Profesor Lazhar, de Philippe Falardeau

Monsieur Lazhar se basa en una obra teatral de la escritora canadiense Évelyne de la Chanelière. Ambas funcionan como una crónica sobre la educación y la enseñanza. La obra que aporta la idea para el argumento es en realidad un monólogo; sin embargo, la película consigue alejarse por completo de cualquier planteamiento teatral y unipersonal, dando idéntico protagonismo a alumnos, profesores, padres, y hasta a la clase media como denominador común de diversos personajes.

La primera escena es, desde un punto de vista puramente cinematográfico, y con mucha distancia del resto, la mejor. Todo un ejercicio de ritmo y tensión narrativa, impecable. Vemos un plano general del patio de un colegio con niños jugando en el recreo. Algún roce, control de los profesores, todo parece normal. Uno de los alumnos entra en el interior de la escuela: es el encargado de llevar la leche cada jueves a los pupitres de la clase para cuando el patio termine. Buena práctica esta de los canadienses, la de la leche, quiero decir. Este no va a ser un jueves normal para Simón (Émilien Néron), porque cuando llega a la puerta del aula, encuentra el cuerpo de su profesora colgado de algún punto del techo de la clase. Como en una película de Haneke, no hay primeros planos, vemos unos segundos los pies suspendidos y la cámara gira de inmediato hacia la mirada del chico, absolutamente atónita, para detenerse después en el largo pasillo vacío. Unos segundos mudos y oímos cómo el griterío cada vez más cercano de los niños indica que ya regresan a sus aulas. La tensión se acumula hasta palparse, hasta que los profesores son capaces de reaccionar a tiempo para mantener a todos alejados de la puerta. A todos menos a Simón y otra alumna, Alice (Sophie Nélisse), que observa impertérrita el cuerpo suspendido de la que ha sido hasta hoy su maestra.

Después de esta demostración de buen cine, la película adquiere un tono relativamente normal. Más bien reflexivo, sin ser especialmente espectacular y sin terminar por sorprender en giros argumentativos. A su favor, evitar cuidadosamente todos y cada uno de los clichés cinematográficos acerca de maestros y alumnos. Bachir Lazhar (Mohamed Fellag) no es para nada el educador que tiene que ganarse a un puñado de estudiantes recalcitrantes que no quieren aprender. Tampoco el profesor entusiasta que enrola a los alumnos en proyectos novedosos y atrevidos, véase La clase o La ola. Más bien viene a ser el tutor cuestionado en su constante lucha por adaptarse al medio. Cuando cena con una de sus colegas, que le invita con gusto a su casa, nada termina como cabría esperar. Y aunque Bachir, de origen argelino, tiene una historia personal trágica, nadie, excepto su abogado, está al tanto. Una información que solo conoce el espectador, hecho seguramente irresistible para la mayoría de guionistas a la hora enrocar la trama. La primera media hora se presta a convertirse en un campo minado de clichés, sin desperdicio; clichés a los que la película logra resistirse en todo momento, a todos sin excepción.

Monsieur Lazhar se mueve en el terreno de mostrar como el profesor, con una cultura distinta y haciendo uso de algunos métodos superados por la enseñanza actual, intenta encajar en los ambientes que emanan del posmodernismo imperante. El cachete propinado en la cabeza a un alumno le cuesta la exigencia de disculpa pública de los propios chicos y una seria advertencia de la directora. Pero Honoré de Balzac, como fuente de un dictado en el aula, parece fuera de contexto para unos aplicados y maduros estudiantes de doce años, también para algún que otro colega, a pesar de tratarse de una clase de lengua en una escuela francófona. A estas situaciones cotidianas que tendrá que enfrentar Lazhar, se suma cómo capear el doloroso incidente del suicidio en la clase. Un hecho fuera de lo común, sin metodología previa para su resolución exitosa.

La película va desgranando, con tremenda sencillez, pero sin concesiones, los métodos, y las responsabilidades ante esa realidad imprevista, inquiriendo que tal vez los modelos y actitudes que ofrece la enseñanza actual no responden, demasiadas veces, a las necesidades de la sociedad cambiante, de los alumnos que esperan esas respuestas, de los profesores sin reciclaje para nuevas situaciones y, en definitiva, para el compromiso que los conflictos presentes requieren. Me parece destacable la dramatización de cierta filosofía educativa que ha convertido a los niños en frágiles brotecillos que no deben ser contaminados por el ruin mundo de los adultos, hasta el punto de no hablar clara y honestamente con ellos de temas como la muerte o la pérdida. También la idea creciente de hacernos mejores personas limitando cada vez más las libertades individuales, prohibiendo y sancionado en lugar de dar armas de conocimiento y, como consecuencia, anulando el proceso de elección individual como parte imprescindible del aprendizaje.

Philippe Falardeau construye toda una lección reflexiva sobre la materia, pero ofreciendo las distintas contradicciones y opciones sin juzgarlas en ningún momento.  Mostradas como podría hacerse en una pizarra, va desgranando controversias, resistiéndose en todo momento a la llamada de sirena del didactismo encorsetado. La verdad, aunque después de la primera escena la película decae en cuanto a ritmo narrativo, reitera en ocasiones y deja más de un cabo suelto, con todos sus defectos, consigue que acabe por saborearse como una tragicomedia social cargada de sencillez y honestidad, que nos invita a reflexionar sobre el papel que jugamos todos, demasiadas veces tan distantes en un proyecto que debiera ser común y, por ende, tan ignorados y solos como el protagonista de la película.

Trust, de David Schwimmer (2011)

Observando el Cine desde el punto de vista puramente industrial, la diferencia principal entre un telefilm y un largometraje es que en el caso del primero estaríamos hablando de un producto diseñado para emitirse exclusivamente por televisión. Al telefilme se le presupone un presupuesto menor, protagonistas menos conocidos, escenarios y decoración más rudimentaria y un acabado menos artístico. Aunque muchas veces la televisión mezcla en horario vespertino películas expresamente filmadas para el medio con títulos que en determinado momento pasaron por la cartelera cinematográfica, el resultado no es sustancialmente distinto, pues sea como sea, suelen lograr el objetivo de que el espectador recién comido eche la cabezadita de rigor sin demasiado rubor tan pronto como la trama ha sido presentada. Desde este punto de vista, la televisión cumple como servicio público a la hora de contribuir a conciliar el sueño de medio país cada fin de semana; objetivo que difícilmente lograría si les diera por emitir la versión en DVD de determinadas obras maestras cinematográficas. Aceptando pulpo como animal de compañía, el problema surge cuando pagamos una entrada de cine para ver un largometraje y nos ofrecen a cambio un producto cuya calidad y trama no dista demasiado de cualquier dramón de sobremesa, porque en este caso la sensación de engaño, de pura estafa a la que nos  vemos sometidos genera el lógico cabreo y en consecuencia aquello de si lo sé me la bajo de internet y me ahorro una pasta. Si han llegado hasta aquí con la lectura, tomen esta parrafada como mera advertencia para cuando se estrene Trust, un drama norteamericano que he tenido oportunidad de ver este fin de semana, de los que están moviendo conciencias y bolsillos al otro lado del Atlántico y que presumiblemente llegará por nuestros pagos el próximo otoño. En una línea dramática que evoca por momentos a Yo, Cristina F, aunque cinematográficamente mucho más de andar por casa, el actor y productor David Schwimmer, que para quienes no le conozcan interpretaba a Ross en la serie televisiva Friends, dirige ahora este thriller dramático sobre los peligros que acechan en internet, las redes sociales, el incómodo tema de los pederastas, la seguridad de los menores y las consecuencias muchas veces irreversibles que puede tener la falta de educación y protección por parte de los padres.

Annie tiene 14 años y es la típica adolescente preocupada por sus cosas, sus estudios, lograr ser la más popular y que la admitan en el equipo de vóley del instituto. Gracias al mac que sus padres le compran por su cumpleaños, logra entablar una relación más profunda con un hombre a través del chat para adolescentes y comienza a separarse de su vida perfecta, su familia y sus amigos. Este aislamiento permite que la táctica depredadora de Charlie se afiance, haciéndole sentir, a pesar de la diferencia de edad, que son almas gemelas. Con el paso del tiempo, a Charlie no le cuesta demasiado quedar en un centro comercial y coaccionar a la muchacha para acabar con ella en la habitación de un motel donde graba el encuentro, desapareciendo después y dejando a Annie confundida y triste. La confidencia que hace la joven a su mejor amiga advierte a un profesor en la escuela, y la violación acaba convirtiéndose en chisme de instituto y en caso para el FBI. A pesar de todo, cuando la policía y sus padres tratan de apoyarla, Annie no se siente en un primer momento víctima. Solo reconoce haber sido engañada respecto a la edad por parte de Charlie. Al fin y al cabo no entiende porqué es tan ilícito para los adultos, cuando además la mayoría de sus compañeros afirman haber tenido ya sus primeras relaciones sexuales, aunque en su caso la experiencia no haya sido todo lo idílica que ella hubiese imaginado. Poco a poco le van haciendo comprender que efectivamente fue víctima de un violador de menores de guante blanco que ha hecho lo mismo con muchas otras como ella, lo que conduce a la chica a un estado de depresión autodestructiva que afectará a toda la familia. Por otra parte, la lógica reacción del padre, empeñado en la búsqueda de venganza, evade enfrentar el problema con su hija, quien por otra parte le rechaza continuamente.

Si bien las interpretaciones están bastante logradas, la narración de la película es absolutamente lineal, apelando en todo momento al lado más sensible del espectador sin ofrecer a cambio una calidad narrativa, de imagen o montaje que destaque por encima de cualquier producción televisiva. El interés del film reside en que puede dar pie al debate pedagógico sobre su contenido. Por un lado, la yuxtaposición entre Annie siendo cortejada en línea por un cuarentón y la carrerea de su padre como ejecutivo de finanzas, rodeado -como requiere el marketing- de modelos para anuncios publicitarios dirigidos a sectores con poder adquisitivo suficiente en los que se utiliza a la mujer como mero objeto de atracción sexual. Todo ello mientras trata de educar a su hija en la autoestima y la confianza, en que ha de hacerse valer por lo que es y no por su físico o su supuesta popularidad. Una llamada de atención más que interesante sobre la hipocresía y el efecto dominó en nuestra cultura, promotora de diversas actitudes inconscientes que subyacen respecto a las mujeres y la sexualidad. Por otro, el tema de cómo se mueven los asuntos afectivos entre los más jóvenes en internet puede resultar interesante para padres y educadores en cuanto a nuestra comprensión sobre las posibilidades y peligros que ofrecen las relaciones en las emergentes y cada vez más numerosas redes sociales. En este sentido, echarle un vistazo con nuestros hijos adolescentes puede fomentar un debate que contribuya a la educación y la no siempre fácil protección más allá de un simple no hables ni des datos personales a desconocidos.

Cineclub, de David Gilmour

cine-club-portada1Acabo de terminar la lectura de este libro autobiográfico y os confieso mi entera satisfacción por haberme fijado en él y haberlo adquirido en la reciente Feria del Libro; sin duda alguna, es un texto que merece la recomendación absoluta porque, además de muy entretenido, elegante y ameno en su lectura, se construye como una suerte de ensayo subjetivo sobre cine clásico y moderno que incita a la reflexión, tanto en lo que a la cualidad educacional del séptimo arte se refiere, como al posible uso de determinado material cinematográfico como elemento didáctico que hoy día carece de plasmación en los planes de estudios en cualquiera de los niveles en los que se divide nuestro actual sistema educativo.

Lamentablemente, el cine como arte no es la única materia ausente en la vida escolar de nuestros jóvenes; hay, y probablemente habrán muchas más mientras se tecnifiquen aceleradamente las consideradas necesarias para formar los futuros pilares del sistema. Las matrículas universitarias han descendido un 14% en el último lustro, y son las facultades de Humanidades las que más se vacían. Por eso la salida ha sido (bajo la bandera de Bolonia) reducirlas (de 14 filologías a tan sólo 4) o eliminarlas (como es el caso de Historia del Arte), aunque el proceso se vea afortunadamente frenado, hasta el momento, gracias a las continuas protestas de la comunidad universitaria. Mientras tanto, profesores y padres siguen sin poder explicarse el absentismo escolar, el fracaso, la agresividad del alumnado o el empeoramiento de la calidad de la enseñanza… Quizá se debiera comenzar a atender e investigar los motivos de un sector cada vez más amplio de ese alumnado, pararse a analizar el porqué del no entiendo, no me interesa, es un rollo o simplemente me aburre hacerlo. Pero no: múltiples encuestas, foros, medios de opinión, etc, se encargan, como única respuesta, de formar el clima de opinión de lo que sucede es que los chicos son muy malos. Por lo visto últimamente lo que hay detrás de esta generación no son adolescentes, sino una banda de pseudo-delincuentes de botellón y messenger que le zurran a todo el que se le ponga por delante, profesores o padres incluidos. Quizá lo que suceda es que hayamos aumentado demasiado su pasividad (que no es sino la nuestra) a la hora de enfrentarles a los retos de la propia adolescencia, que no son sino crecer y ser independientes. Dame, cuídame, diviérteme, protégeme… no existe el aprendizaje sin esfuerzo, pero también es imposible sin la implicación del individuo. Esa posición activa para acceder al aprendizaje se encuentra diluida por las necesidades de la vida actual, donde la falta de tiempo, el agobio y la comodidad producen una situación, desde su tierna infancia, en la que se les exige más bien poco en relación a su autonomía y capacidad personal, presentándoles un mundo donde casi todo viene resuelto, nostalgia del «paraíso perdido» en la que no existen preocupaciones ni obligaciones, reflejo natural del ideal social de bienestar que nos coloca, desde niños, en la posición de natural consumidor de todo tipo de objetos y nos aleja convenientemente de tomar más implicación para con el entorno que el necesario para la propia y cómoda individualidad: pagamos nuestros impuestos, respetamos la ley, votamos cada x años, y es el Estado quien decide y se encarga prácticamente de todo lo demás. Y lo más peligroso: la continuidad de ese bienestar, garantía de tan presunta como vacua molicie y prosperidad, sobre todo en tiempos duros y de crisis, reside, ni más ni menos, en la capacidad del sistema para crear un grueso de población culturalmente analfabeta, que trabaje mucho, cobre poco y, sobre todo, opine menos.

david-gilmourEvidentemente (ya sería bonito), un libro no nos va a ofrecer todas las respuestas, aunque sí permita la reflexión y quizás el comienzo de toma de conciencia, por algo se empieza. Cuando Gilmour, crítico de cine y escritor canadiense, permite que su hijo de 15 años abandone la escuela secundaria, dado su constante y evidente desinterés de los temas académicos, lo hace bajo un condición: “Podrás abandonar el instituto, no tienes que trabajar, no tienes que pagar alquiler, puedes dormir hasta las cinco todos los días y nada de drogas”, y lo único que le exigió fue ver juntos tres películas a la semana, elegidas por el padre. “Es la única educación que vas a recibir”, le dijo Gilmour, quien mantuvo esta estratagema durante los siguientes tres años de la vida del joven Jesse. Títulos como Los 400 golpes, La dolce vita, Desayuno con diamantes, El padrino, Annie Hall, Psicosis, Gigante, El último tango en París o Un tranvía llamado deseo, y otros menos relevantes pero interesantes para la conversación como Alerta máxima, Showgirls o Corrupción en Miami (así hasta cien películas que se enumeran al final, en la edición en catalán con indicación de página) le servirán a Gilmour para permitirse un acercamiento a su hijo y a la vez ser parte activa en su educación con el arma que es su profesión, el cine, y le facilitará, sobre todo, implicarse y pasar más tiempo con el joven desencantado. El padre pone su mirada, curiosa y diferente a la del chico, pero a la vez le va pidiendo que se fije en un determinado plano, en un silencio, en un movimiento de las manos o de los ojos, y también aprende a conocer sus inquietudes manifiestas en las diversas reacciones, a hablar con él y a acercarse para ayudarle a resolver sus contradicciones de adolescente. Y aunque en algunas ocasiones esta relación paterno-filial se presente algo idealizada, lo cierto es que parece que sí consigue lo que en principio era su propósito, ni más ni menos que afianzar su relación con él, poder hablar de todas esas cosas que tantas veces suelen, por diversos motivos, silenciarse o eludirse y educar en el cine no sólo por lo que respecta a su faceta artística sino como medio esencial a la hora de interpretar nuestra reciente historia y el mundo en el que vivimos. Confieso que después de la lectura, me entraron unas ganas enormes de volver a ver algunas de estas películas, porque además de haber aprendido bastantes cosas sobre ellas, Cineclub es sin duda una gran memoria de la historia del cine que aborda los últimos 50 años, hecha desde la óptica de un entusiasta del séptimo arte del que no sólo podemos beneficiarnos de su sabiduría en la materia sino de su implicación como padre en la educación de su hijo. Un libro que se lee con gusto, aunque hay que decir que argumentalmente recuerda en algunos pasajes a esas convencionales novelas para adolescentes no exentas de moralina (algunas veces explicita) y ciertamente costumbrista. El final es poco menos que de cuento de hadas, cuando Jesse dice querer volver al instituto y se matricula en un intensivo de tres meses que incluye aquellas horrorosa materias que siempre rechazó aprender, resulta tener además un gran talento musical y sale bien parado de los enredos amorosos que le llevaron a coquetear con las drogas.

Pero provechoso o no, me gustó el relato a la hora de llamar la atención sobre esa dimisión cultural a la que los adultos demasiadas veces abandonamos a los jóvenes, limitándonos a exigirles cómo deben ser, y también desde el punto de vista de la radiografía del sentimiento de paternidad, del que se ha derrochado mucha menos literatura que no del de maternidad, «una época mágica que normalmente un padre y un hijo no tienen ocasión de disfrutar en una fase tan tardía de la vida de un adolescente», afirma Gilmour. No se trata de buscar en el libro una guía para reconducir adolescentes descarriados, pero sí hace posible la necesaria reflexión sobre que la enseñanza de la vida no depende únicamente de un boletín de notas, de la necesidad de la presencia de los padres con su tiempo en la educación de los hijos y de lo irrecuperable de ese tiempo si, como en demasiados casos sucede, se sigue justificando su ausencia bajo el manto de garantizar el bienestar de lo meramente material y, definitivamente, se derrocha.