El árbol de la vida (The Tree of life), una experiencia religiosa

Hace solo unos días he tenido la oportunidad de ver la extraña -calificada así por muchos- película de Terrence Malick, alabada hasta la pasión por unos, ejercicio de pedantería cinematográfica -nunca he entendido este calificativo para una película- para tantos otros. El asunto es que resulta difícil encontrar opiniones intermedias, la crítica se ha dividido a la hora de calificar el trabajo de Malick, es lo que tiene salirse de la línea habitual, pero en mi caso me produjo una  sensación de término medio, lo que no quita reconocer que ciertamente se sale de los parámetros al uso de lo que podemos frecuentar en la cartelera.

Situada en el medio oeste norteamericano, en los años 50, narra la evolución de Jack (Sean Penn, de adulto) que vive con su madre (Jessica Chastian, quien también ocupa la parrilla con La Deuda), que se supone encarna el amor y la bondad, mientras el padre (Brad Pitt), representa el pragmatismo y la severidad al límite de la ética y se encarga de enseñarle, a él y a sus dos hermanos, a enfrentarse a un mundo que siempre se antoja hostil.

Lo primero que llama la atención es cómo está contada la historia, porque es algo así como un cuadro impresionista en el que el autor va dando trazos de la vida de los protagonistas aquí y allá y además lo hace desde una perspectiva íntima y pseudo-cósmica, un complejo caleidoscopio que va desde las emociones más personales y descarnadas de cada uno de los miembros de la familia hasta los límites del espacio y del tiempo, desde el origen de la vida hasta la concepción mística de la muerte y el más allá.

Personalmente, me quedo con el retrato meticuloso y acertado que hace de la familia, en particular la interpretación y el personaje del hermano mayor, Hunter McCracken, para mi la estrella indiscutible de la película, un crio que con tan solo 12 años me parece, de lejos, el trabajo más sobresaliente. El joven actor llena su papel con una intensidad que le da realmente peso al guión, sin apenas diálogo, pero son sus expresiones faciales el lenguaje tajante que no tiene palabras y que sin embargo nos hace entender lo que importa, hacer traspasar sus emociones de la pantalla y poner los pelos de punta cuando se debate entre el reconocimiento de su propia maldad y los cálidos sentimientos hacia su familia. La búsqueda a las respuestas más inquietantes, humanas y personales que pretende la película, los sentimientos más profundos ante la pérdida de un ser querido, se concentran en las contradicciones y el transcurso vital del chaval, al que sin embargo la crítica no ha prestado la más mínima atención. Tampoco le vamos a negar las virtudes a Brad Pitt ni a su personaje, un tipo violento, estricto e impertérrito que no se quita el traje ni para recoger las coles del huerto y que conduce a su familia con auténtica mano de hierro frente a la madre, que representa la dulzura -¿acaso femenina?-, la bondad y la esperanza a través de una postura místico-cristianoide que me resultó bastante cargante, pero que nos va introduciendo en el otro aspecto de la película, el más filosófico, el que trata -cabe suponer- de enlazar las contradicciones humanas con las cósmicas. Entonces viene cuando Malick echa mano -durante más de una hora- de los recursos fotográficos y la imaginería artística -con innegable maestría de cámara, cabe decirlo- para elevar este tipo de espíritu de fe a un recorrido por el origen de la vida y el big bang, la naturaleza bruta y la gracia espiritual construyendo al unísono nuestras vidas y por ende todas las existentes en el planeta. Pero personalmente me resulta más que suficiente para contar lo que quiere con los personajes y el retrato familiar, que me han gustado mucho, y me sobra misticismo y dinosaurios, documental y videoclip, ya que el único sentido que logro encontrarle es subrayar un mensaje  de tipo religioso, filosófico-conciliador y bastante conservador frente al materialismo feroz que nos coloca atrapados en acristaladas torres de oficinas sobre las que navega la naturaleza y un creador omnipotente que en definitiva parece nos conducirá a todos al mismo sitio, lugar en que, por supuesto, podremos arrepentirnos de cualquiera de nuestros pecados, por gordos que estos sean, y abrazar a amigos y enemigos por igual. Amén pues.

Un tipo serio (A serious man), de Joel y Ethan Coen – 2009

Hace unas semanas terminaba el comentario en este blog sobre «Barton Fink» preguntándome si volverían algún día los Coen a hacer cine como antaño. Antes de nada, decir que he sido una incondicional de todo lo anterior a Clooney, Zeta-Jones y la infumable «Crueldad intolerable«, serio punto de inflexión en su carrera hasta la llegada de «No es país para viejos», que logra retomar levemente el pulso de aquello que algún día nos ofrecieron. Hoy, que vengo de ver «Un tipo serio«, parece un buen momento para justificar el porqué de mi pregunta, aunque la respuesta se me antoja pesimista, pues decepción es la palabra que tal vez mejor define mi estado ánimo tras ver esta su última película. Es verdad, no vamos a negarlo nadie, que los Coen vienen abusando, también en algún film más o menos brillante, de recursos, planos y discursos repetitivos, en particular para con sus comedias; elementos muchos que ya hemos visto demasiadas veces, independientemente de que sean muy personales -pues ellos son los creadores-  y les supongan un valor seguro a la hora de vendernos la moto reportándose, además, las consabidas alabanzas. Al fin y al cabo, también definen ese modo característico de hacer cine que indudablemente lleva su firma. «Un tipo serio» no es una excepción; es más, diríase que es la confirmación de un discurso recurrente y quizás ya agotado bajo el manto de comedia original, personalísima y aparentemente distinta de todo lo anteriormente rodado. Se trata de poner a prueba la resistencia de un buen hombre, que vive una vida tranquila como profesor en el Medio Oeste y cuya existencia se convierte de la noche a la mañana en un caos: Su esposa le abandona poniéndole los cuernos con su mejor amigo, obligado a convivir con su hermano que es un tarado problemático, el hijo suspende y fuma marihuana, la hija hace pellas para cuidar su melena y le roba, y para colmo se ve envuelto en un chantaje que pone en peligro su carrera a cargo del clan familiar de un alumno asiático por negarse a regalarle el aprobado. Con este comienzo (obviaré la escena inicial para no hacer escarnio) y rebozada hasta el empacho de simbología y vocabulario religioso hebreo, más de una vez al alcance sólo de duchos en la materia, la película consiste en conducir al tipo serio de peregrinación pidiendo consejo hasta a tres rabinos, en busca de respuestas a aquello que todo hijo de vecino se ha preguntado alguna vez a lo largo de su vida y para lo que ningún predicador ha tenido nunca una sola respuesta concluyente. Todo empaquetado, eso sí, de su faceta más negra y punzante, cinismo grotesco y paradojas existenciales, una buena puesta en escena, una meritoria actuación del protagonista (Michael Stuhlbarg) y de algún secundario (los vecinos, que casi no abren la boca, y que están impagables) y una ambientación de finales de los 60 más o menos lograda, con alguna que otra licencia. Dice la crítica que es la película más personal de los Coen. Indudablemente, y lo es hasta tal punto que da la constante sensación de estar hecha para el disfrute propio y exclusivo de sus creadores, mofándose, sanísima práctica de reírse de los orígenes de uno mismo y los rigores impuestos por las propias tradiciones. Claro que, al espectador le queda el chiste sobre la desgracia ajena, presentado mediante personajes y situaciones infinitamente más cercanos a American Pie o alguna sandez de Mel Brooks que a cualquier comedia menor de Allen, y el discurso pretencioso en el que el nihilismo es impulsado a niveles casi frenéticos pero donde siquiera se pretende cuestionar los rasgos fundamentalistas de ciertas actitudes religiosas, que aquí  solo funcionan como mero escenario de una aparente y superficial brillantez.