El Verdugo, de Luís García Berlanga (1963)

Como hoy hace dos años que comenzó su andadura este blog, me voy a permitir como homenaje y regalo a quienes lo visitan colgar completa en la página On-line la película «El Verdugo«, de Luís García Berlanga, auténtica obra maestra del cine español y una de mis predilectas -junto a «Plácido«- del director y de su guionista, Rafael Azcona.

«Todas mis películas», decía Berlanga en una ocasión, «son crónicas de un fracaso, protagonizadas por antihéroes. Son disecciones crueles de la realidad pero con risas. Creo que su intemporalidad reside en que a través del humor en el cine puedes llegar a tocar temas muy graves, como aquí la pena de muerte. El verdugo funciona porque contiene un sainete». Por ello, Berlanga se sentía precursor de Roberto Benigni. «Se magnificó mucho lo de su Oscar y yo creo que mucha gente ha abordado antes problemas como éstos. Para mí, es más tremenda la pena de muerte que el Holocausto».

La pena de muerte existió en España hasta que fue abolida por la Constitución de 1977. Su modo más común de ejecución era el  garrote vil y pocos son quienes se explican porqué los censores franquistas permitieron la circulación de la película que, aunque venía etiquetada como comedia, es uno de los mayores alegatos jamás rodados en España contra la pena capital, además de dinamitar como pocas la lúgubre y mísera sociedad española fruto del régimen imperante por entonces.

– Me hacen reír los que dicen que el garrote es inhumano. ¿Qué es mejor la guillotina? ¿Usted cree que se puede enterrar a un hombre hecho pedazos?

– No, yo no entiendo de eso.

– …Y qué me dice de los americanos. La silla eléctrica son miles de voltios. Los deja negros, abrasados. ¡A ver dónde está la humanidad de la silla!

– Yo creo que la gente debe morir en su cama. ¿No?

– Naturalmente, pero si existe la pena de muerte, alguien tiene que aplicarla.

Luís García Berlanga y Emma Penella tuvieron que soportar una lluvia de tomates y abucheos cuando fueron a la Mostra de Venecia en 1963 porque gran parte de su público pensaba que la película era oficialista y la ciudad estaba llena de carteles que rezaban «Verdugo = Franco«. Casi al mismo tiempo, el embajador español en Roma, Alfredo Sánchez Bella, envió una airada carta al Ministro Español de Asuntos Exteriores en la que calificaba el filme como «uno de los mayores libelos que jamás se han hecho contra España, un panfleto político increíble, no contra el régimen, sino contra toda una sociedad«. Cabe recordar que por aquel entonces una marea de turistas europeos comenzaba a invadir el país cada verano, por lo que turismo y construcción, perfectamente retratados también en el film, podía sentirse afectados por tan mísero relato de las relaciones sociales puestas de manifiesto la película. Claro que los censores no podían ver a priori nada malo en observar  a los ciudadanos absolutamente privados de cualquier atisbo de libertad, doblegando sus voluntades y conformándose en definitiva con todo aquello que no desean y sometiéndose a un modo de vida en el que nadie tenía el control de su destino más cotidiano. No pudieron verlo porque esa sociedad, de una pequeñez desesperante, en la que casarse, soportar a la suegra o la cuñada, o dejarse manipular hasta ejercer de verdugo por el afán del padre de figurar entre los elementos destacados del círculo administrativo, esa era la sociedad que pretendían y durante demasiado tiempo lograron.

El Verdugo es mucho más que una película contra la pena de muerte. La anulación de la libertad individual por un cúmulo de intereses sociales y cotidianos que impiden cualquier libertad personal convierten la obra de Berlanga en un film de doble adscripción: al tiempo que sirve a la memoria histórica, recordándonos algunos de los elementos más oscuros de la dictadura franquista no demasiado lejanos en el tiempo, es un alegato a la libertad individual  que nos muestra cómo existieron otras víctimas de la dictadura: las personas que no podían elegir su destino, estranguladas por esa red de circunstancias sociales que escapaban al control de los individuos atrapados en un sistema de justicia  y castigo que imprimía las relaciones sociales creadas y de la que muy pocos lograban escapar.

Flame y Citron (Ole Christian Madsen, 2008)

Una de las propuestas más interesantes de la actual cartelera es esta película danesa ambientada en 1944, durante la ocupación nazi de Copenhague. A diferencia de otras cintas sobre la Segunda Guerra Mundial en Europa, la ambientación en un escenario para muchos desconocido, lejos de los habituales (Francia, Alemania o Italia), igual que lo fue El libro Negro en Holanda, lo que sienta un punto de interés para el espectador, cansado quizá de ver películas en los mismos lugares o de corte similar. Además, la propuesta se aleja del melodrama bélico recurrente y la trama es presentada como si se tratase de un film noir con todos sus ingredientes, femme fatale incluida.

El director Ole Christian Madsen, quien temporalmente había formado parte del grupo Dogma, reconstruye la historia de Flame y Citron, dos leyendas de la resistencia danesa, frente al paseo que supuso para Hitler la entrada en Dinamarca, donde encontró un pueblo mayoritariamente sumiso, si no con  un número importante de  dispuestos  colaboracionistas, que convirtió la invasión del país en un juego de niños. Flame y Citron son personas que llevan una vida normal que, de la noche a la mañana, pasan a formar parte de uno de los escasos grupos de resistencia a la intrusión. Ambos frecuentan los lugares de siempre y conocen a casi todos los partidarios del nuevo régimen. Hacen su trabajo por convicción pura y su objetivo son los colaboracionistas que han accedido a puestos de relevancia política u obtenido beneficios económicos con la entrada de los alemanes. Pero su militancia se va a ver envuelta en una trama de traiciones, sospechas, manipulaciones, falsas pistas y las propias contradicciones internas de cada cual a la hora de matar, que resultarán ser lo mejor del argumento.

Acompaña el cuidadísimo guión una esmerada fotografía, elaborada con mimo en cada plano, muy trabajada en cuanto a iluminación y color se refiere, sacando buen partido del zoom y de la cámara pegada a la piel de los personajes que otorga realismo y credibilidada a los hechos que se narran. Destacan también las interpretaciones, tanto de Thrue Lindhart (en el papel de Falme), flemático pero a la vez categórico, como la de Mads Mikkelsen (como Citron), en un papel más apasionado y visceral, pero ambos muy bien coordinados y dibujados, que son quienes mantienen el buen pulso del film hasta el final.

Un film muy interesante, que narra la misma historia desde otra perspectiva, sin caer en el victimismo fácil de temas ya sobradamente tratados por la cinematografía. Tal vez el único reproche que se le podría hacer es tender a exagerar algunas situaciones o recurrir a algún que otro convencionalismo introduciendo la típica escena del tiroteo (cuando tratan de detener a Citron refugiado en una casa que creía segura) con infinidad de cristales rotos y, por supuesto, nuestro héroe arrasando en solitario con quien pretenda capturarle. Al margen de alguna situación de este estilo, es una buena película, con una producción muy elaborada y bien diseñada, tanto por lo que a la trama se refiere (nada que envidiar a un buen film negro norteamericano años 40), como a los hechos que narra, entre otros, que no llegaron a 1000 las personas que se organizaron en Dinamarca contra la ocupación nazi y que el resto de la población bien colaboró con la invasión, bien no opuso resistencia alguna.

No se trata de remover conciencias o desenterrar viejos fantasmas, pero cuando corren tiempos en los que se tiende a descalificar la publicidad sobre ciertos hechos históricos que parece a algunos molestan, acusando a quienes lo reviven de promover viejos odios, todo ello en nombre del famoso «pasar página» y convivir en paz con todos, conviene en primer lugar tener conocimiento de esa historia que se pretende olvidar tan fácilmente; porque está bien eso de pasar la página de la historia más negra de cada cual, pero puestos a pasar página  es necesario, para ser justos, haber hecho primero el ejercicio de leerla.