unidos es asesinado de un tiro en el fervor de un amañado combate de boxeo. Una pena que la película se mueva a partir de este momento en una línea tan desigual como tópica, a base de giros muchos de ellos previsibles y con un final a la altura de comedia televisiva de sobremesa. Pero, al Cesar lo que es del Cesar, hay que reconocerle a De Palma un virtuosismo poco habitual y exquisito gusto a la hora de planificar este plano secuencia inicial.

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Frankenstein (The Edison Kinetogram): Thomas Edison y J. Searle Dawley (1910)

El mundo del Cine está de cumpleaños: en marzo de 1910, hace  ahora cien años, se estrenó la primera versión cinematográfica de Frankenstein de la que se tiene noticias. Vivimos una auténtica revolución tecnológica, pero se puede hacer algún paralelismo con la situación hace un siglo; solo hay que tratar de imaginar, entre otros inventos, tener por primera vez electricidad o poder ver en un lienzo a seres humanos actuando y todo ello grabado sin necesidad de que los actores estuviesen físicamente allí. Una de las maravillas de la que fue partícipe Thomas Edison es la empresa Edison Estudios. Pocas son las cintas de la productora que han sobrevivido hasta nuestros días, debido -entre otras cosas- a que la compañía cerró en 1918. Teniendo en cuenta que antes que esas puertas se cerraran produjeron más de mil películas en EEUU, alguna aportación importante a lo venidero se les deberá, digo yo. Una de esas películas es la adaptación del libro de Mery Shelley, Frankenstein. Pese a la brevedad, comparada con los formatos de nuestros días (13 minutos aproximadamente), no es exagerado decir que se trata de una pequeña maravilla, absolutamente innovadora y arriesgada por lo que a la temática se refiere en su tiempo y que alberga bastantes innovaciones respecto a lo que se venía haciendo hasta entonces.

El guión, de J. Searle Dawley, quien también  la dirigió, nos presenta en primer lugar a Víctor Frankenstein (Augusto Phillips) como un  ambicioso científico inmerso en sus experimentos (los títulos de crédito hablan de «el mal») a punto de casarse con su prometida (Mary Fuller) tan pronto como concluya su proyecto principal: la creación de la vida, el ser humano perfecto. La recreación la criatura (Charles Ogle) tiene poco que ver con lo que los estudios de Hollywood han dado a conocer posteriormente (ser construido a base de retales de cadáveres con costuras y algún tornillo) y resulta bastante más fiel al libro pues se trata de algo más cercano a un experimento de alquimia que de una obra de ingeniería mortuoria. Aquí el monstruo es mucho menos científico y, en una suerte de montaje, vemos a Frankenstein observando a través de la mirilla como un material extraño va tomando por sí solo forma de cuerpo, surgiendo la cabeza y posteriormente los brazos. Otro aspecto original es la relación entre monstruo y creador. Y Otra diferencia: así como en posteriores películas Frankenstein se presenta en una suerte de hijo que se rebela al padre, aquí se intenta escenificar un monstruo que sería una especie de doble de su creador. Lo evidencian las escenas de los espejos y el final, cuando el monstruo se desvanece en una especie de fantasmagoría única en el cine sobre Frankenstein, similar a la que vio su nacimiento. Solo esta versión y en otra de 1931 establecen este estándar en la creación y muerte del monstruo, bastante más fiel al libro que el nacimiento a través de descargas eléctricas o las conocidas cicatrices de las que hace gala un especímen convenientemente más humanizado. Nada que ver con el Frankenstein que se construye a sí mismo sobre partes de cuerpos y pociones vertidas en una tina gigantesca donde la criatura, literalmente, surge entre llamas y vapor: primero como una masa de tejido amorfa, que lentamente va ganando esqueleto y tejido muscular, y posteriormente la carne. Los efectos especiales y el montaje de la escena son verdaderamente sobresalientes para la época, y logran crear la expectación y el terror que pretende el autor como pocas versiones posteriores.

Durante años, se creyó que Frankenstein era una película perdida para siempre. Poco después de su lanzamiento en 1910, fue retirada de la circulación, pasando a manos de algunos coleccionistas mientras la mayoría de copias eran destruidas. Cuando se rueda la siguiente versión, en 1931, se la presenta como la primera, y la película de Edison nunca más se mencionó. Hasta 1963, cuando un historiador la descubre en un catálogo de la productora, con detalles e imágenes de acompañamiento de la producción de Edison. Es entonces cuando comienza la búsqueda frenética para encontrar este tesoro del cine. Tras años sin resultado, se sabe de su posesión por parte de un coleccionista, Alois Detlaff, quien guardaba cautelosamente la única copia que quedaba entre su extensa colección de cine. Pero han de pasar dos décadas hasta que los derechos y las cuestiones de dinero se resuelvan para poder disfrutarla hoy en DVD.

Las películas rodadas en esos años carecen de sonido. El acompañamiento musical se realizaba mediante una orquesta que interpretaba en vivo para cada proyección las piezas señaladas en el guión. A raíz de la liberación de los derechos, tanto de la cinta como de los documentos que la acompañaban, sabemos que la secuencia inicial se acompañó por la pieza «Then You’ll Remember Me» (Charles Hackett), igual que la del laboratorio. El nacimiento del monstruo tenía como marco un agitato (probablemente de Liszt), y la escena en la que el monstruo visita a Frankenstein en su cama era acompañada por «Der Freischütz» (Carl Maria). El resto de la obra iba rotando entre esta pieza y el coro nupcial de  «Lohengrin» (Richard Wagner) para la escena del casamiento de Frankenstein y Elizabeth.

Cine clásico

Cine mudo

Plano secuencia (V): Steadycam, de Kubrik a Scorsese y la herencia de Tarantino

La steadycam (cámara estable, en inglés) es un tipo de cámara especial que sirve para conseguir imágenes en movimiento pero con el máximo equilibrio. Esta cámara permite al operador moverse por terrenos irregulares y seguir a los actores sin que la imagen pierda estabilidad en ningún momento. La estabilidad se consigue gracias a un sistema electrónico que mantiene la cámara a una misma altura desde el suelo, por mucho que se mueva la persona que la sostiene. Debido a que el conjunto solía tener bastante peso, se ideó un sistema de arneses para colocar la cámara alrededor del cuerpo del operador, aunque actualmente los steadycam son bastante más ligeros. Uno de los primeros directores en utilizarlo  fue Stanley Kubrick en El resplandor (1980), lo que le permitió eliminar el costoso travelling, y una de las escenas más recordadas por todos es la del pasillo, interpretada por el genial Jack Nicholson o la del niño en bicicleta perseguido por su padre.

Claro que, en ambos casos no se trata de un plano secuencia propiamente dicho, puesto que no corresponden a una escena completa sino a una parte de ella. Quien sí realiza diez años más tarde una fenomenal secuencia completa basada en este sistema es Martin Scorsese, en la inolvidable Goodfellas (Uno de los nuestros, 1990). La cámara sigue a Ray Liotta y Lorraine Bracco a pie a través del Copacabana. De este modo acompañamos los pasos del protagonista, con el claro objetivo de que el espectador adopte su punto de vista. El movimiento de cámara a través de los estrechos espacios y largos pasillos, desde la puerta trasera del club, manteniendo el diálogo sin interrupción, hace de esta toma una maniobra de impresionante pericia técnica que contribuye a la fascinación que sentimos por el personaje  y que la convertirá en un punto de referencia para el cine posterior.

Pero si hay un cineasta claro heredero de esta referencia, ese es Quentin Tarantino, director aficionado a intercalar planos secuencia rodados con este sistema, del que podemos encontrar bastantes en su filmografía. En Pulp Fiction (1994), que contiene algunas tomas continuas a base de steadycam, la secuencia de entrada de Vincent Vega en el Jack Rabbit Slim´s es un claro  homenaje a Goodfellas.  Y uno de los planos secuencia es el que podéis ver a continuación, casi al principio de la película, cuando Vincent Vega y Jules van hablando por el pasillo (comienza cuando salen del ascensor):

De los mejores logros de Tarantino son algunos planos secuencia de Kill Bill (2003), que se encuentran tanto en el volumen 1 como en el 2. Uno de los más interesantes es la siguiente escena, con Robert Richardson al timón fotográfico,  que combina con maestría sorprendente diversas técnicas. La cámara utiliza una grúa para levantarse del suelo, mostrar tomas desde la altura y volver a descender, combinando con steadycam cuando el operador sigue a los personajes por los pasillos estrechos, y también echa mano de travelling cuando tiene que desplazarse  a mayor velocidad. Los momentos en los que el plano queda fijo son los que se aprovechan para cambiar el soporte: una auténtica obra maestra.

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Shutter Island, de Martin Scorsese (2010)

Regreso, tras algunos años, de Martin Scorsese al thriller y el suspense psicológico, con una adaptación de la novela de Dennis Lehane titulada Ashecliffe, a la que dota una serie de ingredientes que le convierten en un imperdible de la cartelera y en un candidato a clásico en la década recién comenzada.  Shutter Island nos traslada al verano de 1954. Los agentes federales Teddy Daniels (Leonardo DiCaprio) y Chuck Aule (Mark Ruffalo) son destinados a una remota isla de la bahía de Boston para investigar la desaparición de una peligrosa asesina (Emily Mortimer) recluida en el hospital psiquiátrico Ashecliffe, un centro penitenciario dirigido por el siniestro doctor Cawley (Ben Kingsley). Pronto descubrirán que el centro guarda muchos secretos, y que la isla esconde algo más peligroso que los propios pacientes. Hasta aquí lo que se puede contar de la trama sin estropearle a nadie la película. Sí diré que Scosese se mueve como pez en el agua en un film complejo que visita diversos géneros: comienza como un thriller policial, al que le añade dosis suficientes de terror psicológico, suspense y drama -acertadamente contenido-, alucinación onírica y algún toque bizarro que van creando -in crescendo- una atmósfera espesa y opresiva en la que de manera constante se manipula al espectador llevándolo de un lado para otro en la resolución de la trama, muy al estilo Hitchcock. Pero hay planos que evocan descaradamente films clásicos,  y podemos adivinar algo más que influencias de Psicosis, Vértigo o Bergman. Necesitaría de un segundo visionado para entrar en este tipo de detalles, porque la complejidad de la trama hace complicado mantener la atención en ambas cosas al tiempo. A pesar de ello, Shutter Island es una muy interesante película sobre la violencia humana, que nos introduce en el macabro mundo de las instituciones psiquiátricas en la década de los cincuenta, en plena guerra fría, cuando ambas potencias ensayaban la lobotomía y coqueteaban con el coma inducido con insulina o la terapia de electro-convulsiones motivadas por el aumento de enfermos mentales, al haber de sumar a las estadísticas habituales gran número de veteranos de guerra  que llenaban las instituciones, en este caso estadounidenses.Pero lo más destacable sin duda es la maestría a la hora de rodar de Scorsese,  quien nos ofrece un fabuloso festín de ángulos y encuadres perfectos, contrapicados que incrementan la sensación de claustrofobia y una alucinante fotografía con la que envuelve el conjunto, elementos todos que trabajan  a modo de amalgama a la hora de cohesionar el film, disimulando alguna que otra cojera de raccord y la presencia de más de un tópico. A lo que hay que añadir un excelente rosario de secundarios y una más que notable interpretación de algunos actores, entre ellos el sueco Max von Sydow o Beng Kisley, este último capaz de inducir sensaciones tan diversas que van desde el terror más agobiante hasta el paternalismo en su estado más puro. Todas estas piezas ensambladas elevan el film meritoriamente, sobre todo si lo comparamos con lo último que está dando de sí Hollywood en cuanto a calidad cinematográfica.En el lado negativo, una banda sonora que más que acompañar el ritmo adelanta en muchas ocasiones acontecimientos, pero que carece de relevancia porque no llega a desentonar en un conjunto muy bien orquestado. Claro, falta hablar del protagonista, Leonardo Di Caprio.
Actor hoy fetiche de Scorsese, con quien ha colaborado en sus últimas cuatro películas, pero que personalmente no termina de convencerme. Porque además de sobreactuar, escandalosamente en muchos momentos, su interpretación no talla a la altura de lo que pide el guión para el atormentado agente federal. Nunca me resultó creíble su cara de niño inocente, pero ahora, algo más madurito, persiste en él ese aspecto infantil aunque con un aire más cansado, que no llega a cuadrarme ni en este tipo de personaje ni en otros recientes de su carrera, como es el caso de Revolutionary Road. Opinión absolutamente personal y por tanto subjetiva, que no pretende restarle méritos al conjunto, pues se trata de una de las mejores películas estadounidenses estrenadas en los últimos tiempos.

Plano secuencia (I): Orson Welles, Touch of Evil (1958)

Con este post se inicia una nueva sección en el blog, en la que se podrán ver y comentar distintas escenas  de cine realizadas en plano secuencia. Un plano secuencia es una secuencia rodada de manera continua, sin cortes de ningún tipo, en el que la cámara se desplaza siguiendo la acción hasta la finalización total del plano, y que implica muchas veces extensos y complejos movimientos de cámara. Casi todos los cineastas han estado haciendo tomas largas en sus películas prácticamente desde que se inventó el medio; de hecho, las primeras películas tenían escasas modificaciones en las escenas, limitándose el montaje a la unión de cada una de ellas con más o menos alteraciones en el espacio y en el tiempo. Una de las películas más importantes rodada con secuencias largas en tiempo real y sin cortes es Rope (1948), de Alfred Hitchcock, que se rueda en su totalidad en una habitación durante 80 minutos. Un interesantísimo experimento cinematográfico para la época y el cine norteamericano, pero la dificultad surge cuando se obliga a la cámara a moverse, seguir a los personajes, cambiar el enfoque, la iluminación, etc… El primer gran paso respecto al experimento de Hitchcock con un amplio movimiento de cámara lo da diez años después Orson Welles en «Touch of evil» (Sed de mal, 1958). La escena comienza cuando alguien coloca una bomba en el maletero de un coche. Mientras la cámara se mueve hacia arriba, introduce los personajes. Aunque estamos centrados en la pareja, de modo subliminal, la bomba está todavía en nuestra mente, logrando así un primer objetivo: que el espectador no pierda detalle de aquello que está por suceder. Un alud de contrapicados, travelling y sorprendentes angulares de excelente planificación prosiguen hasta completar la secuencia, en la que se introducen todos los elementos fundamentales en la película. Una joya del expresionismo a la que vale la pena dedicar unos minutos.

Como curiosidad, decir que en su primera versión Univesal colocó los créditos de apertura intercalados en la secuencia, lo que no agradó nada a Welles, motivo por el cual reedita posteriormente la película reinstaurando la escena limpia de créditos. Touch of evil fue un fracaso comercial de lanzamiento en Estados Unidos. Calificativos como pretenciosa, basura, folletinesca o sórdida fueron algunas de las lindezas que la crítica tuvo a bien colocarle, además de clasificarla directamente como película de serie B. No así en Europa, donde obtuvo diversos premios y reconocimientos. Finalizado el rodaje, Welles se marcha del país y no volvería a trabajar para ningún estudio de Hollywood.