Carnage (Un dios salvaje), de Roman Polanski

La nueva película de Polanski mira hacia la falsedad y doble moral burguesas inmersa en la actual crisis de valores de occidente. Adaptación cinematográfica de aquello que siempre ha sido terreno exclusivo del teatro, poner las máscaras al descubierto, las máscaras con las que la vida nos muestra a sus personajes corrientes cuando se desenvuelven entre ellos. El telón que tarde o temprano siempre cae dejando en escena las miserias ocultas tras las falsas apariencias disfrazadas de cortesía y modales para una convivencia mantenida e interesada.

Un elenco de lujo, Kate Winslet y Jodie Foster, Christoph Waltz y John C. Reilly, juegan a ser dos parejas acomodadas de Nueva York, una de ellas interesada en el arte y más bien liberal en cuanto a actitudes políticas, la otra dentro de los cánones yuppies ocupados en abrigos de cachemir y menos exenta de puntos de vista reaccionarios, ambas en definitiva formas de vida de la nueva burguesía surgida de los mercados financieros. Ambas parejas tienen hijos de la misma edad y se reúnen tras una pelea de sus vástagos de 11 años en el hogar de los padres de la víctima para intentar una solución amistosa vía conversación.

La temperatura va subiendo hasta convertir la situación en una olla a presión ultracondensada, un pareja contra pareja, sexo contra sexo, gestos de complicidad sordos, falsos duelos, nada ni nadie está a salvo, aquí todos son inocentes y culpables, no hay demasiada diferencia ente pretendidos tutores legales de los derechos humanos y abogados de vendedores de medicamentos genéricos, pocos secretos esconde la naturaleza humana en lo que se refiere a su falta de altruismo y su incapacidad para escuchar cuando lo que impera es la coraza de los propios dogmas y una importante dosis de cinismo.

La búsqueda de una solución viable entre los dos muchachos, en este caso determinada por la capacidad de encuentro entre sus padres, se muestra en principio cortés, pidiendo y aceptando ese café con pastel de manzana y pera mientras intercambian carácter y experiencias. La maestría de Polanski convierte desde un principio la conversación, poco espectacular, hasta ordinaria, en foco de tensión subyacente entre dos pares de padres. El cinismo y hasta los insultos resuenan en cada frase sin perder la educación y los modales, cada cual a la hora de justificar al propio hijo. Lo que inicialmente parece inofensivo derivará en una escalada de violencia verbal cuando ambas parejas van dejando de lado, poco a poco, la compostura y sus respectivas máscaras.

Sin abandonar los cánones de un comportamiento civilizado hacia el exterior, asistimos al crescendo de la mejor subcultura burguesa donde las agresiones mutuas superan cualquier catarsis de explícita violencia cinematográfica. Cada diálogo es base para el siguiente, cada gesto está perfectamente adaptado y tiene su propio significado, aquí no hay nada superfluo, toda la película se desarrolla en un único escenario, en tiempo real, orquestada por un perfecto narrador que sabe cómo utilizar cada plano, corto o largo, cercano o más alejado, para expresar la tensión, la calma, la violencia contenida o la agresividad explícita cuando se traspasa el límite del debido respeto debido a los demás.

Poco más de sesenta minutos, un presupuesto que seguramente se lo hayan comido los excelentes actores, y toda el saber hacer de Román Polanski a la hora de retratar las obsesiones y comportamientos humanos dan como resultado una película inteligente, tal vez un poco sucia, pero seguramente de las comedias más negras de los últimos años, repleta de matices, interpretada por un puñado de fantásticos actores, mientras un guión potente deja en cada escena al descubierto las miserias de la idílica sociedad moderna. Convence minuto a minuto.

Another year, de Mike Leigh

En su nueva película, Mike Leigh cuenta cómo la gente hace frente al envejecimiento. Los protagonistas son Tom y Gerri, interpretados por Jim Broadbent y Ruth Sheen, una pareja de clase media que ronda los 60. Tienen buenos trabajos y llevan juntos varias décadas. Another Year les sigue durante el transcurso de un año: en primavera, entre sus empleos y el pequeño huerto que mantienen a las afueras del siempre lluvioso Londres, en verano dan una barbacoa, en otoño conocen a la novia de su hijo y en invierno llega la pérdida. Alrededor de su acogedora relación se mueven sus amigos, la excéntrica secretaria Mary (Leslie Manville), traicionada por los años, o el excesivo Ken (Peter Wight), que oculta tras el alcohol la tristeza de una vida de la que solo queda un trabajo que odia.

Another year es casi una película muda, un drama familiar sin violencia, donde algunas de las cosas más importantes que suceden se sobreentienden, nunca se dicen. No es por falta de diálogos, es porque aparentemente nada emocionante ocurre a excepción de un cúmulo de pequeñas escenas en las que afloran alegrías y desastres comunes de la vida cotidiana. Sin embargo, las emociones que fluyen son fuertes y profundas porque reflejan cosas que a todos nos importan: los padres y los hijos, la relación de la pareja o una vida vivida sola, la enfermedad y la muerte, preocuparse los unos de los otros.

Las estaciones del año, que Leigh envuelve en escenas melancólicas, son el verdadero generador del ritmo de esta historia, las mensajeras del paso implacable del tiempo. Another Year es un relato brillante, ágil e inteligente, que nos habla sobre la edad y el transcurso del tiempo sin caer en el kitsch o los clichés habituales. Sin subtítulos forzados, sin demasiadas explicaciones, una a una, las experiencias de los personajes impactan en la pantalla. La cámara se mueve poco, no hay panorámicas, no hay fundidos, tan solo cortes entre una composición y la siguiente. La muerte, la soledad, el abandono, los balances existenciales, expuestos con un fino y sutil humor inglés como telón de fondo, nos obligan a observar, a involucrarnos.

Mike Leigh tiene el don de capturar situaciones universales en los detalles de la vida cotidiana. En los pliegues de sus historias, entre las frases incompletas o diálogos aparentemente azarosos, envuelve una maraña de estados de ánimo y sentimientos evitando cualquier atisbo de moralismo o digresión fácil. Amor, complicidad, soledad, aislamiento, comprensión, miedo, dolor, desesperación… traspasan la pantalla a través de unos personajes magníficamente trazados en los que reconocemos, de una manera u otras, a la gente cotidiana. Al final, como en la vida misma, la soledad de unos es el contrapunto de la felicidad de otros, concluye una impresionante escena de cierre donde esa felicidad parece hasta opaca a los ojos de los excluidos. El cine y la vida más cerca. Una película magnífica, llena de sensibilidad y sencillez, tan compleja como tragicómica narrando lo extraordinario de la vida ordinaria, algo de lo que Leigh entiende mucho.

Lake Tahoe, de Fernando Eimbcke

Vuelta de vacaciones, vuelta a la rutina. Han sido días de desconexión casi total, sin horarios, sin ataduras, hasta llegar a no saber ni en qué día de la semana se vive. Ha habido tiempo para la lectura, para descansar, para ir al cine o para buscar esa película en internet que nadie se ha decidido a traer a nuestras salas -alguna ni a la venta en DVD- y tener tiempo para verla cuando apetece. Del cine, como cada mes de agosto, poco a destacar, excepción hecha de la que motivó la interrupción de mi descanso bloguero para recomendarla; me refiero a la argentina El hombre de al lado, formidable film que me he dado el placer de ver dos veces y que aprovecho para volver a recomendar.

Vía internet ha habido varios descubrimientos interesantes, uno de ellos Lake Tahoe, segundo largometraje de Fernando Eimbcke, de esas películas con las que una tropieza de modo accidental, curioseando rarezas por internet, anotadas cierto día en un pequeño bloc para llegada la ocasión rescatarlas de los pliegues de la memoria. Lake Tahoe se presentó en la Berlinae hace un par de años y también en el Festival de San Sebastián, fuera de la sección oficial. Pero su difusión ha sido prácticamente nula a excepción de  determinados festivales, a falta de saber la repercusión mediática que haya podido tener en su propio país, México.

La película parte de unas premisas francamente sencillas. Comienza con el sonido de un accidente de tráfico. Es Juan, un adolescente de dieciséis años cuyo viejo coche acaba de estrellarse contra un poste en medio de la nada. Juan recorre el paisaje casi vacio de algún lugar del interior de la península de Yucatán en busca de una pieza de recambio para su coche averiado, tropezando aquí y allá con una serie de personajes a los que pide ayuda, cada cual volcado en sus propias obsesiones: un anciano solitario que vive acompañado de su perro Sica, una chica de su edad que comparte el trabajo en la única tienda del pueblo entre un anticuado radio-casete y la atención a su bebé, un mecánico obsesionado por Bruce Lee o una ancianita que se dedica al proselitismo del advenimiento del Señor.

Juan va cruzando planos fijos encadenados en los que aparece por un lado de la pantalla para desaparecer por el opuesto. La cámara casi no se mueve, excepción hecha de alguna concesión ocasional al traveling. La acción se desarrolla en un solo día, de esos días que pasan como un sueño, en los que parece imposible que las cosas salgan del derecho porque la física se las ingenia para plagar de obstáculos el camino. Los diálogos son escasos, los precisos, y la banda sonora esta compuesta únicamente -excepto al final- por sonidos ambientales naturales y el continuo ladrido de los perros. Como una road movie, pero a pie, donde aparentemente nada de lo que vemos conduce a ninguna parte. Solo aparentemente, porque cuando se termina de ver la película reparamos en el sentido del comportamiento del personaje y en la reflexión hecha sobre la vida y sobre la muerte. En definitiva en que, sin darnos cuenta, esa cámara estática, esa fotografía sobria e insistente, machacándonos el árido paisaje y los pequeños detalles mostrados en cada una de las situaciones, terminan por levantar toda una epopeya de densidad dramática más que suficiente, invitándonos a otro modo de concebir el cine, pero también la comedia.

Los planos son amplios, largos y pausados, y cumplen su papel de expresión en la imagen de la misma problemática abordada en la narración. Narración cinematográfica, ni más ni menos. Las tensiones personales y generacionales están inmersas en esa tensión primitiva del protagonista, que se nos antoja minúsculo frente a la vastedad del entorno. Fernando Eimbcke nos presenta siempre el lugar antes que a los personajes porque en ningún otro marco podría desarrollarse una historia semejante. Esto le ayuda también a introducir un tipo de comicidad muy especial, en la que todo se puede ver amenazado por el surgir de un leve contratiempo, lo que provoca situaciones que rozan muchas veces el absurdo. No es un humor fácil, porque lo cómico se estrella constantemente contra la lentitud del conjunto y exige por parte del espectador una actitud de observación frente a lo que permanece a primera impresión inmóvil, tan solo roto por algunos fundidos a negro, bastante pronunciados, que parecen querer poner sobre aviso de la necesidad de una mirada más activa. Solo al final logramos comprender el hilo completo de cuanto se cuenta. Una propuesta muy arriesgada, alejada de clichés y de convencionalismos propios del cine más comercial, también de la comedia al uso, en la que merece la pena sumergirse porque el resultado es una historia muy bien construida que acaba por regalarnos una variada e ingeniosa paleta de emociones.

Midnight in Paris (Woody Allen, 2011)

Pureta, es el calificativo que te ganas cuando se te ocurre afirmar que ya no se hacen películas como antaño. El Cine clásico ha quedado para eso, para los clásicos que añoran el tiempo pasado. Hoy, el cine, la literatura y la cultura en general triunfan como medio exclusivo de entretenimiento, merchandising para las diversas y variadas industrias propulsoras. Cine que ya no deja huella, libros que han de contener una trama trepidante para ser vendibles, la cultura ha de parecerse cada vez más a un videojuego, pasa pantalla, sé el más rápido, mira y olvida. Algo parecido a los puretas de hoy le sucede a Gil, el protagonista de Midnight un Paris, no se siente a gusto en su mundo cotidiano, ni intelectual ni personal, entre una clase media de mirada chata para la que prima la hipocresía del compromiso social, de la pantalla de plasma, de la boda organizada a golpe de reloj y apariencia, del negocio inmediato, del éxito fácil y pragmático, la vaciedad cotidiana tantas veces imitada precisamente por el cine, hasta el punto de perderse con ella.

La suerte de Gil (Owen Wilson), esa especie de alter ego del propio Woody Allen, es ser un personaje de ficción, y dentro de una película se puede navegar en el túnel del tiempo cual Cenicienta y así, cuando suenan las campanas en la media noche de Paris, subirse al carruaje que le conduce a ese otro mundo no tan lejano desde una perspectiva histórica, donde aparecen personajes como Dalí o Buñuel, Picasso o Tolouse-Lautrec, Gaudin o Modigliani, escritores como Hemingway o Scott Fitzgerald o músicos como Josephine Baker o Cole Porter. Personajes que le inspiran, que le ayudan a escribir frente a la condena a la que le somete ser un escritor de éxito de Hollywood carente por completo de imaginación

¿Una mirada nostálgica al pasado? ¿Ida de pinza del bueno de Allen, quien ya anciano abriga la tesis de que cualquier tiempo pasado fue mejor? Mas bien no, más bien una lúcida mirada llena de humor al presente que nos rodea, a la mediocre ubicación de buena parte de la intelectualidad, al conformismo recalcitrante de la clase media, a las mezquinas ambiciones a la que nos abocan los medios, a la pedantería con la que demasiadas veces se usa la cultura (impagable papel,  el amante-rival) y a la condena cotidiana de todo cuanto se aparte del éxito inmediato y su correspondiente evaluación en beneficios económicos. Si esa mirada hacia lo que se está convirtiendo la sociedad se hace, además, desde la comedia y el oficio de Allen, hilvanando diálogos ingeniosos desde su especial habilidad, observando como muy pocos cineastas hoy son capaces los sentimientos y los avisperos amorosos a partir de un determinado contexto, pues estamos ante una de las mejores películas de la cartelera y uno de los films más brillantes de Allen de los últimos años, que nos recuerdan, no creo que Frank Capra se molestase por la licencia, Qué bello es el Cine y qué bonita está Paris cuando llueve.

Monsieur Verdoux (Charles Chaplin, 1947)

«Verdoux es un Barba Azul, un insignificante empleado de banco que, habiendo perdido su empleo durante la depresión, idea un plan para casarse con solteronas viejas y asesinarlas luego a fin de quedarse con su dinero. Su esposa legítima es una paralítica, que vive en el campo con su hijo pequeño, pero que desconoce los manejos criminales de su marido. Después de haber asesinado a una de sus víctimas, regresa a su casa como haría un marido burgués al final de un día de mucho trabajo. Es una mezcla paradójica de virtud y vicio: un hombre que, cuando está podando sus rosales, evita pisar una oruga, mientras al fondo del jardín está incinerando en un horno los trozos de una de sus víctimas. El argumento está lleno de humor diabólico, una amarga sátira y una violenta crítica social.»

(Charles Chaplin, My autobiography, 1964)

La historia de Monsieur Verdoux está inspirada en la vida de Henri Désiré Landru, también conocido como Barba Azul, un asesino en serie francés guillotinado en 1922 tras haber robado y matado al menos a 10 mujeres después de seducirlas. La idea del galán depredador que se casa con mujeres para posteriormente acabar con sus vidas ha aparecido en la literatura de manera recurrente y también en el cine, en películas de autores tan diversos como Chabrol (Landru, 1962) o Laughton (La noche del cazador, 1955). Orson Welles fue de los primeros que quisieron llevar a la pantalla la historia de Landru, y escribió un guión para que Chaplin lo interpretara. Pero en el último momento Chaplin decidió comprar ese guión y transformarlo dándole su propia interpretación. Algo que se aparta de la norma habitual de su obra, ya que hasta la fecha todas las películas habían sido escritas íntegramente por el propio Chaplin, motivo por el que en los créditos aparece la referencia «basada en una idea original de Orson Welles».

La película abre con Verdoux, ya ejecutado por sus crímenes, narrando desde la tumba:

«Buenas tardes. Como pueden ver, mi nombre es Henri Verdoux. Durante 30 años fui empleado bancario, hasta la crisis de 1930, cuando perdí mi empleo. Decidí entonces dedicarme a la liquidación de miembros del sexo opuesto, un negocio estrictamente comercial destinado a mantener a mi familia. Pero les aseguro que la carrera de Barba Azul no es nada rentable. Sólo un optimista impertérrito podía embarcarse en tal aventura. Desgraciadamente, yo lo era. El resto es historia.»

Película excepcional, muy bien dirigida y actuada a la perfección por el propio Chaplin. Verdoux ha pasado treinta años de su vida contando el dinero de los demás como empleado en un banco. Pero la crisis de 1929, que deja sin trabajo a millones de personas, le convierte en el banquero sin banco que ideará su propio modo de salir adelante, dedicándose a obtener ingresos despiadadamente a base de métodos sociópatas. Una comedia irónica y negrísima, paradoja de una sociedad hipócrita y arrogante, escandalosamente divertida por momentos, sentimental en otros, tan delicada como grave cuando debe serlo, que levantó ampollas tal vez por adelantarse demasiado a su tiempo, cuando se estrenaba en 1947. «Asesinar a una, dos o diez personas te convierte en un canalla, asesinar a millones tal vez en un héroe. Las cantidades santifican», dice el protagonista minutos antes de ser guillotinado. La moraleja: si la guerra es la extensión lógica de la diplomacia, el asesinato es la consecuencia natural de los negocios. La película llega incluso a incluir un montaje en imágenes que muestra a empresarios arruinados saltando por las ventanas o a Hitler y Mussolini codeándose. Chaplin no escatima en la rotunda condena del capitalismo y la agresión militar. Y mientras en Estados Unidos se había recibido con cierta simpatía la parodia del nazismo de El gran dictador, el asesino modesto -un simple aficionado comparado con la máquina de la guerra, tal como se declara antes de morir- figurado por Monsieur Verdoux, fue acogida con rechazo, retirándose de la cartelera pocas semanas después de su estreno e incluso prohibiendo su exhibición en algunos Estados. Chaplin se vio en situación de tener que dar explicaciones públicas sobre su orientación política y múltiples justificaciones acerca de su patriotismo: se abría el camino de su exilio político hacia Europa, en los años cincuenta.

Un borghese piccolo piccolo

Cine italiano de los 70, mezcla de comedia y cine político pero sin emitir denuncia o condena alguna, Un borghese piccolo piccolo funciona como radiografía costumbrista de una sociedad donde la recomendación, el favor debido y el comadreo mueven relaciones sociales ancladas en el más puro clientelismo. Una asombrosa Shelley Winters y un extraordinario (y desconocido) Alberto Sordi (porque su etiqueta son los papeles puramente cómicos) avalan el retrato tragicómico y oscuro de la época. Él interpreta a un modesto administrativo, funcionario ministerial; ella a su señora: aspiran a dejar en herencia el preciado puesto paterno a su único hijo, para lo que el padre no dudará en llegar a formar parte de una hermandad masónica, si es necesario, que se agota en los estrechos límites del grupo de empleados de la oficina donde trabaja, incluido el jefe, pero que garantiza un sistema cerrado de relaciones de casta que deja escasas o nulas alternativas a los excluidos.

Claro que todo se viene abajo cuando el hijo resulta accidentalmente asesinado por unos chorizos que pretenden atracar una sucursal bancaria en el preciso momento en que se dirige a presentarse a la oposición de rigor (porque lleva las preguntas en el bolsillo), y el piccolo padre-funcionario se encuentra en el brete de no poder vencer la burocracia más allá de su propia oficina, siquiera para obtener un ataúd con el que dar digna sepultura al hijo. Crecido por su propia ira se transformará de víctima en verdugo, tan inevitablemente loco como la sociedad de la que procede.

Mario Monicelli, considerado  el padre de la comedia italiana, impulsor de las carreras de algunos de los símbolos del cine en su país (Alberto Sordi, Totó, Sophia Loren, Anna Magnani o  Virna Lisi), fallecía el pasado 29 de noviembre, a los 93 años, tras lanzarse por la ventana, desde un quinto piso, del hospital de Roma donde era tratado de cáncer de próstata.

Sus personajes, siempre condenados al fracaso cómico, son seres sencillos inmersos en un mundo dirigido por fuerzas que les son hostiles e incomprensibles, frente a las que carecen de los recursos y las habilidades necesarias para enfrentarse sin ser apartados o destruidos. La película retrata con pasmosa crueldad la forma de ser y pensar de una sociedad vencida por la hipocresía institucional, sustentada por unas relaciones de base que no han terminado de romper el cordón umbilical que les une al feudalismo. Retrato grotesco, terrorífico y amargo, cuyo elemento caricaturesco no pierde nunca la referencia de lo humano pero que hace gala de una hiriente y pasmosa crueldad en escenas como la del cementerio, el secuestro o el negrísimo final. Decía Monicelli en una ocasión que «El humor a la italiana siempre tiene un poco de drama, de  melancolía. Pero el humor toscano (en referencia a su región de origen) es incluso más feroz, porque parte de la idea del aprovechamiento del prójimo  con bastante más maldad«. Lo que es indudable es que Monicelli ha logrado, a través de su Cine, que esa mirada tan italiana de la realidad, mezcla sutil y lúcida de risa y amargura, forme parte de la proyección del modo de ser italiano a nivel universal.


Louise-Michel, de Benoît Delépine y Gustave de Kervern

Sé que muchas de ustedes han oído decir que la fábrica se cierra: no podemos evitar que los chismes se propaguen. Estamos pasando tiempos difíciles, con toda la crisis económica y el euro demasiado fuerte. Pero nuestra empresa, vuestra empresa, siempre supo cómo hacer frente a las adversidades. Y frente a ellas, siempre ha vuelto a enderezarse de nuevo. Pero no se preocupen! Nadie quiere trabajar más de 35 horas, nadie quiere que le paguen menos, todo el mundo quiere poder cenar de vez en cuando en un restaurante. Así que ahora vamos a enfrentar este reto como un equipo. Aquí tenéis lo que siempre habíais soñando, aquí tenéis vuestras nuevas batas! Estas batas son el símbolo de la renovación. Además, cada una tenéis vuestro nombre cosido en ella, la prueba de que un gran grupo internacional, con demasiada frecuencia despreciado, puede tener pequeñas atenciones con sus trabajadoras. Así que amigas mías no escuchéis a los que ven el futuro negro: hay que luchar! Demostrad que estáis listas para competir! Y recordad que vuestros pequeños problemas, cuando se ven desde la Luna, son pura tontería! No digáis nada, ahora no es el momento para darnos las gracias. ¿O es que acaso alguien ha visto a un niño estrechar la mano de Papá Noel?

Contadas copias y en contados cines, así se ha estrenado en España, Louise-Michel, película francesa rodada en 2008, dirigida y escrita por Benoît Delépine y Gustave de Kervern, tercer film de este tándem, una fricada provocadora hecha desde la absoluta incorrección política: cine underground, cine  transgresor. La primera escena es ya toda una declaración de intenciones: un cutre y patético funeral en el que asistimos a la cremación del difunto al son de La Internacional, con permiso de la avanzada tecnología de la que disponen los que no poseen nada de nada, claro. A partir de aquí, fábula negrísima, gamberra y absolutamente bizarra que narra la historia de Louise Michel, trabajadora de una pequeña fábrica en una provincia francesa. Una buena mañana, cuando se dispone a acudir a su puesto de trabajo, al día siguiente de que el encargado de personal recite el anterior discurso, la nave se encuentra inusualmente vacía. No hay máquinas ni mercancías y la dirección, cómplice de la operación, ha huido sin dejar rastro.

– Llamé al sindicato. En vista del cierre de la fábrica, dijeron que enviarán a un delegado que nos conseguirá 100 € de remuneración por cada año trabajado.

– Hijos de puta! He dejado mi vida en la fábrica durante 20 años.

– Sólo 2.000 euros?! Me niego!

– ¿Cuánto es en francos?

– 6 por 2, 12 … 7-2, 14 … 13.000.

– Es ridículo!

– Quizás una solución podría ser poner todo ese dinero junto.

– ¿Para qué?

– Bueno, para hacer … algo significativo.

– 20 000 € entre las diez. Es una buena suma.

– Claro que lo es!  Así que empezamos con las propuestas y luego a votar.

– ¿Por qué no abrir una pizzería?

– Otra idea?

– Bueno … podríamos … hacer un calendario en pelotas.

– No es una buena idea.

– Era sólo una idea!

– Claro, es buena pero … No va a funcionar.

– Y en el sector inmobiliario?

– Tengo una idea, …tal vez.

– Estamos escuchando Louise.

– Con 20 mil euros podríamos pagar a un profesional para matar al jefe.

Sin abandonar el estilo feísta y freak sentenciado en la escena de apertura, la película maneja los acontecimientos como un auténtico ajuste de cuentas al panorama social. Pero desenmascarar actitudes y comportamientos de los más poderosos mientras se exhiben las miserias del proletariado, protagonista de este film, es algo a lo que muchos cineastas se han atrevido, hasta el punto de que ya entra dentro de lo asumible por el propio sistema y, naturalmente, por jurados festivaleros varios. Louise-Mmichel va mucho más lejos, pero bastante más lejos.

Retrato de en qué se ha convertido buena parte de la clase trabajadora (impagable escena de la celebración por las batas, en el bar), esa clase trabajadora que trabaja mucho y cobra poco y que, para colmo de antepasados marxistas, puede encontrarse cualquier mañana las puertas cerradas de la empresa y quedarse sin una mierda que llevarse a la boca. Por no tener, la protagonista no tiene ni identidad sexual, dispuesta a ser ora Jean-Pierre, ora Louise, a cambio de mantener un plato de lentejas. Rocambolesca y surrealista búsqueda del auténtico jefe a asesinar, porque en la sociedad de la globalización aparecen jefes de jefes como una cadena interminable, a modo de cajas chinas, y no hay jefe que no cuente con otro por encima a la hora de decidir quién obtendrá el pedazo mayor del pastel de los beneficios. Pero si Michel-Louise es auténticamente transgresora y va más allá de lo aceptable como políticamente correcto no es por ejercer de francotirador de quienes sacan tajada a la crisis económica, sino porque además se permite un discurso demoledor frente a diversos iconos emergidos desde hace unos años como elementos tranquilizadores de las adormecidas conciencias de la izquierda. Sin ningún miramiento, en la cuneta quedan ecologistas que utilizan sus propios excrementos como combustible, por aquello de la limpieza del planeta y el ahorro energético, o una pareja gay que logró sus derechos y ahora vive en una embarcación que amortizan transportando subsaharianos ilegales hacinados en la bodega, o una enferma terminal de cáncer (con la cabeza rapada) utilizada como killer del amo capitalista (claro, como palmará en breve poco tiene para perder), o atreverse a apuntar una versión un tanto provocadora y marciana que sugiere quiénes fueron los auténticos teóricos en la matanza de las Torres Gemelas, entre otras lindezas.

Prosaica venganza de los trabajadores frente a ricos y poderosos, perpetrada por personajes feos, gordos, antisociales, desagradables, analfabetos y que casi siempre están de un humor de perros. Humor por otra parte natural, porque son ellos los que en realidad pagan la crisis de un sistema que los ha utilizado, exigiéndo ademas ser aceptado como protector de sus intereses. La película nos conduce a recuperar, siempre desde un humor negrísimo, bajo cero, conceptos  como explotación, lucha de clases, conceptos pretendidamente superados bajo el limbo de la sociedad del bienestar, esforzada en unificar intereses incompatibles en un ficticio y enorme centro político al que se apuntaron hasta los más extremistas. Seguramente el cine dará muchas representaciones de la crisis económica que actualmente embarga al sistema capitalista, pero Lousie-Michel está colocada en el otro lado de la barrera, en el lado de enfrente de bancos, G20 y terratenientes financieros. Louise termina asesinando a un multimillonario y pariendo una criatura. Si se deciden a verla, no se pierdan los créditos finales, donde bajo un camafeo de la homenajeada, Louise-Michel (1830-1905), destacada anarquista francesa miembro de la Comuna de Paris, puede leerse el siguiente epitafio apocalíptico: «Ahora que sabemos quienes son los que han jodido al mundo, si nuestros padres no pudieron arrancarles de la tierra, nosotros cuando crezcamos les convertiremos en hachís».



Playtime, de Jacques Tati (1967)

Playtime es la penúltima película que rodó Tati. Aunque conserva las constantes de otras anteriores -el entrañable personaje algo patoso, original y tan francés, que trastoca la placentera existencia de cualquier lugar que visite- es quizás la que ofrece una visión más melancólica y pesimista de la sociedad, mostrando un mundo deshumanizado engullido por una ya predecible globalización. A pesar de que en 1970 dirgiría Trafic, Playtime está considerada como la obra madura cumbre del director. Sin restar creatividad ni abandonar el sentido de humor habitual de su cine, Playtime presenta un Hulot contenido y  más elaborado, que deja de lado ciertos recursos exclusivamente cómicos y cautiva al espectador más por lo que sugiere el conjunto que por los inconfundibles devaneos del inigualable personaje. Hay que decir que la película no se rodó directamente en las calles de Paris, sino que se trata de un diseño futurista que a modo de telón de fondo propone cómo imagina el director la ciudad de los años venideros. En Playtime, el viejo mundo de amor y romanticismo que simboliza para el turista Paris solo es visible en los carteles publicitarios y en momentos agudamente medidos, como cuando se ve la Torre Eiffel a través del reflejo de una puerta acristalada del hotel.


Hulot viaja a Paris al tiempo que lo hace un grupo de americanas que llegan de Roma en un tour organizado. Observamos en primer lugar la llegada a la ciudad. Para el grupo de visitantes, el aeropuerto es exactamente igual al que acaban de dejar en su anterior escala, las calles son una mera continuación de lo visto o las farolas bien podrían ser las de cualquier avenida de Nueva York. Sin embargo, a Hulot la capital francesa le es totalmente ajena, la frialdad del medio y las grandes figuras arquitectónicas le hacen sentirse un extraño en su propia tierra. Aunque esas mismas construcciones de vidrio pulido, secas y estériles, que representan claramente una ciudad impersonal, se convierten a lo largo de la película en socio crucial de esta comedia ambiciosa y peculiar.

La que hay aquí es parte de la tercera escena de la película, probablemente una de las más interesantes desde el punto de vista cinematográfico que haya rodado el director francés. Tras las imágenes del moderno edificio de un aeropuerto ultra-funcional, la cámara se vuelca hacia abajo y el interior pasa a parecerse a un hospital con monjas caminando por una vacía clínica. La cámara graba desde uno de los ángulos la gran sala de llegadas recubierta de superficies de acero y mobiliario geométrico. En el fondo de la sala tres azafatas tan estancadas que se podría pensar son figuras de cera o maniquís detrás del escaparate de una boutique. Un matrimonio de turistas habla en una esquina mientras observamos los diversos personajes que entran en escena. La escena dura varios minutos, está grabada a base de cámara estática y nos descubre toda la estrategia visual de la película:  caleidoscopio de situaciones, convenientemente montadas, que van haciendo adquirir sentido al guión. Una coreografía cronometrada con exquisitez y movimientos de cámara desde distintos ángulos hacen aparecer a los personajes, dejando al espectador que pueda seguir los movimientos de quien se le antoje. A mi me encanta el limpiador con mono azul que aparece casi al principio, en la primera toma, la más larga, del interior del aeropuerto.


Playtime sigue, después, al grupo de visitantes americanos y a Hulot durante 24 horas dentro del edificio de un hotel que hace las veces de sala de exposiciones o de fiestas. En realidad, la película no tiene un verdadero argumento, el diálogo es escaso y siquiera se detiene en la psicología más o menos profunda de sus personajes. Tati  se limita a crear un mundo vibrante y maravilloso de imágenes donde el glamur parisino y la cálida torpeza característica de Hulot conviven en perfecta armonía. Mundo al que acompaña con sonidos especiales que se ajustan milimétricamente a cada secuencia, como unos pies arrastrándose, pedazos de papel que crujen en momentos indebidos o las resonantes respuestas de unas sillas de piel al sentarse. El sonido y la imagen son en realidad el auténtico pulso de la película, a modo de sinfonía de una realidad que, dependiendo del punto de vista de cada personaje, puede ser interpretada de diversas formas.


Otro punto de interés en Playtime, que podemos observar en su cine anterior pero que aquí es una constante en la mayoría de escenas, es el conflicto entre el hombre y la máquina, como cuando trata de hacer funcionar el ordenador que pone en marcha el sistema de avisos del hotel, el maldito mecanismo de las puertas o el ascensor, auténtico reto para el bueno de Hulot. En cierto modo, Playtime podría ser interpretada como una actualización moderna de Chaplin en Modern Times(1936), al menos en cuanto a crear desequilibrios en el progresismo mercantilista se refiere. Pero quizás el verdadero sentido de la película no sea otro que la constatación de la alineación humana en la sociedad moderna, característica intrínseca al cine de vanguardia de los 60, con directores como Fellini, Bergman o Antonioni a la cabeza. Tati participa de ella añadiendo su personal sentido de la comedia, con escenas llenas de  gracia y encanto, como la de la cena en el restaurante con los camareros intercambiando la ropa o la secuencia en la que la cabeza de la inmóvil oficinista gira 90 grados para seguir los movimientos de Monsieur Hulot y acabar mostrándose siempre de frente, pero todos estos gags tan propios de Tati son solo un ángulo de la cámara, porque la misma secuencia toma al unísono toda la frialdad de la cuadriculada oficina dando la sensación de espacio triste y vacío, a pesar de que en realidad está repleto de gentes que hacen sus gestiones en compartimentos estancos.

Armado con su sombrero, su habitual traje y el característico paraguas, Tati es a través de Hulot un visionario de la sociedad futura que no pudo ver, invitándonos a pensar si quizás toda esa tecnología automatizada nos simplifica la vida o nos la hará en realidad más difícil en demasiados momentos. Invitación nunca exenta de buen humor, mucha pericia visual con la cámara, originales ocurrencias dramáticas y un obsesivo perfeccionismo que le llevaría casi a la ruina: nueve meses tardó en rodar el filme y más de un año en montarlo y, según se dice, las discusiones con los miembros del equipo eran una constante diaria en el trabajo. El esfuerzo se vería recompensado con el reconocimiento indiscutible de la crítica internacional y una huella imborrable en toda una tradición de cómicos que, con el Cine como medio de expresión, han utilizado el arte visual y el sonido como auténticos protagonistas de sus películas.

Micmacs à tire-larigot, de Jean-Pierre Jeunet

Se estrenó en Francia el pasado otoño, la han visto ya en varios países europeos y también en Estados Unidos, pero todavía no tiene fecha en las salas españolas. Googleando, parece que la intención es estrenarla un día de estos, aunque el espectador impaciente ha de saber que ya está en DVD en el mercado foráneo, lo que la hace fácilmente localizable en internet y, el buen entendedor, puede además pinchar el primer comentario. Se trata de una extravagante y alocada comedia que no supera su obra maestra, Delicatessen, pero que cumple con el característico estilo narrativo y visual con el que el francés impregna sus personajes, envueltos de nuevo en ese singular mundo de fobias y deliciosa imaginería subrayada, cómo no, por dos constantes marca de la casa: el color amarillo y Dominique Pinon.

Al faltar la colaboración de Marc Caro, el humor deviene en un tono menos negro y más llano, aproximándose a una línea modernizada e híbrida entre Tati y Keaton, pero conservando sus buenas dosis de originalidad, imaginación y talento a la hora de dibujar situaciones y personajes. Nos quedamos pues en una comedia satírica sobre el mundo de los traficantes de armas, contada a través de la historia de Bazil (Dany Boon, conocido humorista en el país vecino), un hombre al que le dispararon siendo niño y ahora vive con una bala alojada en la cabeza, en permanente peligro de muerte y una vívida imaginación. Un buen día reconoce el logotipo de las dos compañías que arruinaron su vida y se da a la tarea, con la ayuda de una singular banda de mendigos que le da cobijo, carroñeros urbanos inadaptados aunque felices, de elaborar su particular venganza. Porque, por supuesto, sus compañeros se unirán a él en el excéntrico plan contra las dos compañías distribuidoras de armas, una rocambolesca cruzada en la que se enfrentará a la codicia por el dinero, la desaprensión vital de los magnates y la manipulación. Sus nuevos amigos, que incluyen un hombre bala, un genio de las matemáticas, una contorsionista sorprendentemente elástica de la que se enamora más adelante o un inventor obsesionado con los record Guiness, entre otros, aportarán sus variopintos talentos para llevar a cabo el plan.

Comedia de aventuras imposibles y exóticas, plagada de personajes extraños en un mundo surrealista con las calles de París como telón de fondo. Un París que cuesta reconocer bajo la cámara de Jeunet, quien imprime una visión sombría y devastadora a esquinas, callejones y edificios de manera sorprendente, logrando que los paisajes parezcan directamente sacados de un cómic y que lo más destacable de la película sea la calidad gráfica a la que no puede sino atribuírsele el adjetivo de magnífica. El ambiente, la decoración y el dominio de la cámara hacen el resto, porque gran parte del mensaje depende sin duda de la configuración y puesta en escena. La estética de los personajes y el modo en el que interactúan es típica de Jeunet, ataviados con ropas que parecen sacadas de los años 50, extravagantes, llenos de convicción y con los diálogos justos para dejar el peso principal en su expresión y movimientos mientras la dirección de arte hace el resto.

La película esta plagada además de sutiles auto-referencias, aunque por momentos se deja llevar hasta lo explícito, como cuando vemos, por ejemplo, cómo el protagonista oye un fragmento de una escena de Delicatessen a través de un micrófono que de manera accidental se introduce por una chimenea. También hay lugar para la crítica abierta, siempre hecha desde la comicidad y la ironía, frente a la manipulación a la que tratan de someternos la publicidad y los medios de comunicación, incluidos los de nueva generación como Youtube. Jeunet logra encajar la comedia de fantasía en tono burlesco con temas suficientemente serios como el negocio de tráfico de armas sin que los dos consejeros delegados desentonen al lado de restos urbanos orgánicos y reciclables, volviendo al tema de la venganza como hilo conductor, tal como hiciera en Amelie, por lo que la película encaja perfectamente dentro de su estilo habitual, tanto para aficionados como para detractores. No es Delicatessen, pero se acerca más a las pequeñas maravillas con las que disfrutamos quienes gustamos de su cine que a algún que otro experimento transoceánico de cuyo nombre no quiero acordarme. Estética de Jeunet pura y dura, giros y constantes vueltas de tuerca, guión impredecible y sentido del humor característico, con tiempo también para un toque de poesía, recorrido todo por noventa minutos de genuino humor francés: divertida y, para los conocedores de trabajos anteriores de Jeunet, sin demasiadas sorpresas.

Soul Kitchen, de Fatih Akin

Cuando los grandes cocineros llegaron a las pantallas de televisión y  los libros de cocina se hicieron hueco en las estanterías de las librerías, la restauración ya había hecho acto de presencia en el cine: «El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante«, «La gran comilona«, «La fiesta de Babette«, «Bella Martha» o “Big nigth” son algunos buenos botones de muestra. Claro que, como en el mundo de la gastronomía, hay para todos los gustos: platos de comida rápida que llenan el estómago y con suerte para el organismo se olvidan al salir de la sala, otros de cocina tradicional que alimentan el cuerpo pero no siempre el alma, y después están los de alto nivel culinario, esos que comer lo que se dice comer, comemos poco, pero a cambio recibimos la sorpresa de cada ingrediente y la meticulosidad invertida en las diversas etapas de elaboración. Faith Akin ama sus personajes, su entorno urbano, sus contradicciones, su presente y sus estados de ánimo, y elabora con todo ello un singular manjar donde humor, condumio, conflictos, sentimientos y contradicciones sociales se entremezclan armoniosamente en lo que ha sido para este cineasta todo un experimento: una comedia dedicada a Hamburgo, ciudad donde nació y creció, en forma de sutil caricatura sobre un contexto manifiestamente actual. Las relaciones de este particular restaurador con su propio cuerpo, con su prometida, con la asistencia médica, con un hermano en libertad condicional o con el viejo marinero okupa, con el que comparte el restaurante que regenta, sirven para introducir personajes de la más variada catadura: el antiguo compañero de instituto convertido hoy en jugador y  traficante financiero, los colegas de la banda de rock que ensayan en el local, una estreñida funcionaria de Hacienda que acaba soltándose la melena o un peligroso chef negándose a calentar el gazpacho andaluz a un elegante cliente, a costa del despido, ética culinaria ante todo, si hace falta a prueba de cuchillo.

No es fácil en los tiempos que corren acertar con una comedia de la vida libre de clichés, chistes fáciles, mucha cacha y lenguaje soez. Soul Kitchen se aleja de todos estos estereotipos y nos ofrece una caricatura de situaciones en los que podemos acaso reconocernos. Llena de buen humor, casi rozando el absurdo, todo hilvanado por un guión inteligente y repleto de reveses del destino, que se desarrolla con buen ritmo, a pesar de las dificultades físicas del protagonista, y con asombrosa capacidad para describir ambientes, estados anímicos y personajes que constituyen los ingredientes de este extraño guiso cuyo hilo narrativo conecta la especulación inmobiliaria, la prostitución, las drogas, la música y el compromiso indudable del cineasta con el entorno.

La banda sonora es otro de los protagonistas indiscutibles. Soul instrumental de los setenta, canciones de  Quincy Jones, Kool & The Gang, The Isley Brothers, Mongo Santamaría, Vamvakáris Markos, Jan Delay o el tema “The creator has a master plan” de Louis Armstrong, que suena durante la subasta del restaurante cuando el especulador pujante se atraganta con un botón al que confunde con un caramelo. No es una obra maestra, pero se ve con agrado y divierte, y demuestra que se puede hacer una comedia amable y entretenida sin renunciar a la estética del buen cine y a contar una historia interesante.

Cine alemán

Un tipo serio (A serious man), de Joel y Ethan Coen – 2009

Hace unas semanas terminaba el comentario en este blog sobre «Barton Fink» preguntándome si volverían algún día los Coen a hacer cine como antaño. Antes de nada, decir que he sido una incondicional de todo lo anterior a Clooney, Zeta-Jones y la infumable «Crueldad intolerable«, serio punto de inflexión en su carrera hasta la llegada de «No es país para viejos», que logra retomar levemente el pulso de aquello que algún día nos ofrecieron. Hoy, que vengo de ver «Un tipo serio«, parece un buen momento para justificar el porqué de mi pregunta, aunque la respuesta se me antoja pesimista, pues decepción es la palabra que tal vez mejor define mi estado ánimo tras ver esta su última película. Es verdad, no vamos a negarlo nadie, que los Coen vienen abusando, también en algún film más o menos brillante, de recursos, planos y discursos repetitivos, en particular para con sus comedias; elementos muchos que ya hemos visto demasiadas veces, independientemente de que sean muy personales -pues ellos son los creadores-  y les supongan un valor seguro a la hora de vendernos la moto reportándose, además, las consabidas alabanzas. Al fin y al cabo, también definen ese modo característico de hacer cine que indudablemente lleva su firma. «Un tipo serio» no es una excepción; es más, diríase que es la confirmación de un discurso recurrente y quizás ya agotado bajo el manto de comedia original, personalísima y aparentemente distinta de todo lo anteriormente rodado. Se trata de poner a prueba la resistencia de un buen hombre, que vive una vida tranquila como profesor en el Medio Oeste y cuya existencia se convierte de la noche a la mañana en un caos: Su esposa le abandona poniéndole los cuernos con su mejor amigo, obligado a convivir con su hermano que es un tarado problemático, el hijo suspende y fuma marihuana, la hija hace pellas para cuidar su melena y le roba, y para colmo se ve envuelto en un chantaje que pone en peligro su carrera a cargo del clan familiar de un alumno asiático por negarse a regalarle el aprobado. Con este comienzo (obviaré la escena inicial para no hacer escarnio) y rebozada hasta el empacho de simbología y vocabulario religioso hebreo, más de una vez al alcance sólo de duchos en la materia, la película consiste en conducir al tipo serio de peregrinación pidiendo consejo hasta a tres rabinos, en busca de respuestas a aquello que todo hijo de vecino se ha preguntado alguna vez a lo largo de su vida y para lo que ningún predicador ha tenido nunca una sola respuesta concluyente. Todo empaquetado, eso sí, de su faceta más negra y punzante, cinismo grotesco y paradojas existenciales, una buena puesta en escena, una meritoria actuación del protagonista (Michael Stuhlbarg) y de algún secundario (los vecinos, que casi no abren la boca, y que están impagables) y una ambientación de finales de los 60 más o menos lograda, con alguna que otra licencia. Dice la crítica que es la película más personal de los Coen. Indudablemente, y lo es hasta tal punto que da la constante sensación de estar hecha para el disfrute propio y exclusivo de sus creadores, mofándose, sanísima práctica de reírse de los orígenes de uno mismo y los rigores impuestos por las propias tradiciones. Claro que, al espectador le queda el chiste sobre la desgracia ajena, presentado mediante personajes y situaciones infinitamente más cercanos a American Pie o alguna sandez de Mel Brooks que a cualquier comedia menor de Allen, y el discurso pretencioso en el que el nihilismo es impulsado a niveles casi frenéticos pero donde siquiera se pretende cuestionar los rasgos fundamentalistas de ciertas actitudes religiosas, que aquí  solo funcionan como mero escenario de una aparente y superficial brillantez.

Barton Fink, de Joel y Ethan Coen (1991)

Nueva York, 1941. Barton Fink (John Turturro), autor teatral socialmente comprometido triunfa en Broadway.  Su reconocido éxito y prestigio  como escritor deviene en el gran salto, al ser  conntratado por Hollywood como guionista en una película de lucha libre. Sacrificará el humo de la ciudad y su ascendente carrera teatral por el estrellado cielo del mundo del celuloide.

Barton se muda a L.A. y decide hospedarse en un hotel lúgubre en lugar de hacerlo en los bungalows preparados para guionistas, pues su visión intelectual de la escritura le dicta sumergirse entre gente normal y corriente para obtener la inspiración que necesita. Sin embargo, en Hollywood parecen contar poco las aspiraciones intelectuales de nuestro amigo, pues los escritores no son sino meros junta-clichés que vomitan guiones pare el consumo masivo y la taquilla inmediata. Allí conocerá a Charlie Meadows (John Goodman), un vendedor de seguros que vive en el hotel y que jugará un papel determinante en el devenir de Barton. Barton parece bloqueado para la escritura, sufre el miedo a la página en blanco, hasta que conoce a Audrey (Judy Davis), con quien encontrará la inspiración necesaria en las fuentes más siniestras. Esa ambientación noir que los Coen saben tan bien representar, los lugares opresivos, asfixiantes, el hedor que casi puede respirarse a través de la pantalla y la sensación de calor palpable gracias a la virtuosidad de la cámara recorre toda la película, que hace gala, además, de un agudo sentido crítico a la hora de atacar la industria cinematográfica, las ingenuas aspiraciones del protagonista e incluso a la crítica especializada, amén de las  referencias literarias a escritores Faulkner, Keats u O´Connor o al ambiente socio-político imperante en Estados Unidos en plena Guerra Mundial. Una impactante y nada convencional comedia negra que cuenta, con grandes dosis de sarcasmo, la historia de las penas de Hollywood, de los magnates que sostienen la industria del cine y de sus muchos cadáveres sin rostro.

Joel Coen y Ethan Coen en uno de sus mejores logros; una historia compleja, sugerente, magníficamente narrada y recorrida de un ambiente claustrofóbico y delirante que en 1991, como no podía ser de otro modo, arrasó en Cannes. John Turturro se llevó el premio al mejor actor, el mejor director para Joel Coen y la Palma de Oro a la mejor película. ¿Volverán los Coen a hacer cine como este?

  • Dedicado a Sergio, quien me regaló el DVD

V.O.S. (Cesc Gay, 2009)

vos-cartelNo es la primera vez que Cesc Gay adapta para el cine una obra de teatro (Krámpack, 2000), lo que sí es una primicia es el hecho de que se aventure en el terreno de la comedia pura y dura. V.O.S. es el remake cinematográfico de la obra de teatro homónima que en 2005 estrenaba en el Teatre Lliure de Barcelona  Carol López. Propone un juego entre cuatro personajes, dos hombres, dos mujeres, y sus miradas distintas a una misma realidad. La diferente forma en que cada uno vive sus relaciones personales, el amor y la amistad son la trama de esta historia. Una historia contada mil veces en el teatro y también en el cine, quizás por eso Cesc Gay le da la vuelta completamente a cualquier cosa que el espectador espere ver y juega, de modo más que arriesgado, a que su relato tenga la menor credibilidad posible. Como oyen: se trata precisamente de que nada parezca real, de mentirnos constantemente, de que aquello que nos parezca verosímil quede sutilmente desmontado en la escena siguiente. Asistimos como espectadores al rodaje de la creación de un novelista que escribe la obra que estamos viendo. Los personajes son ellos mismos, cuatro amigos que rompen sus parejas, una traición por amor, el miedo al compromiso. Cesc Gay manipula al espectador. Su ficción en directo logra descolocarnos de tal modo que no sabemos cuando estamos asistiendo a lo que escribe el protagonista o a la realidad de sus relaciones personales. Nada es lo que parece, cada uno podemos inventar aquello que queramos entender, porque lo que se busca es ser lo menos verosímil posible, y porque en definitiva quiso contarnos la mentira misma que implica contar una historia, borrando la frontera que separa lo que vemos de lo que en verdad sucede en la trama. Puesta en escena con carpintería a la vista, como si del plató del rodaje de una película se tratase, donde los personajes se mueven entre bambalinas a sabiendas que todo es mentira mientras nos hacen creer su historia simulando con la realidad. Los cuatro actores, Vicenta Ngondo, Ágata Roca, Paul Berrondo y Andrés Herrera son los mismos que protagonizaron la obra de teatro, y aunque partían de un guión que la adptaba al cine, han participado en la transformación del resultado con su aportación, basada en el conocimiento de la obra, y con sus improvisaciones. El resultado es un film tremendamente original, repleto de excelentes diálogos llenos de inteligente ironía, juegos elípticos sobre lo cotidiano y humor, mucho humor, por momentos cruel, otras veces ácidamente romántico, que hacen que su encanto resida en cómo se cuenta más que en lo que propiamente pretende narrarnos. vos_des

Mereció la pena verla, cuesta levantarse de la butaca cuando la escena del principio vuelve a aparecer en la pantalla presagiando el final inmediato. Sólo 86 minutos, que además pasaron volando. Queda la grata sensación de que la comedia española actual no está limitada a los  esperpentos estrenados ultimamente en las salas. Que tenemos directores capaces de contar una historia entretenida e inteligente sin tener que recurrir a los consabidos diálogos tan tórridos como toscos  tan de moda en estos tiempos para con las comedias patrias, que parece no se conciben sin sexo adolescente en primer plano o fluidos varios derivándose por la pantalla. Tal vez V.O.S. no es un film perfecto, siquiera de los mejores de Cesc Gay; lo que no se puede negar es que, además de arriesgado, por su puesta en escena y por su intencionada falta de credibilidad, estamos ante uno de los cineastas más interesantes e imaginativos con los que cuenta en la actualidad nuestra cantera cinematográfica y hace pensar, y mucho, sobre el apoyo institucional y el destino del presupuesto público para la proyección mediática de supuestos éxitos taquilleros carentes de interés artístico,  por los que se apuesta incondicionalmente a riesgo de socavar las perspectivas de futuro de nuestro cine, al menos a corto plazo.

Vacaciones de Ferragosto (Gianni di Gregorio, 2008)

cartelVacaciones de Ferragosto es una película escrita, interpretada y dirigida por Gianni di Gregorio, guionista de «Gomorra», cuya producción corre a cargo de Mateo Garrone y que ha gozado de gran acogida por la crítica en diversos festivales. El Ferragosto, fiesta que se celebra a mediados de agosto y que supone el éxodo de la mayoría de habitantes de la ciudad de Roma, es el contexto donde se nos presenta a Gianni, hombre maduro y sin trabajo, quien entiende la vida entre cuidar de su anciana madre, compartir alegrías con buenos bebedores de vino y acumular facturas impagadas que ponen en jaque el techo del quinto piso de un antiguo y ruinoso edificio del barrio romano de Trastévere, bajo el que vive. Esta festividad va a ofrecerle la posible solución a sus problemas pecuniarios cuando su casero, uno de sus amigos e incluso su médico le persuaden para aparcar en la casa a sus respectivas ancianas durante el período vacacional. A pesar de que en principio no está dispuesto a asumir la función de improvisado canguro, la tentación frente al alivio de sus dificultades financieras le vence, y un surtido de señoras de avanzada (alguna, avanzadísima) edad desciende sobre el pequeño apartamento.

No sé si recomendar esta película. A lo largo de los escasos 70 minutos de duración, me ha envuelto la extraña sensación de estar asistiendo a dos relatos bien distintos que poco tienen que ver el uno con el otro, como si no corriesen a cargo del mismo autor. Hay un conjunto, que se corresponde con la primera media parte, junto a algunas secuencias intermitentes de la segunda, en el que se asiste a un trabajo bien hecho, hermoso, irónico y por momentos brillante. Sin embargo, hacia la mitad, la película gira a un tono triste y gris que me ha dejado un sabor amargo e incluso ha llegado a incomodarme. Con un punto de partida banal, el comienzo e imbricación de la historia recuerda mucho a las geniales comedias a la italiana de los años sesenta, perfecto equilibrio entre ironía costumbrista y tragedia en la que la escuela de cine italiano se mostró siempre insuperable. La trama, con un enfoque divertido y su tradicional acompañamiento musical, presenta una familia cuya cabeza es la anciana madre, en su día adinerada, venida a menos, obligada ahora a mantener la dignidad ferrogostiana en el centro de Roma, de la que nos retrata calles adoquinadas, ruinosas construcciones, la venta y consumo nocturno de pescado o los bares en los que se bebe en la calle sobre un viejo barril amancillado mientras se entrecruza oratoria de discreta sintaxis y compleja semántica. Los personajes transmiten generosidad y sus defectos están dibujados con humor, sarcasmo y carga de crítica social a base de elementos tragicómicos, representando con exageración premeditada la sociedad actual en su no poco cierto desapego para con los ancianos.

Pero una vez aterrizan las viejecitas en el inhóspito apartamento, la película da un vuelco importante. Sé que probablemente sea una simple cuestión de gustos cinematográficos, y que quizás muchos encuentren precisamente en esto su originalidad, pero a poco menos de media hora del final la farsa deriva hacia el letargo y he de confesar que estaba deseando que acabase cuanto antes. Varias personas se levantaron y marcharon de la sala; otros comenzaban a revolverse en la butaca, cuchichear o buscar entre bolsos o bolsillos;  señal inequívoca de cierto abandono por un sector del público en el interés por el film. Lo que sucede es que llega  un punto en el que el director confía el guión a la improvisación de los actores. El cambio de rumbo es deliberado, y la huella garroniana se hace poco menos que evidente. Ninguna de las cuatro ancianas son actrices profesionales, alguna jamás interpretó ningún papel, están sacadas de la vida real. Hacen y dicen literalmente lo que quieren, cabe suponer que dentro de unas pautas para las escenas en curso. El tono se transforma en pseudo documental, incluso la cámara se mueve más de lo debido, y asistimos a una suerte de cruces entre nonagenarias muy realista, con algunos destellos bien logrados (interesantes las recetas culinarias de la abuela), pero que carecen de los elementos artísticos con los que comenzó. La calidad del diálogo se elude a un segundo plano, se torna parco, y el retrato de la senectud se eleva a un tono que abandona amabilidades y se me antoja roza el mal gusto, suavizado a fuerza de un final positivo pero desentonado, donde la amistad y buena avenencia se jusifican al dinero que las ancianitas parece que, pese a sus tristezas, poseen y disfrutan. Comenzamos riéndo de la comedia de la vida y acabamos haciéndolo de las propias protagonistas, aunque no importa, es sólo una película, pero la realidad de los mayores es a menudo más bien contraria: enfermedad, invalidez, escasos recursos y, sobre todo, mucha soledad; tal vez demasiada como para, bajo la pretensión de naturalismo cinematográfico, se alcance a frivolizar sobre las personas que la soportan, que no son pocas y, dadas las perspectivas y hacia dónde se dirige nuesra sociedad, probablemente sean cada vez más.

Woody Allen: The Moose (El Alce)

Monólogo de Woody Allen para la televisión británica en 1965, tres años antes de rodar el que sería su primer largometraje: «Take monkey and run» (Coge el dinero y corre).

Subtítulos en castellano por cortesía de exatrax

Harry, un amigo que os quiere (Dominik Moll, 2000)

harry-cartelDominik Moll, director de origen alemán afincado en Francia, apostó en este film por Sergi López para el papel protagonista, actor que goza de gran prestigio en el país vecino. Compleja y excelente la interpretación del catalán, en un personaje que parece venirle como anillo al dedo porque cautiva desde el principio, y que le valió el Premio 2000 del Cine Europeo como mejor actor. Con el gesto siempre agradable, su personalidad aporta mucho al personaje de Harry, pues esa sempiterna expresión bondadosa, adorable,   combinada con su mirada extraña y perturbadora, logra de quien observa la sonrisa y la inquietud  casi a partes iguales.

El guión está construido con precisión esmerada, plagado de pequeños detalles que se van sumando, uno tras otro, para crear una atmósfera inquietante. La película comienza cuando Michael (Laurent Lucas) y Claire (Mathilde Seigner) se disponen a pasar sus vacaciones en una granja, propiedad de la familia, que llevan restaurando cinco años. Viajan en coche con sus dos hijas pequeñas. El estrés va haciendo mella: hay una ola de calor, las niñas están desatadas y la granja es una fuente continua de problemas. La tensión que se produce a medida que la situación se deteriora está tratada de modo visual y con bastante sentido del humor: vemos el coche a vista de pájaro y de repente estamos dentro de él, con la música a todo volumen, las niñas gritando, pidiendo agua, dando patadas en el asiento, y a la pareja intentando hablar sobre sus asuntos. Una situación en la que más de uno nos habremos visto involucrados que no puede sino arrancarnos una sonrisa, a pesar de no tener ninguna connotación cómica. De repente, aparece Harry, un amigo dispuesto a cualquier cosa para hacer feliz a Michael. Se conocieron hace 20 años, en el instituto. Michael casi ni recuerda a Harry. Sin embargo, Harry parece sentir auténtica fascinación por Michael y le obsesiona ver a su amigo incapaz de resolver sus problemas cotidianos, por lo que decide ayudarle.

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En pocos minutos queda establecido todo el tono de la película. Michael es un hombre normal, que trabaja para su familia y oculta sus frustraciones con gran sentido práctico. Controla su vida (o eso cree) y siempre evita los conflictos (con sus padres, su mujer o su vecino). Sin embargo, Harry nunca ha logrado nada por sí mismo, debe su riqueza a su padre, quien murió dejándole una fortuna. Carece de sentimiento de culpa, es impulsivo, caprichoso, obsesivo y vive tan sólo para el placer. La filosofía de Harry es pura lógica, y a la vez resulta extremadamente drástica. Si hay un problema, hay una solución; eso sí, la solución suele eliminar completamente el problema, nada de arreglillos sobre la marcha: Si se rompe el coche, te compro otro; si necesitas tapar un pozo, contrato para ti una máquina excavadora; si alguien te molesta…

Harry crea situaciones asfixiantes para las que ofrece soluciones que dan auténtico pavor, pero es un miedo que se disfruta porque para Michael son, en cierto sentido, liberadoras de la esclavitud de lo cotidiano.  El tratamiento del suspense, que logra que la tensión se palpe en cada escena, y cierto tono metafórico en las relaciones entre los personajes, hace pensar en la probable admiración de Moll por la obra de Hitchcock. Y como buen alumno, la película ofrece variedad en cuanto a posibles interpretaciones. Michael podría ser cualquiera de nosotros: todos hemos abandonado muchas aspiraciones que albergábamos siendo adolescentes, pero para Michael esas frustraciones se hacen ahora posibles a través de Harry. O tal vez Harry podría ser la representación de su propio subconsciente, encarnando alternativas a su vida adulta, como la independencia o la riqueza pero, sobre todo, la posibilidad de hacer realidad sus impulsos guiados únicamente por el sentido del placer. Una película bastante acertada, que combina con éxito drama realista, comedia negra costumbrista y thriller psicológico, huyendo de los tópicos habituales hoy en el género y acercándose más a elementos propios del cine clásico, cuyas claves se presentan de modo inesperado para el espectador. Sin duda, una apuesta arriesgada, pero que tiene como resultado que se siga con interés desde el inicio y decaiga en muy pocos momentos, cerrada con el broche de un final para nada sospechado.

Los abrazos rotos, de Pedro Almodóvar

los-abrazos-rotos-posterNo es objeto de este comentario hablar sobre la trayectoria del cineasta español más reconocido a nivel internacional (86 premios y 52 nominaciones), a pesar de que Los abrazos rotos se preste sobradamente a ello por ser un homenaje al Cine y a su propia primera filmografía; entre otras cosas porque ese análisis requeriría varios capítulos, dada la complejidad (y también variación) tanto narrativa como constructiva con la que aborda cada film el director.

Centrándome en esta, su última película, Almodóvar teje el argumento en dos planos narrativos diferenciados: Uno, el que desarrolla la trama propiamente dicha, construido a modo de thriller, manteniendo la carga dramática de sus últimos trabajos pero con abundantes tintes de film noir; otro, al que relega la comedia, la película en la que trabajan los protagonistas dentro de la película, «Chicas y maletas«, que a la vez es un homenaje a su primer cine (sobre todo a «Mujeres al borde de un ataque de nervios»), y que Almodóvar intercala en la trama principal con una maestría asombrosa, haciéndonos ir constantemente de un género a otro casi sin que nos demos cuenta, en un frondoso juego de planos y formas que recorren desde el cine clásico norteamericano de la década de los 50, hasta el género negro en su estado más puro, con los momentos surrealistas y exageradamente intensos de la comedia propia que ya se puede calificar de made in Almodóvar.abrazo_mateo

La película, en su conjunto, se presenta al público como si se tratase de un puzle de falsos flashbacks (no son recuerdos del personaje principal, sino un recurso mediante el que cuenta su historia) sobre el que construye una ficción de arquitectura ciertamente compleja. Esa complejidad no reside en el relato perturbador y apasionado propio de la película (que no es sino una declaración a la vez que homenaje al mundo del Cine) sino que son los diversos recursos que utiliza Almodóvar para construir su historia los que otorgan intensidad a la narración. Recursos que, unidos a una excepcional dirección de actores, encuadres magníficos fuera de toda duda y el esfuerzo en el detalle donde nada parece escapar a la mirada de Pedro Almodóvar, los que hacen de este film uno de los mejores que ha dado la carrera del director y con el que no cabe duda de que se trata de un salto importante (que ya se intuía en «La mala educación” o en “Todo sobre mi madre”) en la madurez como cineasta del director.

periodicoY es que el elenco actoral parece dotado de un especial estado de gracia en esta película. Lluis Homar, hombre que proviene del teatro, realiza una sólida interpretación del personaje principal sin ensombrecer al resto de protagonistas. El guionista ciego que narra a su propio hijo el rodaje de «Chicas y maletas», y la apasionante y muy almodovariana historia de amor con Lena (Penélope Cruz), protagonizan uno de los papeles más intensos vistos en la filmografía del director, a la vez que son el centro de escenas auténticamente surrealistas y magistrales, como la de tratar de ver por la mirilla quien hay detrás de la puerta o acariciar una fotografía con sus manos queriendo sentirla sin poder, de hecho, verla con sus ojos.

los-abrazos-rotos_elmuertoPenélope Cruz está simplemente maravillosa y se agradece mucho que, sin necesidad recurrir a grito alguno, resuelva su papel con mucha elegancia y de forma creíble tan solo con su trabajo actoral, sin demasiados efectos añadidos. La escena en la que enciende un cigarrillo, creyendo a su marido muerto en la cama por el exceso sexual, además de auténtica representación de femme fatale, es para mí su mejor interpretación en la película.

teaserabrazosdest_11José Luís Gómez, en un papel que podría resultar en otro film poco agradecido, bajo la dirección de Almodóvar lo borda; un actor también de teatro casi siempre relegado a papeles secundarios, del que se extrae aquí lo mejor. Pero tal vez lo que más me haya sorprendido sea el trabajo de Blanca Portillo, actriz poco reconocida (su físico no la ayuda, seguramente) pero con un talento no demasiado común. Mientras otros, como Alejo Saura, no logran desprenderse de ese halo de serie televisiva, Blanca Portillo resuelve su papel con una naturalidad y profesionalidad realmente inusual; una actriz muy a tener en cuenta, que se ve crecer con cada personaje, injustamente infravalorada en nuestro panorama cinéfilo.

madrePero son los actores secundarios los que, además de estar todos ellos muy bien trabajados desde el punto de vista narrativo y de dirección, quienes interpretan algunas de las escenas más brillantes de la película: Lola Dueñas, como lectora de labios, es de las más logradas; Ángela Molina, envejecida y perfectamente caracterizada, está simplemente genial como madre de Pe; o Carmen Machi, exagerada, surrealista, un homenaje delirante a la chica Almodovar; hasta Rubén Ochandino resulta, con su caracterización extraña y retro, del todo imperdible.

abrazo_martelMención aparte merecen muchos de los fotogramas que quedan grabados en la retina, maravillosos encuadres de belleza exagerada que, solo por disfrutarlos, merecen volver a ver la película. Una lágrima cayendo, triste, sobre un tomate. Las manos que palpan una fotografía a plena pantalla. El beso que quedó grabado en la cámara de video, el coche de noche en la carretera rodeado de terreno volcánico y, por supuesto, lo que intuimos y vemos de «Chicas y maletas», una lujuria cómica y estética que sólo Almodóvar podía parir.

Película compleja, que requiere un segundo visionado para el disfrute completo de todos sus detalles, con la que Almodóvar añade un eslabón más a su cadena de genialidades, homenajeando al cine, sacando de los actores lo que pocos logran hacer, de apartado técnico elaborado y cuidado hasta el límite y con una labor interpretativa sobresaliente. Aunque ya se sabe, nadie es profeta en su tierra, pero ahí está Pedro, uno de los escasos directores capaces de crear esas mezclas extrañas de humor, pasión, thriller y drama con grandes dosis de personalidad, afrontando y mostrando con este trabajo la madurez cinéfila de quien se consolida como uno de los mejores directores de nuestro tiempo. Si puedo, me voy el domingo otra vez a verla. Sencillamente estupenda.

Éramos pocos (Borja Cobeaga, 2005)

eramos-pocosBorja Cobeaga consiguió la nominación para la representación de España al Oscar en su categoría por este excelente cortometraje que, en apenas 16 minutos, cuenta la historia de dos vagos generacionales incapaces de sobrevivir en 60 metros cuadrados a falta de mano femenina que dirija el aparato logístico hogareño. Muy bien protagonizado por Ramón Barea, Mariví Bilbao y Alejandro Tejería, el trabajo está cargado de ironía y humor negro, lo que no es óbice para que su trasfondo sobre las relaciones familiares, la soledad y la rutina familiar se haya llevado con particular buen gusto, sensibilidad e inteligencia. Una evidente muestra de las posibilidades cinematográficas del corto y de todo lo que se puede contar en escasos minutos. Porque, guste o no, en la era de la tecnología, lamentablemente, todavía existen las barreras humanas retratadas en la película. Así que, esta noche, toca tortilla de patatas. Por supuesto, en casa de la abuela… (Ahí es nada!)

Título original: Éramos pocos/ País: España/ Año: 2005/ Director: Borja Cobeaga/ Guión: Borja Cobeaga, Sergio Barrejón/ Intérpretes: Ramón Barea, Mariví Bilbao, Alejandro Tejería/  Productor: Altube Fims/ Duración: 16 minutos. Versión Original.

Chaplin: Luces de la Ciudad (City Lights, 1931)

chaplin

Si tuviese que elaborar una lista de mis directores de cine preferidos, Charles Chaplin ocuparía, sin duda alguna, un lugar destacado. La genialidad de Chaplin reside, entre otros méritos, en haber sabido crear ese personaje encantador que es Charlot, o el Vagabuno, el mismo en cada película (a excepción de algunas de su cine más tardío como El Gran Dictador), el alma de todas ellas pero que, a la vez, está siempre colocado fuera, como un forastero que deambula en ese mundo hostil que casi siempre representan sus películas. Pero el rasgo que hace fascinante al Vagabundo es su narrativa exclusivamente a base de lenguaje corporal. Al contrario que en otras obras del cine mudo, en las que los personajes parece  que desean hablar (valga Buster Keaton como ejemplo), el Vagabundo de Chaplin es intrínsecamente mudo: él es siempre un marginado, un observador, el solitario, no se le dota de hogar o de amigos, existe inalienable en un plano distinto al resto de personajes y se relaciona con ellos sólo a través de sus actos. Charlot fue creado por y para el mundo silente, tal vez por ello, cuando Chaplin rueda City Lights en 1931, tres años después de la introducción del sonido en el cine,  lo hace con total ausencia de diálogo, como si se tratase de una película muda; incluso en Tiempos Modernos, cinco años más tarde, Charlot continuará en silencio, el lugar en el que alcanza la máxima expresividad. Sus movimientos extraños, su inconfundible caminar oscilante, garbo desequilibrado y enorme cadencia musical no precisa de diálogos que interrumpan el flujo de la acción, porque cada plano habla por sí sólo, claramente, sin necesitar de discurso alguno, construyendo ese lenguaje del Cine, universal, que desconoce los límites nacionales que estaba incorporando, mediante la palabra, el cine sonoro.

Si, además, tuviese que elegir entre todas las películas de Chaplin una sola, probablemente me decantase por Luces de la Ciudad, película que creo contiene casi todo el conjunto de matices que aportó al Cine el genio. En ella podemos encontrar las payasadas, la melancolía, el dramatismo, la parodia de lo cotodiano, la caricatura social, el melodrama, las argucias, la gracia, la fantasía, la ternura y la humanidad

que contagian todas sus películas, la maestría al servicio de los detalles y, por supuesto, ese personaje al que dio vida y que se convirtió en uno de los iconos de la primera mitad del siglo XX. Y también porque en ella coexisten algunas de las más grandes secuencias cómicas de Chaplin; desde la escena inicial en la que se inaugura una estatua y cuando retiran el velo se le ve durmiendo en el regazo de un héroe de piedra grecorromano, o el famoso combate de boxeo en la que hace gala de una ágil coreografía consiguiendo colocar siempre al árbitro entre él y el contrincante, o la escena en la que trata de hacer desistir al millonario en su intento de suicidio y termina casi ahogándose en el mar con la roca colgada de su propio cuello, o la escena en la que se traga el silbato y comienza a perseguirle una jauría de perros, o la secuencia en la que se enfrenta a los ladrones en la casa del millonario, o la del club nocturno en la que defiende a la bailarina del chico con el que estaba bailando, o la escena (mi preferida) en la que llega a casa de la chica ciega para entregarle el dinero del alquiler y de la operación de ojos y, tras besarle la mano, se encoge de hombros, mete la mano en el bolsillo y le da también su último billete… Y la última, uno de los momentos más románticos y emocionantes del cine, cuando la florista le reconoce tocándole sólo las manos, él cabecea, sonríe, ella le acepta y él continua su camino…

En los tiempos actuales, cuando gran parte del cine está al servicio del negocio de unos pocos y la calidad de las películas se mide casi exclusivamente por su recaudación en taquilla, en el que el cine más aceptado es el entendido únicamente como espectáculo de efectos al margen de su calidad narrativa, interpretativa o estética, conviene revisar de vez en cuando alguna de estas cintas que permanecen dormidas, a la espera de enseñarnos qué es el Cine a quienes queremos aprenderlo y que, a pesar del paso del tiempo siguen ahí, sobreviven imborrables con su graciosa perfección y su destreza artística justificando la mayúscula de la palabra Arte. Valga pues la propuesta para iniciar el nuevo año en este blog, que podéis visionar completa en la pestaña on-line. ¡Feliz comienzo!

El sueño de la maestra, de Luís García Berlanga (2002)

cartel-berlangaTodos recordamos la genial película «Bienvenido Mr. Marshall«, de 1952. Seguro que Berlanga se las tuvo que ingeniar para pasar con éxito los filtros de la rigurosa censura franquista y que más de una idea se le quedó sin rodar en el guión. Con motivo del 50 Aniversario de su estreno, el cortometraje «El sueño de la maestra» fue un homenaje a la película y a aquella maestra, interpretada entonces por Elvira Quintillá, que soñaría para Berlanga en ser perseguida por fornidos jugadores de futbol americano de no haber sido, claro está, por la larga tijera del Ministerio. En 2002, un Berlanga que cuenta ya con 80 años y está de vuelta de casi todo, decide rodar este corto que parece no tener que ver con la censurada idea original de los sueños de la profesora; sueños demasiado ácidos y corrosivos para la época. ¿Tal vez también para esta? La maestra original es, por fuerza, sustituida por Luisa Martín, quien explica a sus pupilos las diversas formas legales de matar, véase la silla eléctrica, la horca, guillotina, garrote vil… Una coreografía de atrocidades encabezada por una falla homenaje al director que se plantó enValencia e imágenes de Franco dándole a la labia en su balcón de la Plaza de Oriente, ingeniosamente doblado para la ocasión. Santiago Segura y Manuel Alexandre completan el elenco de este divertido y mordaz cortometraje lleno de guiños a actores como Pepe Isbert, a otros directores y coetáneos, a la cultura de la post-guerra y a la propia película Bienvenido Mr. Marshall. Es un trabajo crudo, ácido y muy irónico, negrísimo se mire por donde se mire, que supone además un duro alegato contra la pena de muerte y, de paso, no deja demasiado bien parada a nuestra historia reciente.

Aquí os dejo pues el cortometraje con el que este blog se toma unas pequeñas vacaciones hasta pasadas las fiestas, y que espero veáis y disfrutéis. Aprovecho el post para desearos a todos felices fiestas y que os divirtáis con vuestra gente en la nueva entrada de año. Os leo de regreso y atiendo a los que gustéis dejar algún comentario. ¡Feliz año a todos!

El nido vacío, de Daniel Burman (2008)

La nueva propuesta de Daniel Burman para este año es un drama con tintes de comedia que se acerca mucho cine de Allen (no en vano se le ha dado a llamar el Woody Allen argentino); un film intimista y bastante más arriesgado que sus anteriores películas, donde lo que importa no es tanto el desenlace del argumento como el dibujo de la psicología de los personajes y su capacidad de enfrentarse a las nuevas situaciones; un concienzudo ejercicio de observación, por momentos ingenioso, donde lo que destaca son los innumerables diálogos en formato de lenguaje no verbal (miradas, gestos, silencios que constantemente intercambian los protagonistas) y en el que resalta más lo que no se dice pero se intuye o se sugiere, que aquello que es groseramente explícito.
Probablemente la elección de la trama no haya sido del todo acertada y a más de un espectador le haga dudar en decantarse o no por su visionado: Una pareja madura que afronta una nueva etapa de su vida; él, un exitosos dramaturgo en plena crisis creativa que ve pasar sin pena ni gloria los cambios en su vida; ella, una mujer que abandonó sus estudios para dedicarse a él y a sus hijos cuyo proyecto de vida queda desmoronado cuando esos hijos abandonan el hogar familiar y hay que afrontar en soledad la nueva situación que la vida le depara. Reconozco que la trama me hizo dudar si ir o no a verla, temiendo un drama costumbrista sin argumento y, por ende, el más grande de los aburrimientos… pero no fue así, y descubrí una película narrada de modo muy original que va despertando el interés conforme avanza, cargada de significados, bien llevada y concluida y que, para mi sorpresa y a excepción de algunas escenas dilatadas con piezas musicales, no me defraudó en ningún momento.
Sin ser en su argumento a priori excesivamente interesante, Burman sabe plasmar con la suficiente maestría esas complejas relaciones familiares, dotándolas además de un agudo e inteligente sentido del humor, abundancia de primeros planos y una estructura de film muy bien ideada (en el inicio y el cierre de la película) que logra de una historia aparentemente sosa, incluso inconexa en un primer momento, terminar por desarrollarla con buen pulso narrativo y con pocos momentos banales. Los personajes, incluso los secundarios, quedan perfectamente dibujados en sus contradicciones: Oscar Martínez, excelente interpretación de la recóndita interioridad madura masculina y Cecilia Roth, en el papel de personaje fuerte que lleva las riendas de la pareja pero que no llega a adoptar el primer plano en la narración, hecho que hubiese convertido la cinta en un drama al uso y del que Burman se distancia sabiamente, haciendo además que el espectador observe a los personajes con la suficiente distancia para, sin pretender la empatía con ellos, llegar a comprender a ambos. Bien, pues, por Burman que sabe, a partir de dos personajes en principio poco interesantes, elaborar una comedia fluida donde importa más lo que se sugiere que lo que es evidente, a la par que resulta divertida, sencilla, cálida y sensible. Hay que sumar, sin duda, la excelente dirección de actores y las buenas interpretaciones, tanto de Cecilia Roth como de Oscar Martínez, galardonado con la Concha de Plata al Mejor Actor por su trabajo en el último Festival de San Sebastián.

Lukas Moodysson: Talk (1997)

¡Qué decir del controvertido poeta sueco Lucas Moodysson! Porque lo cierto es que sus trabajos en el campo del séptimo arte no son a nadie indiferentes, para bien o para mal… Personalmente, me encantó Together, una película ambientada en los inicios de la década de los 70 en la que nos muestra el proceso de integración de la generación hippie del 68 como la expresión más snob del capitalismo, quintaesencia de la exagerada búsqueda de la individualidad como sinónimo de la propia libertad, aunque en realidad todos ellos tienen las mismas contradicciones ideológicas de fondo y las resuelven con parecidos mecanismos tranquilizadores para sus agitadas conciencias; idénticos miedos, deseos, dudas… Ese bucólico mundo power-flower desmoronado en cuanto entra en contacto (necesariamente) con la sociedad exterior, a la primera de cambio; su revolución sexual sometida a los mismos ataques de cuernos de todo hijo de vecino, celos, chantajes emocionales, traiciones y egoísmos. El círculo que se cierra cuando los extremos aparentemente tan opuestos (sociedad ultraconservadora- sociedad ultralibertaria) se dan la mano y queda al desnudo cómo en el fondo no son tan distintos, en sus sentimientos, en sus soledades, en su vertiente más humana:

-Oye, oye, ¡que yo también soy socialista! , dice él
– No, tú eres socialdemócrata, dice ella…

Ensaladilla tibia de socialistas germanófilos, comunistas euro, anarcos con nómina, pacifistas gamberros, vegetarianos comuneros, feministas ye-ye y ecologistas de pro, futuros eurodiputados todos sentados en el mismo foro a razón del mismo sueldo a cargo del mismo bolsillo… (ah! no! ecologistas aún no había, el agujero en la capa de ozono es posterior, perdón) aunque para su supervivencia eternamente enfrentados (¡hasta que cayó el muro, claro!), todo ello al ritmo de Abba (ríanse de Mamma mia!) en una comedia de una plasticidad más que sugerente, amén de divertida y ocurrente.

Sin embargo, unos años más tarde su giro hacia el drama en Lilja 4 Ever no me gustó tanto, me pareció más previsible y… tal vez más oportunista. Emana cierto intento de aprovechar el tirón de crítica social que tan buenos resultados le había dado antaño, para tratar un tema como es el de la adolescencia de un modo estereotipado y exagerado, en una historia tan poco creíble como previsible, en la que faltó naturalidad (todo lo contrario que en «Together») y alguna que otra dosis de inteligencia para la protagonista, atributo que hubiese sido compatible con su corta edad, sin duda, y que se echa en falta, sorprendentemente, en casi todas las decisiones que el guión la fuerza a tomar (la vida) a lo largo de la película.

Sea como fuere, lo que es innegable es que Moodysson tiene todavía mucho que decir en el mundo del cine, de la poesía y, tal vez, en el de la política. Porque lejos de ser un conservador, Moodysson ofrece una perspectiva ciertamente vanguardista, por momentos incluso revolucionaria, y es capaz, sin muchos reparos, de mostrar de un plumazo las dos caras de la moneda y, encima, lograr entretenernos. Personalmente espero persista esa valentía que denotaba su segundo film (tengo pendiente la ópera prima, «Fucking Amal«) y nos siga deleitando con su tierna y sabia ironía apartada de clichés y crítica facilona que, además de ofrecer cine del bueno, apunta y dispara su tiro certero, crudo y lleno de significado.

Hace no mucho encontré subtítulos para un cortometraje que el director realizó en 1997, Bara prata lite, que no tengo idea de qué significa en sueco, pero internacionalmente se la conoce como Talk. El trabajo habla sobre la soledad y las reacciones humanas en una situación extrema. Pienso que no por ser corto es menos importante, de hecho, a mí no me dejó indiferente, a ver qué os parece. En mi opinión, la dirección es brillante, los primeros planos son conmovedores y los actores realizan muy buena interpretación, además de ser una denuncia de la soledad como mal endémico de las relaciones en una sociedad como la sueca; sociedad especialmente protegida por su Estado y envidiada por muchos ciudadanos de países occidentales, pero de la que no hay que olvidar presenta una de las tasas de suicidio más elevadas del planeta. De paso, el film nos hace reflexionar sobre la explotación de los trabajadores; pero no desde ese punto de vista repetidamente tratado y que todos conocemos que es el económico, sino desde la perspectiva del «uso» de las personas por el sistema mientras le son válidas y su posterior abandono cuando dejan de serle «útiles», como si de un objeto se tratase, mercancía o parte de un reality de la “cadena amiga”, en el que usted está arriba y merece popularidad mientras es joven, bello y productivo, pero pasa a ser nada y nadie cuando envejece y deja de ser rentable a los intereses de quien le creó. En la herida y… donde más duele.

Advertir que incrustar los subtítulos y la necesaria re-compresión del video ha perjudicado algo la calidad de la imagen, que ya no era gran cosa en la copia de la que disponía, pero después de varias pruebas tratando de encajar esos subtítulos con la menor pérdida de calidad posible, éste es el resultado mejor que muy modestamente he sabido darle, que no es gran cosa. El corto me pareció realmente bueno para que andara partido en la red; pero mis conocimientos sobre manipulación de estos archivos son bastante limitados, a lo que hay que añadir las propias del servidor a la hora de subir los videos. Espero, con todo, os guste y podáis disfrutarlo tanto como yo.

Cristian Nemescu: California Dreamin

Cristian Nemescu nació en Bucarest el 31 de marzo de 1979. En 1999 comienza sus estudios en la Escuela de Cine y Teatro de la capital rumana y se gradúa en 2003. Durante esta época ya apuntaba un prometedor futuro como director: Mihai and Cristina, su primer cortometraje, gana el premio al mejor realizador novel en el Festival de San Petesburgo en 2001; C Block Story, su proyecto fin de carrera, es de nuevo primer premio en el Festival de Berlín de 2003 y premio European Short Films en 2004. Terminados sus estudios, aborda la dirección de su primer proyecto independiente, Marilena de la P7, un drama en formato mediometraje que trata la historia de un adolescente de 13 años que vive en las afueras de Bucarest, y que un día decide robar un autobús para impresionar a Marilena, una prostituta de la que se ha enamorado. La cinta es recibida en Cannes con gran entusiasmo por la crítica y el público.

Estamos a finales de 2005; la guerra en los Balcanes es todavía reciente en la memoria y un viaje a Croacia, en el que al joven director le llama la atenciónla expectativa que crea la presencia de soldados norteamericanos en las muchachas de un pueblo, dan la idea a Nemescu para preparar el guión de su primer largometraje, California Dreamin: El capitán de la marina estadounidense Jones recibe el encargo de escoltar un tren que transporta equipamiento estratégico hacia Yugoslavia, durante la guerra de Kosovo. Doiaru, el jefe de estación de un pequeño pueblo, ordena la detención del convoy por falta de algunos papeles. El capitán al cargo, interpretado por el rocoso Armand Assante, establece una batalla de poder, y de ego, con el reaccionario y corrupto jefe de estación local. El embargo supone el desembarco de una manada de soldados borrachos de testosterona ávidos de juerga con las lugareñas de la región. Mientras, la comunidad se esfuerza de manera ridícula en agasajar a los soldados americanos con la esperanza de que todo ello redunde en mejoras económicas y progreso en sus tristes y monótonas vidas. Los soldados se dejan seducir por los habitantes del pueblo, incluso la hija del propio Doiaru tiene una aventura con el sargento McLaren. Cansado de esperar la ayuda de sus superiores, el capitán Jones decide arreglar el asunto por sus medios. A medida que se relaciona con la gente del pueblo, salen a la luz antiguos problemas y entenderá que la razón por la cual Doiaru retiene su tren es algo personal. Tras cinco intensos días, el tren acaba su viaje dejando atrás corazones rotos, sueños incumplidos y al pequeño pueblo sumido en una guerra civil.

La película es una mezcla de géneros muy equilibrada, cargada de fuertes dosis de humor a pesar del tono dramático del guión, y que muestra una realidad sin caer en el cine explicativo, dogmático o maniqueo. Hay que tener en cuenta que en Rumanía, hasta 1989, el Estado subvenciona el cine como una industria que, amén de su calidad y variedad temática, era utilizada sin tapujos como instrumento propagandístico del régimen. Con la caída de la dictadura, es un hecho cierto que el cine rumano pasa a estar de moda por reflejar diferentes aspectos de la sociedad rumana actual en los que se muestran las consecuencias de décadas de régimen totalitario, las diferencias sociales y las frustraciones. Pero no es menos cierto que muchas de sus películas arrastran ese dogmatismo argumental heredado de la vieja escuela (The rest is silence, de Nae Caranfil), o cierta aplicación si cabe mecánica de algunas técnicas del cine dogma que hoy son referente de los jóvenes cineastas del este (4 meses, 3 semanas, 2 días, de Cristian Mungiu), o un excesivo abuso del un ultrarrealismo social que merma la calidad artística que a toda película, como arte que es, cabe exigirle (12:08 East of Bucarest, de Corneliu Porumboiu). Sin embargo, en Califonia Dreamin, Nemescu se distancia de casi todos estos nuevos vicios (a pesar de que su cámara inquieta no deja de perseguir a los protagonistas) y sabe elaborar un film que, si bien se mueve en ese pozo de amargura que es el paisaje de la nueva Rumanía, lo hace desde la fachada de la comedia, echando toneladas de ácido contra todo lo que se mueve. Por la pantalla van desfilando personajes tratados de modo entrañable: el jefe de estación, su hija, los compañeros de colegio, y el alcalde, un hombre que ha pasado toda su vida esperando la llegada de los norteamericanos (desde pequeño, cuando entran los nazis en Bucarest y se llevan a sus padres, escenas en blanco y negro a modo de flashbacks; americanos que nunca aparecieron, convirtiéndose ésta en su gran oportunidad), hasta el capitán americano resulta tierno en este film, y sus conversaciones con el terco jefe de la estación de tren, lo mejor sin duda de la película.

Con influencias tanto del cine de Berlanga como de Kusturika, Nemescu dibuja el fracaso, el anclaje, la incapacidad de seguir adelante de un pueblo cercado por sus propias barreras culturales y por otras que le vienen impuestas (las económicas) hacia el progreso. Sus gentes ven el mundo a través de un escaparate en el que desfilan los marines como auténticos reyes magos; las chicas los observan como héroes y depositan sus esperanzas para de salir de allí, como en las películas del cine en las que el chico se lleva a la guapa, mientras las gentes del pueblo sueñan con el cambio por la simple presencia de esos soldados que representan el progreso y los sueños a los que jamás accederán y que confían ahora a la quimera americana. Convertir estas tristes historias en una simpática comedia sublime es algo sólo al alcance de los grandes; y no cabe duda, después de este trabajo que Cristian Nemescu lo hubiese sido (o lo es, ya), porque supo encontrar el modo perfecto de transformar estas historias mínimas en una feroz y amarga crítica al aislacionismo producto de la dictadura, al culto a las apariencias y a los falsos sueños que suscitan en las personas del lugar la vana esperanza de la ayuda extranjera.

En verano de 2006 el rodaje de la película había finalizado con tres horas de metraje. Faltaba por concluir el trabajo de montaje, eliminación de escenas e inclusión de la música. La película todavía no tenía título definitivo. Pero el 25 de agosto, Cristian Nemescu fallece en un accidente de tráfico en las calles de Bucarest junto a su técnico de sonido, Andrei Toncu. Se dirigían en un taxi hacia los estudios de producción cuando fueron abordados en el Puente Eroilor de Bucarest por un Porsche Cayenne conducido por un británico borracho que se saltó un semáforo en rojo. Los peritos establecieron que la velocidad a la que iba el Porsche era de 113 Km/h (63 Km/h por encima de la permitida), mientras que el taxi iba tan solo a 42 Km/h. El trágico evento truncó una de las carreras más prometedoras del nuevo cine rumano. Pocos días antes del accidente, Nemescu había realizado unas declaraciones en una emisora de radio contestando a un periodista interesado en saber la fecha de estreno de su película, que estaba causando fuertes expectativas:

«Creo que cuando el rodaje está a punto de finalizar, no puedes estar tranquilo en absoluto, ya que lo que quieres es ver como encajan todas las piezas, y eso resulta todavía más duro para ti que lo que acostumbra a ser antes de empezar

Pero el joven director no pudo ver cómo se hacían encajar todas esas piezas de su primer largometraje. Y la película se presentó con sus casi tres horas de metraje, sin retocar ni cortar demasiado, e introduciendo uno de los temas musicales preferidos y sugerido por Nemescu como parte de la banda sonora del film, California Dreamin, de The Mamas and the Papas, que posteriormente ha dado título internacional a su película, aunque en su versión original el título que le dio el equipo fue Nesfarsit, que significa «Inacabada«, tal como está, sin finalizar. Por ello, quizá resulte larga o se pueda criticar lo innecesario de muchas de las escenas; si bien el hecho de presentarse así no es más que un homenaje póstumo al trabajo del director y guionista que no pudo concluir lo que seguramente se convierta en una película de culto, una parábola política y social que desnuda el choque entre el occidente más fruslero y la Europa  más profunda,  caciquil y conservadora.

Soy un Cyborg, de Park Chan Wook (2007)

Anoche volví a ver, esta vez en el cine, Soy un Cyborg, la última producción del coreano Park Chan Wook. La había visto en una versión que circula hace algo más de un año por internet y no me dijo demasiado, pero esta vez, en la pantalla grande, me ha causado bastante mejor impresión. Tal vez porque es una película tremendamente surrealista y mi primer visionado no debió producirse en un buen momento anímico; o tal vez porque resulta inevitable comparar unos films con otros cuando ya has visto alguna película del director (Old Boy, Sympathy for Mr. Vengueance, etc), y he de decir que Soy un Cyborg no se parece en nada, al menos argumentalmente, a sus films anteriores y, claro, sin saber, al espectador le puede pillar desprevenido semejante derroche imaginativo cuando espera encontrar una buena dosis de violencia coreana que contagie adrenalina.
La película cuenta la historia de Young-goon, una joven residente de un hospital psiquiátrico que afirma ser un cyborg (especie de robot con misiones de arma nuclear de combate). La chica es ingresada porque se autolesiona (cree que sus venas son en realidad cables de comunicación que ella misma puede conectar) y se niega a comer por temor a estropear sus mecanismos internos, alimentándose sólo de pilas y baterías, con el consiguiente peligro para su integridad física. En el hospital, la protagonista interactúa con el resto de personajes, a cual más insólito: su compañero de viaje, un joven cleptómano convencido que posee el poder de robar las habilidades de otras personas, un hombre que camina al revés, una mujer bulímica preocupada continuamente por su apariencia u otro que vive con una banda elástica imaginaria alrededor de su cuerpo. En definitiva, una “colección” de personajes cada uno con sus debilidades, todos ellos peculiares pero que se atan a un guión que los presenta de modo natural, aunque con la suficiente distancia para no hacerse del todo cercanos.
A pesar de ello, la película no resulta ser un drama, sino más bien una comedia hilarante y fantástica,  un cuento de hadas que transmite constantemente la sensación de irrealidad, de mundo místico pero a la vez visualmente impactante que habla del amor, de la amistad y de la locura.

Park Chan Wook deja de lado esta vez los rasgos más violentos y trágicos de sus anteriores trabajos para ofrecer una comedia imaginativa, surrealista y mucho más amable. Algo así como poner en una coctelera «Alguien voló sobre el nido del cuco», «Amelie» y el cuento de Alicia en el país de las maravillas. Sólo que el hospital psiquiátrico no es lúgubre y desolador sino un espacio abierto, ajardinado, con grandes habitaciones y vistas espléndidas donde los personajes cohabitan con total libertad, moviéndose como si de un patio de guardería se tratase y ellos fuesen niños que, con sus fantasías más pueriles, pueden ser un androide, un ladrón o un hombre invisible.

Aunque detrás del tono amable, de comedia preciosista y de sus encantadores colores pastel se esconda el cruel relato de la personal locura de cada uno y de la impotencia en la que se encuentran sumidos, reclusos de una sociedad hipócrita para la que ellos poseen el arma tal vez más peligrosa. Ni que decir tiene que técnicamente está a la altura de lo que el director acostumbra: una deslumbrante fotografía, impresionante montaje, buena actuación de los dos protagonistas y unos personajes secundarios cuidados en los detalles, bien dibujados y realmente únicos. A pesar de que no cuenta una historia demasiado original sí lo hace de modo divertido y muy bien llevado, por momentos paranoico, pero siempre sorprendente y capaz de satisfacer y entretener tanto a los que ya conozcan algún trabajo del director como a los que se atrevan con él por primera vez. Porque si bien dista bastante de ser una obra maestra o lo mejor del director, si es una pequeña joya cinematográfica a la que merece la pena echar un vistazo. Dicen por ahí que la próxima del coreano es sobre vampiros… a ver qué nos depara!

Esposados (Juan Carlos Fresnadillo, 1996)

Continuando con las retrospectivas de cortometrajes de directores hoy día ya reconocidos, merece la pena echar un vistazo a “Esposados”. A Juan Carlos Fresnadillo le conocemos más por sus largometrajes «Intacto» y  la secuela de «28 semanas después”, o por las numerosas ofertas que le han llegado tanto del Reino Unido como del otro lado del charco. El corto «Esposados», realizado en 1996, fue su primer trabajo como director y guionista, y no se puede decir que le fuese mal del todo, ya que la pieza le llevó a oler la alfombra roja al ser nominado a los premios Oscar en 1997. Sin embargo, no se trata de una superproducción, sino de un trabajo que Fresnadillo hace con su propia productora (nada menos que dos años de rodaje) y con el respaldo del Gobierno Canario, que hizo a la vez de comadrona (costó 20 millones de pesetas) y de maestro de ceremonias para apoyar su lanzamiento.

Lo cierto es que “Esposados” tiene poco desperdicio y se nota ya que Fresnadillo va a ser toda una promesa del cine español; lo corroboran los 40 premios nacionales e internacionales que atesoró esta pieza a pesar de no llevarse la estatuilla en Holywood. Rodado en blanco y negro, en 35 milímetros, bebe tanto de las comedias españolas de los años 50 como del cine de Hitchcock, y el resultado es una buena historia de humor, de humor muy negro y misógino (un marido bajo el yugo de una maruja obsesionada por las palmeras), de unos 20 minutos de duración en los que destaca, además de la buena interpretación de Anabel Alonso y Pedro María Sánchez, la cuidada puesta en escena, la soberbia fotografía, una buena dosis de imaginación y el mimo hasta el exceso por cada uno de los detalles. Otra joyita del cine patrio que no por ser corta es menos importante. Espero que os guste y la disfrutéis tanto como yo.