Carnage (Un dios salvaje), de Roman Polanski

La nueva película de Polanski mira hacia la falsedad y doble moral burguesas inmersa en la actual crisis de valores de occidente. Adaptación cinematográfica de aquello que siempre ha sido terreno exclusivo del teatro, poner las máscaras al descubierto, las máscaras con las que la vida nos muestra a sus personajes corrientes cuando se desenvuelven entre ellos. El telón que tarde o temprano siempre cae dejando en escena las miserias ocultas tras las falsas apariencias disfrazadas de cortesía y modales para una convivencia mantenida e interesada.

Un elenco de lujo, Kate Winslet y Jodie Foster, Christoph Waltz y John C. Reilly, juegan a ser dos parejas acomodadas de Nueva York, una de ellas interesada en el arte y más bien liberal en cuanto a actitudes políticas, la otra dentro de los cánones yuppies ocupados en abrigos de cachemir y menos exenta de puntos de vista reaccionarios, ambas en definitiva formas de vida de la nueva burguesía surgida de los mercados financieros. Ambas parejas tienen hijos de la misma edad y se reúnen tras una pelea de sus vástagos de 11 años en el hogar de los padres de la víctima para intentar una solución amistosa vía conversación.

La temperatura va subiendo hasta convertir la situación en una olla a presión ultracondensada, un pareja contra pareja, sexo contra sexo, gestos de complicidad sordos, falsos duelos, nada ni nadie está a salvo, aquí todos son inocentes y culpables, no hay demasiada diferencia ente pretendidos tutores legales de los derechos humanos y abogados de vendedores de medicamentos genéricos, pocos secretos esconde la naturaleza humana en lo que se refiere a su falta de altruismo y su incapacidad para escuchar cuando lo que impera es la coraza de los propios dogmas y una importante dosis de cinismo.

La búsqueda de una solución viable entre los dos muchachos, en este caso determinada por la capacidad de encuentro entre sus padres, se muestra en principio cortés, pidiendo y aceptando ese café con pastel de manzana y pera mientras intercambian carácter y experiencias. La maestría de Polanski convierte desde un principio la conversación, poco espectacular, hasta ordinaria, en foco de tensión subyacente entre dos pares de padres. El cinismo y hasta los insultos resuenan en cada frase sin perder la educación y los modales, cada cual a la hora de justificar al propio hijo. Lo que inicialmente parece inofensivo derivará en una escalada de violencia verbal cuando ambas parejas van dejando de lado, poco a poco, la compostura y sus respectivas máscaras.

Sin abandonar los cánones de un comportamiento civilizado hacia el exterior, asistimos al crescendo de la mejor subcultura burguesa donde las agresiones mutuas superan cualquier catarsis de explícita violencia cinematográfica. Cada diálogo es base para el siguiente, cada gesto está perfectamente adaptado y tiene su propio significado, aquí no hay nada superfluo, toda la película se desarrolla en un único escenario, en tiempo real, orquestada por un perfecto narrador que sabe cómo utilizar cada plano, corto o largo, cercano o más alejado, para expresar la tensión, la calma, la violencia contenida o la agresividad explícita cuando se traspasa el límite del debido respeto debido a los demás.

Poco más de sesenta minutos, un presupuesto que seguramente se lo hayan comido los excelentes actores, y toda el saber hacer de Román Polanski a la hora de retratar las obsesiones y comportamientos humanos dan como resultado una película inteligente, tal vez un poco sucia, pero seguramente de las comedias más negras de los últimos años, repleta de matices, interpretada por un puñado de fantásticos actores, mientras un guión potente deja en cada escena al descubierto las miserias de la idílica sociedad moderna. Convence minuto a minuto.

Cine, Cine, Cine…

Asistimos en Valencia a toda clase de venta de humos sobre la reciente cancelación de la Mostra de Cinema Mediterrani, que nacía en los 80 como encuentro para la difusión cinematográfica pero sufría desde hace una década metamorfosis políticas varias, quedando en las últimas ediciones no solo muy distante del objetivo inicial sino también muy lejos del gran acontecimiento ciudadano que los actuales políticos municipales pretendían como rédito de un evento puramente cultural. A pesar de todo nunca dejó de acoger una parte de cine de calidad, aunque la lectura de nuestras rancias autoridades sea que no era gran cosa para la pasta larga que costaba, esas autoridades de cultura mascletera para las que lo verdaderamente importante de todo esto no era sino que diversos y acólitos agentes intermediarios se llevasen  buena parte del beneficio de la gestión mientras ellos lograban captar actrices y actores -en más o menos decadencia- que cual marionetas de feria lucían en la ciudad en un derroche de provincianismo que los valencianos sufrimos de manera casi constante a cargo de nuestros bolsillos y nuestra vergüenza. Porque en realidad a la Mostra le robaron el alma en Valencia hace ya muchos años, unos a golpe de taquillazo, otros a golpe de gore y aventuras, pero todos con el denominador común del talonario bajo el sobaco, la puta pela y la demagogia caciquil que transformó aquel festival punto de encuentro de la diversidad cultural mediterránea en un barco a la deriva que acabó por zozobrar.

A pesar de este panorama como agrio telón de fondo, se han conjugado esta semana diversos factores que dan  como resultado un conjunto de propuestas cinematográficas nada desdeñables, todas juntas y a la limón, una pequeña luz en el oscuro túnel del panorama cultural valenciano. Regateando a pensantes y pudientes, la semana ofrece a los cinéfilos un abanico de posibilidades más que interesantes para ver buen cine en pantalla grande.  Tomen nota y aprovechen mientras no se dan cuenta, porque pocas son las ocasiones que pintan tan bien para el disfrute cinematográfico.

Por un lado tenemos buenas perspectivas en cuanto a películas en estreno. Roman Polanski con Un dios salvaje, adaptación de la obra teatral de Yasmina Reza que podemos ver en multisalas o en versión original subtitulada. Un trabajo que seguro no me pierdo, a pesar de que en las últimas semanas no le encuentro las 25 horas que necesito al día, pero todo lo que salga de la cámara de Polanski merece, a mi juicio, ser visto, y Un dios salvaje no es una excepción.

Otra propuesta de cartelera más que interesante viene de la mano del argentino Gustavo Taretto y su Medianeras, con Pilar López de Ayala como protagonista, película presentada en la Sección Oficial de la Seminci de Valladolid y en el último Festival de Berlín con beneplácito de crítica y público. El también argentino Carlos Sorín nos sorprende esta vez con un thriller titulado El gato desaparece, que podremos ver a partir del viernes 25, y que narra los sentimientos contrapuestos de un hombre cuando regresa a su casa tras ser dado de alta  después de varios meses de internamiento en una clínica psiquiátrica como consecuencia de un violento e inesperado brote psicótico. Y también a partir del 25 podremos deleitarnos con la última propuesta de David Cronenberg, Un método peligroso, la turbulenta relación entre el joven psiquiatra Carl Jung (Vigo Mortensen), su mentor Sigmun Freud y Sabina Spielrein. Al trío se le une cual aliño un paciente libertino decidido a traspasar todos los límites, lo cual no es poco decir tratándose de Cronenberg.

Pero si el panorama de estrenos pinta realmente bien, no es para menos la actividad de la Filmoteca durante esta semana y la venidera. De momento por 1,5 euros, gratis con el carnet de estudiante, hoy sábado nos podemos permitir ver en pantalla grande y subtitulada El Decamerón, dirigida en 1971 por Pier Paolo Pasolini, aguda crítica al moralismo y al puritanismo, lúcida y bien realizada, al pelo para una jornada de reflexión.  Dentro del ciclo dedicado al director italiano, se proyecta el domingo 20 Los cuentos de Canerbury, buen responso después de cumplir nuestra misión democrática del voto, y también la provocativa Saló o los 120 días de Sodoma, el próximo martes 22 y el jueves 24 en distinto horario.

Sin abandonar la Filmoteca, durante la semana podremos elegir asistir al pase de El fotógrafo del Pánico, excelente reflexión sobre cine y vouyerismo de Michael Powell; Funny Games, de Michael Haneke; Million Dollar Baby, de Clint Eastwood; Las uvas de la ira, de John Ford o Vals con Bashir, de Ari Folman. Y dentro del ciclo de homenaje a Berlanga, la Filmoteca repone uno de sus mejores trabajos, El Verdugo, mientras repite pase Les quatre verités (Las cuatro verdades). Como broche cinematográfico semanal, el viernes recupera al Agustí Villaronga de 1986 con la proyección de la dura, asfixiante y sugestiva Tras el Cristal, la historia de un antiguo oficial médico nazi paralizado en un pulmón de acero tras un accidente que comienza a recordar sus prácticas sexuales perversas sobre personal muy joven durante la guerra: sin exposiciones explícitas ni demasiado gore, pero ríanse de A Serbian Film

Fuera de estos canales, en La Nau, Centre Cultural de la Universitat de València (C/ Universitat, 2), dentro de las Jornadas Polonia y Les Fronteres de Identitat Europea, proyecta en el campus dos películas de esta nacionalidad, imposibles de ver por otro medio: Jasminum, de Jan Jacub Kolski (2006), y Amor Reclutado, de Zwerbowana Misolic (2010), el 23 y el 30 de noviembre respectivamente. La entrada es libre y quienes estéis interesados podéis encontrar más información en este enlace.

Y para finalizar, cogiendo el coche y unos kilómetros al sur de la capital, el Club Cinema Alzira repone para quienes se la hayan perdido Inside Job, documental de Charles Ferguson, una importante crónica no solo sobre las causas, sino también sobre los responsables de la actual crisis económica que ha puesto en peligro la estabilidad económica  del planeta y significado la ruina de millones de personas que han perdido sus hogares y empleos, amén de lo que quede por llegar.

Merece la pena tomar buena nota, intentar planificar el tiempo para sentarse y disfrutar de una semana de buen cine para todos los gustos.

Another year, de Mike Leigh

En su nueva película, Mike Leigh cuenta cómo la gente hace frente al envejecimiento. Los protagonistas son Tom y Gerri, interpretados por Jim Broadbent y Ruth Sheen, una pareja de clase media que ronda los 60. Tienen buenos trabajos y llevan juntos varias décadas. Another Year les sigue durante el transcurso de un año: en primavera, entre sus empleos y el pequeño huerto que mantienen a las afueras del siempre lluvioso Londres, en verano dan una barbacoa, en otoño conocen a la novia de su hijo y en invierno llega la pérdida. Alrededor de su acogedora relación se mueven sus amigos, la excéntrica secretaria Mary (Leslie Manville), traicionada por los años, o el excesivo Ken (Peter Wight), que oculta tras el alcohol la tristeza de una vida de la que solo queda un trabajo que odia.

Another year es casi una película muda, un drama familiar sin violencia, donde algunas de las cosas más importantes que suceden se sobreentienden, nunca se dicen. No es por falta de diálogos, es porque aparentemente nada emocionante ocurre a excepción de un cúmulo de pequeñas escenas en las que afloran alegrías y desastres comunes de la vida cotidiana. Sin embargo, las emociones que fluyen son fuertes y profundas porque reflejan cosas que a todos nos importan: los padres y los hijos, la relación de la pareja o una vida vivida sola, la enfermedad y la muerte, preocuparse los unos de los otros.

Las estaciones del año, que Leigh envuelve en escenas melancólicas, son el verdadero generador del ritmo de esta historia, las mensajeras del paso implacable del tiempo. Another Year es un relato brillante, ágil e inteligente, que nos habla sobre la edad y el transcurso del tiempo sin caer en el kitsch o los clichés habituales. Sin subtítulos forzados, sin demasiadas explicaciones, una a una, las experiencias de los personajes impactan en la pantalla. La cámara se mueve poco, no hay panorámicas, no hay fundidos, tan solo cortes entre una composición y la siguiente. La muerte, la soledad, el abandono, los balances existenciales, expuestos con un fino y sutil humor inglés como telón de fondo, nos obligan a observar, a involucrarnos.

Mike Leigh tiene el don de capturar situaciones universales en los detalles de la vida cotidiana. En los pliegues de sus historias, entre las frases incompletas o diálogos aparentemente azarosos, envuelve una maraña de estados de ánimo y sentimientos evitando cualquier atisbo de moralismo o digresión fácil. Amor, complicidad, soledad, aislamiento, comprensión, miedo, dolor, desesperación… traspasan la pantalla a través de unos personajes magníficamente trazados en los que reconocemos, de una manera u otras, a la gente cotidiana. Al final, como en la vida misma, la soledad de unos es el contrapunto de la felicidad de otros, concluye una impresionante escena de cierre donde esa felicidad parece hasta opaca a los ojos de los excluidos. El cine y la vida más cerca. Una película magnífica, llena de sensibilidad y sencillez, tan compleja como tragicómica narrando lo extraordinario de la vida ordinaria, algo de lo que Leigh entiende mucho.

Mientras duermes, de Jaume Balagueró

Jaume Balagueró se adentra en el thriller psicológico con Mientras Duermes dando así un giro a su línea anterior, en la que un terror más desnudo, con un toque de suspense y otro de gore, habían constituido la tónica de su carrera hasta la fecha. Rec le supuso el reconocimiento en España, la crítica patria había descubierto a Balagueró, que no internacionalmente, pues el catalán inauguraba las bondades de trabajar fuera de nuestras fronteras tras lanzar en 1999 su opera prima en el terreno del largometraje, Los sin nombre, película que de puertas adentro pasó prácticamente desapercibida.

En Mientras duermes, Luis Tosar, que borda la interpretación, es el portero de un edificio del Eixample barcelonés (escenario indiscutible de casi todos sus films e incluso cortos), que todos los vecinos tienen por amable y solícito, pero que cuando llega la noche se trasforma en alguien absolutamente aterrador, mientras todos duermen. Nuestra casa, nuestro espacio personal y seguro, el de nuestro hogar, completamente controlado por un extraño psicópata que se cuela en él cuando desea con el único objetivo de impedir nuestra felicidad. Cesar, que así se llama el elemento en cuestión, va mostrando poco a poco sus cartas, vamos lentamente descubriendo hasta dónde será capaz de llegar para borrar cualquier atisbo de sonrisa de nuestros rostros. Cesar no puede ser feliz y vive para el mal ajeno, para impedir la felicidad de los demás. No busca matar a sus víctimas sino otro tipo de dolor mucho más sutil.

Si en la mayoría de thrillers de género, la eterna contradicción entre el bien y el mal está contada desde el punto de vista de la presumible víctima, haciéndonos padecer la ignorancia de cuanto se le avecina y su sufrimiento, el secreto de Mientras duermes es colocarnos en la posición de Cesar, forzándonos a participar de sus planes y estrategias, a sufrir con sus riesgos, a identificaros con él en definitiva. Como contar el cuento de Caperucita desde el punto de vista del lobo feroz, conociendo de antemano sus planes pero sin que el espectador llegue a sospechar hasta dónde será capaz de llegar en su infinita maldad.

Una propuesta más que decente de suspense patrio en la que el guión, de Alberto Marini, funciona como un mecanismo de relojería manejando estrategias, vueltas de tuerca y personajes diversos. Al malo malísimo y la vecinita siempre optimista y sonriente (Marta Etura), su lado opuesto, se le suman los oficinistas del entresuelo, la mujer de la limpieza y el pardillo de su hijo, el propietario del edificio, la solterona que vive por y para sus perros y una repelente niña, Ursula (Iris Almeida) que se atreve a plantarle cara y chantajear a César. Sus relaciones e interacciones nos ayudan a ir conociendo la verdadera naturaleza del temible sociópata, que tiene caldo para todos, y del que lejos de poder prever el alcance de sus objetivos, nos va dejando atónitos durante hora y media con su escalada fría de inagotable crueldad.

Nader y Simin, una separación (Asghar Farhadi, 2011)

Apadrinada por la última edición del Festival de Berlín -se llevó el Oso de Oro venciendo a veintiuna películas en competición-, llega a nuestras salas Nader y Simin, una separación, película de nacionalidad iraní, dirigida y escrita por Asghar Farhadi (A propósito de Elly).

No tenía demasiada idea de qué iba a ver exactamente, habituados como estamos a que el cine que alude o procede de países islámicos muestre una preferencia natural por los horrores de la guerra, el cruel sometimiento de las mujeres o el incierto futuro de la infancia.

Pero nada de esto es Nader y Simin, una película compleja que trata temas tan cotidianos y universales como el cuidado de los ancianos, las cargas familiares, los sentimientos de responsabilidad frente a la libertad personal o los engaños y desengaños que todo hijo de vecino ha sufrido alguna vez con quien creía de su confianza. La actual situación política y religiosa en Irán sí es el telón de fondo omnipresente, como no podía ser de otro modo.

Sin embargo, el retrato poco tiene que ver con la idea preformada que los diversos medios informativos se han encargado de fabricar en las mentes de los habitantes de esta parte del mundo, el occidental. Los protagonistas de la película pertenecen a la clase media de Teherán, y así, por un lado tenemos a Nader, que se niega a separarse de su padre, enfermo de Alzheimer, aún a costa de la ruptura conyugal, mientras trata de educar a su hija en determinados valores de responsabilidad para con sus estudios e inculcar buena dosis de sentido crítico en su manera de pensar. Por otro, Simin, mujer moderna que rompe la idea un tanto fragmentada y tan extendida sobre la mujer iraní, presentada aquí como una mujer absolutamente emancipada de su marido que no deja que nada ni nadie decidan su futuro.

Una clase media bastante alejada de los tópicos y conflictos que por estos lares nos vende sobre todo la televisión, que vemos moviéndose entre el caos urbano en confortables automóviles y cuya existencia ya no se concibe sin teléfono móvil, lavavajillas, microondas o gafas de diseño. Pero tras toda esa modernidad, también encontramos a la piadosa Razieh, que tiene que solicitar por teléfono el permiso de la autoridad religiosa para cambiar los pantalones sucios del anciano al que cuida a escondidas, amén de obtener para cada decisión el preceptivo consentimiento del marido.

Pero al margen del retrato de la actual sociedad iraní, tal vez lo más interesante de la película es el guión y la dirección de Farhadi, que consigue llegar a emocionar manejando estos extremos opuestos para convertirlos en una historia que va más allá del blanco y el negro. Distintos giros argumentales y un ritmo hitchcockniano se encargan de asegurar el suspense, que no esté completamente claro qué está sucediendo en cada momento y no sepamos muchas veces quién está diciendo la verdad y quien miente.

Nader y Simin es una película con muchos recodos, ya que si bien en principio nos narra una ruptura conyugal inmediatamente se incorporan distintas historias, todas a la vez, tejiendo una auténtica maraña de manipulaciones y enfrentamientos entre los cinco personajes. La tragedia de una vejez condenada a la invalidez, el drama de una adolescente que ve rota la convivencia familiar, la dureza de la vida urbana en los últimos eslabones económicos, la pandemia del paro, la pérdida de la confianza, el chantaje emocional, todo sucede al mismo tiempo.

A partir de la decisión de separarse que adoptan Nader y Simin, primera escena de la película, emerge una variada red de situaciones y de tensas relaciones presentadas como cúmulo de problemas de cada vez más difícil solución. La película tampoco pretende ofrecerlas, al fin y al cabo en la vida hay más situaciones inciertas o sin solución que con final programado. Farhadi prefiere mostrar sus personajes con respeto y honestidad, con la neutralidad de un narrador que toma claro partido por la objetividad y no dar respuestas, al mismo tiempo que nos golpea con muchas, muchas preguntas. La primera en la frente es si una joven adolescente iraní tiene más posibilidades en Europa o en Teherán. En la película vemos también dos tipos de mujeres, ambas con sus razones y modos de entender la vida, pero ninguna se nos muestra mejor que otra. Son simplemente dos versiones enfrentadas, ambas seguramente merecedoras de salir victoriosas.

Relaciones humanas, en definitiva, sin importar demasiado la época o la nacionalidad, universales, porque tampoco son específicas de un lugar o una cultura concretos. El tema de esta película  va más allá de fronteras geográficas, religiosas, lingüísticas o culturales. Quienes se acerquen a ella encontrarán buen cine y una historia realista y compleja  donde tensión y drama se ofrecen casi a partes iguales logrando emocionar y llegar al espectador. En último término, es lo importante.

Pina 3D, de Wim Wenders

Pocas son las oportunidades de ver en pantalla grande una película como esta, solo se proyecta en un puñado salas, el último trabajo que Wim Wenders presentaba en el Festival de Berlín. Probablemente marque el comienzo de otro sentido en la utilización del 3D, esta vez de la mano del cine europeo, un nuevo marco de experimentación con la técnica tridimensional que hasta la fecha ha servido para arropar superhéroes y subrayar efectos especiales en el cine de aventuras y animación.

Pina 3D se plantea a modo de documental que nos introduce, a través de la danza, en el mundo de la gran bailarina y coreógrafa alemana Pina Bausch, fallecida inesperadamente de cáncer en el verano de 2009 a los 68 años, durante la preparación del rodaje y material de esta película, mientras desarrollaba con su grupo la pieza Como el musguito en la piedra ay , si, si, si un fragmento de la canción Volver a los 17 de la cantautora chilena Violeta Parra, que inspiraba a Pina en su última visita a Chile. Wenders conocía a la bailarina desde veinte años atrás y, según ha declarado, siempre habían planeado producir una película conjunta. Ahora parece haber encontrado en el 3D el medio para hacer justicia a la belleza escenográfica de la inimitable Pina, permitiendo de algún modo al Cine plasmar el mundo de la danza y su lenguaje sin fronteras idiomáticas en una dimensión artística muy cercana al público. Documental y a la vez homenaje donde el sentido artístico cobra toda su fuerza, atípico porque no aparecen datos biográficos, tan solo  anecdóticos de la bailarina y apenas podemos ver su figura fugazmente unas cuantas de veces a través de imágenes de archivo, dadas las circunstancias del rodaje. Son sus alumnos del Tazntheater Wuppertal, Regina Advento, Maloi Airaudo y Ruth Amarante, entre otros, quienes se encargan de interpretarla y darle de nuevo vida para ofrecernos su enigmático mundo interior, esa singular inspiración plasmada cada vez que subía al escenario. La ciudad alemana de Wuppertal, sede del ballet que dirigió durante más de 30 años, es el telón de fondo donde los cuerpos de los bailarines escenifican la particular filosofía de la artista, una permanente performance entre la danza clásica y los entornos naturales intercalados entre los urbanos. El tráfico de la ciudad, polígonos abandonados, antiguas siderurgias o canteras, vagones de pasajeros, vías de un monorraíl que recorre suspendido la ciudad o estructuras arquitectónicas de hormigón confluyen entre enérgicas partituras de Tchaikovsky, Stravinsky, otras más modernas o temas latinos, mientras estos actores danzantes, de los que no sé si admirar más su potencia muscular, su pasión por el trabajo o su infinita precisión, ponen el lenguaje corporal al servicio de la magia y la emoción.

Tanto si se es amante de la danza como si no, la película es sin duda toda una experiencia sensorial digna de ser vista en pantalla grande. Personalmente me dejó completamente atónita. El 3D funciona de modo radicalmente opuesto a la utilización que hasta ahora parecía monopolio de las grandes producciones de Hollywood, porque aquí se trata de romper la distancia con el espectador y hacer sentir la presencia de los cuerpos en el escenario, creando un conjunto dinámico de sorprendente belleza repleto de sensualidad. De manera especial en las escenas de grupo, la estética es fascinante. Si la esencia de la película son las coreografías que componen el conjunto de bailarines y escenarios, la danza es la emotividad expresada mediante el cuerpo en movimiento. Los bailarines muestran su espectáculo entre el tráfico urbano, en espacios naturales, en el escenario de un teatro o en el asfalto sembrado de marquesinas publicitarias, incorporando a la coreografía elementos de la naturaleza como el aire, la tierra o el agua para desplegar todo un prisma de sensaciones, a veces tiernas y humanas, por momentos más crueles y desesperadas.

El ingrediente 3D aporta profundidad y fluidez a los cuerpos en constante movimiento, pero también solemnidad a los silencios y la soledad, sobre todo cuando un número importante de personajes entra en escena o la composición se hace al aire libre, logrando transportar al espectador a un mundo muy cercano totalmente ajeno de los límites restrictivos de la danza entendida como espectáculo exclusivo para élites minoritarias. Y seguramente era ese el espíritu que impregnaba la obra de Pina Bausch, una manera de entender este arte como comunión perfecta entre la danza y el teatro, soportado por una alfombra sonora que puede abarcar desde lo más clásico hasta el cante jondo, y que dio lugar en la década de los 70 a un nuevo lenguaje corporal hoy convertido ya en género internacional.

El árbol de la vida (The Tree of life), una experiencia religiosa

Hace solo unos días he tenido la oportunidad de ver la extraña -calificada así por muchos- película de Terrence Malick, alabada hasta la pasión por unos, ejercicio de pedantería cinematográfica -nunca he entendido este calificativo para una película- para tantos otros. El asunto es que resulta difícil encontrar opiniones intermedias, la crítica se ha dividido a la hora de calificar el trabajo de Malick, es lo que tiene salirse de la línea habitual, pero en mi caso me produjo una  sensación de término medio, lo que no quita reconocer que ciertamente se sale de los parámetros al uso de lo que podemos frecuentar en la cartelera.

Situada en el medio oeste norteamericano, en los años 50, narra la evolución de Jack (Sean Penn, de adulto) que vive con su madre (Jessica Chastian, quien también ocupa la parrilla con La Deuda), que se supone encarna el amor y la bondad, mientras el padre (Brad Pitt), representa el pragmatismo y la severidad al límite de la ética y se encarga de enseñarle, a él y a sus dos hermanos, a enfrentarse a un mundo que siempre se antoja hostil.

Lo primero que llama la atención es cómo está contada la historia, porque es algo así como un cuadro impresionista en el que el autor va dando trazos de la vida de los protagonistas aquí y allá y además lo hace desde una perspectiva íntima y pseudo-cósmica, un complejo caleidoscopio que va desde las emociones más personales y descarnadas de cada uno de los miembros de la familia hasta los límites del espacio y del tiempo, desde el origen de la vida hasta la concepción mística de la muerte y el más allá.

Personalmente, me quedo con el retrato meticuloso y acertado que hace de la familia, en particular la interpretación y el personaje del hermano mayor, Hunter McCracken, para mi la estrella indiscutible de la película, un crio que con tan solo 12 años me parece, de lejos, el trabajo más sobresaliente. El joven actor llena su papel con una intensidad que le da realmente peso al guión, sin apenas diálogo, pero son sus expresiones faciales el lenguaje tajante que no tiene palabras y que sin embargo nos hace entender lo que importa, hacer traspasar sus emociones de la pantalla y poner los pelos de punta cuando se debate entre el reconocimiento de su propia maldad y los cálidos sentimientos hacia su familia. La búsqueda a las respuestas más inquietantes, humanas y personales que pretende la película, los sentimientos más profundos ante la pérdida de un ser querido, se concentran en las contradicciones y el transcurso vital del chaval, al que sin embargo la crítica no ha prestado la más mínima atención. Tampoco le vamos a negar las virtudes a Brad Pitt ni a su personaje, un tipo violento, estricto e impertérrito que no se quita el traje ni para recoger las coles del huerto y que conduce a su familia con auténtica mano de hierro frente a la madre, que representa la dulzura -¿acaso femenina?-, la bondad y la esperanza a través de una postura místico-cristianoide que me resultó bastante cargante, pero que nos va introduciendo en el otro aspecto de la película, el más filosófico, el que trata -cabe suponer- de enlazar las contradicciones humanas con las cósmicas. Entonces viene cuando Malick echa mano -durante más de una hora- de los recursos fotográficos y la imaginería artística -con innegable maestría de cámara, cabe decirlo- para elevar este tipo de espíritu de fe a un recorrido por el origen de la vida y el big bang, la naturaleza bruta y la gracia espiritual construyendo al unísono nuestras vidas y por ende todas las existentes en el planeta. Pero personalmente me resulta más que suficiente para contar lo que quiere con los personajes y el retrato familiar, que me han gustado mucho, y me sobra misticismo y dinosaurios, documental y videoclip, ya que el único sentido que logro encontrarle es subrayar un mensaje  de tipo religioso, filosófico-conciliador y bastante conservador frente al materialismo feroz que nos coloca atrapados en acristaladas torres de oficinas sobre las que navega la naturaleza y un creador omnipotente que en definitiva parece nos conducirá a todos al mismo sitio, lugar en que, por supuesto, podremos arrepentirnos de cualquiera de nuestros pecados, por gordos que estos sean, y abrazar a amigos y enemigos por igual. Amén pues.

La piel que habito (Pedro Almodóvar, 2011)

La  última película de Pedro Almodóvar, La piel que habito, se anunciaba como un salto cualitativo en su filmografía, el punto de inflexión en la carrera del director español más internacional (86 premios, 54 nominaciones). Ciencia ficción y terror eran géneros todavía inexplorados, lo que parecía indicar que veríamos un Almodóvar totalmente renovado. Al margen del linchamiento previo que un sector de la crítica prepara cada vez que se anuncia un nuevo estreno del director -motivo por el cual en esta reseña me reservaré posibles peros, aunque haberlos, haylos-, hay que reconocer, sin embargo, que la película se las arregla para volver sobre muchos de los temas y obsesiones que ha explorado en su anterior producción, además de personajes y situaciones tan característicos del mundo almodovariano, de esos que gustan a unos e irritan a tantos, pero inevitables en cualquier film del manchego sin más que añadir al respecto, Almodóvar es así, o se toma o se deja. Sin embargo, también es verdad que con esta nueva propuesta viene a corroborar el camino de madurez alcanzado que ya se intuía en sus últimos films, y que se traduce en este caso en una historia muy bien contada, llena de tensión, sadismo y envuelta en una atmósfera tan inquietante que no da respiro, a lo que se suma la sobresaliente estética, interpretaciones medidas milimétricamente y una capacidad de adaptación a los distintos géneros y al uso del lenguaje propio del cine que supera de manera notable el resto de productos del panorama patrio.

La historia está basada en una novela francesa, Tarántula, de Jonquet Thirrey, en la que un eminente cirujano plástico mantiene encerrada bajo llave en el sótano de su mansión a Eva, su hija adolescente, mientras prepara un espeluznante experimento que devolverá a la joven su rostro perdido tras un accidente automovilístico. Almodóvar no hace una adaptación literal de la novela, se limita a basarse en ella, y nos presenta un guión atrevido, provocativo, y también pesimistamente alusivo a la sociedad contemporánea, mediante una combinación extravagante de thriller oscuro, historia de terror con tintes góticos y mito poético, en la que, como se ha dicho, visita muchas de las obsesiones de sus trabajos en los últimos treinta años, en particular las relaciones maternales y la identidad sexual.

De la novela de Jonquet queda tan solo el punto de partida y la crueldad implícita, que pasa aquí a transformarse en una historia de venganza y búsqueda de la identidad. Las relaciones se trasladan a Toledo, el mismo lugar donde uno de los ídolos de Almodóvar, Buñuel, diera vida en 1970 a Tristana, que también era un drama socio-psicológico de controlado salvajismo sobre la destructiva relación entre un aristócrata de avanzada edad, Fernando Rey, y su hermosa pupila, Catherine Devenue.

En La piel que habito, el cirujano plástico de Tarántula se ha convertido en Robert Ledgard, inspiradísimo Antonio Banderas, toda una sorpresa interpretativa, hay que decirlo, quien no había vuelto a colaborar con Almodóvar desde 1990. Ledgard vive una vida opulenta apoyado siempre por su ama de llaves, posiblemente la mejor interpretación de la película, una fantástica Marisa Paredes que, a pesar de ejercer un papel secundario y que su personaje es de los menos bien dibujados, se convierte, sin embargo, en nexo unificador de los porqués del guión de la película. La prisionera es Vera, a quien da vida Elena Anaya, una actriz con mucha fuerza pero cuyo rendimiento depende en ocasiones de la batuta del rodaje. En este caso, Almodóvar exprime sus posibilidades  a todos los niveles, y probablemente sea uno de los papeles en los que más guapa y mejor dirigida tenga en el haber de su todavía joven carrera.

Sobre la base de estos personajes, unos pocos secundarios más, y un rodaje exclusivamente en interiores, Almodóvar construye una historia compleja con un guión que, guste o no, carece por completo de fisuras. Robert, inspirado en la muerte de su esposa, quien sufrió la desfiguración de su rostro por las quemaduras producidas en un accidente de circulación y acaba suicidándose, trata de desarrollar una nueva piel humana sensible al tacto pero indestructible a los elementos externos, especialmente al fuego. Naturalmente, sus colegas médicos se muestran recelosos de sus logros, de que el éxito en su investigación roce zonas éticamente inadmisibles. Pero a Ledgard le mueven otras obsesiones de carácter más personal, que iremos descubriendo en la película a través de diversos saltos temporales. Obsesiones que tienen que ver con la venganza y el carácter mismo de la identidad humana. Hasta aquí se puede leer, no desvelaré más detalles de la película, plagada de giros y revelaciones sorprendentes y espectaculares. Robert es un hombre económicamente poderoso, muy arrogante, que se puede permitir cuestionar -y pagar- lo que tradicionalmente se considera natural. Su obsesión es reconfigurar su mundo en torno a los propios deseos, en lugar de aceptar las cosas como son. Viene a la mente cierto aire al personaje de Scottie Ferguson, el detective interpretado por James Stewart en Vértigo, de Hitchcock, casualmente una de las películas que Almodóvar ha declarado en alguna ocasión entre sus favoritas, la transformación de una mujer que conoce aparentemente por casualidad en la imagen ideal de la que perdió y por la que vive invadido con un enorme sentimiento de culpabilidad.

El control de Almodóvar sobre el material narrativo y la estética de la película es, tal como siempre ha sido, impecable. El uso de los flashbacks para componer la narración e ir dosificando la trama va jugando con el espectador a la hora de mostrar la verdad que hay detrás de Robert y Vera. Es cierto que la trama, en sí misma, tiene cierto aire por momentos de culebrón típicamente melodramático, pero el nivel de competencia técnica detrás de la cámara se las arregla para elevarlo muy por encima del material presentado. La opulencia visual de la mansión de Banderas contrasta muy bien tanto con la trama macabra como con los límites un tanto espartanos de la habitación de Vera, una habitación cuyas paredes se van plagando del grafitti con el que la prisionera trata de mantener el control sobre su propia identidad. Muchos son los planos destacables que ofrecen un efecto sobrecogedor. Planos y más planos, ninguno superfluo y todos al servicio de la narración, que construyen la película como si se tratase de un cuadro en movimiento, con un uso de los colores apasionante, sin llegar al barroquismo de Greenaway pero bastante cerca de una misma concepción sobre el cine como obra muy personal, amén de una maravillosa habilidad de ambos para combinar géneros sin perder en ningún momento sus señas de identidad.

La narración se reorganiza constantemente en el tiempo de manera sorprendentemente hábil y muy característica del modo de hacer de Almodóvar, siempre desafiante frente a las ideas preconcebidas sobre la vida cotidiana y la conducta considerada como natural. El título tiene aquí una doble dimensión, porque a la vez que refiere la historia narrada se convierte en una metáfora de nuestro cuerpo, nuestra identidad, nuestra percepción de nosotros mismos. La piel, lo externo, es lo que nos contiene y parece definirnos. Pero, ¿una transformación de nuestra apariencia o, si acaso más radical, una reorganización de nuestro cuerpo nos hace dejar de ser quien somos? En el mundo de Almodóvar aparecen a menudo situaciones aparentemente salidas de madre con un componente bastante frívolo, pero en realidad estas excentricidades esconden y exploran asuntos casi siempre emocionalmente serios y con un alcance implícito mucho más provocador de lo que aparentemente ofrecen. Ninguna de las críticas que he podido leer hasta ahora hace alusión, por ejemplo, a la primera imagen de la película. Una vista de la mansión toledana con un único subtítulo: 2012. ¿Por qué 2012? La explicación seguro que solo la tiene Almodóvar, pero una lectura más allá del a+b del film nos sumerge en una versión ciertamente pesimista de la sociedad en la que estamos inmersos, además muy a corto plazo. En 2012, eso es muy pronto, la prisionera manipulada, transformada en otro quizás, por quien todo lo puede gracias a sus conocimientos científicos -información- frente a quien carece de ellos, metamorfoseada  en un ser a medida de los designios de quien tiene el poder y, por supuesto, el control del dinero para llevar a cabo sus caprichos y deseos. No sufran, acabarán todos muertos. La genialidad de Almodóvar es tal que, en la situación más shakesperiana de la película, que no es sino su dramático y sangriento final, el público de la sala estallaba al unísono en una carcajada. Es la piel que habita Almodóvar, genio y figura, inimitable talento.

¿Precuela?

Se llama precuela, protosecuela o tambien presecuela a una obra, ya sea una película, historieta, serie de televisión, videojuego, novela, etc., creada después de una entrega original que tuvo éxito, pero cuya referencia cronológica se sitúa en el pasado, generalmente desvelando las causas o los orígenes del argumento de la primera entrega. Ninguno de los tres términos aparece registrado en el diccionario.

A modo de ejemplo, en la conocida serie cinematográfica que comenzó con La guerra de las galaxias (Star Wars: Episode IV – A New Hope, George Lucas, 1977), La amenaza fantasma (The Phantom Menace, George Lucas, 1999) se la ha denominado precuela, pero en cuanto a su producción y comercialización es una secuela. El cine viene recurriendo a este tipo de películas al menos desde 1948, cuando se adaptó Another part of the Forest, una obra de teatro de 1946 que narraba los antecedentes de La loba (obra de 1939 llevada al cine en 1941). –Fuente, Wikipedia

La palabra precuela es un neologismo copiado del inglés prequel (término que apareció impreso allá por 1958 en un artículo de Anthony Boucher en The Magazine of Fantasy & Science Fiction, según el Oxford English Dictionary). Secuela deriva del latín «sequela», y ésta a su vez del verbo sequor, «seguir», no existiendo en esta lengua el término prequela ni un verbo «prequor». Para el castellano se han propuesto también los términos presecuela, de pre- (lat. prae, «antes») y secuela (a su vez del latín «sequela», secuela) y protosecuela, de proto- (del griego πρωτο; el primero, el principal,). Ninguno de los tres términos aparece en el Diccionario de la Real Academia Española, que tampoco registra la acepción secuela para referirse a una obra de ficción. La construcción de protosecuela y presecuela sigue un mecanismo habitual en el uso de la lengua española, aunque el significado que se desprendería de sus componentes no se corresponde exactamente con el fenómeno referido: protosecuela o presecuela, significarían literalmente primera secuela o lo anterior a la secuela, cuando en realidad lo característico de estas producciones es que narran los hechos anteriores a una historia y no a sus secuelas.

El origen del planeta de los simios es un entretenido film para pasar una tarde de cine familiar, sin más pretensión que acompañarlo de una buena tonelada de palomitas. La curiosidad la motivó el que absolutamente todas las críticas leídas a raíz del estreno califican la película como precuela. Pero hay que hacer un ejercicio de imaginación suficiente para afirmar que se trate de una precuela del original El planeta de los simios, de  Franklin J. Schaffner, 1968, en el sentido que se pretende con el palabro, más allá de la intención comercial del título.

El hombre de al lado, de Mariano Cohn y Gastón Duprat

Leonardo es un distinguido diseñador que vive con su mujer y su hija adolescente en la Casa Curutchet de Buenos Aires, el único edificio diseñado por Le Corbusier en toda América Latina. Una buena mañana se despierta por los ruidos de la obra de su vecino Víctor, que pretende abrir una indiscreta ventana para capturar algunos rayos de Sol con los que iluminar la oscuridad de su dormitorio. El suceso, aparentemente anecdótico, se convierte con el paso de los días en un auténtico duelo donde mentiras, medias verdades, estrategias dialécticas y veladas amenazas escenifican un corrosivo retrato interclasista.

Todo un estudio antropológico de la naturaleza humana, tejido con un guión sólido y sin fisuras, que pone de relieve la condición de distintos arquetipos humanos fácilmente reconocibles a la vuelta de cada esquina. De un lado Leonardo, prestigioso arquitecto con su vida aparentemente resuelta bajo el falso convencionalismo de felicidad conyugal y complicidad paterno-filial. Frio y aséptico lujo que no oculta sino toneladas de cursilería y un refinado desprecio frente a quienes considera inferiores. Del otro, Víctor, personaje hosco, imprevisible, provocador. Un vulgar vendedor de coches de segunda mano de aspecto grosero, lenguaje rústico,  escasa cultura y chabacana gestualidad, dispuesto a no dar su brazo a torcer frente a lo que cree su legítimo derecho.

Cada cual en su lado de la pantalla, cada uno en un plano de la vida, dos caras en definitiva de una misma pared, una clara y soleada, otra gris e incierta, uno queriendo un poco de la luz del otro, el otro negándose a prestarla. Y en el fondo la sempiterna lucha de clases, el miedo a aceptar cuanto nos es diferente, lo que alguna gente está dispuesta a hacer para quitarse los problemas de en medio y el contraste entre la apariencia y el fondo de todos los seres humanos. Otra buena película de las que en los últimos años está dando el cine argentino, llena de simbolismos, brillante en la descripción de personajes y situaciones, con un guión plagado de diálogos inteligentes y todo recorrido por un negrísimo sentido del humor, elementos que se conjugan cual coreografía para componer esta acertada tragicomedia de la vida moderna.

Brevemente, pero merecía la pena abrir un paréntesis durante las vacaciones para recomendar este estreno, tardío en España, puesto que el film fue rodado en 2009, premiado en Argentina y Sundance, y nominado a los Goya en 2010 como mejor película hispanoamericana. Pero como lo de entender los criterios con los que se seleccionan los títulos a estrenar es harina de otro costal, en cualquier caso, más vale tarde que nunca, dijo el desesperado. Ha sido como encontrar un oasis en medio del desierto de interés en que se convierte año tras año la cartelera del verano. Imprescindible hasta por los créditos finales.

Claire Denis: White Material (Una Mujer en África), 2009

Claire Denis nació en Paris, pero vivió desde muy niña en diferentes países de África (Somalia, Senegal, Burkina Faso y Camerún) hasta que regresó a Francia para estudiar en la Universidad. A lo largo de su carrera ha rodado una decena de películas, unos cuantos cortometrajes y tres documentales para televisión. Sin embargo, es la primera vez que estrena comercialmente una película en España. El fantasma colonial que recorre el continente africano y las contradicciones todavía existentes en una sociedad en pleno desarrollo constituyen el fondo, de alguna manera, de buena parte de su filmografía. White Material, que es el título de esta película, es el nombre despectivo con el que se refieren los africanos a los colonos blancos. Vestigios del pasado, sombras de un legado colonial dado a la fuga dejando tras si guerras infinitas en las que todavía, a pesar del paso de los años, los extranjeros juegan un papel relevante en el expolio sistemático de sus tierras mientras quede un euro por ganar. A algún lumbreras de alguna distribuidora española le ha dado por traducir, o más bien inventar, un título que poco o nada tiene que ver con la intención del original, de modo que por estos pagos la han llamado Una mujer en África. Obviaré comentarios al respecto, como quiera que sea, hay que decir que la película está en las antípodas del glamour de la África de postal para turistas de safari que nos venden en televisión o agencias de viaje. Tampoco es un cine de denuncia, al menos como se pueda concebir entre los sectores más progresistas de la vieja Europa, a pesar de que, sin posicionarse en ningún momento, la carga de profundidad sobre la situación política y social en el continente sea más que notable.

La película nos sitúa en un estado africano contemporáneo no identificado, y el principal eje es María, una Isabelle Huppert excepcional. Definitivamente, Isabelle Huppert es de esas actrices que parece que todo lo puede, en este caso, con un papel que roza lo imposible del que sale absolutamente airosa. María, decía, es francesa y propietaria de una plantación de café que dirige como negocio familiar. El mundo que habita se muestra violento hasta el sin sentido, plagado de conflictos en todos sus rincones, un lugar donde la ley se dicta en cada momento por quien tiene en sus manos el poder de un fusil. Los rebeldes han tomado el control de las infraestructuras del país y el gobierno ha enviado fuerzas militares para frenar la insurrección. Comenzamos viendo a María que trata de encontrar quien la lleve de regreso a casa, la primera escena. Después, hay un cadáver, también un líder revolucionario llamado el boxeador que huye de los militares y María tratando de salvar la cosecha de café, a pesar de la advertencia de evacuación inmediata dirigida a los franceses. Son los primeros diez minutos de la película. El café es solo café, no vale la pena morir, le dice el último jornalero fiel mientras abandona la plantación con su familia en busca de refugio. Pero María es terca, terca hasta jugarse la vida, no tiene intención alguna de moverse de su casa y camina sola hasta el poblado más cercano para encontrar nueva mano de obra, inconsciente de que su ex-marido André (Christophe Lambert) trata de llegar a un acuerdo para vender la plantación. El origen de las disputas entre la pareja es su hijo veinteañero Manuel (Nicolas Duvauchelle), joven apático y sin norte que no está por la labor de trabajar en el negocio familiar. Manuel deambula por los espacios salvajes mientras se transforma en un loco xenófobo, como los niños africanos convertidos en soldados.

Estos serían algunos trazos del hilo argumental, tratando de hacer los menores spoilers posibles. Ni que decir tiene que un guión de este tipo daría para hacer películas muy diversas. Claire Denis se limita a mostrar la realidad tal cual sucede, no hay bandos mejores que otros, todos tienen sus razones, todos ocupan su lugar, es la historia quien los ha colocado y solo pueden elegir entre huir o prestarse a ello asumiendo las distintas consecuencias. Seguramente por eso, una parte de la crítica haya percibido el guión como débil frente a los logros visuales, que son destacables en la película. Lo que sucede es que del mismo modo que cuando nos disponemos a ver un film de Bresson, Cocteau o Herzog, la búsqueda constante de imágenes inéditas que logren atmósferas mágicas y especiales constituyen una forma particular de narrar que exige por parte del espectador, si no un esfuerzo, al menos un cambio de chip, porque si hay algo seguro es que no se trata de una película convencional. La carga dramática es aquí eminentemente visual en perjuicio de diálogos. Se combinan largos planos fijos con otros con cámara al hombro y con primeros planos que siguen el rostro y los cuerpos de los protagonistas. A la vez, Denis juega con saltos temporales y abruptos contrastes entre el silenció desértico de la sabana y la virulencia radical de la guerra. La cámara aprovecha también el color, el poder expresivo del paisaje y de los objetos cotidianos. Imágenes de moscas alrededor de cadáveres sin rostro entre mansiones abandonadas en medio de exuberantes paisajes africanos, totems sombríos de una cultura pasada  que transmiten la atmósfera de desasosiego y derivan en momentos de auténtico terror. Protagonistas asaltados por el espectáculo terrorífico de la guerra que se intensifica en la narración con figuras como las de niños soldados embravecidos, que tan pronto disparan o rebanan cuellos como juegan bañándose en una casa ya vacía, o la cabeza de una vaca muerta, cargada de la simbología de la superstición, rodando entre los granos de café.  Manuel se afeita el cráneo y se transforma, sin palabra alguna, en un asesino horroroso que vaga enloquecido, como todos los demás, atrapados en un continente infernal donde africanos y franceses, población civil y combatientes, soldados y rebeldes, jóvenes y ancianos, parecen converger en esta pesadilla fenomenológica orquestada por el pulso turbulento de la historia. Lo más angustioso es que, hoy por hoy, andan todavía muy lejos de despertarse.

Los colores de la montaña, de Carlos Cesar Arbeláez

Si leemos la sinopsis en cualquier medio de información, la película es la historia de tres chavales a la captura de un balón de futbol que les ha caído en un campo minado. Si Los colores de la montaña, ópera prima del colombiano Carlos Cesar Arbeláez, fuese solamente esto, estaríamos ante un inolvidable drama filmado en Antioquia, en la parte andina de Colombia. Pero más allá del conflicto infantil que presenta, la historia tiene como telón de fondo la violencia inherente a una Colombia compleja. Los enfrentamientos cotidianos y los deseos de niños y adultos, demasiadas veces frustrados, envueltos en un macrocosmos sin salida, donde el horror sobrevuela día a día la fragilidad de los protagonistas. La maestra, con no más de una veintena de alumnos de cinco grados  distintos en la misma clase, cada día tacha alguno de la lista porque sus familias han huido o simplemente han muerto asesinadas. Las violentísimas relaciones dentro de esas familias, donde las mujeres guardan siempre silencio porque su condición social no es más importante que la de la vaca que les da sustento. El drama de los desplazados por una guerra enquistada donde la dura realidad impone a todos sus particulares reglas de terror y los campesinos son acosados permanentemente y demasiadas veces asesinados por militares, paramilitares o guerrilleros de las FARC.

Para bien o para mal, el Cine ha caído muchas veces en la tentación de contar la guerra desde la mirada de la inocencia infantil. Pero también es cierto que las formas de abordar la violencia y de humanizar la guerra son muy variadas, y solo algunos cineastas logran implementar una sensibilidad especial sin caer en el maniqueísmo y la manipulación del espectador. En Los colores de la montaña los auténticos protagonistas son los niños, y la guerra es solo el telón de fondo donde sobreviven con sus ilusiones que probablemente jamás lleguen a alcanzar. Uno de los  momentos de mayor tensión del film es cuando los tres muchachos, Manuel, Julián y Poca Luz, tratan de recuperar el preciado balón suspendidos de una cuerda que pende de un árbol. En ese momento el público gira la cara o cierra los ojos, no quiere ver que alguno caiga al suelo y pise accidentalmente una mina.  Carlos Cesar Arbeláez se hace con el espectador construyendo con sensibilidad sus personajes, y consigue una película emotiva porque deja la violencia más agria fuera del cuadro, a través del sonido del helicóptero policial, de los silencios, del mural del colegio o de un simple camina, no te des la vuelta, no mires atrás de la maestra al alumno, lo que probablemente hace esa violencia, si cabe, más efectiva.  Ofrece una mirada privilegiada a una realidad a la que asistimos demasiadas veces desde la lejanía de nuestro televisor, y lo hace con ausencia de cualquier tipo de componenda moralizante o ilusoria. Una película, además, realizada con un presupuesto irrisorio y con medios muy rudimentarios, pero que tiene la virtud de no dejar indiferente a nadie a pesar de, o gracias precisamente a, la belleza y la sencillez con la que se aborda esa  durísima realidad a la que sobreviven miles de personas cuyas existencias parecen olvidadas por el resto del planeta.

Midnight in Paris (Woody Allen, 2011)

Pureta, es el calificativo que te ganas cuando se te ocurre afirmar que ya no se hacen películas como antaño. El Cine clásico ha quedado para eso, para los clásicos que añoran el tiempo pasado. Hoy, el cine, la literatura y la cultura en general triunfan como medio exclusivo de entretenimiento, merchandising para las diversas y variadas industrias propulsoras. Cine que ya no deja huella, libros que han de contener una trama trepidante para ser vendibles, la cultura ha de parecerse cada vez más a un videojuego, pasa pantalla, sé el más rápido, mira y olvida. Algo parecido a los puretas de hoy le sucede a Gil, el protagonista de Midnight un Paris, no se siente a gusto en su mundo cotidiano, ni intelectual ni personal, entre una clase media de mirada chata para la que prima la hipocresía del compromiso social, de la pantalla de plasma, de la boda organizada a golpe de reloj y apariencia, del negocio inmediato, del éxito fácil y pragmático, la vaciedad cotidiana tantas veces imitada precisamente por el cine, hasta el punto de perderse con ella.

La suerte de Gil (Owen Wilson), esa especie de alter ego del propio Woody Allen, es ser un personaje de ficción, y dentro de una película se puede navegar en el túnel del tiempo cual Cenicienta y así, cuando suenan las campanas en la media noche de Paris, subirse al carruaje que le conduce a ese otro mundo no tan lejano desde una perspectiva histórica, donde aparecen personajes como Dalí o Buñuel, Picasso o Tolouse-Lautrec, Gaudin o Modigliani, escritores como Hemingway o Scott Fitzgerald o músicos como Josephine Baker o Cole Porter. Personajes que le inspiran, que le ayudan a escribir frente a la condena a la que le somete ser un escritor de éxito de Hollywood carente por completo de imaginación

¿Una mirada nostálgica al pasado? ¿Ida de pinza del bueno de Allen, quien ya anciano abriga la tesis de que cualquier tiempo pasado fue mejor? Mas bien no, más bien una lúcida mirada llena de humor al presente que nos rodea, a la mediocre ubicación de buena parte de la intelectualidad, al conformismo recalcitrante de la clase media, a las mezquinas ambiciones a la que nos abocan los medios, a la pedantería con la que demasiadas veces se usa la cultura (impagable papel,  el amante-rival) y a la condena cotidiana de todo cuanto se aparte del éxito inmediato y su correspondiente evaluación en beneficios económicos. Si esa mirada hacia lo que se está convirtiendo la sociedad se hace, además, desde la comedia y el oficio de Allen, hilvanando diálogos ingeniosos desde su especial habilidad, observando como muy pocos cineastas hoy son capaces los sentimientos y los avisperos amorosos a partir de un determinado contexto, pues estamos ante una de las mejores películas de la cartelera y uno de los films más brillantes de Allen de los últimos años, que nos recuerdan, no creo que Frank Capra se molestase por la licencia, Qué bello es el Cine y qué bonita está Paris cuando llueve.

Tokio Blues (Norwegian Wood), de Tran Anh Hung (2010)

Fuera de su país, Haruki Murakami es el escritor japonés más leído de su generación. Considerado hoy como figura de culto en el mundo literario, se podría decir que ha ganado popularidad en base a dos pilares fundamentales: su particular mundo, descrito con sencillez pero a la vez con extremada sensibilidad, y su adhesión a la cultura occidental, ya que contrariamente a la mayoría de escritores japoneses actuales, que han logrado prestigio en el extranjero por su japonesidad, Murakami ha confesado en numerables ocasiones una admiración clara por escritores como Scott Fitzgerald, Raymond Chandler o Kurt Vonnegut, a los que considera sus maestros. Pero si muchas de sus novelas están recorridas por un estilo post-modernista y plagadas de elementos surrealistas, ciencia-ficción y paisajes de ensueño, Noruwei no Mori es probablemente uno de los trabajos que más se distancia de cierto aire pop para adoptar un enfoque deliberadamente realista.

La novela es la historia de un estudiante introvertido, Toru Watanabe, que ha perdido a su mejor amigo y que se ve envuelto en una compleja relación con su ex-novia, en ese momento de efervescencia vital que transita entre los dieciocho y los veintitantos, marcado por la pureza de sentimientos que el tiempo y el transcurso de la vida tarde o temprano disolverán. Muchos son los que opinan que es la novela más autobiográfica del autor, quien como Toru creció en Kobe y fue a la universidad en Tokio, en la que permaneció durante el periodo de agitación estudiantil de finales de los 60. Él lo niega, declarando que no sentía excesivo interés en involucrarse en las protestas estudiantiles, y que en aquella época transitaba entre confrontaciones sociales y políticas como un lobo solitario, pero también esta es una característica de Toru, que navega constantemente en su propio mundo, quedando la situación exterior como telón de fondo, y las revueltas son el mero paisaje donde se desarrolla su particular batalla interior.

Noruwei no Mori vendió en 1987 dos millones de copias en Japón y otras tantas a nivel internacional. Se convirtió en una novela de culto para muchos, por lo que no es demasiado sorprendente que finalmente alguien haya decidido adaptarla al cine. Cuatro años le ha costado al vietnamita Tran Anh Hung persuadir a Murakami, quien finalmente accedió, dejando cierta libertad de adaptación al cineasta. Lo cierto es que quienes hayan visto alguna de sus películas, como El olor de la papaya verde o Cyclo, conocen el don para la sensualidad de este director y su manera tan especial de crear atmósferas lánguidas y poéticas que parecen venirle como un guante al tema de la novela.

Tokio blues es el título con el que se ha distribuido en España la película, heredando el nombre con el que también se publicaba la novela en su día en castellano. Internacionalmente, sin embargo, se la ha titulado como Norwegian Wood, en alusión al tema de los Beatles que se escucha en una de las escenas de la película y al que también refiere la novela.

Es un film relativamente largo, de 133 minutos, recorrido por el tempo pausado y poético que caracteriza al director, adaptándose perfectamente a una historia atormentada y compleja que, como el libro, va bastante más allá de un simple romance adolescente trágico ambientado en el agitado Japón de los 60. Comienza con una narración en la que Toru Watanabe (interpretado por Kenichi Matsuyama) nos cuenta cómo él, su mejor amigo Kizuki (Kengo Kora) y su novia Naoko (Rinko Kikuchi) crecieron juntos. Inexplicablemente para todos, Kizuki se suicida a los diecisiete años.

Dos años más tarde, Toru se encuentra en Tokio, donde estudia literatura occidental al tiempo que trabaja en una tienda de discos para apoyar económicamente sus estudios. Para su sorpresa, Naoko aparece en la universidad. Forman una relación inicialmente platónica, caminando juntos y hablando de todo menos de lo que más les atormenta: la muerte de Kizuki. Una relación que se irá complicando debido a la inestabilidad emocional de Naoko, que se debate entre salir adelante o quedar atrapada para siempre en el limbo del tormentoso pasado.

Aunque la acción se sitúa a final de los 60, la película está llena de resonancias válidas para cualquier lugar y momento, con personajes muy bien construidos e interpretados y una arquitectura cinematográfica espectacular, de la que se podría estudiar cada escena milimétricamente, a lo que cabe añadir un meticuloso ensamblaje del conjunto. Pero, sobre todo, a pesar de ser una adaptación del texto original con muchas licencias, temporales (la novela se narra como un recuerdo del protagonista maduro, mientras la película elimina el sentido de la nostalgia y nos sitúa directamente en los años de juventud) y de contenido (son abundantes los pasajes del libro que se obvian), pues a pesar de todo ello, Tran Anh Hung consigue lo más difícil, que es trasladar los enérgicos sentimientos del original literario con una impecable habilidad a la hora de plasmarlos en el cinematográfico, haciendo uso de movimientos de cámara, localizaciones, encuadres, diálogos, los silencios o la música como un auténtico maestro de las artes cinematográficas.

Naoko es tal vez el personaje más difícil de construir de toda la película, también es el más complejo de la novela. Aquí, si bien el director sale bastante airoso, es de los pocos aspectos donde no logra la profundidad de Murakami,  porque la magnitud de la angustia y la lucha mental de la joven, recluida en un sanatorio por su complicada estabilidad emocional, solo se llega a apreciar como una sensación descriptiva, mediante recursos como el viento azotando el pelo, nieve o lluvias torrenciales que nos transmiten a través de la pantalla el limbo mental del personaje, enfatizado por los acordes de una banda sonora que se adapta muy bien a cada momento anímico en el film, aportada por el guitarrista de Radiohead, Jonny Greenwood, muy bien utilizada, sin excesos, en su justa medida para destacar los principales puntos de inflexión en las relaciones de los personajes.

En conjunto, Tran Anh Hung logra una película notable de la adaptación de un texto de un autor complejo como Murakami, a pesar de lo obviado, lo añadido y las condensaciones que exige un medio como el cine. Hay algunos pasajes que el director ha eliminado, como incidentes en el pasado de Naoko que hacen su inestabilidad mental más explicable. Hay también ciertos ángulos ásperos, revestidos del particular estilo inquieto de Murakami, que se han suavizado, probablemente debido a los rigores que impone realizar un film más comercial. Pero la película tiene una construcción impecable, momentos excelentes y mucha belleza. Cine imprescindible, y una adaptación de la literatura cuidada y respetuosa, a pesar de que no logra captar esos aspectos que conforman la genialidad de Murakami, que no son sino su manifiesto sentido del humor, incluso en los momentos más tristes o melancólicos que embargan a sus personajes.

Los mejores títulos de crédito (3): Balada Triste de Trompeta

No entraré aquí en valoraciones sobre Balada Triste de Trompeta, que ya hice en su día, pero valga esta sección sobre créditos de cine, demasiadas veces olvidados por la crítica, para traer una de las escenas mas espectaculares y bien logradas de este film, sus títulos de crédito iniciales.

Tras los tres protagonistas principales, Carlos Areces, Antonio De la Torre y Carolina Bang, las imágenes que reflejan una de las épocas más oscuras de la historia moderna de España, la dictadura franquista, se intercalan con monstruos varios, desde clásicos de la Universal hasta Max von Sydow encarnando al emperador Ming -Flash Gordon- y alguna instantánea de  Holocausto Caníbal, que aparecen montadas tras imágenes de archivo del Valle de los Caídos o Hitler con Franco en Hendaya. No falta tampoco el guiño al folclore más cañí, Lola Flores, Tip y Coll, la Semana Santa, Rachel Welch o el auge del turismo sol y playa, que bajo los sonidos de los redobles del tambor y los quejidos de una saeta, partitura original de Roque Baños, se entremezclan en el montaje con Arias Navarro, Fraga Iribarne o el atentado a Carrero Blanco, en clara metáfora a la represión a la que se vio sometido el país durante el régimen.

Dos minutos de terror, suficientes para evocar el inconsciente colectivo, y una clara constatación de la fuerza que poseen algunos créditos para adentrarnos de lleno en una película.  El autor de todo esto se llama David Guaita (Zaragoza, 1971), con quien Alex de la Iglesia ya contó en La Comunidad, y quien, además, tiene en su currículum los efectos digitales de films españoles como Los Otros, 800 Balas, Mortadelo y Filemón, Carmen o No somos Nadie. Además, es el autor de los créditos de la saga completa de Torrente, Mar adentro o Películas para no dormir, y el responsable del diseño de páginas Web como la de la productora El Deseo y otras tantas de referencia obligada en el mundo de los videojuegos. David Guaita reside actualmente en Tokio, desde donde realizaba Jugones, un programa mensual emitido en Cuatro sobre videojuegos, y otros especiales para Canal+, como Otaku, Explosión Anime o Yakuzas. Una carrera imparable que comenzaba en 1988 diseñando los gráficos del juego Silen Shadow, que proseguía con sus trabajos para Soviet  en 1990 y Olympic Games en 1992, y que despegaba definitivamente cuando tomaba la decisión de fijar su residencia y lugar de trabajo en Japón. Fuga de cerebros.

Carlos (Olivier Assayas, 2010)

El 15 de agosto de 1994, cuando Ilich Ramírez Sánchez, alias Carlos, el Chacal, el terrorista más peligroso y buscado de la década de los 70, dormía profundamente junto a su mujer y su hija pequeña, fuerzas de seguridad sudanesas irrumpían en su apartamento suministrándole una fuerte dosis de sedantes de la que despertaría en un avión rumbo a Paris: «Está usted detenido, está usted en territorio francés».

Es la última escena de la película, versión reducida de la serie para TV de 330 minutos, que se adentra a través de este personaje en el fenómeno del terrorismo de los años 70 y 80, poco antes de la caída del muro de Berlín. A pesar de la abundante investigación histórica y periodística, sigue habiendo controversias y zonas grises en la vida del Chacal, un fantasma, un mito, un asesino y uno de los actores más enigmáticos de la Guerra Fría. La película es para verla como un trabajo de ficción que recorre dos décadas en la carrera del sanguinario terrorista. Poco que ver con un biopic o un documental, las relaciones entre los personajes son imaginarias -como advierten los créditos iniciales- y el guión está basado únicamente en antiguos testimonios no corroborados y registros policiales que permiten establecer fechas y condenas. Sin embargo, resulta perfecta y muy detallada la caracterización de la época, han sido 100 días de rodaje, 120 actores y localizaciones en diez países (Trípoli, Bagdad, Argel, Damasco, Budapest, Berlin, hasta Jartum), a lo que cabe añadir un muy buen ritmo narrativo, interpretaciones más que aceptables, constantes cambios de idioma (ni se les ocurra verla doblada) y el necesario uso de los saltos temporales que obligan al espectador a resituarse, solo por breves momentos, fruto de la compresión de la larga serie en una sola película.

La cronología del terror comienza en Paris, en 1973. En veinte años, el joven venezolano Ilich Ramírez pasa de abogado marxista que trabaja clandestinamente para el Frente Popular para la Liberación de Palestina y balbucea consignas sobre la  revolución mundial y la guerra de los oprimidos, a mercenario sin escrúpulos, pupilo a sueldo del mejor postor, todo sin embargo sin abandonar el paraguas revolucionario, que deja de tener sentido global tras el fracaso del piloto soviético. La red de apoyos que va tejiendo Carlos a lo largo de los años, con la que consigue crear su propia organización en Siria, Yemen, Libia o Irak, y también en Hungría, Rumanía, Bulgaria o Alemania Oriental -hablar seis idiomas es útil en estos casos-, es un tejido de alianzas que en última instancia pone de manifiesto la locura de la historia contemporánea, los enredos de la diplomacia, la política exterior y el terrorismo, mientras asoma el paternalismo de algún servicio secreto -larga, la mano de la KGB-. Todo ello sustentado y alegado en  base a unos fines idealistas teóricos que, sin embargo, no parecen tan alejados, en cuanto a honestidad de principios prácticos, de los del pretendido enemigo a combatir. Tal vez por ello, tras la reconfiguración de fuerzas mundiales que supuso la caída del muro, Carlos pierde su sentido existencial, los servicios secretos ya no pueden apoyarlo y comienza entonces la larga agonía del líder en solitario, dispuesto ahora a convertirse al islam, si fuese necesario, con tal de obtener asilo político donde cobijarse.  El tránsito desde el idealismo de un terrorista anticapitalista, convencido de que la lucha armada es el único medio para alcanzar el objetivo y él mismo su más digno representante, a mercenario a sueldo, asesino pragmático que se autojustifica por la premura económica revolucionaria, medida -como no- en petrodólares que se ingresan directamente en su cuenta bancaria. Paralelamente, vemos discurrir la evolución personal, la transformación de su cuerpo hacia la madurez y su turbia y casi siempre fracasada relación con las mujeres.

A pesar de la longitud (160 minutos), Assayas ofrece un interesante recorrido por la política internacional de la última parte del siglo XX, narrado a modo de thriller de espionaje en su versión más clásica, y construido a partir de un personaje carismático, violento y frio, pero a la vez tremendamente magnético. El ritmo es trepidante, con abundantes escenas de acción, la reconstrucción histórica lo suficientemente esmerada, mientras el discurso crítico y social, en el que no falta el ingrediente romántico, ofrece un retrato bastante fidedigno del momento predecesor del actual panorama mundial. Entretenida, bastante didáctica y digna de ver por la autenticidad en todos y cada una de los planos y secuencias, aunque hay que advertir del rechazo de su protagonista, que la ha tildado -desde la cárcel en la que actualmente cumple condena por asesinato- de burda manipulación de su personaje.

Inside Job (Charles Ferguson, 2010)

Estaba esperando que se estrenase este premiadísimo documental sobre el lado oscuro del capitalismo pero ninguna distribuidora ha tenido a bien dejar una copia en ningún cine de la Comunidad Valenciana, así que he tenido que invocar poderes de telekinesis y ayer me pude poner a ella cuando apareció en mi IBM. Película obligatoria aunque, la verdad, terminas de verla de muy mal humor, advierto. El mundo está sembrado de canallas, pero nunca se tiene la misma conciencia cuando se intuye que cuando te lo restriegan por delante de las narices con pelos y señales, sobre todo si tenemos en cuenta que el mayor de ellos se llama mercados financieros y que, como todo lo que no tiene nombre y apellido, casi nadie sabe exactamente a quien nos referimos con el palabro. También es cierto que a nadie que se mantenga mínimamente informado se le escapa que el causante de esta crisis económica global no ha sido la suma de actitudes del ciudadano que no ha sabido elegir bien sus inversiones y se ha dedicado al atraco de bancos y resto de entidades financieras para costearse 70, 80 o 90 metros cuadrados donde caerse muerto y, por si fuera poco, vota libremente a políticos mediocres que para resolver sus problemas emiten bonos de deuda que ellos mismos y sus hijos habrán de pagar.


La película destripa bastante bien los mecanismos de ingeniería financiera que han hecho posible llegar a esta situación centrándose en el año 2008, momento en que el Lehman Brothers se hunde arrastrando con él las bolsas de medio mundo. La radiografía de cómo se manejan esos mercados de las finanzas y el montaje especulativo que ha derivado en la crisis actual resulta creíble, y la tesis fundamental que argumenta que el capital financiero tiene cogidos por los huevos al poder político norteamericano y a las universidades más prestigiosas donde se forman los futuros cuadros del sistema, es del todo convincente.

Las prácticas criminales de bancos y grandes entidades de crédito, sostenidas por la desregulación de los mercados, la pasividad ofensiva de ciertos organismos internacionales y la capitulación de demasiados gobiernos durante décadas, son sin duda la madre del cordero. Hasta aquí lo soportable, digo, porque llevamos dos años transigiendo con cierta concupiscencia mediática y casi  nos hemos ya acostumbrado. El punto obsceno del metraje viene cuando muestra a los buitres de esos mercados financieros ocupando plazas directivas en las mejores universidades norteamericanas, o designados a dedo como altos cargos políticos de absoluta confianza por, por ejemplo, Obama, la esperanza de cambio para millones de estadounidenses, al tiempo que un  cabezapensante bancario chino se explaya cada quince minutos en alguna que otra lección de ética o la ministra de economía francesa, Christine Lagarde, entre otros prestigiosos políticos, dirime la coyuntura con una presunción que roza lo insultante.


Cinematográficamente, es un documental  al uso, bastante bien trabajado en cuanto a entrevistas y tempos, abundante en material de archivo y un discurso que discurre fluido, fruto de las bondades del guión, muy bien planificado, al que cabe añadir un cuidadoso montaje. Nada que ver, por tanto, con las gansadas más o menos simpáticas de Michael Moore, aunque bastante más cercano a cualquier producto televisivo bien realizado que a una película de Cine propiamente dicho, a pesar de incluir algún que otro plano aéreo general para conferir vuelo al relato.

Logra también el objetivo de dar pie al debate, tan de actualidad entre los dirigentes mundiales, sobre la necesidad urgente de cambiar el modelo económico. Papel mojado, si tenemos en cuenta que son esos mismos mercados financieros los que imponen las reglas para salir de una crisis que ellos mismos han provocado, a costa del sobreendeudamiento público y de gobiernos que, a merced de esas mismas entidades que les financian, se muestran incapaces de dar una respuesta sobre las medidas a tomar frente a esta crisis planetaria. Se continua en la línea de bendecir a los gigantes de las finanzas mundiales, esos entes macroeconómicos intangibles que se suponen necesarios para salir de esta, y que siempre llevan las de ganar a la hora de castigar a quienes, en un ejercicio de cinismo galopante, señalan como auténticos responsables de la situación, estos sí, materiales y tangibles, los ciudadanos de a pie que deben pagar sosteniendo la deuda generada. Esos somos ni más ni menos que todos y cada uno de nosotros y, lamentablemente, el futuro de nuestros descendientes.

La mitad de Óscar (Manuel Martín Cuenca, 2010)

Óscar (Rodrigo Saenz de Heredia) es un treintañero solitario que se gana la vida como vigilante de seguridad en una salina de la costa de Almería. El trabajo, la conversación con el amigo jubilado que la trae la comida cada día y acompañar a su abuelo en el hospital, enfermo terminal, constituyen su rutina. La soledad de Óscar es comparable al mudo y despoblado paisaje, mostrado siempre a base de largos planos fijos en los que Óscar aparece como parte integrante del escenario. Primera parte, hasta el día en que el abuelo empeora y llega María (Verónica Echequi). María es la hermana de Óscar, vive en Paris y no se han visto desde hace años. El reencuentro avivará viejas heridas que el tiempo y la distancia no parece haber logrado cerrar.

Con estos ingredientes, Manuel Martín Cuenca construye un film sobre la soledad y la insatisfacción personal, utilizando un tempo ralentizado, los mencionados planos fijos, fotografía siempre sobria y escasos diálogos. Sencillez sería quizás la palabra que mejor la define. La banda sonora está integrada únicamente por sonidos ambientales y por el mar. La salina, como titula el primer capítulo, nos muestra  personajes naturales, que parece que no van a ninguna parte, con una cadencia cotidiana muy cercana a lo real. La transformación sucede, casi imperceptible, exenta de adornos o sobre explicaciones, pero contundente, palpable y sin demasiadas concesiones dramáticas.

Dice Martín Cuenca que su cine debe mucho a la admiración que siempre ha sentido por John Ford, a cómo integraba perfectamente narración y personajes en el paisaje, elemento este último al que Ford daba un tratamiento de primer orden. No cabe duda de que Martín Cuenca entiende el medio como eje fundamental para el relato. Gracias a la perspectiva que ofrece la salina, al día a día de Óscar, a los momentos con el amigo jubilado o la búsqueda cada vez que llega a casa de ese correo que nunca existe, nos hacemos una idea precisa de su mundo interior, de sus frustraciones, sus temores o deseos, de los sentimientos reprimidos en lo más recóndito de sus pensamientos. El contrapunto lo añade alguna que otra escena con sabor absurdo, como la conversación con el taxista, impagable y genial Antonio de la Torre, aunque la secuencia no dura más de dos minutos.

Como conclusión, se puede afirmar que lo más interesante de este film es  el modo en el que está narrado, cómo vamos descubriendo poco a poco el universo interior de los personajes, casi siempre mediante la elipsis narrativa, con una cámara precisa que sabe en cada momento dónde colocarse y un tratamiento sutil e implícito de lo que quiere expresar en cada encuadre. Es lógico, pero también es una lástima que esté pasando tan tímidamente por la cartelera, casi ignorada por el público y, sobre todo, por la crítica. En la sala donde la proyectaban, no más de diez personas, segunda sesión de la tarde. Algún comentario desfavorecedor se oía. A mi me ha gustado, sobre todo cómo el director moldea a voluntad el silencio, ralentizando los planos hasta la exasperación para después pasar a otro que rompe y acelera el argumento a voluntad con intencionadas elipsis, todo sin perder nunca la coherencia y experimentando constantemente con la imagen como principal recurso narrativo. Reconozco que no es una película comercial y puede resultar un tanto dilatada para muchos, y dado el panorama cinematográfico actual y los visos que anda tomando el cine español, demasiado contracorriente, se podría decir que hasta suicida, en un horizonte cinematográfico que aspira a que nuestra caspa sea competitiva con la ajena y a la inmediatez del resultado de la taquilla.

Incendies (Denis Villeneuve, 2010)

Premiada en diversos festivales europeos y finalista al Oscar, Incendies nos sitúa en el escenario de una de las regiones con el pasado más turbulento del planeta, convenientemente descontextualizada y hasta atemporal, que hace de envoltorio de este drama familiar. Secretos de familia, pasado por descubrir, la guerra en el Próximo Oriente y héroes inmersos en el horror en busca de su redención. Denis Villeneuve se basa en un guión teatral de Wajdi Mouawad para reconstruir la historia de una mujer que sobrevive al pasado de una de las épocas más feroces de su país con la determinación de vengar a los ídolos del fanatismo religioso que dividió a su pueblo en dos y marcaron para siempre su vida. La historia de una tragedia personal que ella jamás ha revelado siquiera a sus seres más cercanos.

La búsqueda de la verdad y los orígenes son el leimotiv cuando, tras morir accidentalmente la madre, el notario lee a los dos huérfanos gemelos el legado, una carta destinada al padre y otra al hermano, desconocidos hasta la fecha por ambos y que deberán buscar y entregar a sus respectivos destinatarios. El viaje de regreso al pasado de la madre y de ambos, conduce a los hermanos por las heridas de un país y una familia que nunca conocieron.

Una escritura alegórica de una guerra intemporal, donde la familia se funde con lo etnográfico, lo personal camina hacia la historia de un fratricidio, el ciclo interminable de la sangre, la semilla del odio que solo genera más odio y lesiones ocultas en el alma difíciles de sanar, dejando cicatrices que perduran a lo largo de los diferentes giros argumentales.

Conviene no saber demasiado sobre el desarrollo del argumento antes de verla, pero sí diré que es una de las propuestas más interesantes de la cartelera y que merece la pena. Una de esas películas que te mantiene con el corazón en un puño algo más de dos horas, una tragedia trazada con la precisión de un relojero suizo donde todos los elementos están ensamblados con auténtica maestría y nada es banal, nada sobra. La búsqueda de la verdad conduce a los hermanos a un viaje a la crueldad y al horror de la guerra siempre mostrados mediante una sucesión de elipsis que no merman en ningún momento la atrocidad y el horror de la realidad que supera, por sí sola, cualquier relato de terror. El viaje de ambos nos va desgranando sus orígenes y el carácter de cada uno de ellos. Los vínculos se forman de manera casi silenciosa, sin discurso psicológico innecesario y la imagen no es sino una resonancia de la verdad que conduce la seductora intriga llena de emociones y tragedias.

Denis Villeneuve se sirve de determinados recursos dramáticos para, de manera muy estilizada, crear un ambiente asfixiante, mientras el enfoque sugerente de las imágenes la hacen impactante y duradera en la memoria del espectador. La escena del asalto al autobús, el capítulo de la mujer que canta en la celda 72 o la misma secuencia de apertura, niños afeitándoles el cráneo, una escena ralentizada y pautada con los acordes de Radiohead (You and Whose Amy?), sintetizan el horror y la violencia de la guerra evitando siempre la innecesaria pornografía del horror como recurso visual. Y a pesar de que el guión y la tragedia familiar se van complicando a lo largo del film hasta puntos que podrían merecer el plagio por parte de algún culebrón caribeño, Villeneuve sabe salir airosa aplicando en todo momento un discurso sobrio y digno que consigue nuestra empatía y el respeto hacia sus personajes.

Lola (Brillante Mendoza, 2009)

En Lola, la última película del filipino Brillante Mendoza, exhibida tímidamente en nuestros cines, no hay ninguna Lola. Porque lola es la palabra que se usa en Filipinas para designar genéricamente a la abuela; no hace referencia, por tanto, a nombre propio de personaje alguno. Me produce mucha curiosidad saber si se tratará de un hiperónimo derivado de la influencia del español en la lengua filipina, si alguna abuela llamada Lola fuese el desencadenante genérico para la designación del familiar femenino que ocupa el lugar de la abuela.

Expuesta mi duda y a falta de confirmar la etimología exacta de la palabra lola en Filipinas, en Lola, la película de Mendoza, hay dos lolas protagonistas. A lola Sepa le han asesinado a su nieto en el puente para robarle el móvil. La anciana, auténtica jefa del matriarcado familiar, debe ocuparse del entierro a pesar del dolor que le produce la violencia del asesinato. También está decidida a que se haga justicia, pero su familia está al borde de la miseria y no tiene dinero suficiente para pagar un abogado que se haga cargo de la acusación, por lo que será ella personalmente quien lidie con los tribunales a base de empeñar, si es necesario, su tarjeta de pensionista, medio con el que sobrevive el clan familiar.

Por su parte, a lola Puring, la abuela del asesino, le puede el empeño en sacar a su nieto Mateo de la cárcel: es parte de su familia y se le rompe el corazón cada vez que va a visitarle, aunque de poco le sirva tener un delincuente en casa, sin trabajo, sin futuro y sin ganas de labrárselo, y la acusación sea haber matado sin razón, por la miseria de un triste teléfono móvil. Sin dinero para pagar la fianza y completamente sola, le visita en  la cárcel, le lleva comida cada día y trata de conseguir un letrado de oficio con el que apoyarse para la defensa.

Brillante Mendoza se toma su tiempo para retratar con tremendo realismo la vida filipina en capas que rozan la miseria. Como en casi todas las películas de Mendoza, el retrato es fiel a una sociedad donde la vida y la muerte dependen del estatus de cada cual. Las dos protagonistas, las ancianas Anita Linda (84 años) y Rustica Carpio (79) son actrices profesionales. El resto del elenco se compone de figurantes ocasionales o no se había puesto jamás delante de una cámara. Las cárceles, tribunales de justicia y el poblado, son reales. Los personajes deambulan de un lugar a otro sin futuro, cada uno con su propia historia, por las calles inundadas del poblado y entre la burocracia institucional ajena a la vida diaria de sus gentes. Mendoza exhibe esas vidas sin metáforas, sin eufemismos, sin propaganda mediática, en condiciones realmente adversas, con un presupuesto impensable para cualquier película occidental y a través de estructuras narrativas nada convencionales. Es asombroso el retrato de la integridad de esos personajes a pesar del deterioro y la descomposición social que se vive día a día. Si eres rico, morir será caro; si no tienes donde caerte muerto, tu vida tiene el valor de los objetos que puedas empeñar para conservarla. Llueve, llueve torrencialmente, mientras lola Sepa recibe en su casa el ataúd, busca dinero para el entierro y finalmente… mejor véanla. La vida en determinadas circunstancias puede ser simple por carecer de grandes metas, pero muy complicada si sobrevives al presente a costa de sacrificar el futuro de los tuyos, sobre todo si tienes más de 80 años, el peso de la supervivencia de tu familia recae sobre ti  día a día y los hombres jóvenes que hay alrededor no son sino meros fantasmas vivientes que deambulan en busca de algún chusco que llevarse a la boca o moza a la que rondar, a la espera de que sus mayores, auténticos bastiones de supervivencia y nexos de unión de la familia, logren salir adelante. Mientras tanto, las mujeres se preparan para ejercer de lolas futuras.

Chico y Rita (Fernando Trueba y Javier Mariscal, 2010)

Continuando en la línea del post anterior, tocaba ver y escribir sobre otro largometraje de animación imprescindible, esta vez de factura española, dirigido por Fernando Trueba en colaboración con Javier Mariscal, pintor y diseñador responsable del dibujo y la apariencia visual del film. El tercer cineasta que ha colaborado en el proyecto es Tonio Errando, quien aporta el rodaje previo con actores reales cubanos, en la escuela de San Antonio de Baños, para después poder transformar este material en animaciones.

La historia comienza en el presente. En las primeras escenas vemos a Chico ya anciano sobreviviendo en La Habana como limpiabotas. En su casa nadie le espera, vive completamente solo y brinda consigo mismo mientras escucha su emisora de música favorita en la radio. Y suena una canción, la que le hará retrotraer cuarenta y seis años, hasta 1948, antes de que Fidel Castro liderara la revolución, en el que vemos una Habana llena de vida nocturna donde la música, particularmente el jazz latino, juega un papel importante en el pulso de las gentes de la ciudad. Es en esa época cuando Chico conoce a Rita. La película se desarrolla a la vez que el protagonista rememora la intensa y turbulenta historia de amor entre el pianista y la cantante a través de varias localizaciones, como Nueva York, Las Vegas o Paris, hasta por fin volver a La Habana. El ritmo del bolero, una banda sonora espectacular (Bebo Valdés, Nat King Cole, Charlie Parker, Dizzy Gillespie, Chano Pozo, Ben Webstero o Estrella Morente entre otros) y una sucesión de imágenes deslumbrantes subrayan el tormentoso romance que lleva a sus protagonistas a encontrarse y desencontrarse a lo largo de una década.

Los dibujos de Mariscal son muy estilizados y transmiten con gracia y originalidad los rigores dramáticos del guión. Destaca el especial énfasis en el juego de luz y sombras y la aventura con un elemento novedoso, el subrayado del lápiz negro para los contornos, algo que no suele utilizarse en la animación y que da una primera sensación de comic en movimiento, pero a medida que pasan los minutos, toda la artificiosidad que pudiera aportar este recurso se pierde y la fusión entre narración y dibujo está tan lograda que consigue que nos olvidemos de que en realidad estamos viendo una película animada.

Los personajes son cálidos y cercanos, tal vez por el logrado trazo gestual, muy definido, que nos mete completamente en ellos, a lo que se suma el realismo de los fondos, que además de estar muy bien documentados, se cuidan en el detalle de cada esquina o recoveco por oculto que pueda parecer.

La Habana, ciudad de moda para los americanos de entonces, llena de carteles publicitarios de ron, licores, tabacos o electrodoméstico y las curvas de las mujeres que marcan sus vestidos se transforma en la última parte de la película en la prosa castrista de finales del siglo XX. La Habana, y Nueva York con sus rascacielos y calles nocturnas iluminadas con miles de neones, los comercios y los primeros clubs de jazz en sótanos oscuros, llenos de humo de tabaco, son los escenarios principales de la película.

Chico y Rita está dedicado a Bebo Valdés, tal vez el músico cubano vivo más importante. Es él mismo quien toca el piano cada vez que lo hace Chico, dando buena cuenta del momento clave en que la influencia de los músicos cubanos fuera decisiva en la evolución del jazz y de como, a modo de retroalimentación, esa influencia marcó también a los isleños en la progresión hacia el latin jazz.

El ilusionista (Sylvain Chomet, 2010)

El nombre de Jacques Tati está indisolublemente ligado a la figura de su legendario personaje, Monsieur Hulot, el entrañable protagonista sus films,  genio absoluto de la inoportunidad, heredero directo de los grandes maestros del cine cómico mudo. Hulot emerge como veleidad caricaturesca en una sociedad vertiginosa en la que parece no atreverse casi a existir. Los gags físicos de Hulot son una combinación sublime de poesía y ballet, de ternura y denuncia, de optimismo y melancolía. Sus películas están estructuradas casi sin palabras, innecesarias porque cuando aparece el diálogo lo hace como mero decorado y rara vez transmite información relevante. Lo que interesa es el fondo, ese que nos recuerda que en la era moderna no podemos escapar del constante ruido de voces que en realidad nunca dicen nada importante.

Sylvain Chomet resucita el esquema básico de Hulot para El Ilusionista, que se basa en un guión tardío de Tati, una obra agridulce probablemente fruto de los remordimientos de un padre que en el ejercicio de su profesión sacrificaba la relación con su hija, a quien Tati dedica esta obra. Tati escribió «El ilusionista» en 1956, en medio de sus dos comedias más conocidas, Les vacances de Monsieur Hulot y Mon Oncle, mucho antes de su producción más comercial, Playtime (1967), pero nunca llegó a rodarse. Tatischeffel, el mago protagonista, que bien podría ser un alter ego del propio cineasta, es menos cómico que Hulot y un tanto más lacónico, pero igualmente entrañable. Sustituida la pipa por una cajetilla de cigarrillos y con movimientos algo menos fluidos, se trata de un personaje perfectamente prestado de Hulot. Tatischeff nunca está en el mismo sitio, no echa raíces en ninguna parte, es un mago que sobrevive con su espectáculo de ciudad en ciudad, viviendo en hoteles de poca monta y viajando constantemente a causa de su trabajo. De Paris a Gran Bretaña, primero Londres, más tarde remotos pueblecillos en alguna isla perdida de Escocia para terminar en Edimburgo, donde abandonado a su suerte termina ganándose la vida de lavacoches o como reclamo tras un escaparate, incapaz de adaptar su mundo de magia e ilusión al avance de los nuevos tiempos. A Tatischeff se le unirá en el camino Alice, una ingenua jovencita escocesa cuyo crecimiento personal es paralelo al declive profesional del mago, y su absoluta simpleza inicial de creer que los regalos que se le ofrecen son producto de la magia se irá transformando lentamente en un mal abuso de la generosidad de su protector.

Chomet no  consigue del todo impregnar ese especial sello tan cercano, tan familiar, que otorgaba Tati al inolvidable Monsieur Hulot. El ilusionista funciona como road-movie animada y deliciosa, en la que los trucos informáticos se combinan con exquisitos dibujos hechos a mano y elocuentes fondos de acuarela.  Dos personajes, rodeados de otros menores que nunca pierden el punto de vista afectivo sin llegar al sentimentalismo, a lo que se suman fenomenales paisajes de París, Londres, Escocia y por supuesto Edimburgo, donde finalmente termina Tatischeff, en los que la ciudad aparece representada como monstruo que devora a sus protagonistas antes de que hayan tenido tiempo a adaptarse, un lugar donde las dificultades para la comunicación y el avance de la tecnología marcan el pulso de los cambios sociales hacia finales de los años 50, cuando comienzan a aparecer los primeros televisores y los nuevos electrodomésticos. Como en los films de Tati, el escenario de la ciudad y sus símbolos de modernidad actúan a modo de espejismo, ademán ilusorio de progreso, suerte de feria donde las comodidades funcionan del mismo modo que lo hacen los trucos de magia. Esta visión deshumanizada y un tanto melancólica convive en perfecta armonía con personajes que se hacen entrañables, y que junto  a la música, la excelente galería de imágenes en tonos otoñales y suaves, y el constante guiño al mundo del teatro y el cine, convierten a «El ilusionista» en una joya de composición que nadie debería perderse.



Valor de ley (Joel y Ethan Coen)

A los Coen no les gusta nada que se hable de su última película como un remake de la que rodara Henry Hathaway con el mismo título. Pero aunque no sea un remake en el sentido del término, porque se trate de volver a rodar sobre la novela de Charles Portis, Valor de ley demuestra que todavía hay lugar para la originalidad en las segundas partes. En los últimos años ha habido un movimiento en Hollywood de reutilización de éxitos, bien sea del cine clásico o procedentes de otros países, orlados con los elementos que proporcionan las nuevas tecnologías, que auguraban el esperado taquillazo con un resultado, en términos generales, entre la mediocridad y el desastre absoluto.

La excepción que vendría a confirmar la regla la ponen algunos cineastas veteranos, como en este caso los hermanos Coen, demostrando que un remake bien hecho puede ser tan eficaz como el propio original. Valor de ley fue rodada en 1969 y la protagonizó el icono del western por excelencia en aquel entonces, John Wayne, lo que era sin duda todo un reto para los Coen. Se han atrevido, además, con un western y lo han hecho al más puro estilo clásico, en un género que daba sus últimos coletazos de dignidad a finales de los 50 para perderse por los derroteros del spaguetti western que derrocharía decenas de bodrios, con las consabidas excepciones, la respetable trilogía de Sergio Leone, Don Siegel o un poco más modernos Clint Eastwod en Sin perdón (1992) y Ang Lee (Brokeback Mountain, 2005), islas dentro de un género que, a pesar de todo, sigue influenciando a muchos directores contemporáneos.

Tras No es país para viejos (2007), que contenía muchos elementos del western, los Coen apuestan por un rodaje clasicista, un arriesgadísimo reto en los tiempos que corren, tiempos presos de la narrativa rápida y el bombardeo visual que ofertan las nuevas tecnologías. El rodaje en espacios naturales abiertos, los travelling largos y sostenidos, la ausencia de planos fragmentados (recurso del que abusan demasiados directores a falta de lucidez narrativa) o el uso de la grúa para seguir a personajes que hacen de verdad aquello que vemos (encender fuego en medio de la noche, cruzar un rio a caballo o bajar una cuesta al galope) son algunos de los  estimables recursos de los que se valen en este trabajo de orfebrería puramente clásica de resultados más que aceptables. La belleza de Valor de Ley reside en la simplicidad de sus actos: Matt Damon, Jeff Bridges, y Hailee Steinfeld siguen la pista Josh Brolin. Eso es todo. Hay un conflicto y hay una resolución. Las convincentes interpretaciones, una excelente fotografía y el diálogo son el medio.

Por lo demás, Valor de ley es tan hermanos Coen como Fargo o El gran Lebowski. Si Fargo capturaba la atmósfera desoladora de la tundra helada con espectaculares tomas naturales cubiertas de nieve, Valor de ley es igualmente eficaz sobre las extensas llanuras donde los personajes se localizan en una aparentemente interminable cantidad de tierra. Y las líneas maestras para reunir en diálogos humor y dramatismo sin traicionar los códigos del género las daba El gran Lebowski y se repiten en Valor de Ley. Un recurso que los Coen llevan a sus guiones de modo magistral y cuyo antecesor no es sino el gran maestro Howard Hawks, auténtico malabarista a la hora de combinar ironía con tragedia: dan buena cuenta de ello sus obras maestras Rio Bravo (1959) que prologaría su secuela El Dorado siete años después.

Remake o no, Valor de ley tiene el mérito añadido de superar a su predecesora, y pocas son las segundas versiones que puedan atribuirse esta virtud. Los Coen han logrado una adaptación fría y afilada pero, fiel a su estilo, pletórica en sentido del humor, para una historia que Hathaway llevó de la mano de la Paramount hacia el final de su carrera por terrenos visiblemente más edulcorados. Del sheriff que interpretara John Wayne es su día poco queda en su doble Jeff Bridges, porque el implacable y duro defensor de la ley es ahora, quizás mas fiel a la novela,  un caza-recompensas rudo y borracho que elimina cualquier vestigio moralista patente en la versión anterior. Y la adolescente dulzona que marca las pautas a seguir en un violento mundo de hombres se transforma en una jovencita inteligente y testaruda, ávida de venganza, cuya experiencia marcará y condicionará su existencia futura y que, a pesar de sus 14 años (no tienen edad de tomar café, como dice en un momento de la película), no se ve condicionada para empuñar un arma capaz de quitar la vida en cualquier momento.

Desconocemos qué opinaría Wayne si levantara la cabeza, pero es indudable que los Coen han logrado un excelente film de género sin abandonar las pautas clásicas ni su sello personal. Todo un respiro para los incondicionales seguidores de su carrera, que francamente hemos abordado sus últimos años con serias reservas.

Winter´s Bone (Debra Granik)


Entre tanto largometraje de magnánimo presupuesto se codea para los premios de la academia de Hollywood, tal como lo hiciera Slumdog Millionaire en su día con asombroso éxito, esta cinta independiente premiada en el último Festival de Sundance, de la casi desconocida pero interesante Debra Granik. Winter´s Bone cuenta la historia de Ree, una muchacha de 17 años, sorprendentemente interpretada por Jennifer Lawrence, que vive con sus dos hermanos pequeños y una madre en estado catatónico. A Ree le gustaría alistarse en el ejército, pero no puede abandonar a su familia. Una buena mañana aparece un oficial de policía comunicándole que su padre ha salido de la cárcel en libertad condicional, para lo que ha puesto como fianza la casa donde viven. Si no se presenta cuando le corresponde, el Estado ejecutará la fianza y se quedarán en la calle. Ree comienza la búsqueda de su padre, envuelto en turbios asuntos de drogas entre clanes de la región montañosa de Ozark, perdida en el Missouri, un recodo en la profundidad de los Estados Unidos que parece que el tiempo ha pasado por alto y la ley puede controlar a duras penas. El peso de un majestuoso paisaje natural choca de frente con los vestigios de una vida humana semi-apocalíptica, restos de basura apilados alrededor de maltrechas cabañas y coches quemados en signo de venganzas junto a  caminos asfaltados con prisa. La necesidad de encontrar a su padre sumerge a Ree en el negro corazón de los Orzak, una odisea inquietante y devastadora de proporciones casi bíblicas. Códigos tácitos de honor protegen a la vez que amenazan a Ree mientras persigue su forzoso objetivo a fin proteger lo único que posee y sacar adelante a su familia. Las gentes le advierten que debe dejar de hacer preguntas y dar marcha atrás mientras todavía esté a tiempo, pero Ree no tiene otro remedio que seguir adelante.

Adaptación de la novela homónima de Daniel Woodrell, la película se sostiene a base de ritmo pausado, injustificadamente pausado en algunos momentos, y tiene como centro el drama psicológico de sus personajes, plagado de primeros planos abrumadores que penetran en las oscuras almas de cada uno de ellos. Todos los actores están excelentes y logran interpretaciones creíbles, en especial la protagonista, que se mete en el bolsillo a la audiencia desde el primer momento con su cara angelical y su natural inocencia. El sonido de cuervos, búhos y perros que ladran encadenados, el viento agitando los árboles y la magnificencia del helado paisaje en general, que recuerdan bastante a Frozen River, constituyen uno de los pilares principales del film. Y como en Frozen River, familias rotas adaptadas al medio natural y sacadas adelante por mujeres que ejercen de auténticas heroínas ante la ausencia masculina para no perder sus hogares y sus familias, se baten en un duelo vital entre viejas y arraigadas deudas y disputas familiares que encaminan ambos films al thriller dramático con un ligero toque noir. El drama de la infancia, niños que tienen que sacarse adelante a sí mismos en un mundo absolutamente hostil, ante el que necesitan ocultar el abandono de los adultos para no ser víctimas de la amenazante separación, me trajo a la mente la impresionante película del japonés Hirokazu Koreeda, Nadie sabe: la escena donde Ree enseña a disparar a sus dos hermanos, a cazar ardillas, despellejarlas y sacarles las tripas para comérselas, es sencillamente sobrecogedora. Aprender a sobrevivir solos y contra todo, sin lágrimas, golpes bajos al espectador ni sentimentalismo barato, resulta terrorífico a la hora de mostrar las verdaderas emociones. Si hay un techo bajo el que cobijarse o un plato que llevarse a la boca se reduce exclusivamente a ella, emocionalmente sensible pero dura como una roca si se trata de aceptar un no como respuesta. No es la película del año, ni seguramente lo pretende, pero tardará en borrarse de mi retina.

Animal Kingdom, de David Michôd

Animal Kingdom es el primer largometraje del escritor australiano David Michôd, quien hasta la fecha trabajaba como editor en su país. Se trata de un drama criminal de combustión lenta ambientado en los bajos fondos de Melbourne, protagonizado por Guy Pearce (L.A. Confidencial, Memento), Ben Mendelsohn, Jacki Weaver y Joel Edgerton. La película fue la ganadora del Gran Premio del Jurado del Festival de Sundance en la pasada edición. Con su melena teñida de rubio, brillante mirada de ojos azules y una sonrisa feroz, lady Smurf es la matriarca de una camada que se dedica al robo a mano armada, la extorsión y el narcotráfico, en cuyas redes acaba cayendo Josh Cody,  joven cachorro de 17 años cuyo único delito es acabar de quedar huérfano mientras veía la televisión junto a su madre que, aparentemente dormida a su lado, acaba de sufrir una sobredosis de heroína. Bajo la custodia de esta especie de Lady Mackbeth que tiene como abuela, el chaval descubrirá el turbulento mundo del hampa donde se mueven sus cuatro tíos. Será entonces cuando aparezca Nathan Leckie, un policía que promete protegerle de su familia y de los agentes corruptos si actúa como informador.

Siendo un thriller criminal de acción, Animal Kingdom es la antítesis de cualquier film hollywoodense actual al uso. No hay héroes que se salven del fuego de ametralladoras, ni coches haciendo increíbles piruetas al aire ni personajes que se suman en un tiroteo final. Animal Kingdom es una película de acción que construye la tensión a través de una escritura inteligente, buenas actuaciones y un ritmo calculado. El planteamiento no dista demasiado del género norteamericano, sin embargo el australiano se aleja suficientemente de la morbosa espectacularidad y ajusticiamientos inherentes al mundo del hampa más habitual y aporta una visión seca, brutal y despiadada de cómo se construye el microcosmos de estos personajes. La figura materna ejerce como superestructura canalizadora de los delirios de sus miembros sin importar tanto las consecuencias como que la unidad interna del clan sea garantizado. A través de la experiencia del joven J Cody, nos va introduciendo en su submundo criminal y en los dilemas que se le presentan en su camino hacia una madurez incierta.

Elegancia sin artificios sería la descripción más acertada sobre cómo están filmadas las escenas de acción, que con una naturalidad pasmosa nos muestran toda su crudeza como un aspecto más de la rutina familiar. Las actuaciones, sin excepciones aportan una carga de expresividad y sinceridad realmente asombrosas, desde el joven y frio protagonista hasta el maquiavélico hermano mayor, pasando por el mencionado Guy Pearce, interpretando a un detective con pocos escrúpulos. Sus expresiones son a menudo ralentizadas por la cámara como recurso visual para enfatizar la profundidad emocional del momento. El ritmo es más bien lento, lo que lejos de restar interés o distraer la atención, repercute en elevar la tensión y la ansiedad en los momentos precisos. El modelo de anti-héroe recuerda bastante a los primeros films de los hermanos Coen, pero la brutalidad inherente y una rotunda elusión del sentimentalismo estándar la acerca tal vez al modelo iniciático de Anthony Mann. David Michôd se apoya en los códigos del género negro para imponer sus propios patrones: violencia casi siempre implícita soportada por imágenes austeras, hasta ásperas, cuyo resultado no es otro que una brutalidad salvaje que permanece latente  y silenciosa a lo largo de dos horas que pasan como si fuesen minutos. Una auténtica lección de cine de género, que a pesar de haberse elaborado con un presupuesto ridículo, ha sabido introducirse en el monolítico mercado internacional de manera sorprendente.