Profesor Lazhar, de Philippe Falardeau

Monsieur Lazhar se basa en una obra teatral de la escritora canadiense Évelyne de la Chanelière. Ambas funcionan como una crónica sobre la educación y la enseñanza. La obra que aporta la idea para el argumento es en realidad un monólogo; sin embargo, la película consigue alejarse por completo de cualquier planteamiento teatral y unipersonal, dando idéntico protagonismo a alumnos, profesores, padres, y hasta a la clase media como denominador común de diversos personajes.

La primera escena es, desde un punto de vista puramente cinematográfico, y con mucha distancia del resto, la mejor. Todo un ejercicio de ritmo y tensión narrativa, impecable. Vemos un plano general del patio de un colegio con niños jugando en el recreo. Algún roce, control de los profesores, todo parece normal. Uno de los alumnos entra en el interior de la escuela: es el encargado de llevar la leche cada jueves a los pupitres de la clase para cuando el patio termine. Buena práctica esta de los canadienses, la de la leche, quiero decir. Este no va a ser un jueves normal para Simón (Émilien Néron), porque cuando llega a la puerta del aula, encuentra el cuerpo de su profesora colgado de algún punto del techo de la clase. Como en una película de Haneke, no hay primeros planos, vemos unos segundos los pies suspendidos y la cámara gira de inmediato hacia la mirada del chico, absolutamente atónita, para detenerse después en el largo pasillo vacío. Unos segundos mudos y oímos cómo el griterío cada vez más cercano de los niños indica que ya regresan a sus aulas. La tensión se acumula hasta palparse, hasta que los profesores son capaces de reaccionar a tiempo para mantener a todos alejados de la puerta. A todos menos a Simón y otra alumna, Alice (Sophie Nélisse), que observa impertérrita el cuerpo suspendido de la que ha sido hasta hoy su maestra.

Después de esta demostración de buen cine, la película adquiere un tono relativamente normal. Más bien reflexivo, sin ser especialmente espectacular y sin terminar por sorprender en giros argumentativos. A su favor, evitar cuidadosamente todos y cada uno de los clichés cinematográficos acerca de maestros y alumnos. Bachir Lazhar (Mohamed Fellag) no es para nada el educador que tiene que ganarse a un puñado de estudiantes recalcitrantes que no quieren aprender. Tampoco el profesor entusiasta que enrola a los alumnos en proyectos novedosos y atrevidos, véase La clase o La ola. Más bien viene a ser el tutor cuestionado en su constante lucha por adaptarse al medio. Cuando cena con una de sus colegas, que le invita con gusto a su casa, nada termina como cabría esperar. Y aunque Bachir, de origen argelino, tiene una historia personal trágica, nadie, excepto su abogado, está al tanto. Una información que solo conoce el espectador, hecho seguramente irresistible para la mayoría de guionistas a la hora enrocar la trama. La primera media hora se presta a convertirse en un campo minado de clichés, sin desperdicio; clichés a los que la película logra resistirse en todo momento, a todos sin excepción.

Monsieur Lazhar se mueve en el terreno de mostrar como el profesor, con una cultura distinta y haciendo uso de algunos métodos superados por la enseñanza actual, intenta encajar en los ambientes que emanan del posmodernismo imperante. El cachete propinado en la cabeza a un alumno le cuesta la exigencia de disculpa pública de los propios chicos y una seria advertencia de la directora. Pero Honoré de Balzac, como fuente de un dictado en el aula, parece fuera de contexto para unos aplicados y maduros estudiantes de doce años, también para algún que otro colega, a pesar de tratarse de una clase de lengua en una escuela francófona. A estas situaciones cotidianas que tendrá que enfrentar Lazhar, se suma cómo capear el doloroso incidente del suicidio en la clase. Un hecho fuera de lo común, sin metodología previa para su resolución exitosa.

La película va desgranando, con tremenda sencillez, pero sin concesiones, los métodos, y las responsabilidades ante esa realidad imprevista, inquiriendo que tal vez los modelos y actitudes que ofrece la enseñanza actual no responden, demasiadas veces, a las necesidades de la sociedad cambiante, de los alumnos que esperan esas respuestas, de los profesores sin reciclaje para nuevas situaciones y, en definitiva, para el compromiso que los conflictos presentes requieren. Me parece destacable la dramatización de cierta filosofía educativa que ha convertido a los niños en frágiles brotecillos que no deben ser contaminados por el ruin mundo de los adultos, hasta el punto de no hablar clara y honestamente con ellos de temas como la muerte o la pérdida. También la idea creciente de hacernos mejores personas limitando cada vez más las libertades individuales, prohibiendo y sancionado en lugar de dar armas de conocimiento y, como consecuencia, anulando el proceso de elección individual como parte imprescindible del aprendizaje.

Philippe Falardeau construye toda una lección reflexiva sobre la materia, pero ofreciendo las distintas contradicciones y opciones sin juzgarlas en ningún momento.  Mostradas como podría hacerse en una pizarra, va desgranando controversias, resistiéndose en todo momento a la llamada de sirena del didactismo encorsetado. La verdad, aunque después de la primera escena la película decae en cuanto a ritmo narrativo, reitera en ocasiones y deja más de un cabo suelto, con todos sus defectos, consigue que acabe por saborearse como una tragicomedia social cargada de sencillez y honestidad, que nos invita a reflexionar sobre el papel que jugamos todos, demasiadas veces tan distantes en un proyecto que debiera ser común y, por ende, tan ignorados y solos como el protagonista de la película.

Martha Marcy May Marlene, de Sean Durkin (2011)

«La mente es un siervo maravilloso, pero un amo terrible» (Robin S. Sharma)

Estreno en nuestras salas del debut en el largometraje de Sean Durkin, quien con su primera película, al igual que lo hiciera el año anterior la también ópera prima de Debra Granik, Winter´s Bone, ha cosechado varios éxitos internacionales y ha sido reconocida con el premio a la mejor dirección en el Festival de Sundance en su última edición. Buena película, que explora la cara B del sueño americano, abordado desde la perspectiva de la fragilidad y la inseguridad de toda una sociedad, tomando como escenario el universo de las sectas, fenómeno tan extendido en la norteamericana como el Mc Donald´s.

Desde una perspectiva filosófica puramente materialista -que puede o no compartirse-, el cerebro humano no es sino un ultra complicado hardware en el que nuestros rasgos, emociones, inseguridades y obsesiones son manifestaciones de procesos fisiológicos dentro de este asombroso órgano. Un pequeño fallo de programación física y todo se puede ir al traste, bien de manera genial y fascinante, bien de manera terrible. El fenómeno de las sectas tiene su campo abierto a la reprogramación de determinados individuos cuando la fragilidad, el miedo y la inseguridad encuentran su refugio en ellas como elemento de cohesión, de garantía en cuanto a pertenencia al grupo y de identidad entre individuos que por determinadas razones o situaciones de la vida son más vulnerables que otros.

De identidades habla la película, y el título representa las diversas de una mujer joven (magníficamente interpretada por la también debutante Elizabeth Orsen) que trata de huir de la secta en la que ha vivido durante dos años. La película está narrada en dos planos de tiempo, en un ida y vuelta constante entre su reciente pasado como integrante de la secta destructiva (cuyos miembros viven un eventual sueño de autosuficiencia en una granja en ruinas) y sus posteriores intentos de readaptarse a la normalidad con su hermana (Sarah Paulson) y su cuñado (Hugh Dancy), quienes tras su fachada de seguridad y ambiciosos proyectos, esconden también múltiples inseguridades, miedos y culpas. El paso entre las secuencias que pertenecen al presente y al pasado de Martha en la secta se realizan sin ninguna transición, no hay flashbacks anunciados, todas las vemos de acuerdo con las obsesiones y tal como surgen de la mente de la protagonista. Se tarda unos minutos en acostumbrarse a discernir las dos realidades, pero el resultado es alcanzar a conocer el proceso de integración en el grupo y cómo se las maneja el líder para someter a sus pupilos, y poder observarlo del mismo modo que se dan en la confusa mente de Martha, que ha quedado en un estado tan lamentable que casi no puede discernir entre el presente y el pasado.

Tanto las relaciones dentro la secta autodestructiva como la búsqueda de un nuevo lugar junto a su hermana están narradas con rigurosidad desnuda, precisa, sin concesiones, pero con la carga dramática justa. Lo mejor de la película es cómo el guión va capturando la dinámica del culto dentro de la secta, ofreciéndolo con cuentagotas, siempre sutil y nunca más escabroso de lo necesario, atento al tono de voz, al lenguaje corporal, creando a partir de estos elementos y poco a poco un atmósfera tan inquietante que situa al film en el límite del cine de terror, pero de terror completamente real acerca de la vulnerabilidad humana. El lavado de cerebro al que ha sido sometida Martha es mucho más insidioso que el mero objetivo de convencer a alguien de la necesidad de seguir al gurú. Aquí el líder (John Hawkes) no somete a sus seguidores con  presumibles amenazas apocalípticas o promesas pseudo-hippies de vulgar comuna, más bien se trata de sutiles y constantes ataques a la autoestima. Lo más llamativo es que quien maneja los hilos es en realidad un personaje soso e insignificante, que no dice nada cuando habla, que escribe y toca con su guitarra canciones absolutamente idiotas, pero que sabe ejercer un encanto demoníaco en Martha y en las otras mujeres de la granja con frases como El miedo es el nirvana. Es tremendo ver cómo este risible personaje crea un poderoso cortocircuito en ellas, y nos hace reflexionar sobre cómo logra la posesión de sus mentes hasta convertirlas finalmente en sus esclavas. Su exagerada hipocresía y extrema (pero muy sibilina) violencia, logra el control con un discurso en realidad intrascendente, pero el resultado es que la mujer retrocede décadas para retomar el papel de sirvienta y esclava sexual, y son las mismas chicas las introductoras de otras y quienes tienen la tarea de educar a sus compañeras: que te elijan para follar es en realidad un regalo, formar una comuna de niños todos varones e hijos del líder. Trabajos forzosos, sexo en grupo y violación constante: Sé que te sientes mal por lo que acaba de suceder, le dice Martha a otra, pero todas estamos juntas en esto, tienes que confiar en nosotras.

Durkin deja que las imágenes vayan tejiendo la trama por sí solas y no ofrece respuestas ni un final cerrado. Cada cual sacará sus propias conclusiones, pero a mi me sugiere que el límite entre una comunidad libre con sus propias reglas y una secta destructiva de la personalidad puede ser a veces muy vago. En este caso no hay siquiera una organización jerárquica, ni un gran negocio mundial tras sus fines, o un dios que adorar. Solo un grupo de hombres y mujeres que aceptan un conjunto muy concreto de convenios, del mismo modo que lo hace en realidad cualquier sociedad, en este caso a escala más pequeña. Martha lucha por salir de su locura e integrarse en el mundo real, un mundo de pretendida seguridad, bienestar económico, consumismo y relaciones que se nos muestran ciertamente superficiales; mundo en el que su hermana se mueve entre el deseo de ser madre y las buenas perspectivas laborales del marido. No es difícil deducir que si un día todas estas expectativas se perdieran, su estructura moral podría irse también al traste y, si todo ello sucediera, pasarían también a engrosar la granja de carne para sectas. El caldo de cultivo no es otro que una sociedad muy insegura y permanentemente atemorizada que encuentra su tabla de salvación en una jaula aparentemente al margen de esa sociedad que deja de ofrecer las respuestas esperadas. No puede ser tan fácil apropiarse de la personalidad ajena, pero corren malos tiempos y pueden aumentar los vulnerables. Una película realmente inquietante.

Los tiempos cambian…

En breve, este blog reiniciará su andadura. Mientras tanto, os invito a recuperar una escena de Cine, como no, de la mano del gran Charles Chaplin, hace mucho tiempo, allá por 1940.

Recordad que después de rodar El Gran Dictador, Chaplin fue perseguido y tuvo que salir de los EEUU y refugiarse en Francia.

Pero los tiempos cambian, sin duda para mucho mejor…

Feliz comienzo de 2012 con mis mejores deseos para todos los lectores de este espacio. Hasta muy pronto 😉

Clockers, de Spike Lee

Por razones que no vienen al caso, este blog no podrá actualizarse con nuevos contenidos hasta dentro de unas semanas. Parece un buen momento para este artículo, publicado en el número de septiembre de la revista digital La Caja de Pandora, con la que colaboro y a la que os invito a acceder a su contenido completo desde el link de la barra lateral.

Unos títulos de crédito, que ponen rápidamente al espectador en situación, dan buena cuenta de que Clockers no es para estómagos sensibles. Sangre todavía fresca rezuma sobre cuerpos jóvenes inertes, restos de tejido cerebral y gargantas reventadas a balazos. Grafitis, música rap, sirenas rojas y azules comparten la mirada acostumbrada de las gentes que acompañan el dantesco espectáculo. En los bancos de la plaza del gueto negro de Brooklyn se reúnen a diario un puñado de rappers para traficar con crack. El cabecilla del negocio es Rodney Little, el proveedor que recorre las calles en silencio con su coche negro. En tono paternal, seduce a los jóvenes: «Tú eres como mi hijo», le dice a Ron Strike, camello de medio pelo, mientras predice un gran futuro para él. El vendedor de comida rápida, hasta ahora hombre de confianza, le ha traicionado. Si Strike quita de en medio al traidor conseguirá ser su nueva mano derecha y tal vez logre salir de la calle, ganar más dinero y escalar puestos en la organización. Strike se pasa el día en los bancos de la plaza. Hasta ahora, confiar en Rodney ha sido rentable, para muestra la estupenda colección de trenes en miniatura con la que juega alucinado, pese a que nunca ha subido a uno. Porque Strike jamás ha salido de Brooklyn.

Han pasado 15 años desde el estreno de Clockers. Técnicamente podríamos estar hablando de un clásico de cine y sin embargo la historia y los personajes serían trasladables -con muy pocas reservas y todas de mero decorado- a la actualidad. Rodada en 12 semanas, iba a ser dirigida por Martin Scorsese, quien había adquirido los derechos de la novela. En ese caso, Robert De Niro y no Harvey Keytel hubiese encarnado al héroe de la película. Como quiera que en aquellos momentos el rodaje de «Casino» se complica, finalmente es Spike Lee quien se encarga de la dirección y Scorsese de la producción.  Lee exigió como condición cierta libertad creativa, que se materializó escribiendo el guión en colaboración con Richard Price, autor de la novela homónima. El llamado clocker es un traficante de drogas a pequeña escala, lo que comúnmente denominamos camello, ese que ocupa el último lugar en la jerarquía del narcotráfico menudeando con drogas para conseguir dinero rápido. Clockers describe con precisión la situación de los jóvenes afroamericanos que viven en los barrios más pobres, niños excluidos convertidos en adultos destructivos que sobreviven a la que se reclama sociedad más moderna del mundo,  sin ninguna perspectiva a corto plazo de que su destino pueda cambiar.  En el mundo del cine norteamericano, este hombrecillo de pequeña estatura llamado Spike Lee ha logrado lo más difícil: equilibrar sus intereses como cineasta comprometido con la superficialidad de la industria de Hollywood. Tarea nada baladí dentro del negocio actual del cine estadounidense, dominado por superproducciones de altas miras taquilleras en las que guión, presupuesto, actores e incluso los finales de las películas no pertenecen a sus cineastas en el noventa por ciento de los casos. Spike Lee es de esas rarezas que ha sabido mantenerse como director y productor representando otro cine, el que retrata la problemática de los afroamericanos, pero también el de todos los que nunca comulgaron con la política impuesta por los grandes estudios. Sus películas, más allá de reflejar la problemática racial, también son el espejo de una sociedad eminentemente cruel donde la discriminación de las minorías es una constante infranqueable que el propio sistema ha acabado asumiendo como natural.

Pero Clockers es bastante más que una película racial. El color de la piel es el telón de fondo en el que se mueve una sociedad enferma, incapaz de ofrecer salidas a quienes tuvieron la mala fortuna de nacer en el lugar equivocado. No son las favelas brasileñas ni un suburbio residual de cualquier ciudad del tercer mundo, pero se le parece mucho. A menos de 1000 metros, sumas ingentes de dinero se manejan en otra clase de bancos, rodeados de grandes avenidas repletas de glamurosas galerías para turistas millonarios. Detrás de esas postales de ensueño coexiste un mundo enrarecido, deformado por las drogas y falsas lealtades que arrebatan los pocos sueños de niños y hombres consumiéndose en su lento suicidio. Las únicas limitaciones son las impuestas por la presencia policial, cuestionable en sus métodos, ineficiente, pero casi constante. Los pequeños traficantes viven una relación simbiótica con la policía de narcóticos, es como si dependieran unos de otros para definir sus funciones. El héroe de la película es el detective blanco Rocco Klein, interpretado por Harvey Keitel. Rocco y su colega Larry (John Turturro) patrullan las calles y registran periódicamente a los camellos en busca de la mercancía. A su manera, también ejercen de clockers, pero su amo es un sistema más preocupado por criminalizar al último eslabón de la cadena que por encontrar y ofrecer nuevas perspectivas de vida para estos jóvenes que se repiten en tantas y tantas ciudades de nuestro querido mundo civilizado. Algunas de las escenas más desgarradoras de la película muestran la convivencia de la policía con este submundo donde drogas y muerte que forma parte indivisible de la rutina cotidiana. La escena en la que examinan el cadáver de Darryl Adams, el tendero de comida rápida cosido a balazos, es escalofriante. El tono cínico de la conversación de los policías al observar los restos in situ, en presencia de los transeúntes, da la medida del valor otorgado a la vida cuando se trata de los desahuciados de la sociedad. En un microcosmos que gira en torno a  drogas y armas es imposible que se preocupen por cada una de esas vidas que se pierden. Rojo sobre negro, como afirma Lee cuando dice que las drogas y las armas son las dos asignaturas pendientes a las que se enfrenta la población afro-americana de los suburbios neoyorkinos mientras labran en silencio su propio genocidio. Solo queda esperar que la muerte no te señale como su próximo objetivo.

Clockers es también bastante más que un drama sobre drogas. Spike Lee consigue pasar la tragedia social por el tamiz de una película de género a base del dinamismo escénico que caracteriza su manera de hacer cine. El resultado es un thriller de suspense en el que pende constantemente la duda sobre la autoría del asesinato. Thriller en el que hay cabida también para la sensibilidad y el humanismo cuando describe la cara más amarga de Nueva York. Cuesta adaptarse al lenguaje y los signos que emplean los camellos de baja estopa en las conversaciones sobre música o videojuegos, pasto todos ellos de violentos raperos que empuñan pistolas de segunda mano en el reclutamiento de nuevas generaciones. Una airada y reivindicativa madre teme por su hijo, y no duda en emplease con sus propios puños si con ello puede evitar verle condenado al abismo. Al fondo, la figura de un hombre se pasa el día limpiando el polvo de la barandilla del porche mientras ordena la vida y la muerte. El sol es lo único que ilumina la plaza rodeada de grises edificios suburbiales que se repiten a su alrededor. En el centro, la glorieta y unos cuantos bancos oxidados son testigo mudo del miedo perenne de  un chico llamado Strike, el personaje más manoseado, insultado y golpeado de la función para quien, a pesar de todo, Lee prepara un final optimista. Porque al final de la película Strike huye y consigue salir del barrio, aunque sea porque no le queda otra alternativa. Pero tras la huída y la conversión de su sueño ferroviario en realidad coexiste una inmensa amargura. Si algo queda patente es que los anhelos del pobre desgraciado no alcanzan más que a eso, a escapar lo más lejos posible. «Que no te vuelva a ver por esta ciudad», le dice Rocco. Lee abre para Strike el camino hacia la esperanza, una esperanza no redimida porque la única acción sensata es, de manera simbólica, lograr salir de ese mundo para siempre mientras poco o nada cambia: otros Strikes ocuparán su lugar y  perecerán bajo las estadísticas de la muerte, nuevos números sin rostro que agonizan cada día tras el gran negocio del tráfico de drogas. No está de más pinchar el glamuroso globo neoyorquino y echar un vistazo a estos daños colaterales del sueño americano. Porque como escribiera Lorca allá por 1929 en su época en Nueva York, «debajo de las grandes multiplicaciones siempre hay una gota de sangre de pato».

El árbol de la vida (The Tree of life), una experiencia religiosa

Hace solo unos días he tenido la oportunidad de ver la extraña -calificada así por muchos- película de Terrence Malick, alabada hasta la pasión por unos, ejercicio de pedantería cinematográfica -nunca he entendido este calificativo para una película- para tantos otros. El asunto es que resulta difícil encontrar opiniones intermedias, la crítica se ha dividido a la hora de calificar el trabajo de Malick, es lo que tiene salirse de la línea habitual, pero en mi caso me produjo una  sensación de término medio, lo que no quita reconocer que ciertamente se sale de los parámetros al uso de lo que podemos frecuentar en la cartelera.

Situada en el medio oeste norteamericano, en los años 50, narra la evolución de Jack (Sean Penn, de adulto) que vive con su madre (Jessica Chastian, quien también ocupa la parrilla con La Deuda), que se supone encarna el amor y la bondad, mientras el padre (Brad Pitt), representa el pragmatismo y la severidad al límite de la ética y se encarga de enseñarle, a él y a sus dos hermanos, a enfrentarse a un mundo que siempre se antoja hostil.

Lo primero que llama la atención es cómo está contada la historia, porque es algo así como un cuadro impresionista en el que el autor va dando trazos de la vida de los protagonistas aquí y allá y además lo hace desde una perspectiva íntima y pseudo-cósmica, un complejo caleidoscopio que va desde las emociones más personales y descarnadas de cada uno de los miembros de la familia hasta los límites del espacio y del tiempo, desde el origen de la vida hasta la concepción mística de la muerte y el más allá.

Personalmente, me quedo con el retrato meticuloso y acertado que hace de la familia, en particular la interpretación y el personaje del hermano mayor, Hunter McCracken, para mi la estrella indiscutible de la película, un crio que con tan solo 12 años me parece, de lejos, el trabajo más sobresaliente. El joven actor llena su papel con una intensidad que le da realmente peso al guión, sin apenas diálogo, pero son sus expresiones faciales el lenguaje tajante que no tiene palabras y que sin embargo nos hace entender lo que importa, hacer traspasar sus emociones de la pantalla y poner los pelos de punta cuando se debate entre el reconocimiento de su propia maldad y los cálidos sentimientos hacia su familia. La búsqueda a las respuestas más inquietantes, humanas y personales que pretende la película, los sentimientos más profundos ante la pérdida de un ser querido, se concentran en las contradicciones y el transcurso vital del chaval, al que sin embargo la crítica no ha prestado la más mínima atención. Tampoco le vamos a negar las virtudes a Brad Pitt ni a su personaje, un tipo violento, estricto e impertérrito que no se quita el traje ni para recoger las coles del huerto y que conduce a su familia con auténtica mano de hierro frente a la madre, que representa la dulzura -¿acaso femenina?-, la bondad y la esperanza a través de una postura místico-cristianoide que me resultó bastante cargante, pero que nos va introduciendo en el otro aspecto de la película, el más filosófico, el que trata -cabe suponer- de enlazar las contradicciones humanas con las cósmicas. Entonces viene cuando Malick echa mano -durante más de una hora- de los recursos fotográficos y la imaginería artística -con innegable maestría de cámara, cabe decirlo- para elevar este tipo de espíritu de fe a un recorrido por el origen de la vida y el big bang, la naturaleza bruta y la gracia espiritual construyendo al unísono nuestras vidas y por ende todas las existentes en el planeta. Pero personalmente me resulta más que suficiente para contar lo que quiere con los personajes y el retrato familiar, que me han gustado mucho, y me sobra misticismo y dinosaurios, documental y videoclip, ya que el único sentido que logro encontrarle es subrayar un mensaje  de tipo religioso, filosófico-conciliador y bastante conservador frente al materialismo feroz que nos coloca atrapados en acristaladas torres de oficinas sobre las que navega la naturaleza y un creador omnipotente que en definitiva parece nos conducirá a todos al mismo sitio, lugar en que, por supuesto, podremos arrepentirnos de cualquiera de nuestros pecados, por gordos que estos sean, y abrazar a amigos y enemigos por igual. Amén pues.

J´ai tué ma mère (He matado a mi madre), de Xavier Dolan

Hubert tiene 17 años y vive con su madre, a la que no quiere. O al menos eso cree. Ha llegado a la conclusión de que odia a su madre y odia todo lo que hace. De repente se le antoja que viste con pésimo gusto, le agobia la decoración kitsch de su casa y le irrita cualquiera de sus gestos, como las migas de pan que asoman por la comisura de su boca cada vez que habla mientras come. Más allá de esta mera superficialidad, se siente manipulado por la educación impuesta y culpa a la madre de la tediosa cotidianidad que le rodea. Entre ambos, las peleas son constantes y la incomprensión, total. Absolutamente confundido, se siente superado por una complicada relación y los sentimientos de amor/odio le persiguen de manera obsesiva. Cuando su madre decide enviarlo a un internado, se siente traicionado y quiere ir a vivir con su amigo, cuya madre se muestra mucho más moderna y tolerante hacia que los jóvenes cohabiten en la casa. Al margen del conflicto particular que pueda suponer declararse gay con unos progenitores que piensa no le aceptarán, los problemas de la siempre compleja adolescencia son en gran medida muy reconocibles en Hubert, sin llegar a ser un cliché. La amistad, la orientación sexual, la rebeldía en los descubrimientos artísticos, las experiencias ilícitas, el ostracismo, el sexo, tomar las propias decisiones, son retos a los que se enfrenta invadido por el resentimiento que siente hacia una mujer a la que, sin embargo, una vez quiso e idealizó.


Xavier Dolan ha declarado que escribió el guión cuando contaba solo 16 años y que está basado en muchos elementos autobiográficos, aunque otros son mera ficción, prestados de diversos relatos leídos sobre matricidios. Sea como sea, el punto de vista del adolescente se ve muy bien reflejado en cómo cuenta su historia la película, que si bien parte de un guión sencillo, contiene claves muy interesantes en la manera de narrar, tratando de romper cualquier norma con la que habitualmente se enmarca un film de personajes como es este.

Por un lado las actuaciones, en especial la de Anne Dorval en el papel de madre, que es impecable -la conversación telefónica con el director de la escuela, de las mejores secuencias-, y la tensión constante: la brecha entre madre e hijo queda reflejada con maestría absoluta.

Por otro, para Dolan el uso de la imagen adquiere la dimensión de elemento narrativo de primer orden. Los personajes aparecen siempre muy cerca unos de otros, y aunque no hace uso de la cámara subjetiva, la sensación de opresión que experimenta el adolescente es perturbadora para el espectador, hasta conseguir nuestra empatía con un personaje que en realidad es un caprichoso insoportable. Casi llegamos a participar de su exagerado rechazo hacia la buena mujer cuando enfoca de cerca los defectos del maquillaje de su rostro, el peinado retro a lo Audrey Hepburn, un armario dominado por abundancia y variedad en estampados animales, la cargante estética vintage que invade toda la casa, el marco de canciones que la acompañan, pero siempre hecho con una estética preciosista cuidada hasta el último detalle y una cámara lenta que actúa en los momentos precisos para que las distintas emociones se vean reforzadas.

El objetivo es contar su historia desde el punto de vista subjetivísimo del adolescente que se rebela contra peso de cuanto le rodea, el asesinato de la infancia como única manera de encontrarse a sí mismo. La pregunta es, sin embargo, si tanto la historia como la estética de la película no son sino el espejo de una generación que hace primar las formas frente a la esencia, fascinada demasiadas veces por una extravagancia que repite modelos y contradicciones de tantas otras generaciones anteriores -ojo al peinado a lo James Dean del propio Dolan- que en realidad solo viene a confirmar lo infinitamente frágiles que somos los seres humanos.

Xabier Dolan nació en Quebec en 1989, actualmente tiene 21 años. J´ai tué ma mère es su primera película y dos años después se encuentra trabajando en su tercer largometraje. Hijo de actores, a los cuatro años debutó en el escenario. J´ai tué ma mère se presentó en Cannes en 2009, un film que además de escribir, dirige y protagoniza. Con él se erigió ganador de tres premios durante la Quincena de realizadores. En 2010 ya tenía listo su segundo film, Les amours imaginaires, en el que además de dirigir, escribir e interpretar, se encarga de hacer la edición y el diseño de arte. Esta última se estrenó el año pasado en la sección oficial Un Certain Regard del mismo festival, ovación en pie, cabe mencionar.  Tomen pues buena nota de este nombre, Xavier Dolan, porque seguramente en los próximos años dé mucho cine del que hablar.

Los mejores títulos de crédito (4): Nicholas Ray, They live by night (Los amantes de la noche)

Mucho antes de Rebelde sin causa, de 55 días en Pekín, de Rey de Reyes o de Johnny Guitar, Nicholas Ray ya había demostrado su talla como auténtico genio. Es el caso de Los amantes de la noche, rodada en 1948, solo un año antes que Side Street, con la que comparte pareja protagonista y también -como aquella- catalogada serie B por su bajo presupuesto. Se trata de una película muy negra, que muestra sin demasiadas concesiones unos personajes irremisiblemente marcados por un destino que actua como tela de araña en la que sólo pueden enredarse más y más hasta ahogarse por completo. Unos créditos de inicio espectaculares para la época marcan el tono definitivo de la película: la fatalidad cerniéndose sobre los personajes y la huida como medio para escapar de sus certeras garras. Aunque, a medida que avanza el metraje, la parte más negra de la historia se va disolviendo narrativamente entre el mundo íntimo de unos amantes que intentan huir de ese destino implacable. El triunfo del amor sobre la maldad, vencida por un final tan emocionante como lírico.

La primera escena es un plano de la huida de los fugitivos que vemos a la vez que los créditos, que por aquel entonces se mostraban siempre al comienzo.  Ray puso en serios apuros al mismo Huseman, productor de la película y amigo suyo, al exigir un helicóptero para el rodaje desafiando los evidentes riesgos que suponía sobrevolar un coche a toda velocidad, aproximarse en pleno vuelo para tomar los planos, seguir la huida y posteriormente alejarse. Era la primera vez en la historia del cine que se utilizaba un helicóptero como medio técnico en un rodaje, y obtuvo como resultado una de las escenas más arriesgadas del Hollywood de la época. El mismo Ray ensayó desde el helicóptero las tomas a hacer, aunque finalmente sería Paul Ivano, conocido operador de cine mudo francés, quien acabaría filmando la secuencia definitiva. 4 intentos fueron necesarios para obtener estos antológicos planos que componen los títulos de crédito y la primera secuencia. Una extraordinaria secuencia inicial, pero hay muchas más en la película, cuya característica más sobresaliente es estar filmada con nervio y ritmo trepidantes. Cine negro que, más de sesenta años después, mantiene una frescura que realmente asombra. El cine, decía Godard, es Nicholas Ray.

Trust, de David Schwimmer (2011)

Observando el Cine desde el punto de vista puramente industrial, la diferencia principal entre un telefilm y un largometraje es que en el caso del primero estaríamos hablando de un producto diseñado para emitirse exclusivamente por televisión. Al telefilme se le presupone un presupuesto menor, protagonistas menos conocidos, escenarios y decoración más rudimentaria y un acabado menos artístico. Aunque muchas veces la televisión mezcla en horario vespertino películas expresamente filmadas para el medio con títulos que en determinado momento pasaron por la cartelera cinematográfica, el resultado no es sustancialmente distinto, pues sea como sea, suelen lograr el objetivo de que el espectador recién comido eche la cabezadita de rigor sin demasiado rubor tan pronto como la trama ha sido presentada. Desde este punto de vista, la televisión cumple como servicio público a la hora de contribuir a conciliar el sueño de medio país cada fin de semana; objetivo que difícilmente lograría si les diera por emitir la versión en DVD de determinadas obras maestras cinematográficas. Aceptando pulpo como animal de compañía, el problema surge cuando pagamos una entrada de cine para ver un largometraje y nos ofrecen a cambio un producto cuya calidad y trama no dista demasiado de cualquier dramón de sobremesa, porque en este caso la sensación de engaño, de pura estafa a la que nos  vemos sometidos genera el lógico cabreo y en consecuencia aquello de si lo sé me la bajo de internet y me ahorro una pasta. Si han llegado hasta aquí con la lectura, tomen esta parrafada como mera advertencia para cuando se estrene Trust, un drama norteamericano que he tenido oportunidad de ver este fin de semana, de los que están moviendo conciencias y bolsillos al otro lado del Atlántico y que presumiblemente llegará por nuestros pagos el próximo otoño. En una línea dramática que evoca por momentos a Yo, Cristina F, aunque cinematográficamente mucho más de andar por casa, el actor y productor David Schwimmer, que para quienes no le conozcan interpretaba a Ross en la serie televisiva Friends, dirige ahora este thriller dramático sobre los peligros que acechan en internet, las redes sociales, el incómodo tema de los pederastas, la seguridad de los menores y las consecuencias muchas veces irreversibles que puede tener la falta de educación y protección por parte de los padres.

Annie tiene 14 años y es la típica adolescente preocupada por sus cosas, sus estudios, lograr ser la más popular y que la admitan en el equipo de vóley del instituto. Gracias al mac que sus padres le compran por su cumpleaños, logra entablar una relación más profunda con un hombre a través del chat para adolescentes y comienza a separarse de su vida perfecta, su familia y sus amigos. Este aislamiento permite que la táctica depredadora de Charlie se afiance, haciéndole sentir, a pesar de la diferencia de edad, que son almas gemelas. Con el paso del tiempo, a Charlie no le cuesta demasiado quedar en un centro comercial y coaccionar a la muchacha para acabar con ella en la habitación de un motel donde graba el encuentro, desapareciendo después y dejando a Annie confundida y triste. La confidencia que hace la joven a su mejor amiga advierte a un profesor en la escuela, y la violación acaba convirtiéndose en chisme de instituto y en caso para el FBI. A pesar de todo, cuando la policía y sus padres tratan de apoyarla, Annie no se siente en un primer momento víctima. Solo reconoce haber sido engañada respecto a la edad por parte de Charlie. Al fin y al cabo no entiende porqué es tan ilícito para los adultos, cuando además la mayoría de sus compañeros afirman haber tenido ya sus primeras relaciones sexuales, aunque en su caso la experiencia no haya sido todo lo idílica que ella hubiese imaginado. Poco a poco le van haciendo comprender que efectivamente fue víctima de un violador de menores de guante blanco que ha hecho lo mismo con muchas otras como ella, lo que conduce a la chica a un estado de depresión autodestructiva que afectará a toda la familia. Por otra parte, la lógica reacción del padre, empeñado en la búsqueda de venganza, evade enfrentar el problema con su hija, quien por otra parte le rechaza continuamente.

Si bien las interpretaciones están bastante logradas, la narración de la película es absolutamente lineal, apelando en todo momento al lado más sensible del espectador sin ofrecer a cambio una calidad narrativa, de imagen o montaje que destaque por encima de cualquier producción televisiva. El interés del film reside en que puede dar pie al debate pedagógico sobre su contenido. Por un lado, la yuxtaposición entre Annie siendo cortejada en línea por un cuarentón y la carrerea de su padre como ejecutivo de finanzas, rodeado -como requiere el marketing- de modelos para anuncios publicitarios dirigidos a sectores con poder adquisitivo suficiente en los que se utiliza a la mujer como mero objeto de atracción sexual. Todo ello mientras trata de educar a su hija en la autoestima y la confianza, en que ha de hacerse valer por lo que es y no por su físico o su supuesta popularidad. Una llamada de atención más que interesante sobre la hipocresía y el efecto dominó en nuestra cultura, promotora de diversas actitudes inconscientes que subyacen respecto a las mujeres y la sexualidad. Por otro, el tema de cómo se mueven los asuntos afectivos entre los más jóvenes en internet puede resultar interesante para padres y educadores en cuanto a nuestra comprensión sobre las posibilidades y peligros que ofrecen las relaciones en las emergentes y cada vez más numerosas redes sociales. En este sentido, echarle un vistazo con nuestros hijos adolescentes puede fomentar un debate que contribuya a la educación y la no siempre fácil protección más allá de un simple no hables ni des datos personales a desconocidos.

Midnight in Paris (Woody Allen, 2011)

Pureta, es el calificativo que te ganas cuando se te ocurre afirmar que ya no se hacen películas como antaño. El Cine clásico ha quedado para eso, para los clásicos que añoran el tiempo pasado. Hoy, el cine, la literatura y la cultura en general triunfan como medio exclusivo de entretenimiento, merchandising para las diversas y variadas industrias propulsoras. Cine que ya no deja huella, libros que han de contener una trama trepidante para ser vendibles, la cultura ha de parecerse cada vez más a un videojuego, pasa pantalla, sé el más rápido, mira y olvida. Algo parecido a los puretas de hoy le sucede a Gil, el protagonista de Midnight un Paris, no se siente a gusto en su mundo cotidiano, ni intelectual ni personal, entre una clase media de mirada chata para la que prima la hipocresía del compromiso social, de la pantalla de plasma, de la boda organizada a golpe de reloj y apariencia, del negocio inmediato, del éxito fácil y pragmático, la vaciedad cotidiana tantas veces imitada precisamente por el cine, hasta el punto de perderse con ella.

La suerte de Gil (Owen Wilson), esa especie de alter ego del propio Woody Allen, es ser un personaje de ficción, y dentro de una película se puede navegar en el túnel del tiempo cual Cenicienta y así, cuando suenan las campanas en la media noche de Paris, subirse al carruaje que le conduce a ese otro mundo no tan lejano desde una perspectiva histórica, donde aparecen personajes como Dalí o Buñuel, Picasso o Tolouse-Lautrec, Gaudin o Modigliani, escritores como Hemingway o Scott Fitzgerald o músicos como Josephine Baker o Cole Porter. Personajes que le inspiran, que le ayudan a escribir frente a la condena a la que le somete ser un escritor de éxito de Hollywood carente por completo de imaginación

¿Una mirada nostálgica al pasado? ¿Ida de pinza del bueno de Allen, quien ya anciano abriga la tesis de que cualquier tiempo pasado fue mejor? Mas bien no, más bien una lúcida mirada llena de humor al presente que nos rodea, a la mediocre ubicación de buena parte de la intelectualidad, al conformismo recalcitrante de la clase media, a las mezquinas ambiciones a la que nos abocan los medios, a la pedantería con la que demasiadas veces se usa la cultura (impagable papel,  el amante-rival) y a la condena cotidiana de todo cuanto se aparte del éxito inmediato y su correspondiente evaluación en beneficios económicos. Si esa mirada hacia lo que se está convirtiendo la sociedad se hace, además, desde la comedia y el oficio de Allen, hilvanando diálogos ingeniosos desde su especial habilidad, observando como muy pocos cineastas hoy son capaces los sentimientos y los avisperos amorosos a partir de un determinado contexto, pues estamos ante una de las mejores películas de la cartelera y uno de los films más brillantes de Allen de los últimos años, que nos recuerdan, no creo que Frank Capra se molestase por la licencia, Qué bello es el Cine y qué bonita está Paris cuando llueve.

El extraño (Orson welles, 1946)

El Extraño (The stranger), dirigida por Orson Welles en 1946, recién terminada la Segunda Guerra Mundial, es la primera película norteamericana que alude de forma explícita los campos de concentración nazis, al asesinato planificado de miles de personas. La siguiente, Los ángeles perdidos (Lost angels), se rodaría en 1948 bajo la batuta de Fred Zinnemann, pero a partir de ese momento pocos serían los metrajes que desde Hollywood mostraran al mundo los horrores del Holocausto, ya que la atención cinematográfica pasaba de inmediato a orientar su mirada hacia la incipiente Guerra Fría.

La trama se centra en Franz Kindler, criminal de guerra nazi y uno de los cerebros del Holocausto, interpretado por el propio Welles, quien se refugia en una pequeña localidad de los Estados Unidos bajo el disfraz de profesor de Historia. El verdugo, venido a amable y carismático profesor, logra casarse con una joven del lugar, hija de un prestigioso juez del Tribunal Federal de Connecticut, que desconoce por completo el turbulento y oscuro pasado de su esposo. Edward G. Robinson encarna al agente Wilson, miembro de la Comisión Aliada contra Crímenes de Guerra, encargada de investigar e ir tras la pista de posibles nazis ocultos en Norteamérica bajo falsas identidades. Robinson acabará haciéndole caer en la trampa cuando, en una de las mejores secuencias de la película, Kindler desvela su verdadera identidad durante una conversación de sobremesa en casa del juez, empeñándose en afirmar que Karl Marx no era alemán debido a su origen judío.

El extraño nunca ha sido considerada una de las obras mayores de Welles, a pesar de estar muy por encima de otros intentos posteriores de Hollywood sobre el nazismo. El guión, del que según Welles se encargó John Houston, aunque en los créditos aparece suscrito por Anthony Veiller, tiene su origen en un proyecto de Victor Trivas, escritor y guionista de origen ruso formado en Alemania, de donde huiría tras tomar el poder los nazis. El modo en el que está organizado el suspense evoca trazos hitchconianos, en particular al film La sombra de la duda (The shadow of doubt), estrenado unos años antes, cuando se representa al nazi tras la fachada de hombre culto y trato afable, aunque en realidad esconde un pasado reciente salpicado de crímenes horrendos que le convierte en más peligroso si cabe, otorgando ese aire vertiginoso al personaje tan recurrente en el cine de Hitchcock.

Hacia al final de la película, Wilson muestra a la incrédula y fiel esposa las pruebas fehacientes sobre el pasado de su marido. El agente, para terminar de convencer a la mujer cegada por el amor, proyecta un documental sobre la liberación de los campos, lo que acaba por hacer claudicar el empeño de la atónita esposa, hasta entonces convencida de la inocencia de su marido, que pasa a cooperar con la Comisión en el arresto del falso profesor. Es el único momento de la película en el que vemos imágenes reales de las prácticas del nazismo, de los campos de concentración y de los laboratorios desde donde se planificaba el exterminio.

Sobre este primer intento de sensibilizar al público en relación con el horror nazi, Welles afirmaba: «En principio estoy contra ese tipo de cosas: explotar la miseria, la agonía, la muerte con fines de entretenimiento. Pero cada vez que se presenta la ocasión de obligar al público a mirar las imágenes de un campo de concentración, bajo el pretexto que sea, es un paso adelante.» La película fue un fracaso rotundo de taquilla, tal vez porque 1946 fuese una época todavía temprana para mostrar al gran público los horrores de la guerra demasiado reciente en la memoria, público sobre el que pesaba el agravante de pertenecer al país que acababa de lanzar dos bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Pero probablemente tampoco gustase nada que el verdugo nazi se presentara como un personaje normal y corriente, capaz de integrarse sin demasiados inconvenientes en la plácida existencia del ciudadano norteamericano de a pie, pasando totalmente desapercibido para la gran mayoría. Toda una confirmación del tono sutilmente provocador que siempre recorrió la filmografía de Welles.

  • Artículo originalmente publicado en la revista La caja de Pandora. Ver y descargar aquí

Idiots and Angels (Bill Plympton, 2009)

Bill Plympton, animador independiente norteamericano, en la línea más alejada de Disney o Pixar que puedan imaginar, es más conocido por sus cortos que por sus largometrajes, aunque Idiots and Angels no es el primero de su prolífica carrera. Largo de animación exclusivamente para público adulto, la historia es la de un hombre egoísta, reprobable en cada una de sus actitudes, siempre abusivas, que se ve obligado a actuar de un modo más positivo cuando una buena mañana descubre unas incipientes alas en su espalda. En la web oficial le llaman Ángel, aunque la película es sin diálogos y en ningún momento se cita su nombre. La eterna disyunción entre el bien y el mal, encarnada esta vez por un personaje que en principio causará poca empatía en el espectador, un ser desagradable, malhumorado, que fuma constantemente y pasa la mayor parte de su tiempo sentado en la barra de un bar oscuro donde trata de forma violenta a cualquiera que se cruce en su camino. El personaje terrible, egoísta y repugnante, que cambia su papel de agresor a agredido cuando las alas crecen y cobran vida propia mientras es objeto de las burlas de los demás por su apariencia.

Visualmente está en sintonía con trabajos anteriores de Plympton, con su singular factura técnica a base de dibujos sencillos, semi-esbozados en tonos de color suaves que parece disolverse para reaparecer en la siguiente secuencia, esa continuidad en el trazo marca de la casa que ya mostraba en su trabajo más premiado (Your Face, Oscar mejor corto de animación en 1987), llena de personajes grotescos que se mueven en un entorno deprimido, urbano, decadente, mientras la falta de diálogo demuestra no ser un obstáculo para transmitir los aspectos más emocionales y la narrativa de la historia al espectador. Cartoon-noir bastante surrealista, con abundancia de humor negro, un tanto absurdo, que funciona a modo de parábola ácida y ahumada sobre la idiotez de la condición humana por muchas alas que se le pongan. Mensaje un tanto gris, pero expresado con grandes dosis de imaginación y mucha inteligencia.

Unos minutos del principio, para ir abriendo boca.

Monsieur Verdoux (Charles Chaplin, 1947)

«Verdoux es un Barba Azul, un insignificante empleado de banco que, habiendo perdido su empleo durante la depresión, idea un plan para casarse con solteronas viejas y asesinarlas luego a fin de quedarse con su dinero. Su esposa legítima es una paralítica, que vive en el campo con su hijo pequeño, pero que desconoce los manejos criminales de su marido. Después de haber asesinado a una de sus víctimas, regresa a su casa como haría un marido burgués al final de un día de mucho trabajo. Es una mezcla paradójica de virtud y vicio: un hombre que, cuando está podando sus rosales, evita pisar una oruga, mientras al fondo del jardín está incinerando en un horno los trozos de una de sus víctimas. El argumento está lleno de humor diabólico, una amarga sátira y una violenta crítica social.»

(Charles Chaplin, My autobiography, 1964)

La historia de Monsieur Verdoux está inspirada en la vida de Henri Désiré Landru, también conocido como Barba Azul, un asesino en serie francés guillotinado en 1922 tras haber robado y matado al menos a 10 mujeres después de seducirlas. La idea del galán depredador que se casa con mujeres para posteriormente acabar con sus vidas ha aparecido en la literatura de manera recurrente y también en el cine, en películas de autores tan diversos como Chabrol (Landru, 1962) o Laughton (La noche del cazador, 1955). Orson Welles fue de los primeros que quisieron llevar a la pantalla la historia de Landru, y escribió un guión para que Chaplin lo interpretara. Pero en el último momento Chaplin decidió comprar ese guión y transformarlo dándole su propia interpretación. Algo que se aparta de la norma habitual de su obra, ya que hasta la fecha todas las películas habían sido escritas íntegramente por el propio Chaplin, motivo por el que en los créditos aparece la referencia «basada en una idea original de Orson Welles».

La película abre con Verdoux, ya ejecutado por sus crímenes, narrando desde la tumba:

«Buenas tardes. Como pueden ver, mi nombre es Henri Verdoux. Durante 30 años fui empleado bancario, hasta la crisis de 1930, cuando perdí mi empleo. Decidí entonces dedicarme a la liquidación de miembros del sexo opuesto, un negocio estrictamente comercial destinado a mantener a mi familia. Pero les aseguro que la carrera de Barba Azul no es nada rentable. Sólo un optimista impertérrito podía embarcarse en tal aventura. Desgraciadamente, yo lo era. El resto es historia.»

Película excepcional, muy bien dirigida y actuada a la perfección por el propio Chaplin. Verdoux ha pasado treinta años de su vida contando el dinero de los demás como empleado en un banco. Pero la crisis de 1929, que deja sin trabajo a millones de personas, le convierte en el banquero sin banco que ideará su propio modo de salir adelante, dedicándose a obtener ingresos despiadadamente a base de métodos sociópatas. Una comedia irónica y negrísima, paradoja de una sociedad hipócrita y arrogante, escandalosamente divertida por momentos, sentimental en otros, tan delicada como grave cuando debe serlo, que levantó ampollas tal vez por adelantarse demasiado a su tiempo, cuando se estrenaba en 1947. «Asesinar a una, dos o diez personas te convierte en un canalla, asesinar a millones tal vez en un héroe. Las cantidades santifican», dice el protagonista minutos antes de ser guillotinado. La moraleja: si la guerra es la extensión lógica de la diplomacia, el asesinato es la consecuencia natural de los negocios. La película llega incluso a incluir un montaje en imágenes que muestra a empresarios arruinados saltando por las ventanas o a Hitler y Mussolini codeándose. Chaplin no escatima en la rotunda condena del capitalismo y la agresión militar. Y mientras en Estados Unidos se había recibido con cierta simpatía la parodia del nazismo de El gran dictador, el asesino modesto -un simple aficionado comparado con la máquina de la guerra, tal como se declara antes de morir- figurado por Monsieur Verdoux, fue acogida con rechazo, retirándose de la cartelera pocas semanas después de su estreno e incluso prohibiendo su exhibición en algunos Estados. Chaplin se vio en situación de tener que dar explicaciones públicas sobre su orientación política y múltiples justificaciones acerca de su patriotismo: se abría el camino de su exilio político hacia Europa, en los años cincuenta.

Los mejores títulos de crédito (1): Lost Highway (Carretera perdida, 1997)

Si todavía no has visto Carretera perdida, no busques ni leas nada sobre ella, siquiera una breve sinopsis. Cualquier información bienintencionada puede estropearte esta obra de ingeniería que funciona completamente ajena a cualquier lógica conocida. A medida que la veas te resultará del todo imposible no sentirte devorado por su claustrofóbico e inquietante ambiente. Un viaje enfermizo y sin retorno que pondrá a prueba tu cordura, no trates de comprender, solo Lynch es capaz de manejar sus claves.

Títulos de crédito de Jay Johnson para Lost Highway (1997), de David Lynch.

Tema: I´m Deranged, David Bowie


Inside Job (Charles Ferguson, 2010)

Estaba esperando que se estrenase este premiadísimo documental sobre el lado oscuro del capitalismo pero ninguna distribuidora ha tenido a bien dejar una copia en ningún cine de la Comunidad Valenciana, así que he tenido que invocar poderes de telekinesis y ayer me pude poner a ella cuando apareció en mi IBM. Película obligatoria aunque, la verdad, terminas de verla de muy mal humor, advierto. El mundo está sembrado de canallas, pero nunca se tiene la misma conciencia cuando se intuye que cuando te lo restriegan por delante de las narices con pelos y señales, sobre todo si tenemos en cuenta que el mayor de ellos se llama mercados financieros y que, como todo lo que no tiene nombre y apellido, casi nadie sabe exactamente a quien nos referimos con el palabro. También es cierto que a nadie que se mantenga mínimamente informado se le escapa que el causante de esta crisis económica global no ha sido la suma de actitudes del ciudadano que no ha sabido elegir bien sus inversiones y se ha dedicado al atraco de bancos y resto de entidades financieras para costearse 70, 80 o 90 metros cuadrados donde caerse muerto y, por si fuera poco, vota libremente a políticos mediocres que para resolver sus problemas emiten bonos de deuda que ellos mismos y sus hijos habrán de pagar.


La película destripa bastante bien los mecanismos de ingeniería financiera que han hecho posible llegar a esta situación centrándose en el año 2008, momento en que el Lehman Brothers se hunde arrastrando con él las bolsas de medio mundo. La radiografía de cómo se manejan esos mercados de las finanzas y el montaje especulativo que ha derivado en la crisis actual resulta creíble, y la tesis fundamental que argumenta que el capital financiero tiene cogidos por los huevos al poder político norteamericano y a las universidades más prestigiosas donde se forman los futuros cuadros del sistema, es del todo convincente.

Las prácticas criminales de bancos y grandes entidades de crédito, sostenidas por la desregulación de los mercados, la pasividad ofensiva de ciertos organismos internacionales y la capitulación de demasiados gobiernos durante décadas, son sin duda la madre del cordero. Hasta aquí lo soportable, digo, porque llevamos dos años transigiendo con cierta concupiscencia mediática y casi  nos hemos ya acostumbrado. El punto obsceno del metraje viene cuando muestra a los buitres de esos mercados financieros ocupando plazas directivas en las mejores universidades norteamericanas, o designados a dedo como altos cargos políticos de absoluta confianza por, por ejemplo, Obama, la esperanza de cambio para millones de estadounidenses, al tiempo que un  cabezapensante bancario chino se explaya cada quince minutos en alguna que otra lección de ética o la ministra de economía francesa, Christine Lagarde, entre otros prestigiosos políticos, dirime la coyuntura con una presunción que roza lo insultante.


Cinematográficamente, es un documental  al uso, bastante bien trabajado en cuanto a entrevistas y tempos, abundante en material de archivo y un discurso que discurre fluido, fruto de las bondades del guión, muy bien planificado, al que cabe añadir un cuidadoso montaje. Nada que ver, por tanto, con las gansadas más o menos simpáticas de Michael Moore, aunque bastante más cercano a cualquier producto televisivo bien realizado que a una película de Cine propiamente dicho, a pesar de incluir algún que otro plano aéreo general para conferir vuelo al relato.

Logra también el objetivo de dar pie al debate, tan de actualidad entre los dirigentes mundiales, sobre la necesidad urgente de cambiar el modelo económico. Papel mojado, si tenemos en cuenta que son esos mismos mercados financieros los que imponen las reglas para salir de una crisis que ellos mismos han provocado, a costa del sobreendeudamiento público y de gobiernos que, a merced de esas mismas entidades que les financian, se muestran incapaces de dar una respuesta sobre las medidas a tomar frente a esta crisis planetaria. Se continua en la línea de bendecir a los gigantes de las finanzas mundiales, esos entes macroeconómicos intangibles que se suponen necesarios para salir de esta, y que siempre llevan las de ganar a la hora de castigar a quienes, en un ejercicio de cinismo galopante, señalan como auténticos responsables de la situación, estos sí, materiales y tangibles, los ciudadanos de a pie que deben pagar sosteniendo la deuda generada. Esos somos ni más ni menos que todos y cada uno de nosotros y, lamentablemente, el futuro de nuestros descendientes.

Incendies (Denis Villeneuve, 2010)

Premiada en diversos festivales europeos y finalista al Oscar, Incendies nos sitúa en el escenario de una de las regiones con el pasado más turbulento del planeta, convenientemente descontextualizada y hasta atemporal, que hace de envoltorio de este drama familiar. Secretos de familia, pasado por descubrir, la guerra en el Próximo Oriente y héroes inmersos en el horror en busca de su redención. Denis Villeneuve se basa en un guión teatral de Wajdi Mouawad para reconstruir la historia de una mujer que sobrevive al pasado de una de las épocas más feroces de su país con la determinación de vengar a los ídolos del fanatismo religioso que dividió a su pueblo en dos y marcaron para siempre su vida. La historia de una tragedia personal que ella jamás ha revelado siquiera a sus seres más cercanos.

La búsqueda de la verdad y los orígenes son el leimotiv cuando, tras morir accidentalmente la madre, el notario lee a los dos huérfanos gemelos el legado, una carta destinada al padre y otra al hermano, desconocidos hasta la fecha por ambos y que deberán buscar y entregar a sus respectivos destinatarios. El viaje de regreso al pasado de la madre y de ambos, conduce a los hermanos por las heridas de un país y una familia que nunca conocieron.

Una escritura alegórica de una guerra intemporal, donde la familia se funde con lo etnográfico, lo personal camina hacia la historia de un fratricidio, el ciclo interminable de la sangre, la semilla del odio que solo genera más odio y lesiones ocultas en el alma difíciles de sanar, dejando cicatrices que perduran a lo largo de los diferentes giros argumentales.

Conviene no saber demasiado sobre el desarrollo del argumento antes de verla, pero sí diré que es una de las propuestas más interesantes de la cartelera y que merece la pena. Una de esas películas que te mantiene con el corazón en un puño algo más de dos horas, una tragedia trazada con la precisión de un relojero suizo donde todos los elementos están ensamblados con auténtica maestría y nada es banal, nada sobra. La búsqueda de la verdad conduce a los hermanos a un viaje a la crueldad y al horror de la guerra siempre mostrados mediante una sucesión de elipsis que no merman en ningún momento la atrocidad y el horror de la realidad que supera, por sí sola, cualquier relato de terror. El viaje de ambos nos va desgranando sus orígenes y el carácter de cada uno de ellos. Los vínculos se forman de manera casi silenciosa, sin discurso psicológico innecesario y la imagen no es sino una resonancia de la verdad que conduce la seductora intriga llena de emociones y tragedias.

Denis Villeneuve se sirve de determinados recursos dramáticos para, de manera muy estilizada, crear un ambiente asfixiante, mientras el enfoque sugerente de las imágenes la hacen impactante y duradera en la memoria del espectador. La escena del asalto al autobús, el capítulo de la mujer que canta en la celda 72 o la misma secuencia de apertura, niños afeitándoles el cráneo, una escena ralentizada y pautada con los acordes de Radiohead (You and Whose Amy?), sintetizan el horror y la violencia de la guerra evitando siempre la innecesaria pornografía del horror como recurso visual. Y a pesar de que el guión y la tragedia familiar se van complicando a lo largo del film hasta puntos que podrían merecer el plagio por parte de algún culebrón caribeño, Villeneuve sabe salir airosa aplicando en todo momento un discurso sobrio y digno que consigue nuestra empatía y el respeto hacia sus personajes.

Valor de ley (Joel y Ethan Coen)

A los Coen no les gusta nada que se hable de su última película como un remake de la que rodara Henry Hathaway con el mismo título. Pero aunque no sea un remake en el sentido del término, porque se trate de volver a rodar sobre la novela de Charles Portis, Valor de ley demuestra que todavía hay lugar para la originalidad en las segundas partes. En los últimos años ha habido un movimiento en Hollywood de reutilización de éxitos, bien sea del cine clásico o procedentes de otros países, orlados con los elementos que proporcionan las nuevas tecnologías, que auguraban el esperado taquillazo con un resultado, en términos generales, entre la mediocridad y el desastre absoluto.

La excepción que vendría a confirmar la regla la ponen algunos cineastas veteranos, como en este caso los hermanos Coen, demostrando que un remake bien hecho puede ser tan eficaz como el propio original. Valor de ley fue rodada en 1969 y la protagonizó el icono del western por excelencia en aquel entonces, John Wayne, lo que era sin duda todo un reto para los Coen. Se han atrevido, además, con un western y lo han hecho al más puro estilo clásico, en un género que daba sus últimos coletazos de dignidad a finales de los 50 para perderse por los derroteros del spaguetti western que derrocharía decenas de bodrios, con las consabidas excepciones, la respetable trilogía de Sergio Leone, Don Siegel o un poco más modernos Clint Eastwod en Sin perdón (1992) y Ang Lee (Brokeback Mountain, 2005), islas dentro de un género que, a pesar de todo, sigue influenciando a muchos directores contemporáneos.

Tras No es país para viejos (2007), que contenía muchos elementos del western, los Coen apuestan por un rodaje clasicista, un arriesgadísimo reto en los tiempos que corren, tiempos presos de la narrativa rápida y el bombardeo visual que ofertan las nuevas tecnologías. El rodaje en espacios naturales abiertos, los travelling largos y sostenidos, la ausencia de planos fragmentados (recurso del que abusan demasiados directores a falta de lucidez narrativa) o el uso de la grúa para seguir a personajes que hacen de verdad aquello que vemos (encender fuego en medio de la noche, cruzar un rio a caballo o bajar una cuesta al galope) son algunos de los  estimables recursos de los que se valen en este trabajo de orfebrería puramente clásica de resultados más que aceptables. La belleza de Valor de Ley reside en la simplicidad de sus actos: Matt Damon, Jeff Bridges, y Hailee Steinfeld siguen la pista Josh Brolin. Eso es todo. Hay un conflicto y hay una resolución. Las convincentes interpretaciones, una excelente fotografía y el diálogo son el medio.

Por lo demás, Valor de ley es tan hermanos Coen como Fargo o El gran Lebowski. Si Fargo capturaba la atmósfera desoladora de la tundra helada con espectaculares tomas naturales cubiertas de nieve, Valor de ley es igualmente eficaz sobre las extensas llanuras donde los personajes se localizan en una aparentemente interminable cantidad de tierra. Y las líneas maestras para reunir en diálogos humor y dramatismo sin traicionar los códigos del género las daba El gran Lebowski y se repiten en Valor de Ley. Un recurso que los Coen llevan a sus guiones de modo magistral y cuyo antecesor no es sino el gran maestro Howard Hawks, auténtico malabarista a la hora de combinar ironía con tragedia: dan buena cuenta de ello sus obras maestras Rio Bravo (1959) que prologaría su secuela El Dorado siete años después.

Remake o no, Valor de ley tiene el mérito añadido de superar a su predecesora, y pocas son las segundas versiones que puedan atribuirse esta virtud. Los Coen han logrado una adaptación fría y afilada pero, fiel a su estilo, pletórica en sentido del humor, para una historia que Hathaway llevó de la mano de la Paramount hacia el final de su carrera por terrenos visiblemente más edulcorados. Del sheriff que interpretara John Wayne es su día poco queda en su doble Jeff Bridges, porque el implacable y duro defensor de la ley es ahora, quizás mas fiel a la novela,  un caza-recompensas rudo y borracho que elimina cualquier vestigio moralista patente en la versión anterior. Y la adolescente dulzona que marca las pautas a seguir en un violento mundo de hombres se transforma en una jovencita inteligente y testaruda, ávida de venganza, cuya experiencia marcará y condicionará su existencia futura y que, a pesar de sus 14 años (no tienen edad de tomar café, como dice en un momento de la película), no se ve condicionada para empuñar un arma capaz de quitar la vida en cualquier momento.

Desconocemos qué opinaría Wayne si levantara la cabeza, pero es indudable que los Coen han logrado un excelente film de género sin abandonar las pautas clásicas ni su sello personal. Todo un respiro para los incondicionales seguidores de su carrera, que francamente hemos abordado sus últimos años con serias reservas.

Winter´s Bone (Debra Granik)


Entre tanto largometraje de magnánimo presupuesto se codea para los premios de la academia de Hollywood, tal como lo hiciera Slumdog Millionaire en su día con asombroso éxito, esta cinta independiente premiada en el último Festival de Sundance, de la casi desconocida pero interesante Debra Granik. Winter´s Bone cuenta la historia de Ree, una muchacha de 17 años, sorprendentemente interpretada por Jennifer Lawrence, que vive con sus dos hermanos pequeños y una madre en estado catatónico. A Ree le gustaría alistarse en el ejército, pero no puede abandonar a su familia. Una buena mañana aparece un oficial de policía comunicándole que su padre ha salido de la cárcel en libertad condicional, para lo que ha puesto como fianza la casa donde viven. Si no se presenta cuando le corresponde, el Estado ejecutará la fianza y se quedarán en la calle. Ree comienza la búsqueda de su padre, envuelto en turbios asuntos de drogas entre clanes de la región montañosa de Ozark, perdida en el Missouri, un recodo en la profundidad de los Estados Unidos que parece que el tiempo ha pasado por alto y la ley puede controlar a duras penas. El peso de un majestuoso paisaje natural choca de frente con los vestigios de una vida humana semi-apocalíptica, restos de basura apilados alrededor de maltrechas cabañas y coches quemados en signo de venganzas junto a  caminos asfaltados con prisa. La necesidad de encontrar a su padre sumerge a Ree en el negro corazón de los Orzak, una odisea inquietante y devastadora de proporciones casi bíblicas. Códigos tácitos de honor protegen a la vez que amenazan a Ree mientras persigue su forzoso objetivo a fin proteger lo único que posee y sacar adelante a su familia. Las gentes le advierten que debe dejar de hacer preguntas y dar marcha atrás mientras todavía esté a tiempo, pero Ree no tiene otro remedio que seguir adelante.

Adaptación de la novela homónima de Daniel Woodrell, la película se sostiene a base de ritmo pausado, injustificadamente pausado en algunos momentos, y tiene como centro el drama psicológico de sus personajes, plagado de primeros planos abrumadores que penetran en las oscuras almas de cada uno de ellos. Todos los actores están excelentes y logran interpretaciones creíbles, en especial la protagonista, que se mete en el bolsillo a la audiencia desde el primer momento con su cara angelical y su natural inocencia. El sonido de cuervos, búhos y perros que ladran encadenados, el viento agitando los árboles y la magnificencia del helado paisaje en general, que recuerdan bastante a Frozen River, constituyen uno de los pilares principales del film. Y como en Frozen River, familias rotas adaptadas al medio natural y sacadas adelante por mujeres que ejercen de auténticas heroínas ante la ausencia masculina para no perder sus hogares y sus familias, se baten en un duelo vital entre viejas y arraigadas deudas y disputas familiares que encaminan ambos films al thriller dramático con un ligero toque noir. El drama de la infancia, niños que tienen que sacarse adelante a sí mismos en un mundo absolutamente hostil, ante el que necesitan ocultar el abandono de los adultos para no ser víctimas de la amenazante separación, me trajo a la mente la impresionante película del japonés Hirokazu Koreeda, Nadie sabe: la escena donde Ree enseña a disparar a sus dos hermanos, a cazar ardillas, despellejarlas y sacarles las tripas para comérselas, es sencillamente sobrecogedora. Aprender a sobrevivir solos y contra todo, sin lágrimas, golpes bajos al espectador ni sentimentalismo barato, resulta terrorífico a la hora de mostrar las verdaderas emociones. Si hay un techo bajo el que cobijarse o un plato que llevarse a la boca se reduce exclusivamente a ella, emocionalmente sensible pero dura como una roca si se trata de aceptar un no como respuesta. No es la película del año, ni seguramente lo pretende, pero tardará en borrarse de mi retina.

Side Street, de Anthony Mann

Al hilo iniciado en el anterior post, películas de bajo presupuesto que llegan a sorprender, me senté a ver Side Street, dirigida por Anthony Mann en 1950, una de las últimas que rodaría dentro del género negro junto al director de fotografía Joseph Ruttenberg, responsable, entre otros, de manejar la cámara en trabajos como Luz de Gas (George Cukor, 1944), Mrs. Miniver (Willyam Wilder, 1942) o más tarde Gigi (Vicent Minelli, 1953). Con los años ambos, director y cámara, se convertirían en dos de los nombres de más prestigio del cine de género. A partir de 1952, Mann da un viraje a su trayectoria decantándose por el western. Este cambio de rumbo hacia la producción de sus propias películas se hace, sin embargo, conservando ciertas reminiscencias de su paso por el cine negro, con James Stewart como protagonista y por un período relativamente breve, porque hacia final de la década abandona Hollywood para trabajar en Europa en películas épicas de gran presupuesto, como El Cid (1961) o La caída del imperio romano (1964).

Cuando Side Street sale comercialmente a cartelera en 1950, la pareja protagonista, Farley Granger y Cathy O’Donnell, acaba de estrenar solo unos meses antes They Live By Night (Los amantes de la noche), dirigida por Nicholas Ray, lo que probablemente restó créditos a la película de Mann, dada la repercusión mediática de su precedente. Side Streeet tiene una marcada orientación de La ciudad desnuda (dirigida por Jules Dassin, 1948): comienza con vistas aéreas de la ciudad de Nueva York y se sirve de un narrador que mediante voz en off conduce al espectador, iniciándole al argumento y meditando sobre la vida de los habitantes de la ciudad y la complicada situación de Joe, el protagonista, un cartero al que le surge la tentación de robar 200 dólares para salir de las dificultades económicas que atraviesa. Cometido el delito, encuentra, para su sorpresa, que los 200 resultan ser 30.000, y es entonces cuando comienza el largo y oscuro descenso hacia los problemas para Joe Norson. El dinero que ha robado, aunque él todavía no lo sabe, es parte de un chantaje entre un abogado corrupto (interpretado con aplomo férreo por Edmon Ryan) y un ex-convicto (James Craig). Al bueno de Joe, el simple hecho de ver semejante suma le provoca un profundo sentimiento de culpabilidad y planea devolver de inmediato el dinero para recuperar su vida, austera, de trabajo precario y escaso dinero, pero normal en definitiva. A partir de aquí, un cúmulo de circunstancias convierten al film en una carrera entre la moralidad de Joe y el submundo de violencia, chantaje y corrupción de los bajos fondos neoyorkinos.

Entre los temas favoritos de Anthony Mann siempre ha estado el sufrimiento de sus personajes. Con la característica de que los protagonistas de sus películas soportan esa violencia con un sentido cercano a lo poético, subrayado casi siempre por la fotografía, claustrofóbica, que ayuda a crear una atmósfera cercana al simbolismo expresionista. El pánico, la culpa y la inseguridad son palpables en el rostro de Joe, que pasa casi toda la película empapado en sudor mientras trata de deshacer su propio mal. Y es que Joe Norson no quiso nunca robar 30.000 dólares. Como él dice, 200 hubiesen sido perfectos para pagar un médico a su esposa (que está a punto de tener un bebé) en una habitación privada de un hospital, en lugar de conformarse con la caridad de la beneficencia. A él le gustaría ese abrigo de visón que ve cada mañana de camino al trabajo en un escaparate, poder llevarla a Paris. Pero en última instancia son solo sueños, sus aspiraciones  son más modestas, como las de la mayoría de la gente. Tener una casa propia, mantener a su familia, no tener que vivir con los suegros, por buena gente que sean. El policía amigo de Joe le confiesa su intención de retirarse anticipadamente, marcharse a Florida, ahora o tal vez nunca. Otro, degradado en su profesión, era eso o ser despedido. Hasta uno de los chantajistas se entusiasma con el dinero que ha robado porque le servirá para costear la educación universitaria de su hijo. Todos los personajes de la película, policías, criminales o cantantes de cabaret tienen en definitiva las mismas modestas aspiraciones.

Lo que hace que Side Street se haya convertido en película de culto no es tanto el argumento como la capacidad de Mann para explorar la violencia como factor intrínseco a la psicología de los personajes, mediante un ejercicio estilístico de gran fuerza expresiva y una puesta en escena volcada en el verdadero protagonista del film: la ciudad de Nueva York. Porque todo este simbolismo poético queda inmerso en el entorno realista de la gran urbe, donde los personajes aparecen pequeños y sus metas, insignificantes. El film cuenta con un buen número de localizaciones, ángulos inusuales, objetos y personajes meticulosamente colocados, fuertes contrastes de luz y oscuridad, picados, contrapicados, cambios de profundidad de foco, y una carga mayoritaria de escenas rodadas en exteriores, procurándose Mann de que en cada plano los rasgos de Nueva York resulten bien visibles: a través de la ventana de una casa, desde el tejado de un edificio o desde el interior de un despacho, como fondo de una conversación que discurre en el banco de un parque o a bordo de un vehículo, la película se mueve al ritmo que marca la ciudad.

El enfrentamiento  final, alternando entre vistas aéreas (de calles imposiblemente estrechas en las que deambulan coches diminutos) con el interior de un taxi, es una de las mejores persecuciones policiales vistas en el cine clásico. Los cambios de ángulo crean un efecto claustrofóbico y de desorientación tal, que Manhattan queda transformada en un enorme laberinto de cemento, calles y sombras para acabar desembocando en el mismo punto donde todo comenzaba. En definitiva, se representa un mundo altamente moral (aderezado con una historia de amor bastante fuera de los parámetros del género), donde un paso en falso te puede llevar, inexorablemente, al abismo. A medida que avanzan los minutos, Nueva York dejar de parecer el reflejo resplandeciente de la promesa del sueño americano, y en la escena final se convierte en un estrecho y oscuro desfiladero, «una jungla arquitectonica donde«, como dice el narrador al comienzo, «tiene lugar la caza del hombre por el hombre«.

El demonio bajo la piel (The killer inside me), Michael Winterbottom (2010)

Michael Winterbottom es uno de los directores más eclécticos del actual panorama europeo. A ritmo de una película por año y aventurándose cada vez en géneros distintos, cada una de sus propuestas es una auténtica caja de sorpresas. Su cine nunca deja indiferente y es habitual entre la crítica opiniones encontradas para todos los gustos. The killer inside me se presentó en el pasado Festival de Berlín como no podía ser de otro modo: denostada por muchos, alabada solo por algunos. Idéntico resultado ha obtenido allá donde se ha estrenado. Estaba deseando poder ver esta película porque, hasta ahora, pocos son los trabajos de Winterbottom que me hayan defraudado y casi siempre logra sorprenderme.  Además me intrigaban las reseñas que a lo largo de estos meses he podido ir leyendo, sobre lo brutal que resultaban algunas escenas.

La verdad es que brutal, en cuanto a violencia, desde luego, lo es. Además se trata de una violencia muy poco contenida, nada de ficción y palomitas, hay escenas poco fáciles de digerir. La película es una adaptación cinematográfica de la novela homónima de Jim Thompson, uno de los autores de género negro norteamericano más importantes del siglo XX. Cuenta la historia del ayudante del Sheriff, Lou Ford (Casey Affleck), que ejerce en un pequeño pueblo al oeste de Texas. «El problema de crecer en un pequeño pueblo es que todo el mundo piensa que sabe quien eres«, dice Lou en un momento de la película. Y es que Lou Ford lleva una doble vida. La cortés reputación de caballero que tiene entre los habitantes del pueblo, donde ha vivido desde que nació, oculta la verdadera naturaleza de un hombre perturbado y extremadamente violento, un sádico asesino que un buen día tropieza con una prostituta local (Jessica Alba) que no hace ascos a su sadismo. Pero el asunto se le va de las manos y una cadena de asesinatos comienza a desencadenarse mientras trata de ocultar cualquier huella que conduzca al fiscal del distrito a sospechar de él.

The killer inside me es una película que se presta a la crítica fácil de misoginia y violencia gratuita. Crítica absolutamente superficial pues Winterbottom no hace sino adaptar una novela y demostrar un gran estilo cinematográfico y de dirección a la hora de retratar de manera bastante fiel tanto la psicología del personaje como el ambiente y el aroma de un pueblo tejano en los años 50. Como thriller dramático, la película funciona perfectamente. Es áspera, sombría, con buenas interpretaciones, montaje más que correcto y bien dirigida. Winterbottom captura, además, el ambiente de época en numerosos detalles, ayudado por la música country que acompaña toda la película.

La trama, aunque está narrada de manera lineal en el tiempo, hace uso ocasional del flashback y de una serie de saltos que complican el formato al espectador, y muchas escenas comienzan a comprenderse del todo cuando ya ha transcurrido algo de tiempo desde el inicio. Este requerimiento de cierto esfuerzo, unido a algunas escenas eróticas de corte sado-masoquista explícito son características que, con bastante probabilidad, han tenido como consecuencia el rechazo de un sector de crítica y público. Es cierto que son duras de ver y algunas rozan un grado de violencia perturbador. Sin embargo, la manera en que todo sucede no es gratuita, ya que contribuye a que el lado oscuro de Lou Ford sea creíble y nos permite comprender  los entresijos de la mente psicótica del protagonista. A este objetivo se añaden los diálogos interiores de Lou, elaborados con un negrísimo sentido del humor, unas actuaciones espléndidas y el buen hacer de Winterbottom para mantener el pulso de una película que parte de un guión que muestra  casi todas sus cartas en los primeros minutos. Desde la segunda escena sabemos que el protagonista es un asesino demente y sus preferencias sexuales, sin embargo,  Winterbottom  consigue llevarnos por el camino menos esperado: creemos que sabemos qué sucederá pero casi siempre estamos equivocados.  Y hecha la advertencia de que se enfrentan a uno de los films noir más sádicos y gráficos que se han hecho recientemente, quienes se atrevan con ella tienen asegurado 108 minutos pegados al sofá tras los cuales podrán sacar sus propias conclusiones. Por mi parte, una película notable.

Plano secuencia (18): Joseph H. Lewis, Gun Crazy

«Convoqué a todo el equipo de rodaje para explicarles qué quería hacer: «Me gustaría empezar con una señal que diga ‘Bienvenidos a Hampton’, a una milla de la ciudad. Luego cruzamos la ciudad; el chico y la chica hablan, les hacemos entrar, atracar el banco; hacemos que ella tope con el policía en la calle; que hablen; ella le deja inconsciente; suben al coche y se marchan con el botín; salen de la ciudad, con una señal de ‘Está saliendo de Hampton’ a una milla. Y teniendo en cuenta todo el diálogo que hay en el guión, quiero hacerlo en una sola toma». Usamos la parte delantera del mismo Cadillac, pero de un modelo alargado, uno de ésos con más asientos traseros para poder llevar a mucha gente. Sacaron todos los asientos. El técnico de sonido estaba detrás con un equipo móvil. En toda la parte trasera de aquella especie de camioneta o autobús había placas engrasadas de contrachapado, de 2×12. Encima pusimos una cabeza de cámara sobre una silla de montar, y el operador iba sentado en la silla, y para rodar los travellings simplemente le deslizaban en silencio por esas placas engrasadas. Sujetos con correas al techo del vehículo había dos técnicos de sonido con micrófonos, y dentro del coche, pequeños micrófonos de botón que registraban todos los sonidos. Cruzamos la ciudad, y antes de rodar la toma les dije a Peggy (Cummins) y a John (Dall): «Vamos a ver, ya conocéis el objetivo de esta escena. No tengo diálogos porque no hay nada que escribir excepto las palabras que hay que decirle al policía. Éstas ya están acordadas. El diálogo que aportéis consistirá en lo que vayáis viendo. Entráis en una ciudad extraña y si hay gente en el camino, hablaréis de eso». Esos dos chicos eran maravillosos. Lo hicimos en una toma. Y a las 10 de la mañana ya habíamos terminado.»

*Extraído del libro ‘Cine Negro‘ de Taschen.

Parece increíble que una de las escenas más famosas del género se rodase con tanta improvisación. Estos días que han sido festivos he vuelto a ver «Pulp Fiction» y constantemente venía a mi mente, sin relación aparente alguna, el film de Joseph H. Lewis, Gun Crazy (El demonio de las armas). Seguramente poseen en común esa energía característica de las películas de género negro que se califican dentro de la serie B. La narrativa es simple: un chico (John Dall) obsesionado con las armas de fuego crece hasta convertirse en un experto tirador. Comienza a cometer delitos cuando aparece en su vida una mujer (Peggy Cummins), auténtica femme fatale de dudosa moralidad. El elemento femenino, de gran alcance en el género (se me ocurre ahora la leyenda de Bonny and Clyde) interviene en el rol de la película para desencadenar una narativa furiosa y rápida que no permite al espectador relajarse un solo momento. Travelings, picados, contrapicados y planos secuencia se suceden de modo realmente imaginativo. Y todo con un presupuesto minúsculo. Ahora me estoy acordando de La matanza del día de San Valentín, de Corman. Otra que hace demasiado tiempo no veo.

*Capturas extraídas de la web Noirestyle

 

Chloe, de Atom Egoyan

Cualquiera de los que me conocen o son asiduos de este blog saben de mi admiración por el cine de Atom Egoyan. Aunque sus películas no se parezcan argumentalmente entre ellas, tienen como trasfondo común el retrato de las contradicciones humanas, a medias entre la comedia pesimista (casi nunca exenta de un fino sentido del humor) y el drama inquietante que hay que ir recomponiendo como un puzle, a lo que suma cierto grado de claustrofobia provocada por el sufrimiento psíquico, las mentiras, la obsesión sexual o el dolor, en personajes desgarrados por las ausencias que se mueven en laberintos de variadas interpretaciones en las que, necesariamente, entra en juego el  esfuerzo del espectador. Ya iba siendo hora pues (me dije) de que las distribuidoras se decidiesen a desempolvar este su último film, realizado a mediados de 2009, y por fin se estrenase en nuestras pantallas. Poco que ver, sin embargo, Chloe con su estilo anterior. Atom Egoyan decide aparcar casi todos los parámetros habituales y optar por un film muchísimo más convencional, en el que por primera vez no es autor del guión (remake de la francesa Nathalie, escrito por Erin Cressida Wilson, Retrato de una obsesión), y coproducida entre otros por Ivan Reitman (en su haber, Cazafantasmas o Poli de guardería). Bueno, vamos a ver qué tal se desenvuelve Egoyan en una película mucho más comercial, a favor de un guión más sencillo para la audiencia y en forma de thriller dramático que pintaba, en principio, ciertos paralelismos estéticos con su Exótica de 1994.

No se puede negar que a la película se le ve el oficio de Egoyan: en la estética, en sus suaves movimientos de cámara, en la utilización de ciertos elementos del espacio, como los espejos, a través de los que tamiza la realidad, en la habilidad para exprimir como pocos las capacidades naturales del elenco, y en esa forma fascinante en que retrata el subconsciente de represión y fantasía sexual de los protagonistas con paisajes panorámicos del Toronto-clase-media como telón de fondo. Pero en el planteamiento de la trama, lo más flojito de la película, no se puede decir que se reconozca el estilo del director, tanto por el contenido como por el exceso de evidencia al espectador. Los protagonistas son un trío compuesto por Liam Nelson en el papel de cuarentón seductor  y Julianne Moore interpretando a la esposa (profesional, ginecóloga y bajo gran presión social). A ella (que no a él), en plena crisis de madurez, le asisten serias dudas sobre su atractivo físico (incomprensibles dudas en este caso, por cierto) que le llevan a desconfiar de la fidelidad de su marido. El trío viene a completarlo una crecidita Amanda Seyfried (Chloe), prostituta de lujo contratada por la médico (a modo de femme fatale) para comprobar si el marido caerá en la trampa de seducción cuando se le pone el caramelo delante de las narices. No hay puzle a recomponer ni nada que no se vea directamente en la pantalla, cumpliendo en este caso Egoyan con lo que seguramente pretende, un guión lineal y más comercial al que no hay que buscar más de lo que vemos, a excepción de un par de vueltas de tuerca con las que se construye la trama que, además, vemos venir de lejos, porque hay cierta intencionalidad (tramposa) por parte del director en dirigir (valga la redundancia) al espectador a la sospecha. La cosa deriva en romance lésbico previsible y poco sostenible (prostituta se rinde, enamorada del cliente, clienta en este caso) hacia el meridiano del film, y en trasfondo moralista (este menos previsible, tratándose de Egoyan) a la hora de concluir: ser desconfiada, y encima infiel, solo puede acarrear graves trastornos en la estabilidad de tu pareja y en consecuencias desastrosas para tu familia. Lo menos perdonable es el conjunto de topicazos que sostienen la película: mujer físicamente invisible a partir de la cuarentena, cuya máxima preocupación vital es no ser abandonada por su media naranja, el hombre cuyas canas multiplican las supuestas capacidades seductoras varoniles a la hora de correr detrás de una minifalda veinteañera.

Chloe se ha descrito en los medios como un thriller sexual. Cierto es, pero las escenas eróticas no pasan de contenido apto para mayores de 15 o 16 años. Los que vayan a ver cacha encontrarán poca ternera  y bastante bisturí, porque el juego de seducción entre ambas mujeres consigue su culmen fundamentalmente en el lenguaje no verbal, aunque es buen punto de apoyo el morbo que le produce a ella la descripción que hace la joven de la presumible relación con su  marido. Pero son las miradas y las insinuaciones (aquí es todo Egoyan) el principal elemento del juego erótico, acompañadas de fetiches muy propios del cine de Egoyan: la aguja del pelo que abre y cierra la relación entre las dos mujeres o los espacios íntimos como componente de la excitación que provoca en Chloe conocer en directo la alcoba de la casa, por citar algunos. La película se sostiene en estos puntos fuertes y  en una excelente (y seductora) interpretación de las dos mujeres protagonistas, mientras el guión suena a thriller fatalista y a moralina retro rematada con final que, para colmo, llega a invadir el género rosa, por fortuna ya desfasado para muchos cineastas independientes al  otro lado del Atlántico.

Plano secuencia (17): Mike Figgis, Time Code

Time Code es una innovadora película, rodada en el año 2000, que por aquel entonces supuso un hit revolucionario, ya que antes de la fecha a nadie se la había ocurrido utilizar la técnica que emplea. Mike Figgis, el mismo que conocía la fama por «Leaving Las Vegas«, rodó la película  narrando cuatro historias separadas pero que podemos ver al tiempo, al estar dividida la pantalla en cuatro cuadrantes donde se desarrollan a la vez concluyendo en un único final. No está mal como innovación decidida a romper con todos los esquemas tradicionales de cien años de cine. Las cuatro historias están además rodadas en un único plano secuencia de 93 minutos mediante cámara digital, sin efectos de iluminación ni de montaje. Se puede ver desde diversos ángulos a la misma persona, algo así como el efecto de una cámara de seguridad, y para culmen de experimentación al elenco solo se le dio una idea general de la estructura básica de las escenas, dejando el resto a la improvisación de los actores.

Los actores, entre ellos Salma Hayek, Jeanne Tripplehorn, Stellan Skarsgård, Holly Hunter, Saffron Burrows, Kyle MacLachlan, Julian Sands, Richard Edson, Glenne Headly, Leslie Mann, y Steven Weber, improvisan en torno a un relato libremente estructurado que les obliga a hacer ciertas cosas y estar en determinados lugares a determinadas horas, todo ello sincronizado hasta el milisegundo. Viendo la película una tiene la sensación de que Figgis tiene perfectamente planificado hacia qué cuadrante dirigir la atención del espectador, haciendo uso del sonido para atraer esa atención hacia un determinado momento mientras en otros se puede prestar atención a las cuatro tomas al ser el mismo personaje enfocado desde distintos ángulos el que aparece en las pantallas, lo que además nos da pistas sobre cuanto sucede por delante de lo que conoce el personaje. Sin embargo, es una pena que la película esté plagada de numerosas imperfecciones y errores garrafales, como ver la cámara reflejada en espejos y escaparates en determinados momentos, o situaciones claves de la trama a los que no se les presta atención porque al mismo tiempo, en otro cuadrante,  Salma Hayek protagoniza una escena de carga sexual elevada. Con todo, resulta interesante como experiencia narrativa y creativa original, y es con toda probabilidad el trabajo más meritorio del director hasta la fecha.

Argumentalmente, la película es una crítica radical a la meca del Cine, aunque no va más allá de la que hiciera Robert Altman en su día, con la que además de la similitud en la temática también tiene el nexo del uso del plano secuencia en el rodaje. En España se presentó en el Festival de Sitges fuera de concurso, en versión original a palo seco, sin subtítulo alguno, elemento que por otra parte hubiese resultado difícil de digerir en cuatro momentos a la vez. Como experiencia cinematográfica funciona siempre que el espectador se preste a poner de su parte cierto esfuerzo de concentración para no perderse algunos detalles claves para la trama.  Time Code nunca obtuvo una gran audiencia ni la benevolencia de la crítica, pero si se atreven con el inglés resulta una experiencia que, sin ser perfecta, sí es diferente a lo que tradicionalmente nos ofrece el cine, porque como declaraba Figgis en su día a algún medio de comunicación, cada espectador ve en realidad una película distinta aunque estén sentados en la misma sala.

Caza a la espía (Fair Game), de Doug Liman

A estas alturas del panorama internacional, pocas dudas caben que jamás existieron las supuestas armas de destrucción masiva que sirvieron como excusa para la invasión de Irak. Pero si nos remontamos a 2003, a poco que hagamos el ejercicio de memoria, recordaremos que este era el motivo que esgrimía la administración Bush para, por un lado, conseguir la intervención activa del máximo de países aliados y, por otro, ganarse a la opinión pública norteamericana calentada previamente, dos años atrás, por los sangrientos atentados del 11 de septiembre.

Caza a la espía es la historia de Valerie Plame, mujer de cuarenta años, dos hijas y agente de la CIA con dieciocho años de servicio a sus espaladas. Los servicios de Valerie (Naomi Watts), como los de tantos otros agentes, fueron requeridos por aquellos años, en el caso que nos asiste para una misión en Níger, con el objetivo de investigar si en ese país se fabricaban componentes que servirían posteriormente para la fabricación de uranio con destino Irak. Tras meses de investigación, en los que no se escatimaron medios económicos ni humanos, la CIA presentó informe negativo sobre dichas actividades, no habiendo encontrado ningún vestigio que alimentara la idea de la existencia de dichas armas de destrucción masiva ni en Irak ni en los países aliados de Sadam. A pesar del informe negativo, el gabinete Bush comenzó a bombardear Bagdad bajo este argumento, motivo que lleva a Joseph Wilson (Sean Penn), marido de Valerie y periodista de profesión, a publicar un artículo en el prestigioso  New York Times denunciando las razones del Pentágono. La contrarréplica no se hizo esperar, y a la semana siguiente, Robert Novack, prestigioso periodista conservador, se desmelena en un ataque personal contra la figura de Valerie en un artículo que recuerda aquellos de la época de la caza de brujas donde cualquiera que osase contradecir los dictados presidenciales podía ser condenado por el comité de actividades antiamericanas. Pero desvelar la identidad de un agente de la CIA es, en Estados Unidos, un delito penado con 30 años de cárcel, por lo que la necesaria investigación sobre quién filtro a Novak la identidad de la agente terminará por abrirse a pesar de los intentos del neoconservadurismo por impedirlo. Finalmente, ninguno de los cerebros de la operación contra Valerie fue condenado, cargándole el muerto a un tal Lewis Libby, jefe de uno de los departamentos del gabinete de prensa presidencial, al que le cayeron 30 meses y que posteriormente fue indultado descaradamente por Bush. Una jugada perfecta en la que nadie fue condenado y se continuó con la estrategia planificada en Irak mientras todos se salían de rositas del asunto, a excepción de la carrera profesional de Valerie y la de su marido.

Tras unos años en la sombra, Valerie Plame publica, en 2007, unas memorias que son las que han servido de base para el guión de esta película. La película es un thriller de denuncia política en la línea de otras tantas que allá por los años 70, en plena Guerra Fría y tras el fiasco de Vietnam, produjera Hollywood. Films como «Los tres días del cóndor» o «Todos los hombres del presidente«, elaborados desde un género cinematográfico capaz de llegar al público mayoritario y que desvelaban, sin excesos, algunos aspectos no demasiado honestos de la política internacional norteamericana. Sobre este esquema, Doug Liman, que recordarán por «El caso Bourne«, construye una interesante película que vale la pena ver, ya que seguramente sea una de las propuestas más interesantes que últimamente nos ha traído el cine comercial americano. A pesar de ello, hay que decir que se trata de un producto bastante irregular en cuanto a dirección, que comienza con un ritmo espectacular, rozando lo frenético y dejando poco espacio para la reflexión y el descubrimiento de las situaciones por el espectador, y termina sin embargo haciendo del drama su principal baluarte, exhibiendo las consecuencias de la perversa actuación de la Casa Blanca en lo que a la vida privada de los protagonistas, familiares y amigos se refiere. La película está plagada, como no podía ser de otro modo, de todos los clichés habidos y por haber que gustan al público norteamericano. La guinda la pone el discurso que Sean Penn se marca ante una joven y atenta platea, todo dentro del excelso patriótico que se podía esperar en un film de estas características. Naomi Watts, por su parte, añade otra excelente interpretación a su currículum, un papel complejo en el que combina la dureza de las connotaciones propias de su trabajo con tintes muy opuestos en su vida privada, de los que la Watts sale perfectamente librada. Asombroso, además, el parecido de la actriz con el personaje real protagonista de esta historia.

Plano secuencia (15): Robert Altman, The player

Dentro de la recopilación de planos secuencia que hace un tiempo viene trabajando este blog, merece la pena mencionar la escena inicial de la película The Player (El juego de Hollywood, en España) que Robert Altman rodaría en 1992, en un momento ya tardío de su carrera cinematográfica. Robert Altman es, por derecho, uno de los exponentes más importantes del cine independiente norteamericano. Tras una década marcada por purgas y depuraciones que afortunadamente no llegaron a alcanzarle, Altman conoce la cumbre de su trayectoria en la los 70 y comienzo de los 80, con títulos como Nashville, Mash, California Split o Los vividores. Cuando rueda The player, su carrera ya ha alcanzado un reconocimiento considerable, permitiéndose esta comedia negra y corrosiva sobre el mundo del cine en Hollywood que, décadas atrás, le hubiese constado serios problemas con la legalidad vigente por aquel  entonces.

La película es una comedia coral, de las que tanto gustaban a Altman, y su trama principal versa sobre un productor (Tim Robins) que recibe amenazas de un guionista al que en su día no quiso contratar. Tras una acalorada discusión, el productor le mata accidentalmente, desencadenándose un entramado de situaciones encaminadas a ocultar y evitar la culpabilidad de Robins, ya que supondría un serio varapalo para unos estudios en seria crisis financiera. Además de evidenciar, de modo ciertamente cínico, el mercantilismo que mueve la industria del cine  en Hollywood, muchos críticos vieron en su día un ejercicio de cine dentro del cine en The player. Sin embargo, en opinión de la que escribe, poco de esto tiene la película, que más bien podría decirse se trata de un juego de personajes, reales o ficticios, dentro del entramado del negocio de Hollywood. En realidad las referencias a otros cineastas o a la historia del cine son muy rápidas, como carteles de películas clásicas o fotografías, siempre al hilo del guión, o incluidas en alguna conversación,  como en la escena inicial, sobre el plano secuencia que rodara Orson Welles en Touch of evil. En cambio, hay muchas  referencias al papel de otras figuras: productores, guionistas y, sobre todo, a actores,  como piezas con las que juega el negocio del cine, con abundantes cameos, muchos de ellos interpretándose a sí mismos, como en el caso de Nick Nolte, Jack Lemmon, Julia Roberts, Bruce Willis o Cher entre otros.

Una de las  escenas más elaboradas de The player es esta inicial, un largo plano secuencia que nos introduce desde el primer momento en el entramado de personajes con los que construye la película. La cámara sale de un interior y se eleva en un plano general del lugar donde nos encontramos. A partir de ahí persigue a los personajes, tanto a los que se mueven en el exterior como a los que permanecen dentro, a través de los cristales. Técnicamente no se trata de un plano demasiado complicado, su mérito reside en la cronometrada composición para mover todos los elementos, haciéndoles entrar, salir o desplazarse en una secuencia casi coreográfica. Son precisamente estos personajes, junto a la puesta en escena medidísima en cada plano y la corrosiva caricatura de las formas de vida norteamericanas, los ases con los que Altman mueve esta película que, por otro lado, resulta un tanto irregular y hace decrecer las expectativas en algunos momentos, para concluir ofreciendo un final, más bien varios, que a pesar de su carga de cinismo no deja de ser de típico producto made in Hollywood. Buena opción para un lluvioso sábado por la tarde.

Conocerás al hombre de tus sueños, de Woody Allen

El director neoyorkino, que a sus 74 años rueda una película por año, y ya anunciaba al terminar la recién estrenada que tenía concluido el guión  para la próxima, vuelve a la comedia de enredos centrada en las vidas entrelazadas y relaciones de dos parejas, esta vez, en Londres. No hay nada nuevo en Conocerás al hombre de tus sueños, una entretenida y divertida película, con algunas líneas expresivas y actuaciones dignas de su elenco. Matrimonios que dudan de su amor, profecías de una vidente que amortigua el drama de la madurez, maridos en crisis a la busca de plan renove, flechazos y adulterios, encarnan el drama de una especie, la humana, que en distintos escenarios temporales o geográficos continúa moviéndose en unas mismas pautas cuando se trata de hablar de amor, sexo, traiciones y otras debilidades que le son propias. Woody Allen recurre esta vez a los conflictos entre dos matrimonios de distintas generaciones: por un lado Alfie (Anthony Hopkins) en un intento desesperado de recuperar la juventud perdida y Hellena (Gemma Jones), que confía su futuro (entre culines, a ser posible de whisky) a una clarividente; por otro Sally (Naomi Watts), mujer de vida casi resuelta en el terreno profesional pero fracasada en el personal y Roy (Josh Brolin), aspirante a escritor que rozó el éxito precoz y ahora, a los ya veinti-dieciocho, sigue sin encontrar su lugar en el mundo.

Los personajes de Allen se mueven de nuevo en su tónica habitual de anhelo romántico, frustración, deseo e ilusión. El mismo título de la película reclama que muchas veces puede ser más sensato poner nuestras esperanzas en ilusiones que no en una realidad que inevitablemente resulta decepcionante. Comedia ligera desde el incuestionable talento de Allen para elaborar situaciones y diálogos capaces de arrancarte una carcajada y que se te quede helada en la siguiente secuencia, desemboca en un conjunto de escenas francamente divertidas, como la del médico venido a escritor arruinado proponiéndole el suicidio a la suegra, convenientemente convencida de su reencarnación, o la escena en la que Watts y Banderas se disponen -con distintas intenciones- a poner las cartas de sus sentimientos boca arriba.

No hay mucho más en la película. No negaré que me gustó, que me reí y pasé un buen rato. Hay cierto dejavú de algunos de sus mejores logros, y el buen hacer del viejo Allen está presente en numerosos giros y situaciones entre las que se ven envueltos sus personajes, unido a la madurez con la que aborda las mismas dicotomías cotidianas de muchas de sus películas, que seguro le otorga los años. Se echa de menos, y mucho, la evolución de esos personajes tal como imprimía antaño, seguramente la más poderosa arma de su cine. Desde que se viene moviendo detrás de la cámara y ya no actúa en sus películas, da la sensación de que juega a Dios con sus personajes, que han pasado a ser meras marionetas de circo en lugar de seres humanos lúcidos en constante contradicción con sus instintos naturales. La consecuencia es la esterilidad evolutiva de esos personajes, sus entrañables creaciones han dejado de tener vida propia y, frente a la brillantez con la que estaban construidos en muchos de sus trabajos, ahora nos entretiene con autómatas, piezas de juego que se mueven toscamente, insistiendo en la misma idea desde el inicio hasta el final. Alfie tiene la obsesión de vivir una segunda juventud, o Sally  jamás se pregunta a sí misma porqué todavía quiere ser madre con un patán egoísta. Josh Brolin, o Gemma Jones, Lucy Punch, Freida Pinto y hasta Antonio Banderas, todos interpretan sus papeles en un especial estado de gracia, pero parecen tener una sola nota que aportar a la pieza. Como narrador distante, Allen resuelve voz en off aquello que hoy ya no ofrecen con el lenguaje narrativo cinematográfico y resume la película antes siquiera de su comienzo: «La historia que van a contemplar está vacía y carece de pretensiones«. Oiremos esa misma voz en off supliendo cada una de sus carencias.