Clockers, de Spike Lee

Por razones que no vienen al caso, este blog no podrá actualizarse con nuevos contenidos hasta dentro de unas semanas. Parece un buen momento para este artículo, publicado en el número de septiembre de la revista digital La Caja de Pandora, con la que colaboro y a la que os invito a acceder a su contenido completo desde el link de la barra lateral.

Unos títulos de crédito, que ponen rápidamente al espectador en situación, dan buena cuenta de que Clockers no es para estómagos sensibles. Sangre todavía fresca rezuma sobre cuerpos jóvenes inertes, restos de tejido cerebral y gargantas reventadas a balazos. Grafitis, música rap, sirenas rojas y azules comparten la mirada acostumbrada de las gentes que acompañan el dantesco espectáculo. En los bancos de la plaza del gueto negro de Brooklyn se reúnen a diario un puñado de rappers para traficar con crack. El cabecilla del negocio es Rodney Little, el proveedor que recorre las calles en silencio con su coche negro. En tono paternal, seduce a los jóvenes: «Tú eres como mi hijo», le dice a Ron Strike, camello de medio pelo, mientras predice un gran futuro para él. El vendedor de comida rápida, hasta ahora hombre de confianza, le ha traicionado. Si Strike quita de en medio al traidor conseguirá ser su nueva mano derecha y tal vez logre salir de la calle, ganar más dinero y escalar puestos en la organización. Strike se pasa el día en los bancos de la plaza. Hasta ahora, confiar en Rodney ha sido rentable, para muestra la estupenda colección de trenes en miniatura con la que juega alucinado, pese a que nunca ha subido a uno. Porque Strike jamás ha salido de Brooklyn.

Han pasado 15 años desde el estreno de Clockers. Técnicamente podríamos estar hablando de un clásico de cine y sin embargo la historia y los personajes serían trasladables -con muy pocas reservas y todas de mero decorado- a la actualidad. Rodada en 12 semanas, iba a ser dirigida por Martin Scorsese, quien había adquirido los derechos de la novela. En ese caso, Robert De Niro y no Harvey Keytel hubiese encarnado al héroe de la película. Como quiera que en aquellos momentos el rodaje de «Casino» se complica, finalmente es Spike Lee quien se encarga de la dirección y Scorsese de la producción.  Lee exigió como condición cierta libertad creativa, que se materializó escribiendo el guión en colaboración con Richard Price, autor de la novela homónima. El llamado clocker es un traficante de drogas a pequeña escala, lo que comúnmente denominamos camello, ese que ocupa el último lugar en la jerarquía del narcotráfico menudeando con drogas para conseguir dinero rápido. Clockers describe con precisión la situación de los jóvenes afroamericanos que viven en los barrios más pobres, niños excluidos convertidos en adultos destructivos que sobreviven a la que se reclama sociedad más moderna del mundo,  sin ninguna perspectiva a corto plazo de que su destino pueda cambiar.  En el mundo del cine norteamericano, este hombrecillo de pequeña estatura llamado Spike Lee ha logrado lo más difícil: equilibrar sus intereses como cineasta comprometido con la superficialidad de la industria de Hollywood. Tarea nada baladí dentro del negocio actual del cine estadounidense, dominado por superproducciones de altas miras taquilleras en las que guión, presupuesto, actores e incluso los finales de las películas no pertenecen a sus cineastas en el noventa por ciento de los casos. Spike Lee es de esas rarezas que ha sabido mantenerse como director y productor representando otro cine, el que retrata la problemática de los afroamericanos, pero también el de todos los que nunca comulgaron con la política impuesta por los grandes estudios. Sus películas, más allá de reflejar la problemática racial, también son el espejo de una sociedad eminentemente cruel donde la discriminación de las minorías es una constante infranqueable que el propio sistema ha acabado asumiendo como natural.

Pero Clockers es bastante más que una película racial. El color de la piel es el telón de fondo en el que se mueve una sociedad enferma, incapaz de ofrecer salidas a quienes tuvieron la mala fortuna de nacer en el lugar equivocado. No son las favelas brasileñas ni un suburbio residual de cualquier ciudad del tercer mundo, pero se le parece mucho. A menos de 1000 metros, sumas ingentes de dinero se manejan en otra clase de bancos, rodeados de grandes avenidas repletas de glamurosas galerías para turistas millonarios. Detrás de esas postales de ensueño coexiste un mundo enrarecido, deformado por las drogas y falsas lealtades que arrebatan los pocos sueños de niños y hombres consumiéndose en su lento suicidio. Las únicas limitaciones son las impuestas por la presencia policial, cuestionable en sus métodos, ineficiente, pero casi constante. Los pequeños traficantes viven una relación simbiótica con la policía de narcóticos, es como si dependieran unos de otros para definir sus funciones. El héroe de la película es el detective blanco Rocco Klein, interpretado por Harvey Keitel. Rocco y su colega Larry (John Turturro) patrullan las calles y registran periódicamente a los camellos en busca de la mercancía. A su manera, también ejercen de clockers, pero su amo es un sistema más preocupado por criminalizar al último eslabón de la cadena que por encontrar y ofrecer nuevas perspectivas de vida para estos jóvenes que se repiten en tantas y tantas ciudades de nuestro querido mundo civilizado. Algunas de las escenas más desgarradoras de la película muestran la convivencia de la policía con este submundo donde drogas y muerte que forma parte indivisible de la rutina cotidiana. La escena en la que examinan el cadáver de Darryl Adams, el tendero de comida rápida cosido a balazos, es escalofriante. El tono cínico de la conversación de los policías al observar los restos in situ, en presencia de los transeúntes, da la medida del valor otorgado a la vida cuando se trata de los desahuciados de la sociedad. En un microcosmos que gira en torno a  drogas y armas es imposible que se preocupen por cada una de esas vidas que se pierden. Rojo sobre negro, como afirma Lee cuando dice que las drogas y las armas son las dos asignaturas pendientes a las que se enfrenta la población afro-americana de los suburbios neoyorkinos mientras labran en silencio su propio genocidio. Solo queda esperar que la muerte no te señale como su próximo objetivo.

Clockers es también bastante más que un drama sobre drogas. Spike Lee consigue pasar la tragedia social por el tamiz de una película de género a base del dinamismo escénico que caracteriza su manera de hacer cine. El resultado es un thriller de suspense en el que pende constantemente la duda sobre la autoría del asesinato. Thriller en el que hay cabida también para la sensibilidad y el humanismo cuando describe la cara más amarga de Nueva York. Cuesta adaptarse al lenguaje y los signos que emplean los camellos de baja estopa en las conversaciones sobre música o videojuegos, pasto todos ellos de violentos raperos que empuñan pistolas de segunda mano en el reclutamiento de nuevas generaciones. Una airada y reivindicativa madre teme por su hijo, y no duda en emplease con sus propios puños si con ello puede evitar verle condenado al abismo. Al fondo, la figura de un hombre se pasa el día limpiando el polvo de la barandilla del porche mientras ordena la vida y la muerte. El sol es lo único que ilumina la plaza rodeada de grises edificios suburbiales que se repiten a su alrededor. En el centro, la glorieta y unos cuantos bancos oxidados son testigo mudo del miedo perenne de  un chico llamado Strike, el personaje más manoseado, insultado y golpeado de la función para quien, a pesar de todo, Lee prepara un final optimista. Porque al final de la película Strike huye y consigue salir del barrio, aunque sea porque no le queda otra alternativa. Pero tras la huída y la conversión de su sueño ferroviario en realidad coexiste una inmensa amargura. Si algo queda patente es que los anhelos del pobre desgraciado no alcanzan más que a eso, a escapar lo más lejos posible. «Que no te vuelva a ver por esta ciudad», le dice Rocco. Lee abre para Strike el camino hacia la esperanza, una esperanza no redimida porque la única acción sensata es, de manera simbólica, lograr salir de ese mundo para siempre mientras poco o nada cambia: otros Strikes ocuparán su lugar y  perecerán bajo las estadísticas de la muerte, nuevos números sin rostro que agonizan cada día tras el gran negocio del tráfico de drogas. No está de más pinchar el glamuroso globo neoyorquino y echar un vistazo a estos daños colaterales del sueño americano. Porque como escribiera Lorca allá por 1929 en su época en Nueva York, «debajo de las grandes multiplicaciones siempre hay una gota de sangre de pato».

Plano secuencia (V): Steadycam, de Kubrik a Scorsese y la herencia de Tarantino

La steadycam (cámara estable, en inglés) es un tipo de cámara especial que sirve para conseguir imágenes en movimiento pero con el máximo equilibrio. Esta cámara permite al operador moverse por terrenos irregulares y seguir a los actores sin que la imagen pierda estabilidad en ningún momento. La estabilidad se consigue gracias a un sistema electrónico que mantiene la cámara a una misma altura desde el suelo, por mucho que se mueva la persona que la sostiene. Debido a que el conjunto solía tener bastante peso, se ideó un sistema de arneses para colocar la cámara alrededor del cuerpo del operador, aunque actualmente los steadycam son bastante más ligeros. Uno de los primeros directores en utilizarlo  fue Stanley Kubrick en El resplandor (1980), lo que le permitió eliminar el costoso travelling, y una de las escenas más recordadas por todos es la del pasillo, interpretada por el genial Jack Nicholson o la del niño en bicicleta perseguido por su padre.

Claro que, en ambos casos no se trata de un plano secuencia propiamente dicho, puesto que no corresponden a una escena completa sino a una parte de ella. Quien sí realiza diez años más tarde una fenomenal secuencia completa basada en este sistema es Martin Scorsese, en la inolvidable Goodfellas (Uno de los nuestros, 1990). La cámara sigue a Ray Liotta y Lorraine Bracco a pie a través del Copacabana. De este modo acompañamos los pasos del protagonista, con el claro objetivo de que el espectador adopte su punto de vista. El movimiento de cámara a través de los estrechos espacios y largos pasillos, desde la puerta trasera del club, manteniendo el diálogo sin interrupción, hace de esta toma una maniobra de impresionante pericia técnica que contribuye a la fascinación que sentimos por el personaje  y que la convertirá en un punto de referencia para el cine posterior.

Pero si hay un cineasta claro heredero de esta referencia, ese es Quentin Tarantino, director aficionado a intercalar planos secuencia rodados con este sistema, del que podemos encontrar bastantes en su filmografía. En Pulp Fiction (1994), que contiene algunas tomas continuas a base de steadycam, la secuencia de entrada de Vincent Vega en el Jack Rabbit Slim´s es un claro  homenaje a Goodfellas.  Y uno de los planos secuencia es el que podéis ver a continuación, casi al principio de la película, cuando Vincent Vega y Jules van hablando por el pasillo (comienza cuando salen del ascensor):

De los mejores logros de Tarantino son algunos planos secuencia de Kill Bill (2003), que se encuentran tanto en el volumen 1 como en el 2. Uno de los más interesantes es la siguiente escena, con Robert Richardson al timón fotográfico,  que combina con maestría sorprendente diversas técnicas. La cámara utiliza una grúa para levantarse del suelo, mostrar tomas desde la altura y volver a descender, combinando con steadycam cuando el operador sigue a los personajes por los pasillos estrechos, y también echa mano de travelling cuando tiene que desplazarse  a mayor velocidad. Los momentos en los que el plano queda fijo son los que se aprovechan para cambiar el soporte: una auténtica obra maestra.

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Shutter Island, de Martin Scorsese (2010)

Regreso, tras algunos años, de Martin Scorsese al thriller y el suspense psicológico, con una adaptación de la novela de Dennis Lehane titulada Ashecliffe, a la que dota una serie de ingredientes que le convierten en un imperdible de la cartelera y en un candidato a clásico en la década recién comenzada.  Shutter Island nos traslada al verano de 1954. Los agentes federales Teddy Daniels (Leonardo DiCaprio) y Chuck Aule (Mark Ruffalo) son destinados a una remota isla de la bahía de Boston para investigar la desaparición de una peligrosa asesina (Emily Mortimer) recluida en el hospital psiquiátrico Ashecliffe, un centro penitenciario dirigido por el siniestro doctor Cawley (Ben Kingsley). Pronto descubrirán que el centro guarda muchos secretos, y que la isla esconde algo más peligroso que los propios pacientes. Hasta aquí lo que se puede contar de la trama sin estropearle a nadie la película. Sí diré que Scosese se mueve como pez en el agua en un film complejo que visita diversos géneros: comienza como un thriller policial, al que le añade dosis suficientes de terror psicológico, suspense y drama -acertadamente contenido-, alucinación onírica y algún toque bizarro que van creando -in crescendo- una atmósfera espesa y opresiva en la que de manera constante se manipula al espectador llevándolo de un lado para otro en la resolución de la trama, muy al estilo Hitchcock. Pero hay planos que evocan descaradamente films clásicos,  y podemos adivinar algo más que influencias de Psicosis, Vértigo o Bergman. Necesitaría de un segundo visionado para entrar en este tipo de detalles, porque la complejidad de la trama hace complicado mantener la atención en ambas cosas al tiempo. A pesar de ello, Shutter Island es una muy interesante película sobre la violencia humana, que nos introduce en el macabro mundo de las instituciones psiquiátricas en la década de los cincuenta, en plena guerra fría, cuando ambas potencias ensayaban la lobotomía y coqueteaban con el coma inducido con insulina o la terapia de electro-convulsiones motivadas por el aumento de enfermos mentales, al haber de sumar a las estadísticas habituales gran número de veteranos de guerra  que llenaban las instituciones, en este caso estadounidenses.Pero lo más destacable sin duda es la maestría a la hora de rodar de Scorsese,  quien nos ofrece un fabuloso festín de ángulos y encuadres perfectos, contrapicados que incrementan la sensación de claustrofobia y una alucinante fotografía con la que envuelve el conjunto, elementos todos que trabajan  a modo de amalgama a la hora de cohesionar el film, disimulando alguna que otra cojera de raccord y la presencia de más de un tópico. A lo que hay que añadir un excelente rosario de secundarios y una más que notable interpretación de algunos actores, entre ellos el sueco Max von Sydow o Beng Kisley, este último capaz de inducir sensaciones tan diversas que van desde el terror más agobiante hasta el paternalismo en su estado más puro. Todas estas piezas ensambladas elevan el film meritoriamente, sobre todo si lo comparamos con lo último que está dando de sí Hollywood en cuanto a calidad cinematográfica.En el lado negativo, una banda sonora que más que acompañar el ritmo adelanta en muchas ocasiones acontecimientos, pero que carece de relevancia porque no llega a desentonar en un conjunto muy bien orquestado. Claro, falta hablar del protagonista, Leonardo Di Caprio.
Actor hoy fetiche de Scorsese, con quien ha colaborado en sus últimas cuatro películas, pero que personalmente no termina de convencerme. Porque además de sobreactuar, escandalosamente en muchos momentos, su interpretación no talla a la altura de lo que pide el guión para el atormentado agente federal. Nunca me resultó creíble su cara de niño inocente, pero ahora, algo más madurito, persiste en él ese aspecto infantil aunque con un aire más cansado, que no llega a cuadrarme ni en este tipo de personaje ni en otros recientes de su carrera, como es el caso de Revolutionary Road. Opinión absolutamente personal y por tanto subjetiva, que no pretende restarle méritos al conjunto, pues se trata de una de las mejores películas estadounidenses estrenadas en los últimos tiempos.