Headhunters, de Morten Tyldum

Del director noruego Morten Tyldum, Headhunters es una adaptación del best seller homónimo del músico y escritor de novela negra  Jo Nesbo, convertido para la pantalla en un thriller salvaje lleno de asesinos excéntricos que combina sórdidas explosiones de violencia con una delirante sátira del espionaje empresarial.

Roger Brown (Aksel Hennie) es un cazatalentos con síndrome de hombrecito por su estatura (1,68 es muy poco para un nórdico) y su aspecto de poca cosa, que alimenta su necesidad de liquidez constante con el robo de obras de arte. Utilizando la información que le brinda el trabajo como pollster de candidatos para puestos ejecutivos, Roger irrumpe en las casas de sus contactos y remplaza su arte por copias baratas. El dinero lo necesita para saldar las enormes deudas que genera su vida fastuosa y mantener feliz a una esposa escultural que cree no merecer (Synnove Macody Lund, crítica de cine y debutante como actriz), propietaria de un galería de arte. Buena posición social y mucha pasta para gastar justifican sus razones para que semejante hembra continúe enamorada de alguien tan insignificante como él. Claro que, las cosas se complican cuando una de sus víctimas resulta ser un ex-mercenario del ejército (Nikolaj Coster-Waldau, el de Juego de Tronos) especializado en la detección y persecución del personal vía GPS. A partir de aquí se suceden espeluznantes asesinatos, infidelidades, cambios de juego y confusiones de identidad dando como resultado un conjunto laberíntico de giros, falsas complicidades y pistas engañosas que dan poca tregua al espectador.

El actor Askel Hennie, se ve mucho mejor luciendo su alopecia

Headhunters se sucede a un ritmo vertiginoso, aunque después de una primera mitad  brutal el ritmo decae levemente para remontar al final. Muy al estilo de Hitchcock, el suspense se regocija en un protagonista cruel y grotesco que cae en desgracia pero se las arregla para, usando su ingenio, sacar las fuerzas necesarias y lograr sobrevivir. El elemento fuerte es la trama bien construida, que se retuerce y mantiene a la audiencia cautivada y entretenida. A lo que se añade el uso del splastick y del gore, con algún que otro susto pero sin regocijarse, y las bromas sarcásticas en momentos inapropiados estimulando cierto humor cínico con reminiscencias a los Hermanos Coen en Sangre fácil. Destacable también el realismo y la gracia con el que se retrata el personaje de Roger Brown –con más vidas que un gato, eso sí-, aunque la tónica general de los personajes presente como denominador común una palpable superficialidad. Asken Hennie ofrece una actuación suficientemente convincente del hombre de negocios inseguro, confundido y atrapado en un laberinto de engaños. En general, thriller bien armado y muy entretenido, no sería de extrañar que algún vulgar remake se estuviera cociendo ya al otro lado del Atlántico.

 

Alois Nebel, de Tomáš Lunák (2011)

Alois Nebel es un largometraje de animación checo dirigido por Tomáš Lunák, que adapta la novela gráfica homónima escrita por Jaroslav Rudiš con dibujos de Jaromír Švejdíka. La película está realizada en rotoscopia, técnica que consiste en animar los movimientos del dibujo plano a plano siguiendo una previa puesta en escena real. El resultado en este caso es excelente: los ochenta minutos de duración parecen fluir con asombrosa naturalidad por la pantalla hasta el punto de que el espectador olvida que se trata de una animación. Visualmente, es una delicia absoluta, y el blanco y negro combina perfectamente con el tono atmosférico de la historia.

Claramente influenciada por el cine negro clásico, y evocando también alguna de las películas checas más famosas de los años setenta (Trenes rigurosamente vigilados), Lunák teje un auténtico hechizo en torno a Alois, un empleado ferroviario de mediana edad que trabaja en una estación de tren en la región montañosa de la República Checa fronteriza con Polonia. Corre el año 1989, la radio da constantemente noticias sobre checos que intentan huir a través de los pasos fronterizos y el muro de Berlín está a punto de caer. Alois, con su monótona vida y su rostro sombrío parece estar de vuelta de todo. Pero los aires de cambio político evocan obsesivamente fantasmas del pasado al final de la Segunda Guerra Mundial. La niebla y la lluvia acompasan su tortura hasta terminar en un sanatorio. Cuando sale de allí, el mundo ha cambiado: el muro que divide Europa ha desaparecido, la revolución de terciopelo ha mandado al traste el régimen comunista y la vieja estación de Bílý Potok ha encontrado quien le sustituye.

Alois Nebel evoca cuentos clásicos e historias ancestrales: el bosque oscuro, las casas aisladas en las colinas, los trenes y las estaciones solitarias, las tormentas, la incesante lluvia, pero es absolutamente moderna en todo lo demás. La película repasa momentos cruciales de la historia europea resonantes todavía en la memoria de muchos, pero también es la historia de un hombre, de su vida cotidiana y la insidiosa realidad que le rodea. Alois se ve envuelto en una maraña de traiciones, historias de contrabando, fugitivos que huyen en la noche y el  recuerdo de una mujer de su pasado. Alois se muestra casi siempre estoico y pasivo frente al mundo exterior. A pesar de ello, la historia resulta conmovedora y hay una gran sensibilidad y empatía bajo cada escena de esta joya, destinada probablemente a convertirse en un clásico de la animación europea. Al tiempo.

Érase una vez en Anatolia (Once upon a time in Anatolia), de Nuri Bilge Ceylan. 2011.

Como la cartelera no anda para demasiadas fiestas, buceamos en la red para sacar a flote películas que jamás llegan a nuestras salas. Es el caso de la última de uno de los más sublimes estetas del cine moderno, el turco Nuri Bilge Ceylan, que no vine sino a confirmar su gran talento, su capacidad de sorprendernos con mucho más en cada una de sus propuestas.

Delicias como esta nos introducen en una sensación de magia, porque de vez en cuando, en este mundo de vacuidad, tal belleza aparece. La primera mitad sigue una caravana de tres automóviles a través de colinas sinuosas y caminos de estepa en Anatolia. En la oscuridad de la noche, dos asesinos confesos tratan de recordar donde enterraron un cadáver. Junto a ellos, el jefe de policía (Yilmaz Erdogan), el fiscal (Taner Birsel), el forense (Muhammet Uzuner), dos excavadores, otros policías y los conductores. Poco a poco las imágenes conquistan la mente. Son silenciosas, pero llenas de violencia; vacías, pero cargadas de secretos. La noche se prolonga hasta despuntar el día, el cuerpo del delito no se encuentra y los hombres  están más y más cansados. Gran parte está filmada en la oscuridad iluminada solo por los faros de los coches o una lámpara del pueblo donde se detienen a descansar. Aparentemente poco sucede y, sin embargo, todo es más complejo de lo que aparece a primera vista. Vivimos tiempos en los que todos somos culpables de algo, el cuerpo del cadáver es solo el medio para construir una epopeya acerca de los sentimientos ocultos, la emoción reprimida, la culpa, la justicia, el miedo, el existencialismo, la mentalidad provinciana y hasta el futuro de Turquía como parte integrante de una Europa en constante construcción y deconstrucción. Y funciona, porque Ceylan ofrece una simbiosis perfecta entre forma y contenido: el cadáver significa cosas diferentes para cada uno de ellos y Ceylan es el forense que nos muestra la autopsia existencial de sus personajes y de su Anatolia natal.

En la segunda mitad, cuando la noche deja abrir el día, la película inevitablemente pierde algo de su mística. Los caminos se dirigen entonces a  revelaciones que cuestionan el valor de conocer la verdad. El día descubre los relatos que el director dibuja con un trazo casi impresionista: unas cuantas pinceladas, un puñado de frases dejadas caer le bastan para sugerir e insinuar un crisol de sentimientos. No en todos los momentos logra la genialidad, pero en cada uno de ellos consigue, al menos, capturar un retazo de vida. Hacernos participar de la fatiga del equipo, de las impresiones de cada uno, de su particular drama. Solo unas pocas líneas de diálogo y primeros planos increíbles de sus caras bastan para desplegar el mundo particular de cada cual entre conversaciones banales acerca del yogur de búfala, males de próstata o leyendas urbanas. Un abanico de historias para todos los gustos: las hay ingenuas, sucias, viscerales, desafortunadas y hasta estúpidas. Todo lo muestra el director mediante una ensalada de colores tenue servida por la fotografía de Gökhan Tiryaki, supervisada por el propio Ceylan, con una elegancia en sus miradas capaz de hacer de un caserío perdido en medio de la estepa de Anatolia el lugar más acogedor sobre la tierra. El cine es como los sueños, una gran mentira, pero también una gran gozada. Puede que con el tiempo merezca la etiqueta crítica de obra maestra, de momento va por delante el Gran Premio del Jurado en el último Festival de Cannes. De lo que no cabe duda es que no me importaría ver las dos horas más que Ceylan cortó en el montaje para dejarla servida en 157 minutos. Excelente, sin más.

Clockers, de Spike Lee

Por razones que no vienen al caso, este blog no podrá actualizarse con nuevos contenidos hasta dentro de unas semanas. Parece un buen momento para este artículo, publicado en el número de septiembre de la revista digital La Caja de Pandora, con la que colaboro y a la que os invito a acceder a su contenido completo desde el link de la barra lateral.

Unos títulos de crédito, que ponen rápidamente al espectador en situación, dan buena cuenta de que Clockers no es para estómagos sensibles. Sangre todavía fresca rezuma sobre cuerpos jóvenes inertes, restos de tejido cerebral y gargantas reventadas a balazos. Grafitis, música rap, sirenas rojas y azules comparten la mirada acostumbrada de las gentes que acompañan el dantesco espectáculo. En los bancos de la plaza del gueto negro de Brooklyn se reúnen a diario un puñado de rappers para traficar con crack. El cabecilla del negocio es Rodney Little, el proveedor que recorre las calles en silencio con su coche negro. En tono paternal, seduce a los jóvenes: «Tú eres como mi hijo», le dice a Ron Strike, camello de medio pelo, mientras predice un gran futuro para él. El vendedor de comida rápida, hasta ahora hombre de confianza, le ha traicionado. Si Strike quita de en medio al traidor conseguirá ser su nueva mano derecha y tal vez logre salir de la calle, ganar más dinero y escalar puestos en la organización. Strike se pasa el día en los bancos de la plaza. Hasta ahora, confiar en Rodney ha sido rentable, para muestra la estupenda colección de trenes en miniatura con la que juega alucinado, pese a que nunca ha subido a uno. Porque Strike jamás ha salido de Brooklyn.

Han pasado 15 años desde el estreno de Clockers. Técnicamente podríamos estar hablando de un clásico de cine y sin embargo la historia y los personajes serían trasladables -con muy pocas reservas y todas de mero decorado- a la actualidad. Rodada en 12 semanas, iba a ser dirigida por Martin Scorsese, quien había adquirido los derechos de la novela. En ese caso, Robert De Niro y no Harvey Keytel hubiese encarnado al héroe de la película. Como quiera que en aquellos momentos el rodaje de «Casino» se complica, finalmente es Spike Lee quien se encarga de la dirección y Scorsese de la producción.  Lee exigió como condición cierta libertad creativa, que se materializó escribiendo el guión en colaboración con Richard Price, autor de la novela homónima. El llamado clocker es un traficante de drogas a pequeña escala, lo que comúnmente denominamos camello, ese que ocupa el último lugar en la jerarquía del narcotráfico menudeando con drogas para conseguir dinero rápido. Clockers describe con precisión la situación de los jóvenes afroamericanos que viven en los barrios más pobres, niños excluidos convertidos en adultos destructivos que sobreviven a la que se reclama sociedad más moderna del mundo,  sin ninguna perspectiva a corto plazo de que su destino pueda cambiar.  En el mundo del cine norteamericano, este hombrecillo de pequeña estatura llamado Spike Lee ha logrado lo más difícil: equilibrar sus intereses como cineasta comprometido con la superficialidad de la industria de Hollywood. Tarea nada baladí dentro del negocio actual del cine estadounidense, dominado por superproducciones de altas miras taquilleras en las que guión, presupuesto, actores e incluso los finales de las películas no pertenecen a sus cineastas en el noventa por ciento de los casos. Spike Lee es de esas rarezas que ha sabido mantenerse como director y productor representando otro cine, el que retrata la problemática de los afroamericanos, pero también el de todos los que nunca comulgaron con la política impuesta por los grandes estudios. Sus películas, más allá de reflejar la problemática racial, también son el espejo de una sociedad eminentemente cruel donde la discriminación de las minorías es una constante infranqueable que el propio sistema ha acabado asumiendo como natural.

Pero Clockers es bastante más que una película racial. El color de la piel es el telón de fondo en el que se mueve una sociedad enferma, incapaz de ofrecer salidas a quienes tuvieron la mala fortuna de nacer en el lugar equivocado. No son las favelas brasileñas ni un suburbio residual de cualquier ciudad del tercer mundo, pero se le parece mucho. A menos de 1000 metros, sumas ingentes de dinero se manejan en otra clase de bancos, rodeados de grandes avenidas repletas de glamurosas galerías para turistas millonarios. Detrás de esas postales de ensueño coexiste un mundo enrarecido, deformado por las drogas y falsas lealtades que arrebatan los pocos sueños de niños y hombres consumiéndose en su lento suicidio. Las únicas limitaciones son las impuestas por la presencia policial, cuestionable en sus métodos, ineficiente, pero casi constante. Los pequeños traficantes viven una relación simbiótica con la policía de narcóticos, es como si dependieran unos de otros para definir sus funciones. El héroe de la película es el detective blanco Rocco Klein, interpretado por Harvey Keitel. Rocco y su colega Larry (John Turturro) patrullan las calles y registran periódicamente a los camellos en busca de la mercancía. A su manera, también ejercen de clockers, pero su amo es un sistema más preocupado por criminalizar al último eslabón de la cadena que por encontrar y ofrecer nuevas perspectivas de vida para estos jóvenes que se repiten en tantas y tantas ciudades de nuestro querido mundo civilizado. Algunas de las escenas más desgarradoras de la película muestran la convivencia de la policía con este submundo donde drogas y muerte que forma parte indivisible de la rutina cotidiana. La escena en la que examinan el cadáver de Darryl Adams, el tendero de comida rápida cosido a balazos, es escalofriante. El tono cínico de la conversación de los policías al observar los restos in situ, en presencia de los transeúntes, da la medida del valor otorgado a la vida cuando se trata de los desahuciados de la sociedad. En un microcosmos que gira en torno a  drogas y armas es imposible que se preocupen por cada una de esas vidas que se pierden. Rojo sobre negro, como afirma Lee cuando dice que las drogas y las armas son las dos asignaturas pendientes a las que se enfrenta la población afro-americana de los suburbios neoyorkinos mientras labran en silencio su propio genocidio. Solo queda esperar que la muerte no te señale como su próximo objetivo.

Clockers es también bastante más que un drama sobre drogas. Spike Lee consigue pasar la tragedia social por el tamiz de una película de género a base del dinamismo escénico que caracteriza su manera de hacer cine. El resultado es un thriller de suspense en el que pende constantemente la duda sobre la autoría del asesinato. Thriller en el que hay cabida también para la sensibilidad y el humanismo cuando describe la cara más amarga de Nueva York. Cuesta adaptarse al lenguaje y los signos que emplean los camellos de baja estopa en las conversaciones sobre música o videojuegos, pasto todos ellos de violentos raperos que empuñan pistolas de segunda mano en el reclutamiento de nuevas generaciones. Una airada y reivindicativa madre teme por su hijo, y no duda en emplease con sus propios puños si con ello puede evitar verle condenado al abismo. Al fondo, la figura de un hombre se pasa el día limpiando el polvo de la barandilla del porche mientras ordena la vida y la muerte. El sol es lo único que ilumina la plaza rodeada de grises edificios suburbiales que se repiten a su alrededor. En el centro, la glorieta y unos cuantos bancos oxidados son testigo mudo del miedo perenne de  un chico llamado Strike, el personaje más manoseado, insultado y golpeado de la función para quien, a pesar de todo, Lee prepara un final optimista. Porque al final de la película Strike huye y consigue salir del barrio, aunque sea porque no le queda otra alternativa. Pero tras la huída y la conversión de su sueño ferroviario en realidad coexiste una inmensa amargura. Si algo queda patente es que los anhelos del pobre desgraciado no alcanzan más que a eso, a escapar lo más lejos posible. «Que no te vuelva a ver por esta ciudad», le dice Rocco. Lee abre para Strike el camino hacia la esperanza, una esperanza no redimida porque la única acción sensata es, de manera simbólica, lograr salir de ese mundo para siempre mientras poco o nada cambia: otros Strikes ocuparán su lugar y  perecerán bajo las estadísticas de la muerte, nuevos números sin rostro que agonizan cada día tras el gran negocio del tráfico de drogas. No está de más pinchar el glamuroso globo neoyorquino y echar un vistazo a estos daños colaterales del sueño americano. Porque como escribiera Lorca allá por 1929 en su época en Nueva York, «debajo de las grandes multiplicaciones siempre hay una gota de sangre de pato».

Los mejores títulos de crédito (4): Nicholas Ray, They live by night (Los amantes de la noche)

Mucho antes de Rebelde sin causa, de 55 días en Pekín, de Rey de Reyes o de Johnny Guitar, Nicholas Ray ya había demostrado su talla como auténtico genio. Es el caso de Los amantes de la noche, rodada en 1948, solo un año antes que Side Street, con la que comparte pareja protagonista y también -como aquella- catalogada serie B por su bajo presupuesto. Se trata de una película muy negra, que muestra sin demasiadas concesiones unos personajes irremisiblemente marcados por un destino que actua como tela de araña en la que sólo pueden enredarse más y más hasta ahogarse por completo. Unos créditos de inicio espectaculares para la época marcan el tono definitivo de la película: la fatalidad cerniéndose sobre los personajes y la huida como medio para escapar de sus certeras garras. Aunque, a medida que avanza el metraje, la parte más negra de la historia se va disolviendo narrativamente entre el mundo íntimo de unos amantes que intentan huir de ese destino implacable. El triunfo del amor sobre la maldad, vencida por un final tan emocionante como lírico.

La primera escena es un plano de la huida de los fugitivos que vemos a la vez que los créditos, que por aquel entonces se mostraban siempre al comienzo.  Ray puso en serios apuros al mismo Huseman, productor de la película y amigo suyo, al exigir un helicóptero para el rodaje desafiando los evidentes riesgos que suponía sobrevolar un coche a toda velocidad, aproximarse en pleno vuelo para tomar los planos, seguir la huida y posteriormente alejarse. Era la primera vez en la historia del cine que se utilizaba un helicóptero como medio técnico en un rodaje, y obtuvo como resultado una de las escenas más arriesgadas del Hollywood de la época. El mismo Ray ensayó desde el helicóptero las tomas a hacer, aunque finalmente sería Paul Ivano, conocido operador de cine mudo francés, quien acabaría filmando la secuencia definitiva. 4 intentos fueron necesarios para obtener estos antológicos planos que componen los títulos de crédito y la primera secuencia. Una extraordinaria secuencia inicial, pero hay muchas más en la película, cuya característica más sobresaliente es estar filmada con nervio y ritmo trepidantes. Cine negro que, más de sesenta años después, mantiene una frescura que realmente asombra. El cine, decía Godard, es Nicholas Ray.

Carlos (Olivier Assayas, 2010)

El 15 de agosto de 1994, cuando Ilich Ramírez Sánchez, alias Carlos, el Chacal, el terrorista más peligroso y buscado de la década de los 70, dormía profundamente junto a su mujer y su hija pequeña, fuerzas de seguridad sudanesas irrumpían en su apartamento suministrándole una fuerte dosis de sedantes de la que despertaría en un avión rumbo a Paris: «Está usted detenido, está usted en territorio francés».

Es la última escena de la película, versión reducida de la serie para TV de 330 minutos, que se adentra a través de este personaje en el fenómeno del terrorismo de los años 70 y 80, poco antes de la caída del muro de Berlín. A pesar de la abundante investigación histórica y periodística, sigue habiendo controversias y zonas grises en la vida del Chacal, un fantasma, un mito, un asesino y uno de los actores más enigmáticos de la Guerra Fría. La película es para verla como un trabajo de ficción que recorre dos décadas en la carrera del sanguinario terrorista. Poco que ver con un biopic o un documental, las relaciones entre los personajes son imaginarias -como advierten los créditos iniciales- y el guión está basado únicamente en antiguos testimonios no corroborados y registros policiales que permiten establecer fechas y condenas. Sin embargo, resulta perfecta y muy detallada la caracterización de la época, han sido 100 días de rodaje, 120 actores y localizaciones en diez países (Trípoli, Bagdad, Argel, Damasco, Budapest, Berlin, hasta Jartum), a lo que cabe añadir un muy buen ritmo narrativo, interpretaciones más que aceptables, constantes cambios de idioma (ni se les ocurra verla doblada) y el necesario uso de los saltos temporales que obligan al espectador a resituarse, solo por breves momentos, fruto de la compresión de la larga serie en una sola película.

La cronología del terror comienza en Paris, en 1973. En veinte años, el joven venezolano Ilich Ramírez pasa de abogado marxista que trabaja clandestinamente para el Frente Popular para la Liberación de Palestina y balbucea consignas sobre la  revolución mundial y la guerra de los oprimidos, a mercenario sin escrúpulos, pupilo a sueldo del mejor postor, todo sin embargo sin abandonar el paraguas revolucionario, que deja de tener sentido global tras el fracaso del piloto soviético. La red de apoyos que va tejiendo Carlos a lo largo de los años, con la que consigue crear su propia organización en Siria, Yemen, Libia o Irak, y también en Hungría, Rumanía, Bulgaria o Alemania Oriental -hablar seis idiomas es útil en estos casos-, es un tejido de alianzas que en última instancia pone de manifiesto la locura de la historia contemporánea, los enredos de la diplomacia, la política exterior y el terrorismo, mientras asoma el paternalismo de algún servicio secreto -larga, la mano de la KGB-. Todo ello sustentado y alegado en  base a unos fines idealistas teóricos que, sin embargo, no parecen tan alejados, en cuanto a honestidad de principios prácticos, de los del pretendido enemigo a combatir. Tal vez por ello, tras la reconfiguración de fuerzas mundiales que supuso la caída del muro, Carlos pierde su sentido existencial, los servicios secretos ya no pueden apoyarlo y comienza entonces la larga agonía del líder en solitario, dispuesto ahora a convertirse al islam, si fuese necesario, con tal de obtener asilo político donde cobijarse.  El tránsito desde el idealismo de un terrorista anticapitalista, convencido de que la lucha armada es el único medio para alcanzar el objetivo y él mismo su más digno representante, a mercenario a sueldo, asesino pragmático que se autojustifica por la premura económica revolucionaria, medida -como no- en petrodólares que se ingresan directamente en su cuenta bancaria. Paralelamente, vemos discurrir la evolución personal, la transformación de su cuerpo hacia la madurez y su turbia y casi siempre fracasada relación con las mujeres.

A pesar de la longitud (160 minutos), Assayas ofrece un interesante recorrido por la política internacional de la última parte del siglo XX, narrado a modo de thriller de espionaje en su versión más clásica, y construido a partir de un personaje carismático, violento y frio, pero a la vez tremendamente magnético. El ritmo es trepidante, con abundantes escenas de acción, la reconstrucción histórica lo suficientemente esmerada, mientras el discurso crítico y social, en el que no falta el ingrediente romántico, ofrece un retrato bastante fidedigno del momento predecesor del actual panorama mundial. Entretenida, bastante didáctica y digna de ver por la autenticidad en todos y cada una de los planos y secuencias, aunque hay que advertir del rechazo de su protagonista, que la ha tildado -desde la cárcel en la que actualmente cumple condena por asesinato- de burda manipulación de su personaje.

Monsieur Verdoux (Charles Chaplin, 1947)

«Verdoux es un Barba Azul, un insignificante empleado de banco que, habiendo perdido su empleo durante la depresión, idea un plan para casarse con solteronas viejas y asesinarlas luego a fin de quedarse con su dinero. Su esposa legítima es una paralítica, que vive en el campo con su hijo pequeño, pero que desconoce los manejos criminales de su marido. Después de haber asesinado a una de sus víctimas, regresa a su casa como haría un marido burgués al final de un día de mucho trabajo. Es una mezcla paradójica de virtud y vicio: un hombre que, cuando está podando sus rosales, evita pisar una oruga, mientras al fondo del jardín está incinerando en un horno los trozos de una de sus víctimas. El argumento está lleno de humor diabólico, una amarga sátira y una violenta crítica social.»

(Charles Chaplin, My autobiography, 1964)

La historia de Monsieur Verdoux está inspirada en la vida de Henri Désiré Landru, también conocido como Barba Azul, un asesino en serie francés guillotinado en 1922 tras haber robado y matado al menos a 10 mujeres después de seducirlas. La idea del galán depredador que se casa con mujeres para posteriormente acabar con sus vidas ha aparecido en la literatura de manera recurrente y también en el cine, en películas de autores tan diversos como Chabrol (Landru, 1962) o Laughton (La noche del cazador, 1955). Orson Welles fue de los primeros que quisieron llevar a la pantalla la historia de Landru, y escribió un guión para que Chaplin lo interpretara. Pero en el último momento Chaplin decidió comprar ese guión y transformarlo dándole su propia interpretación. Algo que se aparta de la norma habitual de su obra, ya que hasta la fecha todas las películas habían sido escritas íntegramente por el propio Chaplin, motivo por el que en los créditos aparece la referencia «basada en una idea original de Orson Welles».

La película abre con Verdoux, ya ejecutado por sus crímenes, narrando desde la tumba:

«Buenas tardes. Como pueden ver, mi nombre es Henri Verdoux. Durante 30 años fui empleado bancario, hasta la crisis de 1930, cuando perdí mi empleo. Decidí entonces dedicarme a la liquidación de miembros del sexo opuesto, un negocio estrictamente comercial destinado a mantener a mi familia. Pero les aseguro que la carrera de Barba Azul no es nada rentable. Sólo un optimista impertérrito podía embarcarse en tal aventura. Desgraciadamente, yo lo era. El resto es historia.»

Película excepcional, muy bien dirigida y actuada a la perfección por el propio Chaplin. Verdoux ha pasado treinta años de su vida contando el dinero de los demás como empleado en un banco. Pero la crisis de 1929, que deja sin trabajo a millones de personas, le convierte en el banquero sin banco que ideará su propio modo de salir adelante, dedicándose a obtener ingresos despiadadamente a base de métodos sociópatas. Una comedia irónica y negrísima, paradoja de una sociedad hipócrita y arrogante, escandalosamente divertida por momentos, sentimental en otros, tan delicada como grave cuando debe serlo, que levantó ampollas tal vez por adelantarse demasiado a su tiempo, cuando se estrenaba en 1947. «Asesinar a una, dos o diez personas te convierte en un canalla, asesinar a millones tal vez en un héroe. Las cantidades santifican», dice el protagonista minutos antes de ser guillotinado. La moraleja: si la guerra es la extensión lógica de la diplomacia, el asesinato es la consecuencia natural de los negocios. La película llega incluso a incluir un montaje en imágenes que muestra a empresarios arruinados saltando por las ventanas o a Hitler y Mussolini codeándose. Chaplin no escatima en la rotunda condena del capitalismo y la agresión militar. Y mientras en Estados Unidos se había recibido con cierta simpatía la parodia del nazismo de El gran dictador, el asesino modesto -un simple aficionado comparado con la máquina de la guerra, tal como se declara antes de morir- figurado por Monsieur Verdoux, fue acogida con rechazo, retirándose de la cartelera pocas semanas después de su estreno e incluso prohibiendo su exhibición en algunos Estados. Chaplin se vio en situación de tener que dar explicaciones públicas sobre su orientación política y múltiples justificaciones acerca de su patriotismo: se abría el camino de su exilio político hacia Europa, en los años cincuenta.

Side Street, de Anthony Mann

Al hilo iniciado en el anterior post, películas de bajo presupuesto que llegan a sorprender, me senté a ver Side Street, dirigida por Anthony Mann en 1950, una de las últimas que rodaría dentro del género negro junto al director de fotografía Joseph Ruttenberg, responsable, entre otros, de manejar la cámara en trabajos como Luz de Gas (George Cukor, 1944), Mrs. Miniver (Willyam Wilder, 1942) o más tarde Gigi (Vicent Minelli, 1953). Con los años ambos, director y cámara, se convertirían en dos de los nombres de más prestigio del cine de género. A partir de 1952, Mann da un viraje a su trayectoria decantándose por el western. Este cambio de rumbo hacia la producción de sus propias películas se hace, sin embargo, conservando ciertas reminiscencias de su paso por el cine negro, con James Stewart como protagonista y por un período relativamente breve, porque hacia final de la década abandona Hollywood para trabajar en Europa en películas épicas de gran presupuesto, como El Cid (1961) o La caída del imperio romano (1964).

Cuando Side Street sale comercialmente a cartelera en 1950, la pareja protagonista, Farley Granger y Cathy O’Donnell, acaba de estrenar solo unos meses antes They Live By Night (Los amantes de la noche), dirigida por Nicholas Ray, lo que probablemente restó créditos a la película de Mann, dada la repercusión mediática de su precedente. Side Streeet tiene una marcada orientación de La ciudad desnuda (dirigida por Jules Dassin, 1948): comienza con vistas aéreas de la ciudad de Nueva York y se sirve de un narrador que mediante voz en off conduce al espectador, iniciándole al argumento y meditando sobre la vida de los habitantes de la ciudad y la complicada situación de Joe, el protagonista, un cartero al que le surge la tentación de robar 200 dólares para salir de las dificultades económicas que atraviesa. Cometido el delito, encuentra, para su sorpresa, que los 200 resultan ser 30.000, y es entonces cuando comienza el largo y oscuro descenso hacia los problemas para Joe Norson. El dinero que ha robado, aunque él todavía no lo sabe, es parte de un chantaje entre un abogado corrupto (interpretado con aplomo férreo por Edmon Ryan) y un ex-convicto (James Craig). Al bueno de Joe, el simple hecho de ver semejante suma le provoca un profundo sentimiento de culpabilidad y planea devolver de inmediato el dinero para recuperar su vida, austera, de trabajo precario y escaso dinero, pero normal en definitiva. A partir de aquí, un cúmulo de circunstancias convierten al film en una carrera entre la moralidad de Joe y el submundo de violencia, chantaje y corrupción de los bajos fondos neoyorkinos.

Entre los temas favoritos de Anthony Mann siempre ha estado el sufrimiento de sus personajes. Con la característica de que los protagonistas de sus películas soportan esa violencia con un sentido cercano a lo poético, subrayado casi siempre por la fotografía, claustrofóbica, que ayuda a crear una atmósfera cercana al simbolismo expresionista. El pánico, la culpa y la inseguridad son palpables en el rostro de Joe, que pasa casi toda la película empapado en sudor mientras trata de deshacer su propio mal. Y es que Joe Norson no quiso nunca robar 30.000 dólares. Como él dice, 200 hubiesen sido perfectos para pagar un médico a su esposa (que está a punto de tener un bebé) en una habitación privada de un hospital, en lugar de conformarse con la caridad de la beneficencia. A él le gustaría ese abrigo de visón que ve cada mañana de camino al trabajo en un escaparate, poder llevarla a Paris. Pero en última instancia son solo sueños, sus aspiraciones  son más modestas, como las de la mayoría de la gente. Tener una casa propia, mantener a su familia, no tener que vivir con los suegros, por buena gente que sean. El policía amigo de Joe le confiesa su intención de retirarse anticipadamente, marcharse a Florida, ahora o tal vez nunca. Otro, degradado en su profesión, era eso o ser despedido. Hasta uno de los chantajistas se entusiasma con el dinero que ha robado porque le servirá para costear la educación universitaria de su hijo. Todos los personajes de la película, policías, criminales o cantantes de cabaret tienen en definitiva las mismas modestas aspiraciones.

Lo que hace que Side Street se haya convertido en película de culto no es tanto el argumento como la capacidad de Mann para explorar la violencia como factor intrínseco a la psicología de los personajes, mediante un ejercicio estilístico de gran fuerza expresiva y una puesta en escena volcada en el verdadero protagonista del film: la ciudad de Nueva York. Porque todo este simbolismo poético queda inmerso en el entorno realista de la gran urbe, donde los personajes aparecen pequeños y sus metas, insignificantes. El film cuenta con un buen número de localizaciones, ángulos inusuales, objetos y personajes meticulosamente colocados, fuertes contrastes de luz y oscuridad, picados, contrapicados, cambios de profundidad de foco, y una carga mayoritaria de escenas rodadas en exteriores, procurándose Mann de que en cada plano los rasgos de Nueva York resulten bien visibles: a través de la ventana de una casa, desde el tejado de un edificio o desde el interior de un despacho, como fondo de una conversación que discurre en el banco de un parque o a bordo de un vehículo, la película se mueve al ritmo que marca la ciudad.

El enfrentamiento  final, alternando entre vistas aéreas (de calles imposiblemente estrechas en las que deambulan coches diminutos) con el interior de un taxi, es una de las mejores persecuciones policiales vistas en el cine clásico. Los cambios de ángulo crean un efecto claustrofóbico y de desorientación tal, que Manhattan queda transformada en un enorme laberinto de cemento, calles y sombras para acabar desembocando en el mismo punto donde todo comenzaba. En definitiva, se representa un mundo altamente moral (aderezado con una historia de amor bastante fuera de los parámetros del género), donde un paso en falso te puede llevar, inexorablemente, al abismo. A medida que avanzan los minutos, Nueva York dejar de parecer el reflejo resplandeciente de la promesa del sueño americano, y en la escena final se convierte en un estrecho y oscuro desfiladero, «una jungla arquitectonica donde«, como dice el narrador al comienzo, «tiene lugar la caza del hombre por el hombre«.

Animal Kingdom, de David Michôd

Animal Kingdom es el primer largometraje del escritor australiano David Michôd, quien hasta la fecha trabajaba como editor en su país. Se trata de un drama criminal de combustión lenta ambientado en los bajos fondos de Melbourne, protagonizado por Guy Pearce (L.A. Confidencial, Memento), Ben Mendelsohn, Jacki Weaver y Joel Edgerton. La película fue la ganadora del Gran Premio del Jurado del Festival de Sundance en la pasada edición. Con su melena teñida de rubio, brillante mirada de ojos azules y una sonrisa feroz, lady Smurf es la matriarca de una camada que se dedica al robo a mano armada, la extorsión y el narcotráfico, en cuyas redes acaba cayendo Josh Cody,  joven cachorro de 17 años cuyo único delito es acabar de quedar huérfano mientras veía la televisión junto a su madre que, aparentemente dormida a su lado, acaba de sufrir una sobredosis de heroína. Bajo la custodia de esta especie de Lady Mackbeth que tiene como abuela, el chaval descubrirá el turbulento mundo del hampa donde se mueven sus cuatro tíos. Será entonces cuando aparezca Nathan Leckie, un policía que promete protegerle de su familia y de los agentes corruptos si actúa como informador.

Siendo un thriller criminal de acción, Animal Kingdom es la antítesis de cualquier film hollywoodense actual al uso. No hay héroes que se salven del fuego de ametralladoras, ni coches haciendo increíbles piruetas al aire ni personajes que se suman en un tiroteo final. Animal Kingdom es una película de acción que construye la tensión a través de una escritura inteligente, buenas actuaciones y un ritmo calculado. El planteamiento no dista demasiado del género norteamericano, sin embargo el australiano se aleja suficientemente de la morbosa espectacularidad y ajusticiamientos inherentes al mundo del hampa más habitual y aporta una visión seca, brutal y despiadada de cómo se construye el microcosmos de estos personajes. La figura materna ejerce como superestructura canalizadora de los delirios de sus miembros sin importar tanto las consecuencias como que la unidad interna del clan sea garantizado. A través de la experiencia del joven J Cody, nos va introduciendo en su submundo criminal y en los dilemas que se le presentan en su camino hacia una madurez incierta.

Elegancia sin artificios sería la descripción más acertada sobre cómo están filmadas las escenas de acción, que con una naturalidad pasmosa nos muestran toda su crudeza como un aspecto más de la rutina familiar. Las actuaciones, sin excepciones aportan una carga de expresividad y sinceridad realmente asombrosas, desde el joven y frio protagonista hasta el maquiavélico hermano mayor, pasando por el mencionado Guy Pearce, interpretando a un detective con pocos escrúpulos. Sus expresiones son a menudo ralentizadas por la cámara como recurso visual para enfatizar la profundidad emocional del momento. El ritmo es más bien lento, lo que lejos de restar interés o distraer la atención, repercute en elevar la tensión y la ansiedad en los momentos precisos. El modelo de anti-héroe recuerda bastante a los primeros films de los hermanos Coen, pero la brutalidad inherente y una rotunda elusión del sentimentalismo estándar la acerca tal vez al modelo iniciático de Anthony Mann. David Michôd se apoya en los códigos del género negro para imponer sus propios patrones: violencia casi siempre implícita soportada por imágenes austeras, hasta ásperas, cuyo resultado no es otro que una brutalidad salvaje que permanece latente  y silenciosa a lo largo de dos horas que pasan como si fuesen minutos. Una auténtica lección de cine de género, que a pesar de haberse elaborado con un presupuesto ridículo, ha sabido introducirse en el monolítico mercado internacional de manera sorprendente.

 

Plano secuencia (18): Joseph H. Lewis, Gun Crazy

«Convoqué a todo el equipo de rodaje para explicarles qué quería hacer: «Me gustaría empezar con una señal que diga ‘Bienvenidos a Hampton’, a una milla de la ciudad. Luego cruzamos la ciudad; el chico y la chica hablan, les hacemos entrar, atracar el banco; hacemos que ella tope con el policía en la calle; que hablen; ella le deja inconsciente; suben al coche y se marchan con el botín; salen de la ciudad, con una señal de ‘Está saliendo de Hampton’ a una milla. Y teniendo en cuenta todo el diálogo que hay en el guión, quiero hacerlo en una sola toma». Usamos la parte delantera del mismo Cadillac, pero de un modelo alargado, uno de ésos con más asientos traseros para poder llevar a mucha gente. Sacaron todos los asientos. El técnico de sonido estaba detrás con un equipo móvil. En toda la parte trasera de aquella especie de camioneta o autobús había placas engrasadas de contrachapado, de 2×12. Encima pusimos una cabeza de cámara sobre una silla de montar, y el operador iba sentado en la silla, y para rodar los travellings simplemente le deslizaban en silencio por esas placas engrasadas. Sujetos con correas al techo del vehículo había dos técnicos de sonido con micrófonos, y dentro del coche, pequeños micrófonos de botón que registraban todos los sonidos. Cruzamos la ciudad, y antes de rodar la toma les dije a Peggy (Cummins) y a John (Dall): «Vamos a ver, ya conocéis el objetivo de esta escena. No tengo diálogos porque no hay nada que escribir excepto las palabras que hay que decirle al policía. Éstas ya están acordadas. El diálogo que aportéis consistirá en lo que vayáis viendo. Entráis en una ciudad extraña y si hay gente en el camino, hablaréis de eso». Esos dos chicos eran maravillosos. Lo hicimos en una toma. Y a las 10 de la mañana ya habíamos terminado.»

*Extraído del libro ‘Cine Negro‘ de Taschen.

Parece increíble que una de las escenas más famosas del género se rodase con tanta improvisación. Estos días que han sido festivos he vuelto a ver «Pulp Fiction» y constantemente venía a mi mente, sin relación aparente alguna, el film de Joseph H. Lewis, Gun Crazy (El demonio de las armas). Seguramente poseen en común esa energía característica de las películas de género negro que se califican dentro de la serie B. La narrativa es simple: un chico (John Dall) obsesionado con las armas de fuego crece hasta convertirse en un experto tirador. Comienza a cometer delitos cuando aparece en su vida una mujer (Peggy Cummins), auténtica femme fatale de dudosa moralidad. El elemento femenino, de gran alcance en el género (se me ocurre ahora la leyenda de Bonny and Clyde) interviene en el rol de la película para desencadenar una narativa furiosa y rápida que no permite al espectador relajarse un solo momento. Travelings, picados, contrapicados y planos secuencia se suceden de modo realmente imaginativo. Y todo con un presupuesto minúsculo. Ahora me estoy acordando de La matanza del día de San Valentín, de Corman. Otra que hace demasiado tiempo no veo.

*Capturas extraídas de la web Noirestyle

 

Carancho, de Pablo Trapero

22 muertos por día, 683 por mes, más de 8.000 por año, 100.000 muertes en la última década.
En Argentina, los accidentes de tránsito son la principal causa de muerte en menores de 35 años.
Esto sostiene un millonario negocio en indemnizaciones.

Con esta leyenda comienza Carancho, película dura, incisiva, sin concesiones, dirigida, producida y montada por el propio Pablo Trapero, quien también ha participado en la elaboración del guión. Carancho es en Argentina un ave carroñera que se alimenta de animales muertos y pequeños reptiles. Los personajes hacen honor a la rapaz, pues cual buitres acechan la ocasión para hacerse con un buen botín, formando parte de un engranaje en el que están implicados abogados, compañías de seguros, cínicas privadas, bancos, e incluso la propia policía o el sistema judicial. Todos los ingredientes del cine negro apoyado en dos intérpretes notables, Ricardo Darin y Martina Gusman, que viven su historia de amor, lágrimas y sangre con el telón de fondo del negocio de la mafia, que en esta ocasión toma como escenario accidentes de tráfico reales o ficticios. Interesante trama que podría haber dado bastante más de sí, porque a pesar de que el oficio de Pablo Trapero queda suficientemente demostrado, el conjunto respira demasiados lugares comunes en casi todos sus registros. Desde la temática, que inevitablemente trae a la mente una de las obras más importantes del gran Billy Wilder, Perdición, magistral crónica negra que también exploraba la corrupción de ciertos profesionales y los fraudes de las aseguradoras, a lo que se añaden primeros planos con ciertas dosis tarantinianas o la puesta en escena de un mundo implacable con personajes siempre al filo de la navaja que me evocaban en numerosos momentos la orientación de Scorsese en Al límite, cuyo personaje principal, interpretado por Nicolas Cage, resultaba ser también, qué casualidad, un paramédico montado en una ambulancia. Es precisamente este exceso de lugares comunes los que hacen observar con cierta distancia un fenómeno sociológico que, en principio, se presenta como propio de Argentina, pero también el que Trapero contraponga de manera constante la sordidez del relato con la ternura de una historia de amor entre un turbio abogado con propósitos redentores y la pluriempleada médico en prácticas que ha de recurrir a las drogas para soportar el envite de los abarrotados pasillos de un hospital público.

Lo cierto es que no se le puede negar una demostración rotunda de malabarismo manejando los ingredientes más elementales del cine negro (violencia extrema, ambición, engaños y traiciones, intriga, muerte…), además de saber aprovechar suficientemente los recursos propios del lenguaje cinematográfico para el desarrollo de una trama de estas características (diálogos escasos, abundancia de sonido ambiental acorde a lo narrado, sirenas, choques, tiros, insultos, gritos desgarradores de dolor o los de una máquina de contar billetes), planos cercanos y largos en los momentos más intensos y un uso casi magistral de la elipsis para cuanto debe ser innecesariamente explicado. Todo ello sumado al rápido desarrollo de los acontecimientos, sin treguas para el espectador, al que sumerge, cámara al hombro en muchos momentos, en la intensidad opresiva y abrumadora que se pretende.

Pero toda esta notable utilización de recursos tropieza con un guión que promete pero en realidad avanza poco, porque todas las cartas de la trama se muestran desde el principio y se limita a reiterarlas, si acaso ampliarlas, a lo largo de 107 minutos. También podría haber dado más de sí la propia historia de amor entre los dos personajes principales que, escasamente labrada, resulta a partes iguales artificial y demasiado dependiente del envoltorio, perdiéndose entre trepidantes guardias hospitalarias y la visceralidad de las escenas, dando como resultado una película irregular, que destaca en el manejo de los elementos y en el trabajo actoral, pero con evidentes carencias de guión, a la vez que abusiva en demasiados momentos de los tópicos tantas veces vistos en el género. En la balanza gana esa sensación de dejavú que recorre la película, buena muestra de ello es la increíble escena final, de estética cuidadísima y rodada a modo de plano secuencia, pero que desemboca en un suceso que no desvelaré aquí, tan innecesario para la trama como evocador de otro final made in Hollywood que protagonizaba, hace ya unos cuantos años, un madurito Jack Nicholson y…. (no daré más pistas) en uno de sus trabajos dramáticos más destacados.

Edgar Neville: La torre de los siete jorobados

La torre de los siete jorobados es una película española de corte fantástico, coctel de géneros de terror, negro, comedia y misterio; un film siniestro, expresionista y con un toque gótico, realizado por Edgar Neville en 1944. Por aquellos años el país se encuentra en plena posguerra, período negro recién comenzado de la historia de España, con un panorama social marcado por el hambre, la miseria, las cartillas de racionamiento… imaginen qué situación padecía nuestro cine. La pregunta es: ¿Cómo es posible que en aquel momento alguien pudiera producir una película sin fines propagandísticos cuando, además, tanto el gobierno por activa como el mundo del cine por pasiva despreciaban el género en favor de otro tipo de planteamientos?.

Para dar una explicación razonable es necesario entender, aunque sea de manera sucinta, la figura de Edgar Neville, pues seguramente sólo un personaje de su corte reunía las condiciones necesarias para poder parir este tipo film en semejante coyuntura. Neville era un madrileño apasionado del teatro, aunque en realidad se licenció en Derecho. Hacia final de la década de los 20 comienza a interesarse por todo lo relacionado con el mundo del arte en sus diferentes facetas: novela, pintura, poesía, por supuesto el teatro y, claro, también el cine, que por entonces se encontraba en pleno boom del sonido. Poco antes del triunfo de la República y la huida de Alfonso XII a Italia, Neville es un abogado recién licenciado interesado por el ambiente cultural, por entonces en plena efervescencia en España.

Su posición social y su relación con el mundo empresarial le permite relacionarse y entablar amistad con figuras como Lorca, Dalí, Buñuel, Ortega y Gaset o Manuel de Falla. Además, su condición de miembro de una adinerada familia da alas a su carrera diplomática, lo que se traduce en viajar y conocer numerosos países durante los breves años de la República: Roma, Marruecos, Gran Bretaña y finalmente Estados Unidos, primero Washington y posteriormente Los Ángeles. En éste, su último destino como representante de la diplomacia española, se introduce en el mundillo de Hollywood y acaba colaborando como guionista para la Metro. Allí conoce a Charles Chaplin quien -según wikipedia– le otorga un pequeño papel en Luces de la Ciudad. Pero en 1936 estalla la Guerra Civil española y hay que tomar claro partido. Neville lo hará por el bando nacional, para el que pasa a trabajar como documentalista. Su toma de posición por el régimen y su ascendencia familiar será lo que le permita, una vez finalizada la guerra, cierta libertad artística, contar con el beneplácito del régimen franquista y carecer de dificultades financieras, pues sus proyectos los subvenciona la mayoría de las veces el propio Neville, Conde de Berlanga del Duero, quien en plena posguerra no padece demasiados ahogos financieros. Como quiera que el que tuvo, retuvo, el bagaje cultural y artístico acumulado en los años previos es incuestionable, por lo que Neville es, con la perspectiva que nos otorga el tiempo, una de las pocas figuras interesantes desde el punto de vista artístico de este oscuro período, a pesar de que la adscripción al régimen haya mantenido su obra en la sombra con el paso de los últimos años.

Son pocas las veces que el cine español se aventura en el género de terror hasta la aparición de los primeros trabajos de Jess Franco, allá por la década de los 60, y seguramente La torre de los siete jorobados sea la única encuadrable desde que el nuevo régimen toma el poder, momento a partir del cual en España solo se proyectan películas norteamericanas convenientemente filtradas por la censura y alguna que otra españolada de carácter propagandístico y costumbrista que, con clara intencionalidad, asientan la idea de sociedad acorde a la iglesia y al régimen. El film de Neville es, sin embargo, una rareza ajena a todo esto, pues además de tratarse de un auténtico thriller fantástico de terror, se asemeja más en su técnica y factura a las tendencias europeas más vanguardistas que al recto corte cultural patrio. Auténtica joya del cine español, cuenta con una puesta en escena realmente asombrosa que podemos ver, por ejemplo, a la hora de recrear escenarios como la torre, cuya escalera de caracol bajando hacia el interior de la tierra recuerda mucho al cine expresionista alemán de los años 20, al tiempo que recoge las primeras tendencias del cine negro norteamericano en su desarrollo argumental.

Pero por encima de todo se trata de una película fantástica, probablemente el primer largometraje de estas características en nuestro cine, que combina variados elementos sobrenaturales como fantasmas, hipnotizadores, contrabandistas o siniestros clanes de jorobados nunca exentos de un toque de humor, a mi modo de ver un tanto grueso, como la escena en la que irrumpe el espíritu del mismísimo Napoleón Bonaparte. La trama nos sitúa en el Madrid de finales del siglo XIX. Un joven arruinado por el juego (Antonio Casal) apuesta sus últimas monedas en una ruleta clandestina. A punto de perder cuanto posee, se le aparece un fantasma (Félix de Pomés), personaje escalofriante y a la vez benevolente que surge a través del espejo y solo él puede ver, para indicarle cuál será el siguiente número afortunado. A cambio de que la suerte vuelva a sonreírle, deberá proteger a su sobrina Inés (Isabel de Pomés) de un clan de malvados jorobados que habita en el subsuelo de la ciudad. Mención especial merece el personaje del Doctor Sabatino, extraña figura entre pícara y siniestra que borda Guillermo Marín. El sombrío y tenebroso mundo que se esconde bajo los adoquines de Madrid contrasta con los escenarios exteriores que no son otros sino los alrededores de la Plaza Mayor y el barrio de La Latina muy bien recreados, bajo los que se esconde un submundo de intrigas y lúgubres personajes y cuyo acceso entraña riesgos incalculables. La mezcla de atmósferas, costumbrista en la superficie y entre gótica y expresionista bajo el suelo es realmente fascinante. Y, como no, el final que nos ofrece está a la altura de semejante rareza para la época, cuando Neville decide dejar el caso abierto, crimen sin resolver y asesino sin su correspondiente castigo: todo menos convencional dado el enfoque moralista de la censura nacional-católica imperante.

La idea no es original de Neville, sino que se trata de una adaptación, aunque muy libre, de la novela escrita años antes por Emilio Carrere, una obra en la que son patentes las influencias de Conan Doyle y Edgar Allan Poe, pero que posee a la vez tintes costumbristas muy propios, ya que las referencias al Madrid más castizo y a sus personajes característicos (serenos, cupletistas o chulapas) son una constante que, además, recogería Neville en casi todos sus guiones. Me he permitido recuperar unos minutos de la película que espero sirvan para despertar el interés suficiente respecto a esta joyita, precursora de un género que tardaría algunos años en desarrollarse en España, y que lamentablemente solo podemos disfrutar en una calidad muy baja mientras nadie se decida a lanzar al mercado una edición restaurada.

Plano secuencia (I): Orson Welles, Touch of Evil (1958)

Con este post se inicia una nueva sección en el blog, en la que se podrán ver y comentar distintas escenas  de cine realizadas en plano secuencia. Un plano secuencia es una secuencia rodada de manera continua, sin cortes de ningún tipo, en el que la cámara se desplaza siguiendo la acción hasta la finalización total del plano, y que implica muchas veces extensos y complejos movimientos de cámara. Casi todos los cineastas han estado haciendo tomas largas en sus películas prácticamente desde que se inventó el medio; de hecho, las primeras películas tenían escasas modificaciones en las escenas, limitándose el montaje a la unión de cada una de ellas con más o menos alteraciones en el espacio y en el tiempo. Una de las películas más importantes rodada con secuencias largas en tiempo real y sin cortes es Rope (1948), de Alfred Hitchcock, que se rueda en su totalidad en una habitación durante 80 minutos. Un interesantísimo experimento cinematográfico para la época y el cine norteamericano, pero la dificultad surge cuando se obliga a la cámara a moverse, seguir a los personajes, cambiar el enfoque, la iluminación, etc… El primer gran paso respecto al experimento de Hitchcock con un amplio movimiento de cámara lo da diez años después Orson Welles en «Touch of evil» (Sed de mal, 1958). La escena comienza cuando alguien coloca una bomba en el maletero de un coche. Mientras la cámara se mueve hacia arriba, introduce los personajes. Aunque estamos centrados en la pareja, de modo subliminal, la bomba está todavía en nuestra mente, logrando así un primer objetivo: que el espectador no pierda detalle de aquello que está por suceder. Un alud de contrapicados, travelling y sorprendentes angulares de excelente planificación prosiguen hasta completar la secuencia, en la que se introducen todos los elementos fundamentales en la película. Una joya del expresionismo a la que vale la pena dedicar unos minutos.

Como curiosidad, decir que en su primera versión Univesal colocó los créditos de apertura intercalados en la secuencia, lo que no agradó nada a Welles, motivo por el cual reedita posteriormente la película reinstaurando la escena limpia de créditos. Touch of evil fue un fracaso comercial de lanzamiento en Estados Unidos. Calificativos como pretenciosa, basura, folletinesca o sórdida fueron algunas de las lindezas que la crítica tuvo a bien colocarle, además de clasificarla directamente como película de serie B. No así en Europa, donde obtuvo diversos premios y reconocimientos. Finalizado el rodaje, Welles se marcha del país y no volvería a trabajar para ningún estudio de Hollywood.

Tres recomendaciones para cerrar 2009

Se acercan fechas navideñas y este blog se toma unas mini vacaciones hasta el año nuevo, no sin antes dejar algunas recomendaciones que, por razones de tiempo, no han cabido en una reseña completa pero que en mi opinión merecen al menos esta pequeña mención.

La fiesta salvaje se distribuye como un cómic aunque no es exactamente eso. Se trata de una adaptación gráfica hecha por Art Spiegelman de un poema erótico firmado por el neoyorkino Joseph Moncure Marche en 1928. El autor también fue ensayista y columnista para New York Times y New Yorker, y es más conocido por otra de sus obras, The Set-up, un poema largo sobre boxeo que fue adaptado por Robert Wise para el cine. Tras su éxito, Moncure se trasladó a Hollywood, donde escribió y adaptó numerosos guiones, entre otros para Howard Hudges.

La fiesta salvaje es un poema largo a base de pareados, un clásico perdido que fue censurado tras su publicación en Estados Unidos por pornográfico, hecho que le llevó a convertirse en una obra de culto. No se recupera hasta 1968, año en que se publica junto a una pequeña biografía, pero en una versión censurada que elimina cualquier referencia antisemita. Esta es  su primera edición en España, a cargo de Mondadori,  y salió a la venta el pasado noviembre. Ambientado en los locales de jazz de los años 20, supone una avanzadilla del cine negro venidero de tono ciertamente pulp. Una reina del vodevil, un payaso homosexual y un escritor, Black, se entremezclan para tejer el retrato del ambiente lumpen de los tugurios musicales de la época; una época que hoy se nos presenta como baluarte del romanticismo y que ha ocupado numerosas páginas del cine y la literatura. Sexo, alcohol, violencia conyugal y prejuicios  sexuales y raciales son hilvanados por el autor en este poema en casi 100 páginas de ritmo vertiginoso, donde asoman influencias del expresionismo alemán y del incipiente cine negro norteamericano.  Las poderosas ilustraciones de Art Spiegelman a base de ángulos y curvas desgarradas pero a la vez elegantes, todas en blanco y negro, combinan a la perfección con el tono underground del trabajo.

La segunda recomendación es también un libro. Ya sé que no tengo perdón, porque todavía a estas alturas no he visto la película, cosa que haré en cuanto tenga algo de tiempo y me sea posible. De cualquier  modo creo que no se ha dado suficiente importancia a la novela de Francisco Pérez Gandul, ensombrecida quizás por el éxito, seguramente justificado, de su adaptación a la pantalla. Porque además de ser un buen libro de género, Celda 211 es un relato fantásticamente narrado y con un sorprendente manejo de la voz narrativa que merece su lectura independientemente de haber visto la película. Su estructura está compuesta a base de monólogos que se alternan en sucesivos capítulos con el relato de las situaciones, todos escritos en primera persona que  a su vez corresponden  a los personajes del relato. Cada uno está  hecho con estilo literario y registro lingüístico distinto, acorde con el personaje que en cada momento vive las diversas situaciones, hecho que difícilmente puede recoger un guión de cine que, por lo que he podido leer, se ciñe al desarrollo de los hechos de manera más o menos fiel, pero que no nos traslada a la piel de cada uno de sus personajes como tan bien logra hacer el libro. Y si la película es un oasis dentro del cine patrio de género, la novela merece ser destacada en el actual panorama de la narrativa española contemporánea.

Y la última recomendación, para no perdérsela y muy acorde con las fechas es la última producción de Spike Jonze estrenada recientemente en los cines: Donde viven los monstruos. Una adaptación del clásico infantil obra de Maurice Sendak, publicado por primera vez en 1963 y que ha reeditado Alfaguara. Cuenta la historia de un niño rebelde y muy poco paciente que se escapa tras una discusión con su atareada madre y se interna en el bosque en busca de la Tierra de las Cosas Salvajes, donde poder dar rienda suelta a su imaginación y a sus travesuras. La película mezcla técnicas de animación informática con muñecos reales y se puede disfrutar en familia, aunque con reservas para el público demasiado pequeño. Tiene un toque muy poco convencional, grandes dosis de imaginería y sólo se le escapa algún tono excesivamente moralizante que desmerece el conjunto; conjunto que a pesar de todo hace merecer la entrada pagada en la sala. Una fábula sobre la infancia y el crecimiento que, además de resultar visualmente fantástica, explora sentimientos humanos con grandes dosis de realismo (de ahí que tal vez no sea demasiado recomendable para llevar a niños muy pequeños). Los personajes y sus conversaciones no solo están muy bien trabajados, sino que son de una profundidad psicológica notable. Me gustó especialmente el diálogo sobre la muerte del Sol, pero hay muchos elementos del guión que no tienen desperdicio y que van bastante más allá del simple relato del libro, pues consigue llevarnos muy de cerca a la mente de un niño hiperactivo como es el protagonista. Es un trabajo en el que guión, dirección, puesta en escena y banda sonora confluyen casi a la perfección escena tras escena, aunque quizás el excesivo perfeccionismo le resta naturalidad y credibilidad suficiente para llegar a conmover.

Felices fiestas a todos y hasta  el año venidero 😉

25 Kilates, de Patxi Amezcua (2009)

25-kilatesCine negro, radical, riguroso y moderno; acción, tensión y mucha violencia (la necesaria) para un producto hecho en España que esta vez no se abastece de burdas imitaciones al lenguaje de Tarantino, o de tetas y culos que sirvan de reclamo, que no quiere parecerse a éxito televisivo alguno y que no recurre al consabido retrato social, tan al uso. No le hace falta: los puntos fuertes residen en un ingenioso trabajo narrativo, perfectamente construido, en las cualidades de su fotografía y en la sorprendente dirección de actores que ejerce este novel cineasta, Patxi Amézcua, quien es autor también del guión de la película. Policías corruptos, sicarios kosovares, matones mexicanos, recaudadores de deudas con métodos no demasiado ortodoxos y una jovencita dada al choriceo menudo, constituyen el escaparate de personajes cuyo telón de fondo es el asfalto de una Barcelona nada convencional, escenario donde un plan y su suculento botín sirven de detonante para desatar esta trepidante trama que termina centrándose en dos personajes: él, Abel (Francesc Garrido), y ella (Aida Folch), pareja que por avatares de oficio y destino son condenados a vivir peligrosamente y que encontrarán en el atraco perfecto intereses comunes más allá del dinero como único objetivo.

Es nuestro particular Bonny and Clyde: ella pone la espontaneidad y el encanto, él la templanza y el oficio; aunque ambos tienen en común ser víctimas de la vida que les ha tocado vivir, de su mundo familiar y de sus pasiones. Tal vez se podría haber aprovechado mucho más el final, en el que determinados hilos de algunos personajes quedan sin resolver, a la suerte de la imaginación del espectador. O quizá también podría haberse sacado mucho más partido de la ciudad como personaje, ya que se van esbozando determinados elementos visuales muy acordes al tono del film a lo mejor no suficientemente rentabilizados… Pero dado el panorama cinéfilo patrio actual, no corren demasiados buenos tiempos para que una producción independiente , hecha con bajo presupuesto, sin las suculentas subvenciones con las que otras/os cineastas cuentan en el momento de presentar su proyecto, resulte ser de lo más interesante y entretenido estrenado en el último año. Dadas las circunstancias, no sólo no es fácil sino que se trata, como en contados casos, de una rara avis que viene a dejar claro que se puede hacer cine de calidad en este país cuando hay buenas ideas, ganas y sobrado talento. Lo triste es que no parecen perfilarse desde las altas esferas cambios en cuanto a la orientación sobre qué tipo de películas deben apoyarse, al menos por el momento. Las razones, tan lamentables como obvias. No tardéis en verla porque no durará demasiado en cartelera… ojalá me equivoque.

Los abrazos rotos, de Pedro Almodóvar

los-abrazos-rotos-posterNo es objeto de este comentario hablar sobre la trayectoria del cineasta español más reconocido a nivel internacional (86 premios y 52 nominaciones), a pesar de que Los abrazos rotos se preste sobradamente a ello por ser un homenaje al Cine y a su propia primera filmografía; entre otras cosas porque ese análisis requeriría varios capítulos, dada la complejidad (y también variación) tanto narrativa como constructiva con la que aborda cada film el director.

Centrándome en esta, su última película, Almodóvar teje el argumento en dos planos narrativos diferenciados: Uno, el que desarrolla la trama propiamente dicha, construido a modo de thriller, manteniendo la carga dramática de sus últimos trabajos pero con abundantes tintes de film noir; otro, al que relega la comedia, la película en la que trabajan los protagonistas dentro de la película, «Chicas y maletas«, que a la vez es un homenaje a su primer cine (sobre todo a «Mujeres al borde de un ataque de nervios»), y que Almodóvar intercala en la trama principal con una maestría asombrosa, haciéndonos ir constantemente de un género a otro casi sin que nos demos cuenta, en un frondoso juego de planos y formas que recorren desde el cine clásico norteamericano de la década de los 50, hasta el género negro en su estado más puro, con los momentos surrealistas y exageradamente intensos de la comedia propia que ya se puede calificar de made in Almodóvar.abrazo_mateo

La película, en su conjunto, se presenta al público como si se tratase de un puzle de falsos flashbacks (no son recuerdos del personaje principal, sino un recurso mediante el que cuenta su historia) sobre el que construye una ficción de arquitectura ciertamente compleja. Esa complejidad no reside en el relato perturbador y apasionado propio de la película (que no es sino una declaración a la vez que homenaje al mundo del Cine) sino que son los diversos recursos que utiliza Almodóvar para construir su historia los que otorgan intensidad a la narración. Recursos que, unidos a una excepcional dirección de actores, encuadres magníficos fuera de toda duda y el esfuerzo en el detalle donde nada parece escapar a la mirada de Pedro Almodóvar, los que hacen de este film uno de los mejores que ha dado la carrera del director y con el que no cabe duda de que se trata de un salto importante (que ya se intuía en «La mala educación” o en “Todo sobre mi madre”) en la madurez como cineasta del director.

periodicoY es que el elenco actoral parece dotado de un especial estado de gracia en esta película. Lluis Homar, hombre que proviene del teatro, realiza una sólida interpretación del personaje principal sin ensombrecer al resto de protagonistas. El guionista ciego que narra a su propio hijo el rodaje de «Chicas y maletas», y la apasionante y muy almodovariana historia de amor con Lena (Penélope Cruz), protagonizan uno de los papeles más intensos vistos en la filmografía del director, a la vez que son el centro de escenas auténticamente surrealistas y magistrales, como la de tratar de ver por la mirilla quien hay detrás de la puerta o acariciar una fotografía con sus manos queriendo sentirla sin poder, de hecho, verla con sus ojos.

los-abrazos-rotos_elmuertoPenélope Cruz está simplemente maravillosa y se agradece mucho que, sin necesidad recurrir a grito alguno, resuelva su papel con mucha elegancia y de forma creíble tan solo con su trabajo actoral, sin demasiados efectos añadidos. La escena en la que enciende un cigarrillo, creyendo a su marido muerto en la cama por el exceso sexual, además de auténtica representación de femme fatale, es para mí su mejor interpretación en la película.

teaserabrazosdest_11José Luís Gómez, en un papel que podría resultar en otro film poco agradecido, bajo la dirección de Almodóvar lo borda; un actor también de teatro casi siempre relegado a papeles secundarios, del que se extrae aquí lo mejor. Pero tal vez lo que más me haya sorprendido sea el trabajo de Blanca Portillo, actriz poco reconocida (su físico no la ayuda, seguramente) pero con un talento no demasiado común. Mientras otros, como Alejo Saura, no logran desprenderse de ese halo de serie televisiva, Blanca Portillo resuelve su papel con una naturalidad y profesionalidad realmente inusual; una actriz muy a tener en cuenta, que se ve crecer con cada personaje, injustamente infravalorada en nuestro panorama cinéfilo.

madrePero son los actores secundarios los que, además de estar todos ellos muy bien trabajados desde el punto de vista narrativo y de dirección, quienes interpretan algunas de las escenas más brillantes de la película: Lola Dueñas, como lectora de labios, es de las más logradas; Ángela Molina, envejecida y perfectamente caracterizada, está simplemente genial como madre de Pe; o Carmen Machi, exagerada, surrealista, un homenaje delirante a la chica Almodovar; hasta Rubén Ochandino resulta, con su caracterización extraña y retro, del todo imperdible.

abrazo_martelMención aparte merecen muchos de los fotogramas que quedan grabados en la retina, maravillosos encuadres de belleza exagerada que, solo por disfrutarlos, merecen volver a ver la película. Una lágrima cayendo, triste, sobre un tomate. Las manos que palpan una fotografía a plena pantalla. El beso que quedó grabado en la cámara de video, el coche de noche en la carretera rodeado de terreno volcánico y, por supuesto, lo que intuimos y vemos de «Chicas y maletas», una lujuria cómica y estética que sólo Almodóvar podía parir.

Película compleja, que requiere un segundo visionado para el disfrute completo de todos sus detalles, con la que Almodóvar añade un eslabón más a su cadena de genialidades, homenajeando al cine, sacando de los actores lo que pocos logran hacer, de apartado técnico elaborado y cuidado hasta el límite y con una labor interpretativa sobresaliente. Aunque ya se sabe, nadie es profeta en su tierra, pero ahí está Pedro, uno de los escasos directores capaces de crear esas mezclas extrañas de humor, pasión, thriller y drama con grandes dosis de personalidad, afrontando y mostrando con este trabajo la madurez cinéfila de quien se consolida como uno de los mejores directores de nuestro tiempo. Si puedo, me voy el domingo otra vez a verla. Sencillamente estupenda.

Flame y Citron (Ole Christian Madsen, 2008)

Una de las propuestas más interesantes de la actual cartelera es esta película danesa ambientada en 1944, durante la ocupación nazi de Copenhague. A diferencia de otras cintas sobre la Segunda Guerra Mundial en Europa, la ambientación en un escenario para muchos desconocido, lejos de los habituales (Francia, Alemania o Italia), igual que lo fue El libro Negro en Holanda, lo que sienta un punto de interés para el espectador, cansado quizá de ver películas en los mismos lugares o de corte similar. Además, la propuesta se aleja del melodrama bélico recurrente y la trama es presentada como si se tratase de un film noir con todos sus ingredientes, femme fatale incluida.

El director Ole Christian Madsen, quien temporalmente había formado parte del grupo Dogma, reconstruye la historia de Flame y Citron, dos leyendas de la resistencia danesa, frente al paseo que supuso para Hitler la entrada en Dinamarca, donde encontró un pueblo mayoritariamente sumiso, si no con  un número importante de  dispuestos  colaboracionistas, que convirtió la invasión del país en un juego de niños. Flame y Citron son personas que llevan una vida normal que, de la noche a la mañana, pasan a formar parte de uno de los escasos grupos de resistencia a la intrusión. Ambos frecuentan los lugares de siempre y conocen a casi todos los partidarios del nuevo régimen. Hacen su trabajo por convicción pura y su objetivo son los colaboracionistas que han accedido a puestos de relevancia política u obtenido beneficios económicos con la entrada de los alemanes. Pero su militancia se va a ver envuelta en una trama de traiciones, sospechas, manipulaciones, falsas pistas y las propias contradicciones internas de cada cual a la hora de matar, que resultarán ser lo mejor del argumento.

Acompaña el cuidadísimo guión una esmerada fotografía, elaborada con mimo en cada plano, muy trabajada en cuanto a iluminación y color se refiere, sacando buen partido del zoom y de la cámara pegada a la piel de los personajes que otorga realismo y credibilidada a los hechos que se narran. Destacan también las interpretaciones, tanto de Thrue Lindhart (en el papel de Falme), flemático pero a la vez categórico, como la de Mads Mikkelsen (como Citron), en un papel más apasionado y visceral, pero ambos muy bien coordinados y dibujados, que son quienes mantienen el buen pulso del film hasta el final.

Un film muy interesante, que narra la misma historia desde otra perspectiva, sin caer en el victimismo fácil de temas ya sobradamente tratados por la cinematografía. Tal vez el único reproche que se le podría hacer es tender a exagerar algunas situaciones o recurrir a algún que otro convencionalismo introduciendo la típica escena del tiroteo (cuando tratan de detener a Citron refugiado en una casa que creía segura) con infinidad de cristales rotos y, por supuesto, nuestro héroe arrasando en solitario con quien pretenda capturarle. Al margen de alguna situación de este estilo, es una buena película, con una producción muy elaborada y bien diseñada, tanto por lo que a la trama se refiere (nada que envidiar a un buen film negro norteamericano años 40), como a los hechos que narra, entre otros, que no llegaron a 1000 las personas que se organizaron en Dinamarca contra la ocupación nazi y que el resto de la población bien colaboró con la invasión, bien no opuso resistencia alguna.

No se trata de remover conciencias o desenterrar viejos fantasmas, pero cuando corren tiempos en los que se tiende a descalificar la publicidad sobre ciertos hechos históricos que parece a algunos molestan, acusando a quienes lo reviven de promover viejos odios, todo ello en nombre del famoso «pasar página» y convivir en paz con todos, conviene en primer lugar tener conocimiento de esa historia que se pretende olvidar tan fácilmente; porque está bien eso de pasar la página de la historia más negra de cada cual, pero puestos a pasar página  es necesario, para ser justos, haber hecho primero el ejercicio de leerla.

Escondidos en Brujas (Martin McDonagh, 2008)

Martin McDonagh, director y guionista de esta película, cuyo estreno es inminente en España, es un hombre del teatro, como escritor y como director. En el terreno cinematográfico sólo ha trabajado en dos ocasiones: un cortometraje, Six Shoter, por el que se llevó un Oscar en 2005 y ésta, su primera incursión en el mundo del largometraje. Quizá por ello su film, aunque está lejos de ser una obra teatral llevada a la pantalla, tiende más a ganar la atención del espectador mostrando los sentimientos más primarios de los protagonistas que a dibujar un relato a base de sumar información para llevar al público a sus conclusiones. In Bruges (título original) es un film de violento, crudo y trágico en el que, desde las primeras escenas, en las que la cámara retrata muy de cerca las expresiones de los protagonistas con maravillosas tomas de la ciudad de Brujas como telón de fondo, se nota que no es una película más de las que engordan las listas de la cartelera. Colin Farrell y Brendan Gleeson interpretan a dos sicarios irlandeses, afincados en Londres, que acaban de aterrizar en Brujas. Su jefe (Ralph Fiennes) les ha ordenado esconderse en la ciudad y esperar órdenes tras un «trabajito» que ha salido mal. Ambos poseen caracteres muy opuestos,  por lo que no afrontarán del mismo modo la espera, conduciendo a la pareja de delincuentes a vivir una extraña y surrealista aventura en la que el director introduce tanto elementos de thriller como de comedia negrísima, otras veces de drama con algún toque romántico, para concluir con un final al más puro estilo del género negro, código de honor incluido.
Podría decir que los actores (todos) están impecables en sus papeles, que la dirección es brillante, que la trama se funde en perfecta simbiosis con el paisaje de Brujas, que el dibujo de los personajes es minucioso y no deja nada al azar, logrando que las situaciones más absurdas resulten enteramente verosímiles, que la fotografía es majestuosa, que la narración está fantásticamente llevada para ir descubriendo poco a poco cuál es la verdad de cada personaje y que logra entretener e interesar al espectador (a pesar de su pulso relativamente lento) sin necesidad de recurrir a elementos superfluos ajenos a lo que está contando… Todas estas afirmaciones serían ciertas porque , sin duda, Martin McDonagh se revela en este film como un cineasta muy a tener en cuenta, y su película, seguramente como una de las mejores del cine europeo reciente y del género; una película que puede hablarle de tú a tú a las mejores de Tarantino de quien, por otra parte, deja entrever su influencia.
Pero si hay algún elemento que creo que destaca por encima de todos los mencionados (y no quiero con esto menospreciar ninguno de ellos) es la calidad en la construcción del guión. Y, por supuesto, los diálogos. La trama entera, hasta casi el final, en el que aparece el personaje de Harry (el jefe, excelente actuación a pesar de su brevedad de Farrell) se sustenta en los diálogos entre los dos asesinos. Dentro de ellos se desarrolla toda la narrativa del film, cada una de las escenas y su desenlace. Unos, deliberadamente planeados para provocar los momentos de tensión o los giros narrativos. Otros, preparan el terreno para el conflicto, a pesar de que en un principio puedan parecer divertidos o triviales. Pero aquí ninguna palabra es banal, todas resultan necesarias y son utilizadas con la suficiente maestría para que tengan, además, una buena dosis de humor sin ni siquiera pretender la risa. Solos, los actores y sus conversaciones, sustentan casi todo el film.
En una película corriente, la mayoría hubiesen sido sustituidos por la acción y los efectos especiales. Porque lo cierto es que, en la mayoría de películas, los diálogos están dedicados casi por entero a enfatizar el argumento. Aquí, sin embargo, las palabras aparentemente irrelevantes establecen la personalidad del personaje, son en sí mismas suficientes, van desenvolviendo como un regalo poco a poco la película sin resultar evidentes, están siempre interrelacionados con el lugar donde pretende llegar el director y logran combinar con eficacia la belleza de su prosa con momentos de malintencionada imaginación. La mayoría de directores, sin este talento narrativo, necesitaría recurrir a planos violentos, a la sangre y a efectos añadidos para construir un film de estas características, porque sus conversaciones son pobres y son aburridas. En In Bruges los personajes casi siempre están hablando y casi siempre dicen cosas interesantes, ingeniosas, temibles o divertidas. Casi se podría decir que la película funcionaría del mismo modo tan sólo escuchándola. Id a verla y, después, imaginad tener que escuchar «El incidente», «El increíble Hulk» o a Stallone en «John Rambo»…

Akira Kurosawa y el cine negro

La obra de Kurosawa es una de las más extensas y heterogéneas que ha dado la historia del cine. Dramas, melodramas policíacos, pasando por thrillers, películas de samurais y numerosas adaptaciones literarias, como Ran (Shakespeare), El Idiota (Dovstoievski), Yojimbo (Hammet), Vivir (Tolstoi) o Los Siete Samurais (Esquilo), por citar algunos ejemplos.
Pero durante su primera etapa, y antes del punto de inflexión que supuso en su carrera la película «los 7 samurais», encontramos un Kurosawa en evolución constante, que habla de historias mucho más duras y reales, más acordes a la época y las circunstancias que vivía por aquel entonces Japón. Y es en esta época en la que rueda tres films cuyas similitudes con el cine negro son evidentes, aunque también plagados de detalles singulares que los hacen únicos. Entretejiendo guiones habituales del género negro, desgrana una sociedad japonesa poblada de ladrones, prostitutas, desgraciados y maleantes, con la característica además de ser los únicos que parecen estar en contacto directo con esa sociedad en la que viven, más conscientes, supervivientes de una época que les ha venido impuesta, a diferencia de los clásicos perdedores que protagonizan este tipo de films en el cine estadounidense. Los protagonistas van a ser ciudadanos de a pie, que se sienten perdidos en un tiempo y un lugar que comprenden poco, que más que héroes son antihéroes, cambiando así las tornas establecidas para el género, si bien en todas ellas queda patente el reflejo de la americanización de Japón tras la ocupación norteamericana, hecho que no desagrada del todo al director.
EL ÁNGEL EBRIO

La primera de las tres películas de este género es «El angel Ebrio», rodada en 1948, y supone la primera aparición de Toshiro Mifune en un film de Kurosawa. Mifune interpreta a un ganster que acude a una clínica para que le extraigan una bala; además, el personaje se enfrenta a una inminente muerte por tubercolosis y a la traición de su amigo recién salido de la prisión. Cuenta también con otro coloso, Takashi Shimura, interpretando a un estravagante médico cuya curiosa afición consiste en emborracharse con alcohol clínico a falta de sake. Un film pesimista, en un Japón derrotado, cuyo escenario son los barrios bajos de Tokio que ofrecen la posibilidad a Kurosawa de mostrar el verdadero rostro del Japón de la posguerra. La singularidad de esta película reside en el gran poder simbólico de las imágenes (charcos de agua putrefacta, expresiones faciales de los personajes..), la banda sonora «inacabada» con destacables temas de guitarra, y la prodigiosa escena final de una pelea a cuchillo, donde el sonido juega un importante papel.

EL PERRO RABIOSO

Rodada en 1949, la trama consiste en la recuperación del revolver que le ha sido robado a un joven policia en un autobús (de nuevo Toshiro Mifune). La personalidad del novato policía es del todo patética: el robo supone el mayor drama personal imaginable para él, permanentemente superado por las circunstancias. Mientras, el ladrón va dejándole pistas cometiendo asesinatos con su arma. Las balas que va restando al cargador van a ser la base de la trastornada investigación. Pero nuestro «héroe» es un personaje al que las calles plagadas de mafiosos le vienen grandes, un perdedor absoluto frante a su compañero, otro policía muy experimentado y mucho más sereno, que sabe como funciona la calle y el mundo, que hace de ellas su universo, pero al que le resulta del todo incapaz conocerse a sí mismo. En la película abundan las secuencias exteriores, como un empeño de captar la gente de los suburbios y sus miserias, todo ello entrelazado con escenas de gran tensión en unas ocasiones, y en otras con secuencias muy sosegadas donde el personaje deambula largo tiempo en solitario, abatido, deshecho, en silenciosos y largos planos de Mifune perdiéndose en la ciudad.

LOS CANALLAS DUERMEN EN PAZ

Este film más tardío, data de 1960. La primera secuencia es la boda de la hija de un importante empresario inmobiliario con Nishi (otra vez Mifune), secretario del que será su suegro. En la boda hay un ambiente enrarecido, ya que circulan rumores acerca de la extraña muerte del padre de Nishi, sucedida cinco años antes al caer por la ventana de su casa, que se zanjó en su día como suicidio. Sin embargo, la celebración se convierte en un continuo devenir de voces que evidencian la sospecha de un posible asesinato perpetrado por el padre de la novia. A partir de esta escena, rodada magistralmente, se va desencadenando un singular relato de detenciones, interrogatorios, intentos de venganza de Nishi, malsanas alianzas de unos y otros.. El retrato del perfil psicológico es aquí el punto fuerte de Kurosawa, en particular el del protagonista, personaje que nunca amó a su padre en vida, pero que va incrementando ahora su sed de venganza, al tiempo que el amor hacia su esposa le impide consumarla y viceversa, la no consumación de la vendetta con su suegro le crea un serio conflicto interno con ella y con él mismo. De nuevo los planos largos, la cámara casi estática y el retarato de personajes confieren el protagonismo a un genial guión al que espera un desenlace trágico, a lo Shakespere, y el mensaje de que todos somos marionetas del sistema, títeres del tiempo y la realidad que nos ha tocado vivir mientras los canallas simpre «duermen en paz».

Orson Welles. Apuntes.

Este director, nacido en 1915 en Wisconsin, es uno de los más renombrados de los que cultivaron el cine negro, aunque su popularidad es pobablemente debida al éxito que cosechó su film «Ciudadano Kane», y uno de los grandes talentos que ha generado la industria del cine. Sus orígenes están en el mundo del teatro, en la década de los 30, en la que actuó en Irlanda y Nueva York, ciudad en la que funda la compañía Mercury Theatre, donde pone en escena obras clásicas como «Macbeth» o «Julio Cesar». Hacia final de la década, la Mercury Theatre extiende su actividad a la radio. Welles salta a la fama tras el escándalo que supuso en 1938 la retransmisión de «La Guerra de los Mundos», en la que los sucesos de la novela se narraron como si fueran reales, horrorizando y generando la alarma en un porcentaje muy alto de la audiencia. Este salto a la fama hace que firme un contrato con la RKO para rodar una serie de películas. La primera fue «Ciudadano Kane», película que es una adaptación de la vida de un magnate de la comunicación, William Randolph Hearst. La acogida fue excelente, aunque su distribución no estuvo libre de dificultades, ya que Hearst intentó que el film no se distribuyese comprándoselo a Welles, a lo que la RKO se negó, prosiguiendo el ataque por parte de la prensa escrita.
Welles continúa su trabajo en la radio y en el cine. Dirigió y escribió peliculas del genero negro como «El extraño» en 1946 y «La dama de Shangai» en 1948. Los diálogos sofisticados y el enorme expresionismo de sus puestas en escena recuerdan siempre sus orígenes en el teatro, y en 1948 vuelve con la adaptación de los clásicos rodando «Macbeth» y «Otelo» en 1952, con más barroquismo visual si cabe y, como no, plagada de polémica en la producción. A mitad de los 50, en 1955, regresa al cine negro con «Mister Arcadin» y «Sed de Mal». El resto de su carrera está marcada por contínuos viajes por todo el mundo, actuando, rodando películas, muchas veces a fragmentos que posteriormente recompone. De esta época saldrá «El proceso» (1962) y «Campanadas de medianoche» (1966). En 1963 rueda la película «Fraude», que es un falso documental experimental, seguramente muy influido por el porstmodernismo de personajes como Jean-Luc Godard, al que conoció en uno de sus viajes. Muere de un infarto en 1985, y sus cenizas reposan en lo que fue la finca del torero Antonio Ordoñez por deseo expreso del propio Welles.
Algunas frases célebres..

  • Cuando se viaja en avión solamente existen dos clases de emociones: el aburrimiento y el terror.
  • La falsedad es tan antigua como el árbol del Edén.
  • Es imposible hacer una buena película sin una cámara que sea como un ojo en el corazón de un poeta.
  • Lo peor es cuando has terminado un capítulo y la máquina de escribir no aplaude.