Carnage (Un dios salvaje), de Roman Polanski

La nueva película de Polanski mira hacia la falsedad y doble moral burguesas inmersa en la actual crisis de valores de occidente. Adaptación cinematográfica de aquello que siempre ha sido terreno exclusivo del teatro, poner las máscaras al descubierto, las máscaras con las que la vida nos muestra a sus personajes corrientes cuando se desenvuelven entre ellos. El telón que tarde o temprano siempre cae dejando en escena las miserias ocultas tras las falsas apariencias disfrazadas de cortesía y modales para una convivencia mantenida e interesada.

Un elenco de lujo, Kate Winslet y Jodie Foster, Christoph Waltz y John C. Reilly, juegan a ser dos parejas acomodadas de Nueva York, una de ellas interesada en el arte y más bien liberal en cuanto a actitudes políticas, la otra dentro de los cánones yuppies ocupados en abrigos de cachemir y menos exenta de puntos de vista reaccionarios, ambas en definitiva formas de vida de la nueva burguesía surgida de los mercados financieros. Ambas parejas tienen hijos de la misma edad y se reúnen tras una pelea de sus vástagos de 11 años en el hogar de los padres de la víctima para intentar una solución amistosa vía conversación.

La temperatura va subiendo hasta convertir la situación en una olla a presión ultracondensada, un pareja contra pareja, sexo contra sexo, gestos de complicidad sordos, falsos duelos, nada ni nadie está a salvo, aquí todos son inocentes y culpables, no hay demasiada diferencia ente pretendidos tutores legales de los derechos humanos y abogados de vendedores de medicamentos genéricos, pocos secretos esconde la naturaleza humana en lo que se refiere a su falta de altruismo y su incapacidad para escuchar cuando lo que impera es la coraza de los propios dogmas y una importante dosis de cinismo.

La búsqueda de una solución viable entre los dos muchachos, en este caso determinada por la capacidad de encuentro entre sus padres, se muestra en principio cortés, pidiendo y aceptando ese café con pastel de manzana y pera mientras intercambian carácter y experiencias. La maestría de Polanski convierte desde un principio la conversación, poco espectacular, hasta ordinaria, en foco de tensión subyacente entre dos pares de padres. El cinismo y hasta los insultos resuenan en cada frase sin perder la educación y los modales, cada cual a la hora de justificar al propio hijo. Lo que inicialmente parece inofensivo derivará en una escalada de violencia verbal cuando ambas parejas van dejando de lado, poco a poco, la compostura y sus respectivas máscaras.

Sin abandonar los cánones de un comportamiento civilizado hacia el exterior, asistimos al crescendo de la mejor subcultura burguesa donde las agresiones mutuas superan cualquier catarsis de explícita violencia cinematográfica. Cada diálogo es base para el siguiente, cada gesto está perfectamente adaptado y tiene su propio significado, aquí no hay nada superfluo, toda la película se desarrolla en un único escenario, en tiempo real, orquestada por un perfecto narrador que sabe cómo utilizar cada plano, corto o largo, cercano o más alejado, para expresar la tensión, la calma, la violencia contenida o la agresividad explícita cuando se traspasa el límite del debido respeto debido a los demás.

Poco más de sesenta minutos, un presupuesto que seguramente se lo hayan comido los excelentes actores, y toda el saber hacer de Román Polanski a la hora de retratar las obsesiones y comportamientos humanos dan como resultado una película inteligente, tal vez un poco sucia, pero seguramente de las comedias más negras de los últimos años, repleta de matices, interpretada por un puñado de fantásticos actores, mientras un guión potente deja en cada escena al descubierto las miserias de la idílica sociedad moderna. Convence minuto a minuto.

Pina 3D, de Wim Wenders

Pocas son las oportunidades de ver en pantalla grande una película como esta, solo se proyecta en un puñado salas, el último trabajo que Wim Wenders presentaba en el Festival de Berlín. Probablemente marque el comienzo de otro sentido en la utilización del 3D, esta vez de la mano del cine europeo, un nuevo marco de experimentación con la técnica tridimensional que hasta la fecha ha servido para arropar superhéroes y subrayar efectos especiales en el cine de aventuras y animación.

Pina 3D se plantea a modo de documental que nos introduce, a través de la danza, en el mundo de la gran bailarina y coreógrafa alemana Pina Bausch, fallecida inesperadamente de cáncer en el verano de 2009 a los 68 años, durante la preparación del rodaje y material de esta película, mientras desarrollaba con su grupo la pieza Como el musguito en la piedra ay , si, si, si un fragmento de la canción Volver a los 17 de la cantautora chilena Violeta Parra, que inspiraba a Pina en su última visita a Chile. Wenders conocía a la bailarina desde veinte años atrás y, según ha declarado, siempre habían planeado producir una película conjunta. Ahora parece haber encontrado en el 3D el medio para hacer justicia a la belleza escenográfica de la inimitable Pina, permitiendo de algún modo al Cine plasmar el mundo de la danza y su lenguaje sin fronteras idiomáticas en una dimensión artística muy cercana al público. Documental y a la vez homenaje donde el sentido artístico cobra toda su fuerza, atípico porque no aparecen datos biográficos, tan solo  anecdóticos de la bailarina y apenas podemos ver su figura fugazmente unas cuantas de veces a través de imágenes de archivo, dadas las circunstancias del rodaje. Son sus alumnos del Tazntheater Wuppertal, Regina Advento, Maloi Airaudo y Ruth Amarante, entre otros, quienes se encargan de interpretarla y darle de nuevo vida para ofrecernos su enigmático mundo interior, esa singular inspiración plasmada cada vez que subía al escenario. La ciudad alemana de Wuppertal, sede del ballet que dirigió durante más de 30 años, es el telón de fondo donde los cuerpos de los bailarines escenifican la particular filosofía de la artista, una permanente performance entre la danza clásica y los entornos naturales intercalados entre los urbanos. El tráfico de la ciudad, polígonos abandonados, antiguas siderurgias o canteras, vagones de pasajeros, vías de un monorraíl que recorre suspendido la ciudad o estructuras arquitectónicas de hormigón confluyen entre enérgicas partituras de Tchaikovsky, Stravinsky, otras más modernas o temas latinos, mientras estos actores danzantes, de los que no sé si admirar más su potencia muscular, su pasión por el trabajo o su infinita precisión, ponen el lenguaje corporal al servicio de la magia y la emoción.

Tanto si se es amante de la danza como si no, la película es sin duda toda una experiencia sensorial digna de ser vista en pantalla grande. Personalmente me dejó completamente atónita. El 3D funciona de modo radicalmente opuesto a la utilización que hasta ahora parecía monopolio de las grandes producciones de Hollywood, porque aquí se trata de romper la distancia con el espectador y hacer sentir la presencia de los cuerpos en el escenario, creando un conjunto dinámico de sorprendente belleza repleto de sensualidad. De manera especial en las escenas de grupo, la estética es fascinante. Si la esencia de la película son las coreografías que componen el conjunto de bailarines y escenarios, la danza es la emotividad expresada mediante el cuerpo en movimiento. Los bailarines muestran su espectáculo entre el tráfico urbano, en espacios naturales, en el escenario de un teatro o en el asfalto sembrado de marquesinas publicitarias, incorporando a la coreografía elementos de la naturaleza como el aire, la tierra o el agua para desplegar todo un prisma de sensaciones, a veces tiernas y humanas, por momentos más crueles y desesperadas.

El ingrediente 3D aporta profundidad y fluidez a los cuerpos en constante movimiento, pero también solemnidad a los silencios y la soledad, sobre todo cuando un número importante de personajes entra en escena o la composición se hace al aire libre, logrando transportar al espectador a un mundo muy cercano totalmente ajeno de los límites restrictivos de la danza entendida como espectáculo exclusivo para élites minoritarias. Y seguramente era ese el espíritu que impregnaba la obra de Pina Bausch, una manera de entender este arte como comunión perfecta entre la danza y el teatro, soportado por una alfombra sonora que puede abarcar desde lo más clásico hasta el cante jondo, y que dio lugar en la década de los 70 a un nuevo lenguaje corporal hoy convertido ya en género internacional.