Side Street, de Anthony Mann

Al hilo iniciado en el anterior post, películas de bajo presupuesto que llegan a sorprender, me senté a ver Side Street, dirigida por Anthony Mann en 1950, una de las últimas que rodaría dentro del género negro junto al director de fotografía Joseph Ruttenberg, responsable, entre otros, de manejar la cámara en trabajos como Luz de Gas (George Cukor, 1944), Mrs. Miniver (Willyam Wilder, 1942) o más tarde Gigi (Vicent Minelli, 1953). Con los años ambos, director y cámara, se convertirían en dos de los nombres de más prestigio del cine de género. A partir de 1952, Mann da un viraje a su trayectoria decantándose por el western. Este cambio de rumbo hacia la producción de sus propias películas se hace, sin embargo, conservando ciertas reminiscencias de su paso por el cine negro, con James Stewart como protagonista y por un período relativamente breve, porque hacia final de la década abandona Hollywood para trabajar en Europa en películas épicas de gran presupuesto, como El Cid (1961) o La caída del imperio romano (1964).

Cuando Side Street sale comercialmente a cartelera en 1950, la pareja protagonista, Farley Granger y Cathy O’Donnell, acaba de estrenar solo unos meses antes They Live By Night (Los amantes de la noche), dirigida por Nicholas Ray, lo que probablemente restó créditos a la película de Mann, dada la repercusión mediática de su precedente. Side Streeet tiene una marcada orientación de La ciudad desnuda (dirigida por Jules Dassin, 1948): comienza con vistas aéreas de la ciudad de Nueva York y se sirve de un narrador que mediante voz en off conduce al espectador, iniciándole al argumento y meditando sobre la vida de los habitantes de la ciudad y la complicada situación de Joe, el protagonista, un cartero al que le surge la tentación de robar 200 dólares para salir de las dificultades económicas que atraviesa. Cometido el delito, encuentra, para su sorpresa, que los 200 resultan ser 30.000, y es entonces cuando comienza el largo y oscuro descenso hacia los problemas para Joe Norson. El dinero que ha robado, aunque él todavía no lo sabe, es parte de un chantaje entre un abogado corrupto (interpretado con aplomo férreo por Edmon Ryan) y un ex-convicto (James Craig). Al bueno de Joe, el simple hecho de ver semejante suma le provoca un profundo sentimiento de culpabilidad y planea devolver de inmediato el dinero para recuperar su vida, austera, de trabajo precario y escaso dinero, pero normal en definitiva. A partir de aquí, un cúmulo de circunstancias convierten al film en una carrera entre la moralidad de Joe y el submundo de violencia, chantaje y corrupción de los bajos fondos neoyorkinos.

Entre los temas favoritos de Anthony Mann siempre ha estado el sufrimiento de sus personajes. Con la característica de que los protagonistas de sus películas soportan esa violencia con un sentido cercano a lo poético, subrayado casi siempre por la fotografía, claustrofóbica, que ayuda a crear una atmósfera cercana al simbolismo expresionista. El pánico, la culpa y la inseguridad son palpables en el rostro de Joe, que pasa casi toda la película empapado en sudor mientras trata de deshacer su propio mal. Y es que Joe Norson no quiso nunca robar 30.000 dólares. Como él dice, 200 hubiesen sido perfectos para pagar un médico a su esposa (que está a punto de tener un bebé) en una habitación privada de un hospital, en lugar de conformarse con la caridad de la beneficencia. A él le gustaría ese abrigo de visón que ve cada mañana de camino al trabajo en un escaparate, poder llevarla a Paris. Pero en última instancia son solo sueños, sus aspiraciones  son más modestas, como las de la mayoría de la gente. Tener una casa propia, mantener a su familia, no tener que vivir con los suegros, por buena gente que sean. El policía amigo de Joe le confiesa su intención de retirarse anticipadamente, marcharse a Florida, ahora o tal vez nunca. Otro, degradado en su profesión, era eso o ser despedido. Hasta uno de los chantajistas se entusiasma con el dinero que ha robado porque le servirá para costear la educación universitaria de su hijo. Todos los personajes de la película, policías, criminales o cantantes de cabaret tienen en definitiva las mismas modestas aspiraciones.

Lo que hace que Side Street se haya convertido en película de culto no es tanto el argumento como la capacidad de Mann para explorar la violencia como factor intrínseco a la psicología de los personajes, mediante un ejercicio estilístico de gran fuerza expresiva y una puesta en escena volcada en el verdadero protagonista del film: la ciudad de Nueva York. Porque todo este simbolismo poético queda inmerso en el entorno realista de la gran urbe, donde los personajes aparecen pequeños y sus metas, insignificantes. El film cuenta con un buen número de localizaciones, ángulos inusuales, objetos y personajes meticulosamente colocados, fuertes contrastes de luz y oscuridad, picados, contrapicados, cambios de profundidad de foco, y una carga mayoritaria de escenas rodadas en exteriores, procurándose Mann de que en cada plano los rasgos de Nueva York resulten bien visibles: a través de la ventana de una casa, desde el tejado de un edificio o desde el interior de un despacho, como fondo de una conversación que discurre en el banco de un parque o a bordo de un vehículo, la película se mueve al ritmo que marca la ciudad.

El enfrentamiento  final, alternando entre vistas aéreas (de calles imposiblemente estrechas en las que deambulan coches diminutos) con el interior de un taxi, es una de las mejores persecuciones policiales vistas en el cine clásico. Los cambios de ángulo crean un efecto claustrofóbico y de desorientación tal, que Manhattan queda transformada en un enorme laberinto de cemento, calles y sombras para acabar desembocando en el mismo punto donde todo comenzaba. En definitiva, se representa un mundo altamente moral (aderezado con una historia de amor bastante fuera de los parámetros del género), donde un paso en falso te puede llevar, inexorablemente, al abismo. A medida que avanzan los minutos, Nueva York dejar de parecer el reflejo resplandeciente de la promesa del sueño americano, y en la escena final se convierte en un estrecho y oscuro desfiladero, «una jungla arquitectonica donde«, como dice el narrador al comienzo, «tiene lugar la caza del hombre por el hombre«.

Edgar Neville: La torre de los siete jorobados

La torre de los siete jorobados es una película española de corte fantástico, coctel de géneros de terror, negro, comedia y misterio; un film siniestro, expresionista y con un toque gótico, realizado por Edgar Neville en 1944. Por aquellos años el país se encuentra en plena posguerra, período negro recién comenzado de la historia de España, con un panorama social marcado por el hambre, la miseria, las cartillas de racionamiento… imaginen qué situación padecía nuestro cine. La pregunta es: ¿Cómo es posible que en aquel momento alguien pudiera producir una película sin fines propagandísticos cuando, además, tanto el gobierno por activa como el mundo del cine por pasiva despreciaban el género en favor de otro tipo de planteamientos?.

Para dar una explicación razonable es necesario entender, aunque sea de manera sucinta, la figura de Edgar Neville, pues seguramente sólo un personaje de su corte reunía las condiciones necesarias para poder parir este tipo film en semejante coyuntura. Neville era un madrileño apasionado del teatro, aunque en realidad se licenció en Derecho. Hacia final de la década de los 20 comienza a interesarse por todo lo relacionado con el mundo del arte en sus diferentes facetas: novela, pintura, poesía, por supuesto el teatro y, claro, también el cine, que por entonces se encontraba en pleno boom del sonido. Poco antes del triunfo de la República y la huida de Alfonso XII a Italia, Neville es un abogado recién licenciado interesado por el ambiente cultural, por entonces en plena efervescencia en España.

Su posición social y su relación con el mundo empresarial le permite relacionarse y entablar amistad con figuras como Lorca, Dalí, Buñuel, Ortega y Gaset o Manuel de Falla. Además, su condición de miembro de una adinerada familia da alas a su carrera diplomática, lo que se traduce en viajar y conocer numerosos países durante los breves años de la República: Roma, Marruecos, Gran Bretaña y finalmente Estados Unidos, primero Washington y posteriormente Los Ángeles. En éste, su último destino como representante de la diplomacia española, se introduce en el mundillo de Hollywood y acaba colaborando como guionista para la Metro. Allí conoce a Charles Chaplin quien -según wikipedia– le otorga un pequeño papel en Luces de la Ciudad. Pero en 1936 estalla la Guerra Civil española y hay que tomar claro partido. Neville lo hará por el bando nacional, para el que pasa a trabajar como documentalista. Su toma de posición por el régimen y su ascendencia familiar será lo que le permita, una vez finalizada la guerra, cierta libertad artística, contar con el beneplácito del régimen franquista y carecer de dificultades financieras, pues sus proyectos los subvenciona la mayoría de las veces el propio Neville, Conde de Berlanga del Duero, quien en plena posguerra no padece demasiados ahogos financieros. Como quiera que el que tuvo, retuvo, el bagaje cultural y artístico acumulado en los años previos es incuestionable, por lo que Neville es, con la perspectiva que nos otorga el tiempo, una de las pocas figuras interesantes desde el punto de vista artístico de este oscuro período, a pesar de que la adscripción al régimen haya mantenido su obra en la sombra con el paso de los últimos años.

Son pocas las veces que el cine español se aventura en el género de terror hasta la aparición de los primeros trabajos de Jess Franco, allá por la década de los 60, y seguramente La torre de los siete jorobados sea la única encuadrable desde que el nuevo régimen toma el poder, momento a partir del cual en España solo se proyectan películas norteamericanas convenientemente filtradas por la censura y alguna que otra españolada de carácter propagandístico y costumbrista que, con clara intencionalidad, asientan la idea de sociedad acorde a la iglesia y al régimen. El film de Neville es, sin embargo, una rareza ajena a todo esto, pues además de tratarse de un auténtico thriller fantástico de terror, se asemeja más en su técnica y factura a las tendencias europeas más vanguardistas que al recto corte cultural patrio. Auténtica joya del cine español, cuenta con una puesta en escena realmente asombrosa que podemos ver, por ejemplo, a la hora de recrear escenarios como la torre, cuya escalera de caracol bajando hacia el interior de la tierra recuerda mucho al cine expresionista alemán de los años 20, al tiempo que recoge las primeras tendencias del cine negro norteamericano en su desarrollo argumental.

Pero por encima de todo se trata de una película fantástica, probablemente el primer largometraje de estas características en nuestro cine, que combina variados elementos sobrenaturales como fantasmas, hipnotizadores, contrabandistas o siniestros clanes de jorobados nunca exentos de un toque de humor, a mi modo de ver un tanto grueso, como la escena en la que irrumpe el espíritu del mismísimo Napoleón Bonaparte. La trama nos sitúa en el Madrid de finales del siglo XIX. Un joven arruinado por el juego (Antonio Casal) apuesta sus últimas monedas en una ruleta clandestina. A punto de perder cuanto posee, se le aparece un fantasma (Félix de Pomés), personaje escalofriante y a la vez benevolente que surge a través del espejo y solo él puede ver, para indicarle cuál será el siguiente número afortunado. A cambio de que la suerte vuelva a sonreírle, deberá proteger a su sobrina Inés (Isabel de Pomés) de un clan de malvados jorobados que habita en el subsuelo de la ciudad. Mención especial merece el personaje del Doctor Sabatino, extraña figura entre pícara y siniestra que borda Guillermo Marín. El sombrío y tenebroso mundo que se esconde bajo los adoquines de Madrid contrasta con los escenarios exteriores que no son otros sino los alrededores de la Plaza Mayor y el barrio de La Latina muy bien recreados, bajo los que se esconde un submundo de intrigas y lúgubres personajes y cuyo acceso entraña riesgos incalculables. La mezcla de atmósferas, costumbrista en la superficie y entre gótica y expresionista bajo el suelo es realmente fascinante. Y, como no, el final que nos ofrece está a la altura de semejante rareza para la época, cuando Neville decide dejar el caso abierto, crimen sin resolver y asesino sin su correspondiente castigo: todo menos convencional dado el enfoque moralista de la censura nacional-católica imperante.

La idea no es original de Neville, sino que se trata de una adaptación, aunque muy libre, de la novela escrita años antes por Emilio Carrere, una obra en la que son patentes las influencias de Conan Doyle y Edgar Allan Poe, pero que posee a la vez tintes costumbristas muy propios, ya que las referencias al Madrid más castizo y a sus personajes característicos (serenos, cupletistas o chulapas) son una constante que, además, recogería Neville en casi todos sus guiones. Me he permitido recuperar unos minutos de la película que espero sirvan para despertar el interés suficiente respecto a esta joyita, precursora de un género que tardaría algunos años en desarrollarse en España, y que lamentablemente solo podemos disfrutar en una calidad muy baja mientras nadie se decida a lanzar al mercado una edición restaurada.

Los verdugos también mueren (Hangmen Also Die), de Fritz Lang

En 1933, dos años después del estreno de M, el vampiro de Dusseldorf, Fritz Lang abandonaba Alemania. En junio de ese mismo año, los nazis habían promulgado la «clausula aria» que tenía como objetivo «limpiar» la industria cinematográfica alemana de elementos «impuros«. Si bien algunos renegaron de sus convicciones para poder seguir haciendo películas, Lang, tras aceptar el ofrecimiento de Joseph Goebbels -ministro de propaganda del régimen- para dirigir y controlar la producción cinematográfica alemana, sale del país con lo puesto esa misma noche hacia Estados Unidos para no regresar jamás. Iniciaría así la segunda etapa en su carrera cinematográfica, y esta su séptima película realizada en Estados Unidos, que todavía conserva muchos rasgos característicos de la época expresionista en todo su esplendor. Estrenada en 1943, se enmarca dentro de las pocas películas antifascistas producidas en Hollywood durante la guerra.

El verdugo del título es Reinhard Heydrich, uno de los hombres principales del aparato de Hitler, número 2 de las SS, quien estuvo a cargo de la ciudad de Praga ocupada por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Sobre este telón de fondo, el film narra en tono de thriller los intentos de la resistencia checa por ocultar la identidad de uno de los suyos, el asesino de Heydrich. Años más tarde se sabría que en realidad el tal Heydrich fue asesinado por un comando británico en 1942, pero cuando se rodó la película, en 1943, este hecho todavía no se conocía. Los alemanes habían fusilado a 1600 personas en Praga como represalia, por lo que el film es un homenaje en clave de intriga a la resistencia, que capta con asombroso realismo el espíritu del pueblo checo frente al reinado del terror nazi.

Producida de manera independiente, el guión fue escrito por el propio Lang en colaboración con Bertolt Brecht y John Wexley. Brecht no apareció durante años en los créditos porque el gremio de guionistas le negaba el reconocimiento, a pesar del empeño de Wexley, quien gozaba por entonces de cierta reputación. Reputación que no duró muchos años pues, a comienzos de la siguiente década Wexley sería incluido en la «lista negra» por el Comité de Actividades Antiamericanas y la película etiquetada de subversiva, bajo la sospecha de contener diálogos considerados pro-comunistas, y no volvería a ser exhibida en los Estados Unidos hasta mediados de los 70. El ritmo narrativo no concede tregua y va creciendo en intensidad hasta provocar auténtico miedo, casi claustrofobia. Obra maestra indiscutible, en la que Lang pone el legado del expresionismo alemán y todo su saber hacer narrativo al servicio de un guión perfecta e inteligentemente construido, en el que incluye más de un dilema moral del que sus personajes logran hacer partícipe al espectador. La excelente fotografía en blanco y negro, a cargo de James Wong Howe, a la que se suman sobrecogedores primeros planos, sombras alargadas que matizan los personajes más siniestros de la Gestapo, ángulos envolventes que acentúan la atmósfera de miedo y opresión total bajo el nazismo, son el sello indiscutible del maestro del expresionismo.

El reparto contiene algunos altibajos, probablemente Lang tuvo que conformarse con un presupuesto no demasiado elástico, pero con todo hay algunas actuaciones destacables. Gene Lockhart interpretando al traidor cervecero checo Czaka, es simplemente excelente, y otro tanto sucede con Granach Alexander, dando vida al astuto, despiadado y calculador inspector de la Gestapo. Sin embargo, Brian Donlevy (el asesino) o Walter Brennan (el profesor), si bien transmiten la altura moral del personaje que representan, resultan más desnaturalizados, tal vez por su excesiva ecuanimidad o porque están más cerca de cualquier personaje de drama americano de época que del contexto de la película. A Anna Lee, sin embargo, se la ve mejor como hija,  perfectamente atrapada en una ola de miedo y angustia casi histérica, territorio mucho más cercano y familiar al cine de Lang. Pero a pesar de estas deficiencias, la película se las arregla para resultar apasionante: la ejemplar dirección hace que todos estos detalles pasen casi desapercibidos para un espectador que a los cinco minutos queda inevitablemente pegado a la butaca.

Cine alemán

Cine clásico

La noche del cazador (Charles Laughton, 1955)

«La noche del cazador» es una de las películas más insólitas del cine norteamericano, una rareza, tensa y macabra, cercana al expresionismo, muy arriesgada, la única película que dirigió Laughton (actor que a sus 55 años se aventuró detrás de las cámaras) y un rotundo fracaso comercial en su época. Sin embargo, ha sobrevivido al paso de los años, siendo valorada en la actualidad por la crítica como una de las obras maestras de la historia del cine. Porque lo que hace que una película se convierta en algo perdurable al paso de los años no es si la narración gira en torno a un tema u otro (en este caso, la lucha entre el bien y el mal, tema más que recurrente en el cine) sino la forma en que se adecua para plasmar esa historia en la pantalla. En esta película, desde la primera a la última secuencia, la estética que adopta la narración es excelente. El tratamiento formal de las imágenes (a ello contribuye decisivamente la labor del fotógrafo Stanley Cortez), la fuerza visual de la película y el protagonismo absoluto de Robert Mitchum que construye un personaje tan malvado como memorable y absorvente, hacen que esta joya del cine siga seduciendo al espectador con el paso de los años, porque lo que importa no es tanto el qué sino el cómo se cuenta; algo parecido a lo que nos sucedía cuando de niños escuchábamos el mismo cuento una y otra vez pero pedíamos que nos lo contaran de nuevo y lo volvíamos a oír entregados y atónitos seguramente por aquella mágica y fascinante forma en que nos era narrado.

La historia, basada en la novela homónima de Davis Grubb, es más o menos la siguiente: En la celda de una prisión, Harry Powell, soberbio Robert Mitchum, el siniestro «Reverendo» que lleva tatuados en los nudillos de ambas manos las palabras H-A-T-E (odio) y L-O-V-E (amor), descubre el secreto de un sentenciado a muerte (Peter Graves) porque éste le hace la confidencia de haber escondido 10.000 dólares en algún lugar de su casa. Cuando Powell sale de la prisión, busca a la viuda (Shelley Winters) y a sus dos hijos, John (Billy Chaplin) y Pearl (Sally June Bruce). Ambos niños saben dónde está el dinero, pero desconfían del «predicador». Sin embargo, la madre (mujer frágil, se ve incapaz de afrontar por sí sola la educación de sus hijos) cree sus engaños y se casa con él, en una horrorosa noche de bodas dentro de un dormitorio que, más que romántico se asemeja a una mezcla entre capilla y cripta.

Pronto, la madre muere en «extrañas circunstancias». La cámara la muestra en un sensacional plano en el fondo del río, hundida y sentada al volante de un coche con sus cabellos ondulados nadando como si se tratase de algas marinas. Los niños huyen en un pequeño bote a través de un río lleno de sorpresas, mientras el predicador les persigue implacable por la ribera, siempre a punto de alcanzarles por más que intenten huir. Imágenes estilizadas contribuyen al efecto de auténtica pesadilla, a las que se añaden primeros planos enormes de la naturaleza (ranas, nenúfares o telas de araña) que otorgan a la narración cierto aire de cuento infantil al combinar sosegados paisajes naturales con ese ambiente de aterradora angustia de los críos perseguidos sin tregua. Finalmente, los niños son acogidos por una anciana (Lillian Gish, papel que probablemente Laughton le ofrece como homenaje a David W. Griffith, de quien antes de comenzar el rodaje, el director visionó todas sus películas encerrado en el Museo de Arte de Nueva York), mujer tan inquebrantable como su fe, aunque no demasiado capaz de salvarlos de la obsesión de un asesino.

Además de la escena de la madre asesinada en el fondo del río, o la de la noche de bodas, la película contiene innumerables secuencias para destacar, porque casi todas muestran un gusto exquisito a la hora de combinar caracteres propios de una cinta de terror con las del género fantástico, aderezadas muchas veces con un fino y ciertamente negro sentido del humor, combinación que logra Laughton con excelentes resultados, como cuando la cámara muestra un farol que proyecta la terrorífica sombra de Mitchum en la pared del dormitorio de los niños, o cuando el predicador trata de darles alcance y huyen del sótano escaleras arriba, o la explicación del reverendo al niño «¿Quieres que te explique la historia de la mano derecha y la mano izquierda?», o cuando riñe a los niños a pie de escalera, o la arrolladora voz de Robert Mitchum gritando desde el sótano «¿Niiiiñosss?», o sus alaridos cuando la señora Cooper le acierta un tiro…

La interpretación de todos y cada uno de los actores es más que meritoria. Mitchum, con su cara alargada y su voz grave, es por momentos el paradigma de hombre soñado por la abnegada mujer americana de la época, por otros dantesco y terrorífico. La madre, toda ella histeria sexual y temblores, resulta más que convincente cayendo rendida en brazos del siniestro reverendo. Los niños, especialmente la niña, no son demasiado convencionales y aparecen un tanto extravagantes en sus formas, incluso en su vestimenta, aunque todo ello redunda en dar a la cinta cierto aire entre pesadilla y realidad pero que, a la vez, observa de modo muy crítico la rancia sociedad rural americana. Hasta los personajes secundarios parecen una galería de prototipos de la decadencia: la señora que reparte barras de pan a los huérfanos, el tío Birdie dándole siempre a la bebida o la señora Cooper y su inquebrantable necesidad de comunicación con los demás.

El trabajo de iluminación, jugando constantemente con luces y sombras, merecería un apartado entero, porque es realmente espectacular. Los planos de la casa y de su interior logran la sensación de estancias pequeñas y angulosas que quitan espacio a los personajes y contribuyen decisivamente a la tensión de la película. Pero los tomados de la lejanía desde la casa son realmente fantásticos. Como la silueta recortada de Mitchum montado a caballo cantando su siniestra letanía mientras los niños duermen en el granero… Planos de belleza formal innegable y por sí solos autosuficientes para generar ese ambiente de desasosiego y tensión que envuelve toda la película.

Mucho se ha debatido sobre el fracaso comercial de esta cinta. En mi opinión, su temática sobre el bien y el mal no está demasiado alejada de esos cuentos infantiles siempre moralizantes. Mientras la veia, me vino a la cabeza en algunas ocasiones el cuento de Hansel y Gretel. Sin embargo, molestó bastante a cierto sector puritano del público norteamericano. Y es que Laughton juega muy bien sus cartas, porque debajo de los mensajes religiosos que se lanzan durante toda la película, en realidad el protagonista resulta ser ni más ni menos que un predicador que mata en nombre de su Dios, autoafirmándose como «ángel vengador»; un psicópata misógino que larga frases como «Señor, no puedo asesinar al mundo…» cuando se justifica de matar a mujeres que, según él, son el origen de todo mal o tentación. O la secuencia de Lillian Gish evocando de forma onírica su Biblia para dirigir el destino de todos como si se tratase del arcangel de la venganza. Aquí es donde Laughton invierte el mensaje y donde es eminentemente claro representando al fanatismo religioso de modo muy distante a los gustos del público de la época: un fanatismo más próximo al mal que al bien que, seguramente, molestó demasiado a los sectores más estrictos y retrógados de la sociedad americana.

Un médico rural, de Koji Yamamura (sobre el relato de Franz Kafka)

kafkaflyermainfq7Koji Yamamura es uno de los actuales referentes en la animación experimental e independiente nipona. Este  cortometraje  es una adaptación del relato «Un médico rural» escrito por Franz Kafka en 1918 (según se data), que cuenta la historia de un médico al que llaman durante una noche de tormenta, en medio de una fuerte nevada, para visitar a un joven paciente gravemente enfermo. Venciendo extraños obstáculos, logra acudir a la llamada, pero es incapaz de ayudar al enfermo; punto este en el que comienza a dudar si realmente no sabe curarle o está siendo víctima de un engaño. Para justificar su impotencia, opta por sentirse traicionado por la llamada de la falsa campanilla nocturna, e intenta recapitular los hechos ocurridos tratando de averiguar dónde exactamente cometió el «error» que le hace imposible volver atrás, extrayendo como conclusión algo similar a una moraleja que, de haber conocido antes del sonar de la campanilla, hubiese permitido evitar el error fatal.

Kafka escribió este relato durante una convalecencia pasada en el campo en la que, además, se data el comienzo del primer capitulo de «Das Schloss» (El castillo). Un año más tarde, aborda un tema similar en El Proceso cuando narra la odisea de José K. detenido por una acusación que nunca se le precisa y para la que él tampoco demuestra demasiado interés o deseo de hacer precisar. La soledad, la frustración y la angustia ante la sensación de culpabilidad que es capaz de experimentar el individuo cuando se siente amenazado por fuerzas desconocidas, que escapan a su control o no es capaz de comprender, son temas recurrentes en la obra de Kafka.

Yamamura recrea en la animación no sólo el texto, sino ese estilo irónico con su trazo exagerado en el que fantasía y realidad se combinan con asombrosa naturalidad y que proporcionan a este trabajo ese aire tan kafkiano en el que se mezcla la lucidez con el denso ambiente de lo onírico. Y lo cierto es que consigue recrear muy bien la sensación fantasmal y claustrofóbica de la que está impregnada la obra original, a caballo entre el surrealismo y el expresionismo, que es algo así como el alma del relato de Kafka.

Título original: Kafka Inaka Isha / País: Japón / Año: 2007/ Animación: Koji Yamamura/ Sonido: Koji Kasamatsu/ Música: Hitomi Shimizu/ Montaje: Koji Yamamura/ Producción: Mariko Seto, Fumi Teranishi/ Estudio: Shochiku.
Duración: 20 minutos. Versión original subtitulada.

Peeping Tom (El fotógrafo del pánico, de Michael Powell)

Se han hecho muchas películas sobre cine dentro del cine. Pero pocas en las que también se hable del espectador. En realidad, el cine nos convierte en mirones. Estamos ahí, sentados en la butaca, en la oscuridad de la sala, mirando las vidas de otras personas. Peeping Tom, dirigida por Michael Powell en 1960, es una obra sobre ese mirar. Vouyerismo y… autovouyerismo, también. Mark Lewis (Karlheinz Böhm) trabaja en el control de focos de un estudio cinematográfico, desplazando, inclinando la cámara para obtener el mejor encuadre. En su vida privada, filma a mujeres mientras se están muriendo. Su cámara tiene un cuchillo disimulado bajo el trípode. Filma sus rostros aterrados y contempla, solo, en la oscuridad de su apartamento, los macabros metrajes una y otra vez.
Una de sus mayores obsesiones son las películas que filmaba su padre, en las que él es el protagonista: películas de cuando era niño despertado súbitamente en mitad de la noche con linternas alumbrando directamente a sus ojos, con su padre soltando lagartos en la cama mientras él dormía, o filmado siendo aún muy pequeño junto al cadáver de su madre. Pocas semanas después, el padre vuelve a casarse y le regala su primera cámara, con la que el pequeño Mark filma la boda, su primera película. Sus traumáticas experiencias le han convertido en un monstruo sin piedad. Para él, todo lo referido al sexo, al dolor, al miedo y a la dirección cinematográfica esta necesariamente conectado al objetivo de su cámara, que le acompaña a todas partes y de la que no se desprende ni un segundo. Tal es su identificación que, cuando su amiga Helen (Anna Stephens) le besa, él responde rozando con sus labios la lente de la cámara.

Además del protagonista, uno de los personajes más interesantes y fascinantes es el de la madre de su amiga Helen (Maxine Audley). Una mujer ciega que intuye, cual pesadilla para Mark, todos sus secretos: «No me fio de un hombre que camina tan silenciosamente», le dice a Helen; «Vengo a esta habitación todas las noches, los ciegos siempre conocen las habitaciones que están por encima de donde viven»… Mientras, Mark visiona una de sus depravadas cintas y se ve la silueta de la mujer ocupando gran parte de la pantalla al tiempo que dice «¿Qué estoy viendo, Mark?»
Otra de las mejores secuencias de le película, que debió ser la envidia de más de un director de la época, sucede cuando Mark convence a una extra del plató donde trabaja (Moira Shearer) para filmarla sola bailando, brindándole así oportunidad de grabar una escena donde ella sea la protagonista. Deseosa de ser filmada, baila por todo el decorado del estudio introduciéndose varias veces en un baúl. A la mañana siguiente, su cuerpo es descubierto dentro del baúl, mientras Mark, desde el piso superior, graba sigilosamente el hallazgo.
Las estrategias visuales que logra Powell, implican al espectador en el vouyerismo del protagonista. La película comienza con un plano grabado a través del visor de la cámara de Mark. . Minutos después, el mismo plano en la sala de proyección del apartamento, plano filmado desde detrás de la cabeza del protagonista. Entonces, la cámara se retira y la imagen proyectada pasa a primer plano, y es del mismo tamaño que Mark. Casi todas las escenas importantes de la película están filmadas desde la perspectiva de la cámara y trasladadas lentamente a plano completo, haciéndonos cómplices de las situaciones; porque estamos ahí, mirando, curioseando y disfrutando de las perversidades de la mente de un perturbado. Lo realmente logrado de Peeping Tom es que esta sensación la obtiene exclusivamente con el uso de la imagen, de los planos que lentamente se van abriendo al espectador y de magistrales tomas en las que juega tan sólo con la luz y el encuadre.

Pero, aún hay más: El padre de Mark está interpretado por el mismo Michael Powell, la casa en la que se ubican las escenas de la infancia de Mark es la misma en la que se crió el director y el personaje que interpreta a Mark de niño es el propio hijo de Powell (Columba Powell). Con este film, Powell fue más allá de lo soportable por las productoras británicas. La película fue despreciada públicamente en su estreno, retirándose de los cines, y supuso el fin de la carrera cinematográfica de Powell, pues nadie se arriesgaba con su cine y no encontraba financiación para sus películas. Fue estrenada unas semanas antes que Psicosis (que sí obtuvo el esperado éxito de crítica y público). Scorsese, gran admirador de Powell, declaró en una ocasión que Peeping Tom y 8 y 1/2 de Fellini contenían todo lo que se puede decir sobre dirigir cine. Hoy es una película de culto.
Lo cierto es que, viéndola, lo menos que se puede afirmar es que Powell es un auténtico maestro de la cámara, con la que siempre sugiere lo que estamos viendo sin necesidad muchas veces de ser del todo explícito. Colores saturados, planos de víctimas sobre capas rojas (en lugar de sangre) con el bellísimo fondo gris de las calles de Londres de los años 60 convergen en su buen hacer detrás de esa cámara para no dejar que nos libremos en ningún momento de su gancho. Una obra maestra en la que casi no hay distancia entre el protagonista y el espectador, al que atrapa con su objetivo desde la primera escena hasta la última: ahí estamos, querámoslo o no, atónitos en el sofá contemplando tan admirados como horrorizados cada minuto de su cinta.