Valor de ley (Joel y Ethan Coen)

A los Coen no les gusta nada que se hable de su última película como un remake de la que rodara Henry Hathaway con el mismo título. Pero aunque no sea un remake en el sentido del término, porque se trate de volver a rodar sobre la novela de Charles Portis, Valor de ley demuestra que todavía hay lugar para la originalidad en las segundas partes. En los últimos años ha habido un movimiento en Hollywood de reutilización de éxitos, bien sea del cine clásico o procedentes de otros países, orlados con los elementos que proporcionan las nuevas tecnologías, que auguraban el esperado taquillazo con un resultado, en términos generales, entre la mediocridad y el desastre absoluto.

La excepción que vendría a confirmar la regla la ponen algunos cineastas veteranos, como en este caso los hermanos Coen, demostrando que un remake bien hecho puede ser tan eficaz como el propio original. Valor de ley fue rodada en 1969 y la protagonizó el icono del western por excelencia en aquel entonces, John Wayne, lo que era sin duda todo un reto para los Coen. Se han atrevido, además, con un western y lo han hecho al más puro estilo clásico, en un género que daba sus últimos coletazos de dignidad a finales de los 50 para perderse por los derroteros del spaguetti western que derrocharía decenas de bodrios, con las consabidas excepciones, la respetable trilogía de Sergio Leone, Don Siegel o un poco más modernos Clint Eastwod en Sin perdón (1992) y Ang Lee (Brokeback Mountain, 2005), islas dentro de un género que, a pesar de todo, sigue influenciando a muchos directores contemporáneos.

Tras No es país para viejos (2007), que contenía muchos elementos del western, los Coen apuestan por un rodaje clasicista, un arriesgadísimo reto en los tiempos que corren, tiempos presos de la narrativa rápida y el bombardeo visual que ofertan las nuevas tecnologías. El rodaje en espacios naturales abiertos, los travelling largos y sostenidos, la ausencia de planos fragmentados (recurso del que abusan demasiados directores a falta de lucidez narrativa) o el uso de la grúa para seguir a personajes que hacen de verdad aquello que vemos (encender fuego en medio de la noche, cruzar un rio a caballo o bajar una cuesta al galope) son algunos de los  estimables recursos de los que se valen en este trabajo de orfebrería puramente clásica de resultados más que aceptables. La belleza de Valor de Ley reside en la simplicidad de sus actos: Matt Damon, Jeff Bridges, y Hailee Steinfeld siguen la pista Josh Brolin. Eso es todo. Hay un conflicto y hay una resolución. Las convincentes interpretaciones, una excelente fotografía y el diálogo son el medio.

Por lo demás, Valor de ley es tan hermanos Coen como Fargo o El gran Lebowski. Si Fargo capturaba la atmósfera desoladora de la tundra helada con espectaculares tomas naturales cubiertas de nieve, Valor de ley es igualmente eficaz sobre las extensas llanuras donde los personajes se localizan en una aparentemente interminable cantidad de tierra. Y las líneas maestras para reunir en diálogos humor y dramatismo sin traicionar los códigos del género las daba El gran Lebowski y se repiten en Valor de Ley. Un recurso que los Coen llevan a sus guiones de modo magistral y cuyo antecesor no es sino el gran maestro Howard Hawks, auténtico malabarista a la hora de combinar ironía con tragedia: dan buena cuenta de ello sus obras maestras Rio Bravo (1959) que prologaría su secuela El Dorado siete años después.

Remake o no, Valor de ley tiene el mérito añadido de superar a su predecesora, y pocas son las segundas versiones que puedan atribuirse esta virtud. Los Coen han logrado una adaptación fría y afilada pero, fiel a su estilo, pletórica en sentido del humor, para una historia que Hathaway llevó de la mano de la Paramount hacia el final de su carrera por terrenos visiblemente más edulcorados. Del sheriff que interpretara John Wayne es su día poco queda en su doble Jeff Bridges, porque el implacable y duro defensor de la ley es ahora, quizás mas fiel a la novela,  un caza-recompensas rudo y borracho que elimina cualquier vestigio moralista patente en la versión anterior. Y la adolescente dulzona que marca las pautas a seguir en un violento mundo de hombres se transforma en una jovencita inteligente y testaruda, ávida de venganza, cuya experiencia marcará y condicionará su existencia futura y que, a pesar de sus 14 años (no tienen edad de tomar café, como dice en un momento de la película), no se ve condicionada para empuñar un arma capaz de quitar la vida en cualquier momento.

Desconocemos qué opinaría Wayne si levantara la cabeza, pero es indudable que los Coen han logrado un excelente film de género sin abandonar las pautas clásicas ni su sello personal. Todo un respiro para los incondicionales seguidores de su carrera, que francamente hemos abordado sus últimos años con serias reservas.

Remordimiento (Broken Lullaby), de Ernst Lubitsch (1932)

brokenlullaby-cartel«Cuando miles de hijos ajenos fueron asesinados lo llamamos victoria y lo celebramos con cerveza.

Y cuando miles de hijos nuestros fueron asesinados ellos lo llamaron victoria y lo celebraron con vino. ¡Padres brindando por la muerte de hijos! Mi corazón ya no está con ustedes, ancianos. Mi corazón está con los jóvenes, muertos y vivos, de todas partes, de cualquier parte.

Delante de este hotel vi pasar a mi hijo desfilando. Iba camino de la muerte. Y yo aplaudía…»

El nombre de Ernst Lubitsch es recordado sobre todo por un par de sus trabajos más tardíos: Ninotchka, de 1939 y To be or not to be, de 1942. Sin embargo, su extensa filmografía y sus aportaciones a los inicios del cine sonoro, sobre todo por lo que a la comedia se refiere, son imprescindibles para entender el cine moderno. Lubitsch nació en 1892 en Berlín y a los 15 años ya trabajaba en el teatro. Después hizo de actor en diversas películas mudas y empezó a dirigir en 1915. Su obra más importante del período alemán es Madame DuBarry (1919), que le valió la reputación tanto a él como a la actriz protagonista, Pola Negrín, en los EEUU. En 1923 se trasladó a Hollywood, donde rápidamente cosecharía éxitos. Allí hizo quizás su mejor película muda; una adaptación de la obra de Oscar Wilde, El abanico de Lady Windermere (1925), que según algunos críticos mejoró sustancialmente la original. A final de la década de los 20 y principios de los 30, fue uno de los principales directores de la Paramount, estudio que dirigió, además, durante un año. En la Paramount asumió el advenimiento del sonido en el cine con reconocidas comedias como Un ladrón en la alcoba, Una mujer para dos, El bazar de las sorpresas, Ninotchka con Greta Garbo y, finalmente, Ser o no ser, con Carole Lombard y Jack Benny, una comedia que apuntaba explícitamente contra Hitler.

vlcsnap-66762_122_1030lo-1Sin embargo, a pesar de que su género habitual es la comedia romántica, casi nunca exenta del mensaje contra la guerra, en 1932 se salió de esta tónica general para hacer una rara incursión en el drama creando Remordimiento (Broken lullaby o The man I killed). Una película en la que también incluye una enamorada pareja, pero esta vez va a actuar como bisagra de la ansiedad de una sociedad hostil, dividida por la estupidez de la guerra, en la que un soldado francés, recién acabada la Primera Guerra Mundial, inicia una relación sentimental con la novia de un soldado alemán (Nancy Carroll) al que mató en el frente.

Paul Renaud (Phillips Holmes) es un soldado francés profundamente dolido por haber asesinado a un joven alemán en la trinchera. Junto al cadáver, una carta dirigida a su novia. Torturado por la culpa, busca consuelo en la iglesia, pero al no hallar ni esto ni las respuestas que necesita, decide visitar a la familia en Alemania en busca del perdón. La película está repleta de escenas impagables: Lubitsch es un auténtico maestro de la cámara, que sabe aprovechar cada escena para, además de ponerla al completo servicio del argumento, representar mediante un fondo, un gesto o una mirada fugaz, un conjunto de conceptos mucho más allá de lo que simplemente estamos oyendo o viendo. vlcsnap-65817_122_69lo-2Es difícil, por tanto, seleccionar las mejores, porque la película dura sólo 70 minutos y no hay lugar para el desperdicio en ningún rincón se mire por donde se mire. Pero la secuencia de la iglesia, con el cura hablando mientras los soldados rezan y se ven sus bayonetas ordenadas rozando el suelo, ruido de sables tras el confesionario; o la confesión del francés, que no es sino un claro discurso sobre la doble moral de la iglesia, o la escena de las madres en el cementerio (Louise Cartell, Emma Dunn) conversando aparentemente de recetas de cocina cuando en realidad están dejando patente su sufrimiento, como el de toda la población, alemana o francesa ajena a los intereses de quienes provocan el enfrentamiento; todas y cada una de las expresiones de la madre y el padre del soldado fallecido; o las palabras del médico (Lionel Barrymore) en la taberna, no más de dos minutos, pero quizás el mejor alegato antibelicista jamás oído en el cine:

Desconozco las razones por las que «Remordimeinto» es la película olvidada de Lubitsch, que siquiera existe en DVD en EEUU, sólo hay una edición que salió a la venta en noviembre de 2007 para la zona europea (no se puede ver en América del Norte) con subtítulos en castellano. Esta suerte hemos tenido por aquí, así que no dejéis de verla si tenéis oportunidad porque es una auténtica maravilla, de una envergadura artística e intelectual como pocas películas, que la elevan a mi modo de ver a la categoría de auténtica obra maestra. Y, a pesar de ser un drama, no está exenta del famoso «toque Lubitsch«, término que se usa con asiduidad para sus comedias (aunque nadie lo ha definido todavía, quizás porque se le ocurrió a un publicista, no a un crítico). Lubitsch dota a todos sus personajes de ese algo que las hace especiales, que logra se note quien es su autor, tal vez porque poseen cierta carga de dramática que sabe resaltar sin hacerlo demasiado evidente, pero queda ahí, traspasando a los propios protagonistas y lo que está contando. Remordimiento, a pesar de prestarse a ello, escurre el drama fácil y lacrimógeno, los personajes asumen cierto aire cómico, entrañable, como si la vida se riese de ellos constantemente y, aún a costa de su dolor, decidiesen cínicos y refinados seguir adelante. Tal vez tenga esto algo que ver con el toque Lutisch, o no, en cualquier caso, la siguiente escena es un ejemplo de cómo este genio transforma el material cinematográfico con ese estilo tan personal, tan propio y tan genial que hace de su cine una experiencia inolvidable.