Los mejores títulos de crédito (4): Nicholas Ray, They live by night (Los amantes de la noche)

Mucho antes de Rebelde sin causa, de 55 días en Pekín, de Rey de Reyes o de Johnny Guitar, Nicholas Ray ya había demostrado su talla como auténtico genio. Es el caso de Los amantes de la noche, rodada en 1948, solo un año antes que Side Street, con la que comparte pareja protagonista y también -como aquella- catalogada serie B por su bajo presupuesto. Se trata de una película muy negra, que muestra sin demasiadas concesiones unos personajes irremisiblemente marcados por un destino que actua como tela de araña en la que sólo pueden enredarse más y más hasta ahogarse por completo. Unos créditos de inicio espectaculares para la época marcan el tono definitivo de la película: la fatalidad cerniéndose sobre los personajes y la huida como medio para escapar de sus certeras garras. Aunque, a medida que avanza el metraje, la parte más negra de la historia se va disolviendo narrativamente entre el mundo íntimo de unos amantes que intentan huir de ese destino implacable. El triunfo del amor sobre la maldad, vencida por un final tan emocionante como lírico.

La primera escena es un plano de la huida de los fugitivos que vemos a la vez que los créditos, que por aquel entonces se mostraban siempre al comienzo.  Ray puso en serios apuros al mismo Huseman, productor de la película y amigo suyo, al exigir un helicóptero para el rodaje desafiando los evidentes riesgos que suponía sobrevolar un coche a toda velocidad, aproximarse en pleno vuelo para tomar los planos, seguir la huida y posteriormente alejarse. Era la primera vez en la historia del cine que se utilizaba un helicóptero como medio técnico en un rodaje, y obtuvo como resultado una de las escenas más arriesgadas del Hollywood de la época. El mismo Ray ensayó desde el helicóptero las tomas a hacer, aunque finalmente sería Paul Ivano, conocido operador de cine mudo francés, quien acabaría filmando la secuencia definitiva. 4 intentos fueron necesarios para obtener estos antológicos planos que componen los títulos de crédito y la primera secuencia. Una extraordinaria secuencia inicial, pero hay muchas más en la película, cuya característica más sobresaliente es estar filmada con nervio y ritmo trepidantes. Cine negro que, más de sesenta años después, mantiene una frescura que realmente asombra. El cine, decía Godard, es Nicholas Ray.

Side Street, de Anthony Mann

Al hilo iniciado en el anterior post, películas de bajo presupuesto que llegan a sorprender, me senté a ver Side Street, dirigida por Anthony Mann en 1950, una de las últimas que rodaría dentro del género negro junto al director de fotografía Joseph Ruttenberg, responsable, entre otros, de manejar la cámara en trabajos como Luz de Gas (George Cukor, 1944), Mrs. Miniver (Willyam Wilder, 1942) o más tarde Gigi (Vicent Minelli, 1953). Con los años ambos, director y cámara, se convertirían en dos de los nombres de más prestigio del cine de género. A partir de 1952, Mann da un viraje a su trayectoria decantándose por el western. Este cambio de rumbo hacia la producción de sus propias películas se hace, sin embargo, conservando ciertas reminiscencias de su paso por el cine negro, con James Stewart como protagonista y por un período relativamente breve, porque hacia final de la década abandona Hollywood para trabajar en Europa en películas épicas de gran presupuesto, como El Cid (1961) o La caída del imperio romano (1964).

Cuando Side Street sale comercialmente a cartelera en 1950, la pareja protagonista, Farley Granger y Cathy O’Donnell, acaba de estrenar solo unos meses antes They Live By Night (Los amantes de la noche), dirigida por Nicholas Ray, lo que probablemente restó créditos a la película de Mann, dada la repercusión mediática de su precedente. Side Streeet tiene una marcada orientación de La ciudad desnuda (dirigida por Jules Dassin, 1948): comienza con vistas aéreas de la ciudad de Nueva York y se sirve de un narrador que mediante voz en off conduce al espectador, iniciándole al argumento y meditando sobre la vida de los habitantes de la ciudad y la complicada situación de Joe, el protagonista, un cartero al que le surge la tentación de robar 200 dólares para salir de las dificultades económicas que atraviesa. Cometido el delito, encuentra, para su sorpresa, que los 200 resultan ser 30.000, y es entonces cuando comienza el largo y oscuro descenso hacia los problemas para Joe Norson. El dinero que ha robado, aunque él todavía no lo sabe, es parte de un chantaje entre un abogado corrupto (interpretado con aplomo férreo por Edmon Ryan) y un ex-convicto (James Craig). Al bueno de Joe, el simple hecho de ver semejante suma le provoca un profundo sentimiento de culpabilidad y planea devolver de inmediato el dinero para recuperar su vida, austera, de trabajo precario y escaso dinero, pero normal en definitiva. A partir de aquí, un cúmulo de circunstancias convierten al film en una carrera entre la moralidad de Joe y el submundo de violencia, chantaje y corrupción de los bajos fondos neoyorkinos.

Entre los temas favoritos de Anthony Mann siempre ha estado el sufrimiento de sus personajes. Con la característica de que los protagonistas de sus películas soportan esa violencia con un sentido cercano a lo poético, subrayado casi siempre por la fotografía, claustrofóbica, que ayuda a crear una atmósfera cercana al simbolismo expresionista. El pánico, la culpa y la inseguridad son palpables en el rostro de Joe, que pasa casi toda la película empapado en sudor mientras trata de deshacer su propio mal. Y es que Joe Norson no quiso nunca robar 30.000 dólares. Como él dice, 200 hubiesen sido perfectos para pagar un médico a su esposa (que está a punto de tener un bebé) en una habitación privada de un hospital, en lugar de conformarse con la caridad de la beneficencia. A él le gustaría ese abrigo de visón que ve cada mañana de camino al trabajo en un escaparate, poder llevarla a Paris. Pero en última instancia son solo sueños, sus aspiraciones  son más modestas, como las de la mayoría de la gente. Tener una casa propia, mantener a su familia, no tener que vivir con los suegros, por buena gente que sean. El policía amigo de Joe le confiesa su intención de retirarse anticipadamente, marcharse a Florida, ahora o tal vez nunca. Otro, degradado en su profesión, era eso o ser despedido. Hasta uno de los chantajistas se entusiasma con el dinero que ha robado porque le servirá para costear la educación universitaria de su hijo. Todos los personajes de la película, policías, criminales o cantantes de cabaret tienen en definitiva las mismas modestas aspiraciones.

Lo que hace que Side Street se haya convertido en película de culto no es tanto el argumento como la capacidad de Mann para explorar la violencia como factor intrínseco a la psicología de los personajes, mediante un ejercicio estilístico de gran fuerza expresiva y una puesta en escena volcada en el verdadero protagonista del film: la ciudad de Nueva York. Porque todo este simbolismo poético queda inmerso en el entorno realista de la gran urbe, donde los personajes aparecen pequeños y sus metas, insignificantes. El film cuenta con un buen número de localizaciones, ángulos inusuales, objetos y personajes meticulosamente colocados, fuertes contrastes de luz y oscuridad, picados, contrapicados, cambios de profundidad de foco, y una carga mayoritaria de escenas rodadas en exteriores, procurándose Mann de que en cada plano los rasgos de Nueva York resulten bien visibles: a través de la ventana de una casa, desde el tejado de un edificio o desde el interior de un despacho, como fondo de una conversación que discurre en el banco de un parque o a bordo de un vehículo, la película se mueve al ritmo que marca la ciudad.

El enfrentamiento  final, alternando entre vistas aéreas (de calles imposiblemente estrechas en las que deambulan coches diminutos) con el interior de un taxi, es una de las mejores persecuciones policiales vistas en el cine clásico. Los cambios de ángulo crean un efecto claustrofóbico y de desorientación tal, que Manhattan queda transformada en un enorme laberinto de cemento, calles y sombras para acabar desembocando en el mismo punto donde todo comenzaba. En definitiva, se representa un mundo altamente moral (aderezado con una historia de amor bastante fuera de los parámetros del género), donde un paso en falso te puede llevar, inexorablemente, al abismo. A medida que avanzan los minutos, Nueva York dejar de parecer el reflejo resplandeciente de la promesa del sueño americano, y en la escena final se convierte en un estrecho y oscuro desfiladero, «una jungla arquitectonica donde«, como dice el narrador al comienzo, «tiene lugar la caza del hombre por el hombre«.