Singularidades de una chica rubia, de Manoel de Oliveira (2009)

Entro en la sala de cine a ver una película ambientada en Portugal y lo hago alimentada por dos motivaciones: El pasado verano hice una ruta por el centro de ese país, desde Oporto a Lisboa, ciudad esta última en la que me quedé más tiempo del proyectado porque reconozco me atrapó como pocas. La otra razón, de no menos peso, es que seguramente Manoel de Oliveira sea el cineasta  vivo más veterano que actualmente continua ofreciéndonos sus trabajos para nuestro deleite. El maestro luso cumplía 101 el pasado 11 de diciembre, pero ya anda manos a la obra ultimando su próximo largometraje: El extraño caso de Angélica. El respeto, con ochenta años de cine a sus espaldas, se lo tiene bien ganado, aunque muchas de sus películas hay que reconocer tienden a la espesura narrativa y a mantener en exceso la cámara estática, hecho que unido a su inconformismo y la nunca sencilla postura de optar por hacer el cine que le da la gana sin demasiadas miras a taquilla o posibles menciones festivaleras, quizá le hayan restado popularidad fuera de su país y haya tenido como consecuencia una difusión menos amplia que la merecida de su extensa obra. Sin embargo, Singularidades de una Chica Rubia opta por un metraje nada habitual en su trayectoria, 64 minutos, además de ofrecer un relato argumentalmente sencillo, cuidado en las formas y la estética como era de esperar, pero en el que no se esconde nada más que lo que la cámara nos ofrece en cada una de las secuencias. Oliveira adapta un relato de Eza de Queiroz publicado en la década de los 50, que cuenta la historia de un joven llamado Mauricio enamorado de la chica rubia que espía en la ventana de enfrente. Su placer voyeur le llevará a descubrir algunas de las singularidades que esconde, bajo su dulce apariencia, la que quiere sea su futura esposa. La película desprende Lisboa por cualquier lado, se la observe por donde se la observe: despliegue de luces y aromas ocre y oliva unidos al clasicismo modernista de sus gentes y al contraste de una ciudad en lucha constante por sumarse al carro de la modernidad frente a las aspiraciones de esa burguesía empeñada en mantener una buena posición sin renunciar a sus tradiciones, al dinero y también al lujo. Oliveira imprime al relato su tradicional ritmo pausado, su constante ironía y humor a la hora de observar el comportamiento humano y nos da una auténtica lección de cómo elaborar una composición en el espacio y en el tiempo (no utiliza ni un solo flash-back y toda la película lo es al mismo tiempo) en la que cada uno de los detalles en los encuadres  es determinante a la hora de encadenar los elementos narrativos. Los planos de las ventanas discurren para mostrarnos los puntos de vista y ánimos de cada momento; la doble inmersión, cine y literatura, viene acompañada de la lectura de textos del propio Queiroz en alguna sala de rancia alcurnia, aderezadas de piezas al arpa o recitales improvisados de poesía al tiempo de alguna partida de poker, y queda en el aire aroma a Buñuel en El discreto encanto de la Burguesía (al fin y al cabo no andamos tan lejos de nuestros vecinos) y a trabajos anteriores del propio Oliveira en los que ya adaptaba literatura lusa a la pantalla grande. Para quienes aún no estén familiarizados con la filmografía de Oliveira, puede resultar un buen punto de partida tanto por la brevedad como por la sencillez -que no simpleza- de lo contado, regalándonos además un paseo por la Lisboa de ayer, que bien pudiera ser la de hoy, de la mano este maestro veterano de entre veteranos.