Cine On-Line: La calle de la vergüenza, de Kenji Mizoguchi

A pesar de contar con un currículum de dilatada producción cinematográfica, que tenía sus inicios en la época del cine mudo, de su abundante colaboración con numerosos estudios y de haber tratado una variada gama de géneros, Kenji Mizoguchi no lograría el reconocimiento internacional hasta el inicio de la década de los 50, al igual que su compatriota Akira Kurosawa, cuando occidente decidía dirigir su mirada hacia la nueva producción cinematográfica del Japón de la posguerra aniquilado por dos bombas atómicas. Es a partir de entonces cuando críticos de la relevancia de André Bazin o Jean-Luc Godard comienzan a prestar especial atención a películas como Ugetsu o El intendente Sansho, aunque el salto a la escena internacional de  Mizoguchi se producía en 1952, con la triunfante respuesta en el Festival de Venecia a La vida de Oharu, película que actuaría como catalizador de su emergencia internacional.

Uno de los hilos temáticos más recurrentes que atraviesa la carrera del director es la prostitución, tratada desde la perspectiva de la lucha de las mujeres por su supervivencia, tema con el que lograría que su filmografía tuviera un gran impacto social. La calle de la vergüenza, su última película, se realiza en 1956, en el marco de un Japón devastado por la guerra y, en particular, en el momento justo en que el Parlamento debate una ley  para prohibir la prostitución, que finalmente fue aprobada poco después del lanzamiento de la película. Lejos de tratar el tema desde el dramatismo con el que lo abordan otros cineastas, Mizoguchi se caracteriza por entrar en la materia con enorme naturalidad. La película nos muestra la topografía in situ de un grupo de cinco mujeres que trabajan en un burdel en el famoso distrito rojo de Tokio, en funcionamiento como centro de solicitud de sexo legal desde hace 300 años. Originalmente, Mizoguchi tenía previsto rodar el film a modo de un semi-documental, pero la situación política repercutía en el temor de los propietarios de los burdeles a la represalia, por lo que muchos que ya habían dado su consentimiento finalmente se negaron, y  la película tuvo que ser rodada en un plató cinematográfico.

Más pragmático que dramático-carnal, el film explora la explotación humana a través del punto de vista de las cinco protagonistas femeninas, atrapadas en los amargos ciclos de la esclavitud financiera, ya sea por la deuda contraída con el propietario del burdel, con las propias compañeras -que se prestan dinero entre ellas con elevados intereses- o por la propia situación en la que han quedado sus familias tras la guerra.

El aspecto realmente provocador de La calle de la vergüenza lo constituye el constante interrogante que de manera implícita lanza Mizoguchi, quien nos hace preguntarnos si estas mujeres, excluidas de los beneficios del incipiente y mal llamado milagro de la posguerra, no están simplemente mejor donde están. Una de ellas sueña todavía con casarse con uno de sus pretendientes, pero cuando lo hace se da de bruces contra la realidad de un matrimonio que no es sino un contrato de servidumbre de por vida: al menos una prostituta gana su propio dinero, se dice a si misma. Otra, Hanae, se ve obligada a ejercer la prostitución para mantener a su hijo y a su esposo enfermo y desempleado: es el único ingreso que entra en casa y no hay posibilidad alguna de trabajo para una mujer casada. Mickey, la más joven y espontánea, recurre a ella como medio para librarse de una vida familiar difícil en la que el padre dominante impone unas relaciones no tan diferentes a las existentes en el burdel. Como dispositivo unificador de las diversas tramas, Mizoguchi emplea las transmisiones de radio con noticias que cubren el debate político acerca de la ilegalización de la prostitución como medio de subsistencia. Y nuestra primera y lógica seguridad contra un sistema que permite beneficios a costa de la explotación de las mujeres va evolucionando, visto lo visto, con cada emisión radiofónica. Un año después del lanzamiento de La calle de la vergüenza, que sería un éxito de taquilla, la prostitución pasaba a ser ilegal en Japón. Mizoguchi había fallecido, tres meses antes de la aprobación, a causa de una leucemia.

Dirección:Kenji Mizoguchi/ Producción:Masaichi Nagata/ Guión:Masashige Narusawa/ Música:Toshirô Mayuzumi/ Fotografía:Kazuo Miyagawa.

Reparto: Machiko Kyô, Aiko Mimasu, Ayako Wakao, Michiyo Kogure, Kumeko Urabe, Yasuko Kawakami, Hiroko Machida

País:Japón / Año:1956/ Género:Drama/ Duración:87 minutos/ V.O.S.E.

El gourmet solitario, de Jiro Taniguchi y Masayuki Kusumi

A nadie se le escapa que la cultura del cómic en Japón es mucho más abundante y diversificada que en el mundo occidental. El manga es todo  un hito intrínseco al ocio nipón, y la variedad de producción dirigida a sectores concretos de la sociedad encuentra en aquel país su paradigma. En Japón, del mismo modo que se editan mangas infantiles, claramente diferenciados los orientados a niños o niñas, existe una gran producción de manga dirigido al público adulto, a la vez muy especializado, atendiendo a los diversos aspectos de la vida y sectores sociales de su cultura. La consecuencia es una diversidad editorial ingente,  mientras todos encuentran su público, ya que existe manga para casi todos los terrenos culturales, lúdicos o profesionales: los hay sobre historia, sobre economía o negocios, sobre amas de casa, sobre informática, sobre samurais, videojuegos o sobre Gon…  y un género que tiene su público específico y fiel es el manga gastronómico.

El gourmet solitario, dibujado por Jiro Taniguchi y con guión de Masayuki Kusumi, se enmarca dentro de este último sub-género. Casi todos hemos ido alguna vez a un restaurante japonés, hay que reconocer que en los últimos años este tipo de establecimientos han adquirido una dimensión considerable dentro de nuestra oferta gastronómica. A estas alturas resultaría ocioso insistir, por tanto, en la riqueza culinaria japonesa. Lo que seguramente es menos conocido es la riqueza gastronómica existente en Japón en su vertiente más popular, que es la que va degustando el protagonista de esta obra, Goro Inokashira, a lo largo de los 19 capítulos, que se corresponden con 19 ubicaciones de Tokio y provincias. Inokashira es un comerciante que se mueve de un lado a otro, siempre solo, para visitar a sus clientes. Cada día es una ocasión para conocer un nuevo lugar o  redescubrir otro que evoca recuerdos de su pasado. Con ellos su gastronomía, aquella que tiene un carácter de masas y es menos conocida en los restaurantes japoneses occidentales. Arroz en sanya, kichijoji, mamekan de asakusa, yakimanju de anguila, jetbox de sumai o arroz hayashi son algunos de los placeres culinarios que nos ofrece la lectura de este manga, junto a otros platos occidentales, o de origen chino, coreano o sub-asiático, todos convenientemente adaptados a los gustos y costumbres japoneses.

Pero también da buena cuenta de la cultura culinaria que recorre a las gentes de este país, para los que la comida va más allá de lo puramente alimenticio, constituyéndose en todo un ritual y una auténtica aventura en cada episodio. El equilibrio entre los distintos manjares es, además de  una de las claves del buen yantar , uno de los aspectos más cuidados por el trajeado Inokashira, para quien seguramente supondría toda una aberración vernos a los occidentales comer pan acompañando a unos espaguetti. Una lectura curiosa y muy agradable, porque más allá del interés puramente gastronómico, El gourmet solitario nos va ofreciendo, siempre de manera muy sutil, pequeños y exquisitos bocados de la sociedad japonesa contemporánea, junto a múltiples detalles que nos hacen ir descubriendo el carácter del protagonista (siempre de manera no explícita, casi insinuante), que hacen que este manga trascienda lo puramente gastronómico y nos permita reflexionar y comprender un poco mejor la idiosincrasia del pueblo japonés.