24 City, de Jia Zhang-ke (2008)

Otra película magistral del joven director chino Jia Zhang-ke, otra visita fabulosa y ambivalente a la China actual, esta vez la crónica de la desconstrucción de una fábrica de componentes para aviación y municiones en la ciudad de Chengdu, de la que dependían unos 30.000 trabajadores dedicados a ella no solo como profesión, sino como forma de vida. Jia Zhang-ke no aborda casi nunca temas que directamente puedan figurar entre los intocables de las listas gubernamentales, pero no cabe duda que la metáfora de la actualidad de su país, tratando de hacerse un hueco en un mundo globalizado, es abierta y contundente. Como punto de partida la demolición de la fábrica de propiedad estatal, reemplazada hoy por un complejo de viviendas de lujo gigantesco llamado Ciudad 24 (24 City). Si Naturaleza muerta (Still life) era el escaparate del desarraigo de miles de personas desubicadas y puestas a trabajar en la presa de las Tres Gargantas, esta vez, también a modo de documental, moviéndose en la frontera entre ficción y realidad, nos ofrece una alegoría del paso inverso, materializado en la construcción del complejo residencial sobre la base de la destrucción de casi todo aquello por lo que lucharon quienes fueron trasladados desde otros lugares en 1958 para crear de la nada una urbe industrial, hoy en vías de desaparición, cediendo paso a la nueva modernidad, la especulación, los servicios financieros y el lujo como adalid de felicidad para las nuevas generaciones.

El que se haga bajo formato documental o lo implícito de la denuncia contenida no aparta ni un ápice el rigor formal y artístico. Complejidad formal y grandes dosis de sensibilidad con las que entreteje una elaborada red de conexiones, mediante entrevistas a los empleados de la antigua fábrica, integradas de manera fluida con monólogos de actrices, viejas consignas incitando al trabajo o a la construcción del socialismo,  retratos de grupo y las imágenes de un paisaje cuya transformación camina pareja entre grietas a las nuevas aspiraciones vendidas ahora a la mayoría. Tres historias de ficción, a partir de tres mujeres de una misma familia, y el testimonio de cinco trabajadores reales que nos cuentan sus recuerdos. Introspección y melancolía, gentes llenas de experiencias que les unen emocional y materialmente a la planta. Sus vidas, sus medios de vida e incluso su autoestima están indisolublemente ligados a la fábrica, orgullosos de su trabajo y su contribución al desarrollo del país. Escucharles de cerca nos ayuda a comprender el coste humano de los cambios que aborda China en la actualidad.

Desde el punto de vista formal, lo realmente interesante es el modo en que Jia Zang-ke utiliza la cámara. Su movimiento cadente es el lenguaje con el que escribe y muestra al mundo la historia reciente de China, documentando con asombroso lirismo la realidad de manera conmovedora y elocuente. Curtidas transformaciones con la mirada puesta en un mañana que se construye sobre la demolición física de un pasado que un día les hicieron creer glorioso. Los requiebros de una China que avanza a marchas forzadas hacia la industrialización, que despierta de la utopía socialista para descubrir la sociedad de consumo y el capitalismo tardío. Poemas entre ruinas sobre los que se levanta un progreso ficticio,  a base de una ingente acumulación de capital que lleva implícito descomunales movimientos migratorios interiores, exteriores, el desarraigo -de nuevo- de miles de sus trabajadores y sueldos míseros (para el que logre tenerlos) capaces de competir en la frágil balanza de la economía internacional. Me he permitido subir este recorte: la poesía puede a veces ser infinitamente más subversiva que mostrar al mundo una salvaje carga policial o la intervención armada y brutal del ejército para resolver cualquier manifestación civil.

La frase dice: «»Todo lo que hemos hecho e imaginado, debe desperdigarse y diluirse. Como leche que se vierte en el suelo» (W.B. Yeats)

The World, de Jia Zhang Ke

Temáticos: China

Blind Shaft (Li Yang, 2003)

Li Yang es uno de esos jóvenes directores que pertenece a lo que la crítica ha bautizado como “sexta generación” o «generación urbana» de directores chinos, surgida después de los sucesos de Tian´anmen, para aportar un punto de vista casi siempre crítico tanto por lo que se refiere a la “vieja guardia” todavía en el poder, como a las recientes transformaciones y la occidentalización que aborda en la actualidad el país. Con no demasiados trabajos (Li Yang sólo ha hecho dos largometrajes hasta hoy), estos jóvenes cineastas resultan, sin embargo, imprescindibles dentro del actual panorama cinematográfico por dos motivos básicos: Por un lado, sus películas con temática social y tono semidocumental nos permiten hacernos una idea fiable de la actual situación de la sociedad en China que de otro modo solo intuiríamos; por otro, visto desde el punto de vista exclusivamente cinéfilo, esta joven generación está adquiriendo una altura (en cuanto a calidad se refiere) que eleva el cine de este país, a pesar de la constante censura, a uno de los mejores del recién comenzado siglo.Blind Shaft, ópera prima del director, trata la temática del movimiento demográfico del campo a la ciudad, del abandono de las zonas agrícolas por parte de la población y de su desplazamiento a zonas industriales y mineras. Es una película dura, terrible dibujo de la corrupción, del aprovechamiento y la picaresca por parte de todos de la buena voluntad de las gentes venidas de las zonas agrícolas, desconocedoras del nuevo medio en el que se mueven; gentes confiadas que mendigan un trabajo para un día en las plazas y no saben si lo tendrán mañana, pero que a pesar de todo siguen siendo conformistas con su modo de vida. En particular, un retrato cruel del durísimo mundo de los mineros del carbón, lo precario de sus empleos, la inseguridad en su trabajo y en su propia vida. De su día a día sórdido, de cómo han de recurrir a trabajos ilegales, de cómo todos, empresarios y trabajadores tratan de sacar tajada de la situación de necesidad de los demás. Una película que pone sobre la mesa y nos hace pensar sobre los límites de la honestidad y la maldad humanas cuando lo que está en juego es la propia supervivencia.El hilo narrativo es la historia de dos campesinos que, acuciados por la necesidad, se desplazan a trabajar en las minas de carbón. Los empresarios acuden a las plazas de las ciudades a contratar mineros en condiciones míseras. Ellos son hombres fuertes, jóvenes, por lo que no resulta difiícil que les contraten. La mayoría de estas minas, si bien tienen todos los permisos en regla, incumplen de modo constante la legislación en cuanto a horas, condiciones laborales y declaración de beneficios. Los dos amigos, conscientes de la situación, saben sacar tajada de las circunstancias, aprovechando su estancia en las minas para extorsionar a los empresarios fingiendo accidentes laborales falsos y obtener así una indemnización por mantener la boca cerrada sobre la muerte de pobres víctimas (generalmente estudiantes adolescentes que buscan trabajo en estas plazas); víctimas que ellos mismos seleccionan meticulosamente con unos originales criterios. Hasta que un día se deciden por un joven de sólo quince años al que uno de ellos comienza a tomar cariño.Lo interesante de la película, además de la crudísima crítica a la organización social china en la actualidad (de la que no se salva nadie, ni empresarios, ni trabajadores, ni estudiantes, ni el Estado), es que lejos de ser un film social con mensaje al uso, el director hace un tratamiento del drama con importantes dosis de humor muy negro y sin atisbo alguno de lágrima fácil, acompañado de muy buenas interpretaciones de todos los actores que logran que casi lleguemos a aceptar el menosprecio por la vida ajena de la que hacen gala tanto los protagonistas como los responsables políticos (en China todos los responsables son también responsables políticos) con tal de conseguir salir de ese mundo hostil en el que se encuentran. Hay momentos tiernos, como cuando el muchacho cuenta la historia de su familia y los motivos que le impulsan a estar allí. Otros, como la escena del aseo colectivo en barriles (improvisadas bañeras), son divertidos sin llegar a la comicidad. Y también los hay atroces y toscos: Minero a prostituta «Vosotras las mujeres podéis conseguir dinero con más facilidad. Simplemente dejáis que os follen y conseguís cientos de yuanes. ¡Y vosotras también os sentís bien! ¿Por qué sólo han de pagar los hombres? ¡Es injusto!» Prostituta a minero «No me lo preguntes a mí, pregúntaselo a Dios.»Blind Shaft, que significa algo así como «pozo ciego» no obtuvo autorización para ser exhibida en las salas comerciales de su país. Las razones parecen evidentes. Según algunas noticias, se consiguió terminar sin conocimiento de las autoridades oficiales que otorgan este tipo de permisos, rodando escenas sueltas a base de la autorización de diversos jefes locales que no conocían bien el conjunto de la película. Se nota que no se dispone de medios en numerosas ocasiones, y hay detalles que dejan la sensación de que alguna secuencia haya sido rodada por partes o en lugares distintos para encajar el puzle a posteriori. A pesar de ello, el conjunto es un buen trabajo de dirección, de fotografía y, por supuesto, de actores, y un repaso a la realidad social y concreta del país que la hace recomendable sin duda alguna.

The World, de Jia Zhang-ke (2004)

Cuando Jia Zhang-ke se dio a conocer en el mundo occidental por su exitoso film «Still life» (Naturaleza Muerta, título en España), ya contaba con cinco películas en su haber: las cuatro primeras (Plataform, Unknown Pleasures, entre otras) censuradas por el gobierno chino, y una quinta, «Shijie» (The World), que paradójicamente burló el férreo control de las comisiones de censura gubernamentales, cuyas autoridades no se percataron de la perspicaz y dura crítica a la política social que el director elabora en esta cinta, colando Zhang-ke un gol por toda la escuadra a un régimen que no la vio venir y que, incluso, facilitó el rodaje con el fin (supuestamente) de dar a conocer la modernización en la que se encuentra inmersa Beijing. «The World» es el parque temático más importante de Pekín; un complejo lúdico donde el ciudadano de a pie puede fotografiarse en el Taj Majal, la Torre Eiffel o en Manhattan (Torres Gemelas incluidas). Un lugar para viajar, sin moverse de la ciudad, por los cinco continentes en sólo un día, donde olvidar los problemas cotidianos y dejarse deslumbrar por los sueños, como bien reza la propaganda del parque.
Ahora bien, toda esta fanfarria onírica que transporta al visitante a esos sueños que nunca realizará, contrasta grotescamente con el mundo real que se vive en este parque temático. Los protagonistas son unos cuantos trabajadores que sobreviven hacinados en sórdidos edificios o en la triste habitación de un hotel donde una pareja se encuentra, personas que combinan este trabajo con (por ejemplo) un taller textil en el que copian glamurosas prendas de marcas occidentales (otros coquetean con la prostitución o se re-emplean en la construcción), gentes venidas de lugares remotos de China a la ciudad a buscar una vida mejor o simplemente lograr el dinero suficiente para obtener un pasaporte y marcharse del lugar.Todos ellos personajes siempre pegados al teléfono móvil (símbolo de modernidad) y en permanente estado de transición; porque están allí temporalmente, como lugar de tránsito para cumplir sus deseos, del mismo modo que lo está China en su lucha constante por integrarse en el mundo capitalista mientras sus habitantes sobreviven en condiciones sociales y morales funestas.
El telón de fondo de sus historias mínimas es ese parque temático en el que trabajan y la ciudad de Pekín; ciudad en permanente expansión, paisaje plagado de grúas y hormigón que despierta de la utopía comunista hacia la sociedad de consumo, perfectamente reflejado en la radiografía humana y social que hace el director de la vida en el parque, espejo de esa sociedad en miniatura, cuyos dirigentes han sido capaces de acumular una fortuna a base de vender sueños de neón y fanfarria al visitante, de la misma forma que el Estado chino ha sabido generar la suficiente acumulación de progreso y capital para abordar las recientes macro-transformaciones, aunque todo ello se haya logrado a base de pisotear los derechos y libertades de las personas sin demasiados miramientos. La película es un perfecto retrato de los cambios últimos en la sociedad china, inmersa de lleno en el mundo de la globalización, en el que se trafica libremente con el capital mientras que el trafico de las personas es menos viable, porque las mismas personas a las que se invita a viajar por un día al lugar del mundo soñado viven en realidad atrapadas en su propia prisión personal, económica o institucional.
The World es una valiente alegoría de cómo se construye una sociedad capitalista y globalizada, de China en su lucha por integrarse en ella, y de los deseos que se ofrecen tan sólo al sueño para la mayoría de sus habitantes mientras pagan la factura con su libertad y sus miserias. Y, a la vez, es una película magistralmente realizada, en la que las historias de cada uno de los personajes están magníficamente retratadas y servidas al espectador sin contradicciones o situaciones sin resolver. Historias que van generando otras, del mismo modo que la cámara va mostrando escenarios distintos recorriendo los pasillos y camerinos por los que deambulan sus personajes, deteniéndose en planos-secuencia largos que comienzan y terminan cada escena, en las que se muestra la realidad en contraste con lo que se pregona como fondo, sin ahorro en eufemismos, enseñándo sin tapujos catres destartalados o paredes de habitaciones cochambrosas desde cuya ventana se observa el majestuoso Big Ben londinense, el Partenón o la Torre de Pisa. Una crítica mordaz e inteligente a la sociedad de la globalización y a la China del capitalismo tardío, y un desnudo magnífico de lo que en realidad se esconde detrás de ella: la prostitución, la delincuencia y la marginación en un mundo cada vez más sometido a la incomunicación, la corrupción, la falsedad y el desencanto.

Assembly (Feng Xiaogang, 2007)

Assembly es una superproducción china, del director Feng Xiaogang, que ha tenido muy buenos resultados en la taquilla de su país. Una obra épica de gran presupuesto (el más caro hasta la fecha para una película de producción exclusivamente china), que trascurre en la Guerra Civil que siguió a la Segunda Guerra Mundial. La película se estrenó en Pekín y Shangai el 27 de diciembre de 2007, y el 8 de enero de 2008 en Estados Unidos. En España todavía no está prevista su proyección, y sólo se pudo ver en la inauguración de BAFF (Festival de Cine Asiático de Barcelona) el pasado 25 de abril con bastante buena reacción por parte de público y crítica.
Con 130 minutos de duración, comienza en 1948 durante la campaña militar de Huaihai, al norte de China, y está dividida en dos partes claramente diferenciadas. La primera mitad es una espectacular película bélica que derrocha escenas de acción y efectos especiales; una cinta desgarradora y sangrienta que resulta un prodigio de fotografía, montaje y puesta en escena a pie de batalla, con el impresionante paisaje de invierno de la China profunda como telón de fondo, que hará las delicias de los amantes del género.
Sin embargo, en el ecuador de la película se produce un punto de inflexión para dar un giro de 180 grados al derroche verista bélico que hasta ese momento ha sido un sin cesar de secuencias a cual más bellamente elaborada. A partir de aquí, finalizada la Guerra Civil, nos situamos en 1956, la guerra ha terminado y el protagonista se adentra en una lucha personal contra la burocracia del Ejército Rojo para restaurar el honor de sus compañeros fallecidos en combate y, al tiempo, encontrar su propia redención.
Si bien las trazas de esta película no tienen nada que envidiar a superproducciones como «Salvar al soldado Ryan» o la coreana «Lazos de guerra», reproduciendo de manera fidedigna los terribles avatares de la guerra, una ambientación brutal e interpretaciones más que correctas, la película quiere ser un homenaje a los caídos en la Guerra Civil China y adopta unos tintes entre lo humanista y lo oficialista reveladores de la actual política gubernamental china, que en unos años ha pasado del estricto centralismo democrático al humanismo individualista tan característico de la cara B de una filosofía que, desde los aparatos de Estado, se potencia en las economías de mercado occidentales.
A pesar de ello, la película no deja de ser interesante. Los amantes del cine de acción, bélico e histórico podrán deleitarse con una primera parte muy lograda y cuidada que reproduce y transporta al espectador a caóticas y descorazonadoras batallas de modo muy realista. La segunda parte, mucho más contextualizada y propagandista, tiene como objetivo un mensaje antibelicista que muestra las siempre negativas consecuencias de la guerra pero que, al tiempo, no sólo no cuestiona sino que enaltece el protagonismo y el papel del ejército en China.
En definitiva, una perfecta vuelta de tortilla con mensaje de la que podría aprender más de un director occidental oficialista. Porque esto es propaganda gubernamental bien hecha: humanismo antibélico y patriótico con patrocinio del Oficial Bank of Beijing, del que tal vez no tarden demasiado en hacer un remake norteamericano. Podrían cambiar las banderas rojas por barras y estrellas, pero no será tan facil encontrar sustituto para el oficial político. Y con curas, pues… nunca será lo mismo.

El último viaje del Juez Feng (Jie Liu, 2007)

Resulta una grata noticia que se haya estrenado en España la ópera prima del director chino Jie Liu, porque la película podría calificarse dentro de esas que seguramente no resulten rentables, económicamente hablando, para nuestras salas de cine (curioso título el que se le dado en EEUU: “Courthouse on the Horseback”). Cierto, existe un sector entre nuestro público suficientemente aficionado al cine oriental (dicho sea de paso, no demasiado numeroso) como para arriesgarse en el intento. No obstante, para una buena parte de este sector, el cine oriental se basa en una serie de películas del género fantástico (casi siempre) que ofrecen situaciones de impacto y sensaciones extremas, unos cánones tal vez no tan distintos a la exhaustiva oferta del cine norteamericano. Es un mercado que se ha desarrollado hace no demasiado tiempo, tendente a unificar bajo el halo “de culto” (discutible en más de un caso) esos films que proceden del este de Asia, que destilan cierto exotismo, adaptado a menudo a los gustos occidentales; mercado en el que en muy pocas ocasiones figuran incluidos directores como el coreano Kim Ki-duk o el malayo Tsai Ming-liang, por no mencionar otros como el chino Zahng Kei-gia que aún no ha visto estrenada una sola cinta en nuestro país.

Es precisamente entre estos últimos donde mejor se podría encuadrar al director de “El último viaje del juez Feng”, película que nos transporta a la región de Yunnan, en unas remotas montañas del sudoeste de China, cercanas al Tibet, habitadas por poblaciones autóctonas que poco o nada tienen que ver con la apertura económica y el desarrollo del resto del país, y cuyos habitantes apenas saben de un gobierno que perciben burócrata y lejano. Feng es un funcionario que recorre la región a pie por caminos difíciles y sinuosos. Portador del Tribunal de Justicia resuelve, con cierta flexibilidad pero ley en la mano, los conflictos de estas poblaciones (un robo, una herencia, unas cabras que invaden propiedad ajena…). Viaja acompañado de su colega-secretaria y un joven en prácticas, recién licenciado, que le sustituirá cuando se jubile y que junto a un caballo y el Escudo del Gobierno componen este peculiar tribunal itinerante administrador de la justicia estatal.

No es una película fácil ni indicada para ver en cualquier momento: su ritmo es lento, carece de acción (en el sentido de que no produce emociones inmediatas) y la narración de personajes y situaciones roza, en numerosas ocasiones, el documental. Acompañando a la comitiva, a modo de road movie, asistimos al singular retrato de las relaciones humanas de este mundo olvidado, y a un concepto de justicia sustancialmente distinto al que estamos acostumbrados. En nuestro mundo, gracias al Imperio Romano, se discierne lo que es justo tomando como paradigma incuestionable el mandato de la ley. Los códigos consuetudinarios (regidos por la tradición y la costumbre) sólo son válidos en defecto de ley aplicable. La película nos invita a otra concepción de la justicia y de las relaciones entre los individuos, en la que priman esas tradiciones milenarias sobre las leyes escritas por sus gobernantes, pudiendo sus funcionarios (en los hechos) dejar de ser respetados como autoridad si las contradicen. Una sociedad donde por encima de las pruebas materiales o los argumentos persiste el acuerdo entre las partes, y donde el intento de aplicar la ley de modo ortodoxo puede desembocar en un conflicto mayor al que se pretenda resolver, pues todos se volverán contra quien representa esa justicia que no respeta las normas transmitidas generación tras generación, gracias a las cuales han convivido pacíficamente durante milenios. Nuestro concepto de lo justo y lo equitativo revela diferencias importantes con estas culturas: nuestra justicia es unívoca; la suya es, ante todo, la justicia del pacto. No se trata de hacer una reflexión sobre qué modelo es más conveniente o ecuánime, aunque no viene mal que nos pongan en solfa nuestro orgulloso modo occidental de lo equitativo. El conocimiento de otras culturas no sólo hace más libres a las personas, también ayuda a que sean más humildes.

Paralelamente a este hilo narrativo, el film desarrolla la historia personal del juez Feng. Del juez y su secretaria (un amor imposible), el juez y el aprendiz (lo viejo frente a lo nuevo y dos concepciones diferentes de legalidad), entre los tres y los distintos personajes que van apareciendo y, también las relaciones humanas entre éstos, entre iguales. Todas ellas, plasmadas con extrema delicadeza, huelen a auténticas, a creíbles. Una de las mejores escenas es en la que el juez trata de recuperar el escudo gubernamental que, tras un robo, ha sido hallado en el fondo del pantano. Las personas del poblado no sólo no le dejan adentrarse en él por temor a su integridad (el escudo a ellos no les importa en absoluto), sino que deciden desmontar una a una las puertas y ventanas de sus casas a fin de construir un puente de madera que permita alcanzar el lugar donde se encuentra el escudo. Una vez recuperado, reconstruyen entre todos nuevamente las viviendas y aprovechan la ocasión para celebrar una gran fiesta. Magnífico ejemplo de altruismo y solidaridad natural. En otra conmovedora escena una niña recorre kilómetros andando para ofrecerle al juez un pastel preparado por su madre (no, la madre no tiene litigio pendiente alguno) y se lo ofrece sin querer acercarse demasiado. Aunque la que personalmente más me impresionó fue una en la que el juez y su colega charlan poco antes de separarse, hacia el final de la película. Él fuma un cigarrillo y ella, de espaldas, habla mientras lava su ropa: “Tu vida entera puede resumirse en el tiempo que se tarda en lavar una camisa”. Fascinante.

La estrella ausente (Gianni Amelio, 2006)

La última propuesta del director italiano Gianni Amelio, que compitió por el León de Oro en 2006 en el Festival de Cine de Venecia, es una nueva muestra de la versatilidad de este cineasta para retratar temas tan diversos como la emigración del sur al norte en Italia (Niños robados, 1992), la Italia de la posguerra desde el más absoluto neorrealismo (L´América, 1994) o las relaciones humanas con conmovedora sencillez pero que a la vez lleven implícita la reflexión no exenta de sacudida emocional (Las llaves de casa, 2004).

«La stella che non c´è» narra, a modo de cuaderno de viajes, la historia de la división de culturas y puntos de vista entre Oriente y Occidente a través de su personaje, Vincenzo, un ingeniero italiano que se ve involucrado en un viaje que le cambia la vida. Lo mejor de esta película es, sin duda alguna, la utilización de los paisajes que retrata, de la vida de sus gentes y de esos matices culturales tan desconocidos para nosotros. El retrato de la China urbana comienza en Shanghai, ciudad a la que llega Vincenzo en busca de una pieza para una máquina, que sirve como excusa al director para sumergirnos en un recorrido por la China industrial profunda y menos amable: las ciudades toscas, la pobreza, los polígonos industriales, los paisajes urbanos y los desniveles sociales, así como los modos de vida absolutamente distintos al de urbes más pobladas y mucho más industrializadas, véase Pekín o Shanghai; esas ciudades que emergieron con la Revolución Cultural, que todavía no han sufrido los procesos de transformación e industrialización de la costa este de China ni figuran aún entre los planes de su Gobierno, pero conforman el tejido de la industria base de todo el país. El retrato le sirve a Gianni Amelio para mostrar también sus costumbres, sus relaciones sociales y sus presupuestos, tanto éticos como morales, tratados todos ellos siempre desde un exquisito respeto a la cultura y modos de pensar de sus gentes. Una precisa y luminosa fotografía acompaña el exótico y fascinante viaje de los protagonistas, como si de un compañero de tour más se tratara, haciendo que nos deleitemos como turistas de su paisaje y de sus gentes.

La película, sin embargo, decae en cuanto a guión se refiere. Comienza en alguna ciudad italiana, en una siderurgia casi desmantelada a la que acude un grupo de empresarios chinos para comprar sus piezas. Vincenzo es consciente de que no todas están en buen estado, incluso algunas podrían causar más de un accidente. Tratando de advertir a los compradores, conoce a una joven traductora china, única persona a través de la cual puede comunicarse con éstos. Al no lograr su objetivo, decide viajar a China en busca de la pieza defectuosa. Pero cuando llega a Shanghai, la pieza ya ha sido vendida a otra fábrica. A partir de aquí se desencadena el viaje de Vincenzo en busca de la fábrica que utiliza la pieza por toda la China industrial. Pero el guión tiene numerosos agujeros y demasiadas casualidades resueltas superficialmente. ¿Cuáles son en realidad las motivaciones del protagonista para abandonarlo todo y recorrer un país extraño sin billete de vuelta? ¿Cómo y quién financia su costoso viaje? o simplemente ¿De dónde sale la ropa que lleva puesta, dado que sólo le vemos una pequeña bolsa para todo su recorrido?… Otro error garrafal en el guión es el casual encuentro con la traductora, meses después de coincidir en Italia, que le acompañará durante la película: Vincenzo llega a Shanghai (18.450.000 habitantes y una densidad de población de 6.340 habitantes por km cuadrado) y tropieza, por el más absoluto de los azares, sin buscarla siquiera, con la muchacha en una biblioteca a la que acude en busca de información sobre industrias siderúrgicas en China (además, ¿existirá información en italiano en las citadas bibliotecas?…).

Con todo, las interpretaciones resultan bastante buenas, no ya sólo la del multifacético Sergio Castellito, también sorprende y conmueve la jóven actriz china Ling Tai, que logra momentos realmente intensos en la película. Un film para ver, viajar y disfrutar sin demasiadas exigencias en cuanto a la historia se refiere, pero que consigue atrapar al espectador abriendo su mente al conocimiento de otras culturas, hecho que al fin y al cabo resulta meritorio y acrecienta el interés de esta película.