Baarìa, de Giuseppe Tornatore

Baarìa es el nombre original fenicio de Bagheria, ciudad natal de Giuseppe Tornatore, en la provincia de Palermo, Sicilia. El director dice que es la película que más se parece a su persona, y es que la memoria desempeña un papel importante en este guión que abarca pequeñas y grandes historias de los distintos personajes en más de dos  horas y media de película. El enfoque no es nada novedoso, saga familiar a la vez que algo parecido a un friso de la historia reciente de Italia, en particular de Sicilia, que comienza allá por los años 30, atraviesa el fascismo, la Guerra Mundial, la reconstrucción, la confrontación política entre comunistas y democracia cristiana y termina aproximadamente en el salto evolutivo de los ochenta. Asistimos a la vida de tres generaciones cuyo hilo conductor es el protagonista, Peppino Torrenuova (Francesco Sciana), primero como niño para pasar a la historia de amor con Mannina (Margareth Madè) surgida al calor prebélico, retrato de las miserias y el coraje de los aldeanos al que contribuye gratamente el trabajo de la nonna (Ángela Molina) quien le da un aire de autenticidad a la película, el sueño de redención de Peppino y su deseo, ya en la madurez, de una política mejor en una sociedad donde la mafia tiene peso palpable a pie de calle formando parte de la cultura sociológica y de la propia convivencia. Una película épica, caleidoscópica y hasta cierto punto poética en la que toca reír y reflexionar al mismo tiempo sobre el pasado reciente de Italia, cuando el hambre y la pobreza dibujaban un futuro francamente negro.

Personalmente me cuesta cargar contra ella, tiene algunos momentos impagables como la escena del delegado de urbanismo ciego examinando planos de la futura ciudad en braille, el eterno comprador de dólares sustituyendo la divisa por rotuladores tipo Bic que -eso sí- pintan todos o el momento de planificar un fresco en la bóveda de la iglesia con los vecinos posando para la posteridad como si fuesen los mismísimos apóstoles. Lástima que solo se trata de pequeñas perlas y Tornatore no se decanta en ningún momento por continuar este tono narrativo. Digo que me cuesta cargar contra la película porque me toca bastante de cerca, veo retratadas perfectamente en estas escenas muchas de las cosas que contaban en mi casa cuando, siendo niña, mi madre acostumbraba a arremeter contra los orígenes del cincuenta por ciento de mi familia, mi padre, que no andan lejos geográficamente de Sicilia, un poco más al norte, en la región de La Campania, a medio camino del Adriático, a unos 80 kilómetros de Nápoles. Para el caso no son tan diferentes. He estado en tres ocasiones en el pueblo de mi padre, aunque de las dos primeras no guardo casi recuerdos (demasiado pequeña), pero la tercera se conserva todavía viva en mi memoria. Las calles estrechas ensombrecidas por la ropa tendida, las apuestas en medio de la plaza, la casa de mis nonni con aquella empinadísima escalera de piedra que bajaba a la bodega, las mujeres vestidas siempre con faldas por debajo de la rodilla, el pañuelo anudado a la cabeza, el campo, las viñas, los gritos, el queso, los hombres saludándose al grito de eh! becco! (cornudo), las ancianas cosiendo en corro en sillas de mimbre en la calle, el mercado una vez por semana, los spaguetti caseros tendidos en hilos de parte a parte de la cocina, el cinquecento de mi tío Pietro en el que cabíamos todos, las supersticiones, el cura y el respeto al cura, los emigrados que vuelven al calor del verano de Francia, Alemania o la Swizzera, las discusiones políticas en dialecto de la sobremesa, la misa, las moscas, el olor de la leche de las mañanas, los pantalones cortos de los chicos…

Tornatore ofrece asiento de primera fila a la evolución de los pueblos italianos hasta lo que son hoy, pero nunca más allá del simple retrato amable y hasta cierto punto romántico de situaciones donde en realidad no sucede nada más que el paso del tiempo para paisajes y personajes que se limitan a envejecer. 25 millones de euros de presupuesto, setenta años de historia, una Baarìa reconstruida en Túnez, más de treinta y cinco mil extras, doscientos personajes con diálogo y algún que otro cameo en la angarilla. Sin embargo Baarìa lamentablemente solo puede ofrecer una visión renovada de muchos de los tópicos mil veces vistos en el cine italiano costumbrista, con algún que otro guiño a Fellini, De Sica, Leone o al mismo Tornatore a la hora de tratar la memoria colectiva, las derrotas, las alegrías y las tristezas de un pueblo y un pasado que a estas alturas parece olvidado. Ambientación y paisajes tan bellos como intrascendentes a efectos de guión en los que Tornatore parece perderse y olvidarse demasiadas veces del hilo argumental y del espectador, entre los que se aleja de sus personajes a medida que la película avanza en saltos -muchas veces incomprensibles- en el tiempo o vueltas de tuerca que, para quienes no conozcan Italia y en particular el sur, pueden parecer gratuitos e incluso molestos. Y es que la película se construye sobre un tono narrativo cargado de pirotecnia fotográfica, presupuestaria y de montaje pero hueco en definitiva en cuanto a narración cinematográfica, incapaz de crear empatía con sus personajes. La película se hace larga, inundada de pasajes gratuitos y forzados en los que, además, jamás arriesga, pues a pesar de las miserias soberbiamente retratadas todo acaba adquiriendo siempre un tono excesivamente dulzón, incluso la mafia, el hambre, el caciquismo, el trabajo precario y hasta el fascismo, para los que Tornatore corre el tupido velo del tiempo que misteriosamente todo lo cura y olvida. Anuncio folclórico italiano con un toque de verdad en los imperdibles créditos finales, no me extraña en absoluto que a Berlusconi le haya encantado.

Habitación en Roma (Room in Rome), de Julio Medem

A estas alturas, y después de la expectación mediática, a nadie se le escapa cuál es el hilo argumental de la nueva película de Julio Medem, Room In Rome, rodada en inglés, ruso, italiano y euskera, y traducida para su estreno como Habitación en Roma: dos mujeres que se acaban de conocer pasan la noche juntas en una habitación de hotel tras sentirse fuertemente atraídas la una por la otra. Como quiera que  la crítica ya afilaba cuchillos antes de haber visto la obra, comenzaré por establecer algunos aspectos que me parecen impecables de la película, a pesar de que en general no me ha satisfecho como esperaba: no en cuanto a factura sino por contenido, y quizás también puse demasiadas expectativas en su capacidad para asombrar  y superarse. Ya se sabe, suele decepcionarnos lo que viniendo de otros más mediocres encajaríamos dentro de la normalidad.

Room in Rome es una película mucho más sencilla que algunas de sus anteriores. Medem huye esta vez de la densidad narrativa, de los flashback, incluso de lo onírico y nos muestra una historia donde lo que vemos es lo que hay, sin trampa ni cartón. A pesar de ello, consigue introducir casi todos los elementos más habituales de su cine entre las cuatro paredes donde se desarrollan los algo más de ciento veinte minutos que dura el metraje. Los personajes respiran naturalidad, de igual modo la relación, que va creciendo en el transcurso de las horas, desde el primer coqueteo, el pudor de Natasha (Natasha Yarovenko) que hábilmente va limando su compañera Alba (Elena Anaya), las primeras confidencias, las mentiras para auto-protegerse o la emoción que transmiten bastante bien ambas actrices. Más allá del desnudo físico asistimos al desnudo emocional de los personajes, en una relación tratada siempre desde el absoluto respeto en cuanto a lo que es y con sobrada elegancia en la forma. Los lentos y suaves movimientos de cámara, constantes en cualquier obra de Medem, potencian la sensibilidad y desprejuicio con el que es narrada esta historia de amor y pasión entre mujeres. Quienes acudan a ver desnudos los encontrarán, pero si alguien busca puro morbo en la película, seguramente saldrá más que decepcionado. La puesta en escena, decorados, fotografía y realización son francamente impecables, una auténtica obra de arte, algo -por otro lado- habitual en Medem.

A pesar de todo, existen serias lagunas en el guión que la relegan a producto menor.  Ideas que dejan cierto regusto a sus propios clichés, otras a estereotipos socialmente establecidos sobre sexo  y alguna salida de tono navegando entre lo hortera y lo desagradable. Todo esto no hace referencia a la calidad formal del film, más bien -creo yo- a que Medem, al escribir una película de este tipo,  se retrata por necesidad en el asunto de cómo concibe la sexualidad femenina. Comienza con la cámara en el balcón de un hotel enfocando la calle por la que se acercan dos mujeres. Caminan hacia el edificio y las vemos desde arriba, luego la cámara gira hacia la puerta y oímos su conversación. Es un plano secuencia que termina al poco tiempo de entrar en la  habitación. Desde el principio, no es necesario que pronuncien una sola palabra para saber cual de las dos es la lesbiana convencida y cual la novata en todo esto. Alba lleva el pelo corto, viste ropa holgada que no marca sus formas, camisa de cuadros, va sin tacones, bolso enorme a modo de saco, carece de bisutería adornando su aspecto y tiene cara de vicio. La rusita es femenina, inocente, despampanante, pelo largo, vestidito sensual, collar, pulseritas, anillos y bolso a juego. En la primera escena, el fantástico picado desde el balcón, antes de que suban, se dibuja la distinta orientación sexual de ambas. La estética lesbiana se masculiniza, la de la mujer heterosexual es femenina, léase femenina en sentido moda Corte Inglés. Más adelante, parece, además, que entiende que para una mujer heterosexual es condición ineludible la penetración para tener una relación plena. Lo intuimos al principio en el constante juego con la botella y se hace explícito cuando Natasha le pide abiertamente un vibrador a Alba añadiendo como motivo que a ella le gustan los hombres. Corto, demasiado corto el alcance de las formas de placer femenino expuestas y paupérrimo papel el del hombre en el concepto sobre relación sexual  que se manifiesta. Porque en este momento entra en juego el personaje masculino, el botones interpretado por Enrico Lo Verso, quien les ofrece un pepino convenientemente esterilizado (lo del pepino es literal) o, en su defecto, sus propios atributos naturales. El botones-hombreobjeto, totalmente fuera de contexto, realmente grotesco, roza lo vergonzoso.

Una pena, porque el film es una delicia durante la primera hora y cae en  estas y alguna otra vulgaridad a partir de la segunda. Segunda parte que remata con un sesenta y nueve, normalito y sexualmente poco imaginativo para el tono de la narración, más una masturbación a dos bandas en una bonita escena de bañera que sin embargo resuelve muy mal cuando enfoca a Cupido, en el techo, directamente apuntando su flecha a la cara de Alba: te has enamorado, chica, y habías prometido no hacerlo… Hay cierto intento en sacar partido inteligente del escenario, de las pinturas  que rodean la habitación, como el mencionado Cupido, el cuadro renacentista en relación-contraposición con el de la época romana, sus puntos en común a pesar de los casi mil años que les separan, a colación de los nexos que unen y distancian a ambas mujeres, pero fracasa estrepitosamente también en este terreno. En definitiva: la primera hora, bastante lograda, habría sido más que suficiente, porque a partir de ahí pesa, y mucho, el corsé cultural y alguna que otra ñoñada manierista, tanto en lo referente al discurso como a las escenas de sexo. Podría extenderme en más detalles, mejor véanla y saquen sus propias conclusiones. La mía es que Médem sabe moverse como pocos cineastas españoles para crear ambientes únicos, pero en el terreno  sexo y mujeres que saben lo que quieren aún tiene por hacer algunos deberes, a pesar de sus años y de intentarlo de modo más o menos valiente.