El ilusionista (Sylvain Chomet, 2010)

El nombre de Jacques Tati está indisolublemente ligado a la figura de su legendario personaje, Monsieur Hulot, el entrañable protagonista sus films,  genio absoluto de la inoportunidad, heredero directo de los grandes maestros del cine cómico mudo. Hulot emerge como veleidad caricaturesca en una sociedad vertiginosa en la que parece no atreverse casi a existir. Los gags físicos de Hulot son una combinación sublime de poesía y ballet, de ternura y denuncia, de optimismo y melancolía. Sus películas están estructuradas casi sin palabras, innecesarias porque cuando aparece el diálogo lo hace como mero decorado y rara vez transmite información relevante. Lo que interesa es el fondo, ese que nos recuerda que en la era moderna no podemos escapar del constante ruido de voces que en realidad nunca dicen nada importante.

Sylvain Chomet resucita el esquema básico de Hulot para El Ilusionista, que se basa en un guión tardío de Tati, una obra agridulce probablemente fruto de los remordimientos de un padre que en el ejercicio de su profesión sacrificaba la relación con su hija, a quien Tati dedica esta obra. Tati escribió «El ilusionista» en 1956, en medio de sus dos comedias más conocidas, Les vacances de Monsieur Hulot y Mon Oncle, mucho antes de su producción más comercial, Playtime (1967), pero nunca llegó a rodarse. Tatischeffel, el mago protagonista, que bien podría ser un alter ego del propio cineasta, es menos cómico que Hulot y un tanto más lacónico, pero igualmente entrañable. Sustituida la pipa por una cajetilla de cigarrillos y con movimientos algo menos fluidos, se trata de un personaje perfectamente prestado de Hulot. Tatischeff nunca está en el mismo sitio, no echa raíces en ninguna parte, es un mago que sobrevive con su espectáculo de ciudad en ciudad, viviendo en hoteles de poca monta y viajando constantemente a causa de su trabajo. De Paris a Gran Bretaña, primero Londres, más tarde remotos pueblecillos en alguna isla perdida de Escocia para terminar en Edimburgo, donde abandonado a su suerte termina ganándose la vida de lavacoches o como reclamo tras un escaparate, incapaz de adaptar su mundo de magia e ilusión al avance de los nuevos tiempos. A Tatischeff se le unirá en el camino Alice, una ingenua jovencita escocesa cuyo crecimiento personal es paralelo al declive profesional del mago, y su absoluta simpleza inicial de creer que los regalos que se le ofrecen son producto de la magia se irá transformando lentamente en un mal abuso de la generosidad de su protector.

Chomet no  consigue del todo impregnar ese especial sello tan cercano, tan familiar, que otorgaba Tati al inolvidable Monsieur Hulot. El ilusionista funciona como road-movie animada y deliciosa, en la que los trucos informáticos se combinan con exquisitos dibujos hechos a mano y elocuentes fondos de acuarela.  Dos personajes, rodeados de otros menores que nunca pierden el punto de vista afectivo sin llegar al sentimentalismo, a lo que se suman fenomenales paisajes de París, Londres, Escocia y por supuesto Edimburgo, donde finalmente termina Tatischeff, en los que la ciudad aparece representada como monstruo que devora a sus protagonistas antes de que hayan tenido tiempo a adaptarse, un lugar donde las dificultades para la comunicación y el avance de la tecnología marcan el pulso de los cambios sociales hacia finales de los años 50, cuando comienzan a aparecer los primeros televisores y los nuevos electrodomésticos. Como en los films de Tati, el escenario de la ciudad y sus símbolos de modernidad actúan a modo de espejismo, ademán ilusorio de progreso, suerte de feria donde las comodidades funcionan del mismo modo que lo hacen los trucos de magia. Esta visión deshumanizada y un tanto melancólica convive en perfecta armonía con personajes que se hacen entrañables, y que junto  a la música, la excelente galería de imágenes en tonos otoñales y suaves, y el constante guiño al mundo del teatro y el cine, convierten a «El ilusionista» en una joya de composición que nadie debería perderse.



Playtime, de Jacques Tati (1967)

Playtime es la penúltima película que rodó Tati. Aunque conserva las constantes de otras anteriores -el entrañable personaje algo patoso, original y tan francés, que trastoca la placentera existencia de cualquier lugar que visite- es quizás la que ofrece una visión más melancólica y pesimista de la sociedad, mostrando un mundo deshumanizado engullido por una ya predecible globalización. A pesar de que en 1970 dirgiría Trafic, Playtime está considerada como la obra madura cumbre del director. Sin restar creatividad ni abandonar el sentido de humor habitual de su cine, Playtime presenta un Hulot contenido y  más elaborado, que deja de lado ciertos recursos exclusivamente cómicos y cautiva al espectador más por lo que sugiere el conjunto que por los inconfundibles devaneos del inigualable personaje. Hay que decir que la película no se rodó directamente en las calles de Paris, sino que se trata de un diseño futurista que a modo de telón de fondo propone cómo imagina el director la ciudad de los años venideros. En Playtime, el viejo mundo de amor y romanticismo que simboliza para el turista Paris solo es visible en los carteles publicitarios y en momentos agudamente medidos, como cuando se ve la Torre Eiffel a través del reflejo de una puerta acristalada del hotel.


Hulot viaja a Paris al tiempo que lo hace un grupo de americanas que llegan de Roma en un tour organizado. Observamos en primer lugar la llegada a la ciudad. Para el grupo de visitantes, el aeropuerto es exactamente igual al que acaban de dejar en su anterior escala, las calles son una mera continuación de lo visto o las farolas bien podrían ser las de cualquier avenida de Nueva York. Sin embargo, a Hulot la capital francesa le es totalmente ajena, la frialdad del medio y las grandes figuras arquitectónicas le hacen sentirse un extraño en su propia tierra. Aunque esas mismas construcciones de vidrio pulido, secas y estériles, que representan claramente una ciudad impersonal, se convierten a lo largo de la película en socio crucial de esta comedia ambiciosa y peculiar.

La que hay aquí es parte de la tercera escena de la película, probablemente una de las más interesantes desde el punto de vista cinematográfico que haya rodado el director francés. Tras las imágenes del moderno edificio de un aeropuerto ultra-funcional, la cámara se vuelca hacia abajo y el interior pasa a parecerse a un hospital con monjas caminando por una vacía clínica. La cámara graba desde uno de los ángulos la gran sala de llegadas recubierta de superficies de acero y mobiliario geométrico. En el fondo de la sala tres azafatas tan estancadas que se podría pensar son figuras de cera o maniquís detrás del escaparate de una boutique. Un matrimonio de turistas habla en una esquina mientras observamos los diversos personajes que entran en escena. La escena dura varios minutos, está grabada a base de cámara estática y nos descubre toda la estrategia visual de la película:  caleidoscopio de situaciones, convenientemente montadas, que van haciendo adquirir sentido al guión. Una coreografía cronometrada con exquisitez y movimientos de cámara desde distintos ángulos hacen aparecer a los personajes, dejando al espectador que pueda seguir los movimientos de quien se le antoje. A mi me encanta el limpiador con mono azul que aparece casi al principio, en la primera toma, la más larga, del interior del aeropuerto.


Playtime sigue, después, al grupo de visitantes americanos y a Hulot durante 24 horas dentro del edificio de un hotel que hace las veces de sala de exposiciones o de fiestas. En realidad, la película no tiene un verdadero argumento, el diálogo es escaso y siquiera se detiene en la psicología más o menos profunda de sus personajes. Tati  se limita a crear un mundo vibrante y maravilloso de imágenes donde el glamur parisino y la cálida torpeza característica de Hulot conviven en perfecta armonía. Mundo al que acompaña con sonidos especiales que se ajustan milimétricamente a cada secuencia, como unos pies arrastrándose, pedazos de papel que crujen en momentos indebidos o las resonantes respuestas de unas sillas de piel al sentarse. El sonido y la imagen son en realidad el auténtico pulso de la película, a modo de sinfonía de una realidad que, dependiendo del punto de vista de cada personaje, puede ser interpretada de diversas formas.


Otro punto de interés en Playtime, que podemos observar en su cine anterior pero que aquí es una constante en la mayoría de escenas, es el conflicto entre el hombre y la máquina, como cuando trata de hacer funcionar el ordenador que pone en marcha el sistema de avisos del hotel, el maldito mecanismo de las puertas o el ascensor, auténtico reto para el bueno de Hulot. En cierto modo, Playtime podría ser interpretada como una actualización moderna de Chaplin en Modern Times(1936), al menos en cuanto a crear desequilibrios en el progresismo mercantilista se refiere. Pero quizás el verdadero sentido de la película no sea otro que la constatación de la alineación humana en la sociedad moderna, característica intrínseca al cine de vanguardia de los 60, con directores como Fellini, Bergman o Antonioni a la cabeza. Tati participa de ella añadiendo su personal sentido de la comedia, con escenas llenas de  gracia y encanto, como la de la cena en el restaurante con los camareros intercambiando la ropa o la secuencia en la que la cabeza de la inmóvil oficinista gira 90 grados para seguir los movimientos de Monsieur Hulot y acabar mostrándose siempre de frente, pero todos estos gags tan propios de Tati son solo un ángulo de la cámara, porque la misma secuencia toma al unísono toda la frialdad de la cuadriculada oficina dando la sensación de espacio triste y vacío, a pesar de que en realidad está repleto de gentes que hacen sus gestiones en compartimentos estancos.

Armado con su sombrero, su habitual traje y el característico paraguas, Tati es a través de Hulot un visionario de la sociedad futura que no pudo ver, invitándonos a pensar si quizás toda esa tecnología automatizada nos simplifica la vida o nos la hará en realidad más difícil en demasiados momentos. Invitación nunca exenta de buen humor, mucha pericia visual con la cámara, originales ocurrencias dramáticas y un obsesivo perfeccionismo que le llevaría casi a la ruina: nueve meses tardó en rodar el filme y más de un año en montarlo y, según se dice, las discusiones con los miembros del equipo eran una constante diaria en el trabajo. El esfuerzo se vería recompensado con el reconocimiento indiscutible de la crítica internacional y una huella imborrable en toda una tradición de cómicos que, con el Cine como medio de expresión, han utilizado el arte visual y el sonido como auténticos protagonistas de sus películas.