Carlos (Olivier Assayas, 2010)

El 15 de agosto de 1994, cuando Ilich Ramírez Sánchez, alias Carlos, el Chacal, el terrorista más peligroso y buscado de la década de los 70, dormía profundamente junto a su mujer y su hija pequeña, fuerzas de seguridad sudanesas irrumpían en su apartamento suministrándole una fuerte dosis de sedantes de la que despertaría en un avión rumbo a Paris: «Está usted detenido, está usted en territorio francés».

Es la última escena de la película, versión reducida de la serie para TV de 330 minutos, que se adentra a través de este personaje en el fenómeno del terrorismo de los años 70 y 80, poco antes de la caída del muro de Berlín. A pesar de la abundante investigación histórica y periodística, sigue habiendo controversias y zonas grises en la vida del Chacal, un fantasma, un mito, un asesino y uno de los actores más enigmáticos de la Guerra Fría. La película es para verla como un trabajo de ficción que recorre dos décadas en la carrera del sanguinario terrorista. Poco que ver con un biopic o un documental, las relaciones entre los personajes son imaginarias -como advierten los créditos iniciales- y el guión está basado únicamente en antiguos testimonios no corroborados y registros policiales que permiten establecer fechas y condenas. Sin embargo, resulta perfecta y muy detallada la caracterización de la época, han sido 100 días de rodaje, 120 actores y localizaciones en diez países (Trípoli, Bagdad, Argel, Damasco, Budapest, Berlin, hasta Jartum), a lo que cabe añadir un muy buen ritmo narrativo, interpretaciones más que aceptables, constantes cambios de idioma (ni se les ocurra verla doblada) y el necesario uso de los saltos temporales que obligan al espectador a resituarse, solo por breves momentos, fruto de la compresión de la larga serie en una sola película.

La cronología del terror comienza en Paris, en 1973. En veinte años, el joven venezolano Ilich Ramírez pasa de abogado marxista que trabaja clandestinamente para el Frente Popular para la Liberación de Palestina y balbucea consignas sobre la  revolución mundial y la guerra de los oprimidos, a mercenario sin escrúpulos, pupilo a sueldo del mejor postor, todo sin embargo sin abandonar el paraguas revolucionario, que deja de tener sentido global tras el fracaso del piloto soviético. La red de apoyos que va tejiendo Carlos a lo largo de los años, con la que consigue crear su propia organización en Siria, Yemen, Libia o Irak, y también en Hungría, Rumanía, Bulgaria o Alemania Oriental -hablar seis idiomas es útil en estos casos-, es un tejido de alianzas que en última instancia pone de manifiesto la locura de la historia contemporánea, los enredos de la diplomacia, la política exterior y el terrorismo, mientras asoma el paternalismo de algún servicio secreto -larga, la mano de la KGB-. Todo ello sustentado y alegado en  base a unos fines idealistas teóricos que, sin embargo, no parecen tan alejados, en cuanto a honestidad de principios prácticos, de los del pretendido enemigo a combatir. Tal vez por ello, tras la reconfiguración de fuerzas mundiales que supuso la caída del muro, Carlos pierde su sentido existencial, los servicios secretos ya no pueden apoyarlo y comienza entonces la larga agonía del líder en solitario, dispuesto ahora a convertirse al islam, si fuese necesario, con tal de obtener asilo político donde cobijarse.  El tránsito desde el idealismo de un terrorista anticapitalista, convencido de que la lucha armada es el único medio para alcanzar el objetivo y él mismo su más digno representante, a mercenario a sueldo, asesino pragmático que se autojustifica por la premura económica revolucionaria, medida -como no- en petrodólares que se ingresan directamente en su cuenta bancaria. Paralelamente, vemos discurrir la evolución personal, la transformación de su cuerpo hacia la madurez y su turbia y casi siempre fracasada relación con las mujeres.

A pesar de la longitud (160 minutos), Assayas ofrece un interesante recorrido por la política internacional de la última parte del siglo XX, narrado a modo de thriller de espionaje en su versión más clásica, y construido a partir de un personaje carismático, violento y frio, pero a la vez tremendamente magnético. El ritmo es trepidante, con abundantes escenas de acción, la reconstrucción histórica lo suficientemente esmerada, mientras el discurso crítico y social, en el que no falta el ingrediente romántico, ofrece un retrato bastante fidedigno del momento predecesor del actual panorama mundial. Entretenida, bastante didáctica y digna de ver por la autenticidad en todos y cada una de los planos y secuencias, aunque hay que advertir del rechazo de su protagonista, que la ha tildado -desde la cárcel en la que actualmente cumple condena por asesinato- de burda manipulación de su personaje.

Adoration, de Atom Egoyan (2008)

Entretenerse con el cine de Atom Egoyan es como jugar con muñecas rusas: sus historias permanecen envueltas una dentro de otra y al hilo de un tema principal que continúa encerrado en la última escala del juego, tenemos que recomponer todas las piezas como si de un puzle entre comedia pesimista  e  inquietante drama se tratase. No es esta su mejor película, ni tampoco la más ambiciosa, de hecho en Adoration los campos abarcados en el tiempo, en los temas y en sus personajes son sustancialmente más reducidos que en films como Ararat, Exótica, El dulce porvenir, El viaje de Felicia o una de mis preferidas, El Liquidador (The Adjuster). Sin embargo conserva esa característica perversa de su cine que es el coqueteo a la hora de jugar con temáticas muy actuales y manejar sus personajes como sólo él sabe hacerlo.

Adoration está inspirada en una noticia publicada en 1986,  cuando un terrorista jordano embarcó  en un avión a su novia irlandesa embarazada con una bomba oculta en el equipaje de mano, con tal suerte que el artefacto no llegó a explotar y fue hallado al registrar a la chica a su llegada a Tel Aviv . El protagonista, Simón, se identifica con el niño todavía no nacido que viaja en el vientre de su madre para presentar un ensayo en el aula de francés del instituto al que asiste. Su implicación es tan grande y lo hace con tal verosimilitud que se les escapa de las manos, tanto al alumno como a la profesora, y el texto se filtra en internet como si fuese cierto, provocando una avalancha de respuestas desde ópticas muy diversas. El punto de partida es cómo se siente un niño al crecer con el conocimiento de que su padre quería matarle. Pero la identificación de Simón con ese niño no es el único tema. La película explora hasta qué punto la red es capaz de invadir nuestra privacidad y nuestra vida cotidiana. La relación de los individuos con los medios de comunicación ha cambiado radicalmente en los últimos años, ya que cualquier persona con una línea y un ordenador tiene la capacidad no sólo de acceder a multitud de información sino de comunicarse para ofertar su punto de vista e incidir en el de otros, a pesar de que el chat en grupo no esté todavía (como se da en la película) al orden del día y para ello aún tengan que pasar unos años. Adoration es también una historia sobre la edad y la búsqueda de la verdad. Simón perdió a sus padres en un accidente y vive a cargo de su tío. Se enfrenta, además, a algunas revelaciones hechas por su abuelo en el lecho de muerte que todavía no comprende. El juego entre esa verdad y lo posible, entre la ficción y la simple imaginación son las armas de Egoyan para explorar el mundo interno del personaje. Todas estas piezas convierten a Adoration en un film complejo que aborda la temática de la comunicación en el mundo actual, las caras que adoptan las limitaciones a la libertad académica en la enseñanza moderna, las múltiples posturas ante una realidad de primer orden como es el terrorismo suicida y los entresijos de una familia sumida en la tarea de resolver sus mitos y misterios, al menos en parte. Recuerdos reales, otros imaginarios, se mezclan para hallar su punto de inflexión y ofrecer un final a mi modo de ver fascinante, a pesar de no abordar los temas con la resolución estética de muchos de sus anteriores films y de tratar algunos asuntos de soslayo sin detenerse demasiado en ellos. Pero no deja de ser interesante tanto por lo que aborda como por cómo lo hace, sin maniqueísmo y dejando absoluta libertad al espectador de tomar aquello que le interese. Si ese espectador está dispuesto a hacer el esfuerzo que no se exige en los estrenos de multisala, merece la pena adentrarse un poco en la genial locura que Egoyan propone con la película,  pues mientras resuelve el enigma de Simón, deja abiertas muchas preguntas que estimulan el debate y el pensamiento.

Tropa de élite: Proselitismo fascista

Quiero suponer que el objetivo de Jose Padilha no era otro sino condenar la violencia que se vive en las favelas brasileñas, y que dicha condena abarcara también la violencia policial extrema practicada al amparo de resolver la conflictiva situación.  Pero sucede que nada en este mundo es imparcial y, en ocasiones, restregar la realidad al público de la mano exclusiva de quien sí toma partido puede desembocar en que el tiro salga por la culata. Sea como sea, el resultado de este film es, como yo lo veo, una justificación completa de la barbarie policial que ejerce el Batallón de Operaciones de la Policía Especial (BOPE) en Brasil:

A lo mejor piensan que los narcotraficantes son las grandes multinacionales de la droga, auténticas redes de poder bien organizadas que actúan amparándose en la legalidad para ganar millones y millones de dólares. A tenor del mensaje de la película,  se equivocan ustedes. Los auténticos narcotraficantes están en las favelas, no tienen más de 25 años y no saben leer ni escribir. Bueno, algunos sí, esos jóvenes hijos de papá que lavan sus conciencias en una ONG, aunque en realidad suben a la favela a conseguir droga para sus porros y alguna raya de coca, o incluso un poquito más para hacer de camellos en la facultad.

Temible la visión que tienen estos individuos del BOPE sobre las favelas. Cierto que, como vimos en «Ciudad de Dios» están armados hasta los dientes, se enzarzan cada dos por tres en tiroteos y sus jefes causan el terror entre los habitantes de estos barrios. La pregunta, si acaso, es: ¿De dónde sacan las armas? ¿Quién les suministra la droga?… O ¿tal vez ambas cosas nacen por generación espontánea en las colinas de Río de Janeiro?. Pero de esto no se habla, representando una realidad muy distorsionada y maniquea, en la que la única alternativa son los cuerpos paramilitares sin control de nadie. A ver si van a pensar ustedes que esto se resuelve con democracia y margaritas.

No voy a entrar en valoraciones técnicas de la película tipo si está bien rodada, la calidad fotográfica, el montaje o la interpretación. Porque en este caso me da la sensación que es lo menos relevante. La película es crudísima; he disfrutado con películas de terror gore y hoy, sin embargo, he estado a un tris de levantarme y marcharme de la sala. La voz en off del jefe del comando, martilleando fascistadas durante casi dos horas, justificando la barbarie policial que pasa por delante de nuestras narices en este film, me ha resultado más que espeluznante, vomitiva; porque esto existe, es real, no es ficción para entretener. Y si hay algo que tengo clarísimo es que la única garantía para la libertad en nuestra sociedad es que quien tiene el poder esté, más que nadie, sometido a la Ley y a las instituciones. Cierto, hay policías corruptos, y militares, y gobernantes, y jueces… pero esta premisa es la única que permite atajarlo en baneficio de las libertades colectivas e individuales. Y en los últimos años, da la sensación que mucha de la propaganda que se hace, precisamente desde algunas instituciones estatales, va más en la línea del mensaje de esta película que en fomentar la confianza positiva, abandonando algunas de las bases de cualquier garantía democrática. Se justifica invadir un país en nombre de esa democracia, matar civiles luchando contra el terrorismo, alargar la jornada laboral a 60 horas para ser solidaros con la crisis o proponer a Al Gore para Nobel de la Paz… y luego nos extrañamos de que un chavalín de 2º de la E.S.O. se descuelgue con que los inmigrantes vienen a robarnos!

Lo que tendría que estar claro es que el fin nunca puede justificar los medios, mucho menos si esto se hace desde los aparatos del Estado, y uno de ellos es la policía y sus cuerpos de élite. Porque, si esto se admite, estamos abocados a cualquier política que en nombre de la paz y el orden social se saque de la manga el tirano de turno. De hecho, este tipo de tesis son las que justifican la existencia de dictaduras de corte fascista: la actuación indiscriminada e ilegal de las fuerzas represivas, su justificación en los medios de quienes tienen el poder y la presunta garantía de la convivencia a punta de pistola. Puestos a elegir, prefiero quedarme como estoy antes que personajes portadores de semejante ética venga a arreglar el mundo.

Lo triste es que la mayor parte de la crítica vea en «Tropa de élite» una buena película. Y que haya salido triunfante en un festival como el de Berlín. El mundo cinéfilo intelectual me tenía perpleja cuando, por ejemplo, aplaudía pseudo-críticas sociales tipo Ken Loach (de esas de qué malo está el mundo…). Ahora empiezo a comprender. Porque, efectivamente, es la otra cara de las favelas tal cual… pero, seguramente, esta sea la realmente peligrosa y la cinta anda muy lejos de dejarlo claro. Bueno, se me olvidaba: en la película hay un policía negrito que tiene principios. Estudia en la universidad, quiere ser policía, pero también abogado. Quiere conocer la ley, y quiere aplicarla tanto para acabar con el narcotráfico como con la corrupción policial. Pero el broche de la cinta es, ni más ni menos, el honrado personaje «viendo definitivamente la luz” y su ascensión a jefe de comando; se lo ha ganado exterminando a media favela y metiéndole un balazo entre ceja y ceja al jefe de los peligrosísimos narcos: un desgraciado yonqui analfabeto de no más de 20 años. Indignante.

Blackwater: Yonquis de adrenalina, putas de la guerra.

Jeremy Scahill , autor de este libro, es periodista de investigación y habitualmente colabora en la revista The Nation. Entre sus méritos está el haber ejercido una dilatada labor como reportero en Irak, Yugoslavia y Nigeria. “Blackwater, el auge del ejército mercenario más poderoso del mundo” es su primera publicación en el mundo editorial. Narrada con estilo periodístico directo y sencillo, saca a la luz uno de los asuntos más oscuros de este principio de siglo: el cómo y el porqué del gasto millonario a cargo del erario público en la construcción de un ejército privado paralelo al militar en los Estados Unidos, cuyo control resulta tan complicado como amenazante, ya que sus propias características lo convierten en extremadamente escurridizo.

Hoy, la Guerra de Irak cuesta al gobierno norteamericano 1.300 dólares por segundo (¡hagan cálculos!). Todo un descalabro económico que tiene bastante que ver con el reciente desplome de la Bolsa, la devaluación del dólar frente al euro, y en que tanto EEUU como Europa se vean sumidas en la actual coyuntura de crisis económica generalizada. La guerra, en Irak, se les ha ido de las manos. La invasión y sustitución de Sadam que pensaban resolver en unos meses con su poderoso ejército dura ya cinco años. Y se han visto obligados a desplegar tal cantidad de recursos humanos que el ejército por sí sólo no puede protegerlos; amén de la sombra de un nuevo Vietnam, tan políticamente costosa . Una solución a la indisponibilidad de recursos oficiales es contratar empresas privadas capaces de desplegar mercenarios en los puntos más conflictivos. Blackwater no es la única pero sí la mayor, puesto que se trata del ejército mercenario más poderoso del mundo. Según Scahill, posee tanques, cazas de combate y unos efectivos de más de 25.000 hombres que se han convertido en algo así como una guardia pretoriana que no respeta ninguna ley y sólo obedece fielmente a quien le paga: la Administración Bush. Porque esta maquinaria, al no ser parte integrante del aparato del Estado y tratarse de civiles con un contrato administrativo, está totalmente exenta del control parlamentario y es igual ante las leyes a cualquier otra empresa, como McDonald´s o la Coca-Cola.

La cifra oficial de mercenarios desplegados en Irak asciende a 30.000. Casi todos tienen historial en las fuerzas especiales, aunque cada vez ingresan más «yonkis de adrenalina» (como los llama Scahill) procedentes de otros países. En Irak, Blackwater cuenta con un número importante de mercenarios chilenos (por citar el ejemplo de un país) muchos de ellos formados durante el régimen de Pinochet: “Registramos hasta los confines de la Tierra en busca de profesionales”, declaró en una ocasión su presidente, Gary Jackson. También, si algún aliado tiene problemas con mandar a miembros de su ejército bajo el mando de los EEUU, puede prestar su adhesión reclutando voluntarios a las órdenes de estas fuerzas privadas en misiones de apoyo y seguridad, que son en realidad las que oficialmente tienen encomendadas. Pero sus motivaciones no son ni patrióticas ni ideológicas. Más bien sus hombres podrían calificarse como auténticas “putas de la guerra” a razón de 1.500 dólares diarios por estar en Irak (unos 1.000 euros); cantidad irrisoria comparada con los 5.000 dólares diarios que factura Blackwater al Gobierno Bush por cada uno de ellos. 30.000 paramilitares rapados al uno cepillo, enfundados en sus uniformes negros y chalecos antibalas, brazos como jamones, gafas pegadas a la piel del cráneo, iPod con Slayer sonando en una oreja, en la otra el intercomunicador, y un M4 que dispara 900 balas por minuto: «Hablan poco, tienen el gatillo fácil y han protagonizado ya miles de incidentes, muchos de ellos con bajas civiles«. El último, el pasado 15 de noviembre, cuando un grupo abrió fuego en un mercado de Bagdad tras una revuelta y mató a 17 personas, todos civiles que huían mientras los mercenarios continuaban disparando por la espalda.

El mundo se enteró por primera vez de la existencia de compañías militares privadas tras una emboscada de la que fueron víctimas cuatro soldados de Blackwater en Faluya, el 31 de marzo de 2004. Este asesinato supuso el punto de inflexión entre la invasión y el inicio de la resistencia iraquí. Las noticias no se referían a las víctimas como soldados sino como «personal civil contratado» o «trabajadores de reconstrucción«, como si se tratase de ingenieros, obreros o proveedores de ayuda humanitaria. Casi nunca se usó la expresión «mercenarios» para describirlos, como tampoco se hace en la actualidad. Sin embargo, una de las consecuencias de la emboscada fue que Blackwater alcanzara una posición de privilegio para influir en la supervisión (o ausencia de ésta!) de otras empresas privadas con encargos similares en la zona.

Blackwater sólo tiene 11 años de vida, pero su ascenso y enriquecimiento es toda una epopeya en la historia del complejo militar-industrial. La viva imagen de los cambios en la revolución de los asuntos militares que apuntaba Donald Rumsfeld, Secretario de Defensa, un día antes de los atentados contra las Torres Gemelas, cuando presentaba en el Pentágono un proyecto para pacificar Oriente Medio que incluía un nuevo Pearl Harbour como acelerador de sus planes, ahora expandido desde la administración Bush bajo la capa de guerra contra el terrorismo. Shadill afirma que «El auge de esta fuerza mercenaria podría presagiar la fase final de la caída de la democracia estadounidense«. Su creación se remonta a 1996, cuando sus visionarios construyeron el primer campamento privado de instrucción militar con el fin de «Satisfacer la demanda prevista de externalización desde el Estado de la formación en el manejo de armas de fuego y en el campo de la seguridad«, continua con los contratos del 11-S y pasa por la sangre en las calles de Faluya, en las que los cadáveres de sus mercenarios fueron colgados de un puente a la vista de todos. Como represalia, el ejército aplastó la ciudad al grito de «Pacifiquemos Faluya«. Pero también hay, entre otras hazañas, una expedición al mar Caspio donde se envió a Blackwater a establecer una base junto a la frontera iraní, una incursión en las calles de Nueva Orleans cuando fue arrasada por el huracán, y «muchas horas en los salones de Washington D.C., donde sus ejecutivos son recibidos con los brazos abiertos y saludados como los nuevos héroes de la guerra contra el terrorismo«. Una compañía que dirige un sólo hombre, Erik Prince, miembro de una archimillonaria familia cristiana y derechista radical de Michigan. La familia Prince lleva décadas gastando auténticas fortunas para facilitar la llegada al poder a los republicanos, y la recompensa ha tenido como resultado el meteórico ascenso de su empresa más beneficiosa en la actualidad: Blackwater. Entre sus dispendios caritativos resaltan el aporte de generosas sumas a la guerra de la derecha religiosa contra el laicismo, contra los derechos de los homosexuales, contra las regulaciones de las emisiones de CO2, el aborto o el respeto a las minorías.

La extensa narración de todos los detalles de esta paulatina y alarmante transformación de las fuerzas militares de combate en una empresa lucrativa se encuentran en este libro. De su lectura conocemos un poco más del mundo en el que vivimos, de sus clases dirigentes tan discrecionales a la hora de señalar con el dedo quiénes son los terroristas, y de quién se está forrando en Irak a base de destrucción, sangre y dolor humano. Un libro duro, muy duro, pero tan recomendable como necesario.

Todos estamos invitados

Definitivamente, el cine español no atraviesa un buen momento. Por mucho que se impongan cuotas de pantalla y subvenciones ministeriales no parece sacar cabeza. Pero viendo esta película se pueden sospechar algunos de los motivos. Supongo que resulta necesario el agradecimiento a Manuel Gutiérrez Aragón por atreverse, dadas las circunstancias, con un proyecto sobre el miedo en el País Vasco; ese miedo que viven muchas personas sólo por el hecho de criticar públicamente a la organización terrorista ETA, negarse a su financiación o pertenecer a determinada fuerza política; situación tan real como intolerable para cualquier demócrata, sea del signo que sea. La propuesta es, de entrada, valiente; porque no son muchos los films hasta ahora que han abordado la cuestión, y ninguno -que recuerde- ha tratado directamente la denuncia del silencio cómplice que mira hacia otro lado y la tragedia de las personas amenazadas en Euskadi.

Pero al margen de sanas intencionalidades, la película como lo que es, o mejor dicho como lo que debería ser, cine, resulta bastante decepcionante. Tratándose de un tema tan extremadamente delicado, aporta poco o nada a lo que ya sabemos todos, a lo que podemos oír en cualquier conversación de sobremesa después de un telediario, o en el bar de la esquina charlando con los amigos. Porque tiene un guión muy poco elaborado, lleno de frases tópicas que recurren en exceso al efectismo; porque es una historia con demasiadas casualidades que resulta a ratos confusa y, en su final, poco creible. Además, las actuaciones y el tratamiento de los personajes dejan bastante que desear y hacen agua por todos lados: el etarra, mas que amnésico, parece preso durante todo el film de un ataque de idiotez aguda; sus compinches, gente con muy malas pulgas, se asemejan más a pandilleros de instituto que juegan con pistolas que a miembros peligrosos de una banda terrorista organizada; y el profesor universitario, que es el amenazado, carece de diálogos y actitudes coherentes a la situación que está viviendo. Un claro ejemplo podría se que, a pesar de verse obligado a cambiar de casa y a llevar escolta las 24 horas, se le ve salir solo y perderse entre el gentío durante las fiestas de San Sebastián esperando que le peguen un tiro.

Luego está el aspecto estético, el de la cámara, el que hace que el cine sea arte y no una mera suma de fotogramas. Amén de la muestra gastronómica ofrecida, que de verdad dan ganas de esa sopa de rape y esas cocotxas, la película carece de imágenes sugerentes que cuenten cosas, por sí solas, de miradas, de rostros, de cambios de luz, todo eso que te mantiene pegado a la butaca, que invita a descubrir sensaciones, que sorprende y te transporta al mundo de los personajes, que es capaz de seducir por su estética, que te hace pagar a gusto la entrada y no esperar unos meses a que esté en un videoclub, porque quieres disfrutarla en la pantalla grande. Pero nada de esto ocurre con «Todos estamos invitados», donde lo único que se pretende dejar claro es la constante angustia y miedo del protagonista, insitiendo hasta el límite de lo cansino por su reiteración, pero sin ir más allá de la repetición de una idea.

Sin embargo, ha sido bien acogida por la crítica y por el reciente Festival de Málaga, en el que ha obtenido el Premio del Jurado. No deja de ser significativo que se otorguen premios por razones puramente extra-cinematográficas. Y vete la casualidad de que una de las guionistas sea Ángeles González Sinde, actual presidenta de la Academia de Cine, muy dada en advertir sobre el peligro de la fuga de talentos hacia EEUU si no se valora la cinematografía nacional (aunque ello suponga un apoyo artificial y no sea el público quien lo otorgue) y, dicho sea de paso, bastante pródiga en discursos a favor del canon digital. Y no sé porqué presiento que esos motivos extra-cinematográficos para alabar los méritos del film van más allá de la honesta pretensión de difundir su mensaje, más allá de denunciar la situación de terror en Euskadi; porque si la cosa quedase ahí me parecería justificable, a pesar de la lamentable calidad de la película. Pero sucede que, cuando la estás viendo, da la sensación constante de estar recortada, de que faltan escenas, de que no encajan bien todos sus elementos, de que algo más falla, no ya sólo en cuanto a profundidad de los personajes.. hay determinadas situaciones que no vienen a cuento, inconexas, sobrepuestas. No quiero ni sospechar que el impulso mediático que se le ofrece tenga otro fin que el apoyo a la intención del metraje en sí mismo… porque la sóla idea de que la difusión del mensaje haya sido un mero pretexto para elaborar un producto cuyo único objeto sea su comercialización, algo que llegue al público patrio, que «venda» a base de tocarle la fibra al españolito de a pie, respaldado por el beneplácito académico y ministerial.. en ese hipotético caso, además de repulsivo, sería francamente indignante.