Plano secuencia (7): Bela Tarr, Damnation (La Condena)

Hoy toca hablar de Bela Tarr: no se puede hacer una entrega de plano secuencia sin referirse al húngaro, quien utiliza tomas largas prácticamente en todas sus películas. Podría haber elegido cualquier obra de su filmografía, pero quiero hacerlo sobre la última que tuve oportunidad de ver, Damnation (Kárhozat, título original; La Condena, en España), realizada en Hungría, en 1988, que contiene escenas de una calidad estética maravillosa, una de ellas la que ilustra este post, formada por dos planos secuencia, que afortunadamente he encontrado en el tube, aunque con subtítulos en inglés. Poco o nada se ha editado en España de Bela Tarr, reservado hoy todavía al extrarradio de los círculos comerciales, pero por fortuna tenemos este estupendo medio para ir adentrándonos en su obra, desde mi punto de vista imprescindible dentro del panorama del cine europeo moderno. Los que sois asiduos del blog ya conocéis mi debilidad por este cineasta, del que no es la primera vez que podéis leer aquí. Si afirmo que cualquiera de sus películas serviría es porque una de las características del modo de filmar de Tarr es la utilización del plano secuencia, aunque no es lo único que imprime a su cine una impronta tan personal. Solo ver el comienzo de cualquiera de los trabajos que componen su filmografía indica que podemos esperar todo excepto un desarrollo convencional. No por su argumento, en este caso una historia de amor y traición entre un trío protagonista. Los elementos formales acercan el cine de Bela Tarr a autores como Jancsó, Tarkovsky, Angelopoulos o Sukorov, así lo vienen reconociendo hace muchos años los expertos en crítica cinematográfica, pudiendo encontrar también influencias del realismo italiano de los 50 y 60 (su condición de ateo le aleja de cierto misticismo patente en el cine de Tarkovsky) y del minimalismo trascendente de Robert Bresson. Sin embargo, en sus películas hay un sentido más fuerte de la narrativa a la hora de plasmar esos elementos en un hilo argumentativo: parece que todo cuanto rodea a sus personajes se mueve con ellos en una especie de danza circular en la que el paisaje, los interiores y sus paredes, el clima (la lluvia que cae incesante sobre una ciudad aburrida) e incluso los animales tienen sus propias historias que contarnos. A lo que se añade una impecable estética, el énfasis en la composición formal, los movimientos lentos y muy expresivos de cámara, y la permanente experimentación con la luz, el sonido y el tiempo.

Damnation supone un punto de inflexión en su carrera, no solo porque fue la primera colaboración  con el novelista Laszlo Krasznahorkai, colaboración que continua hasta nuestros días, sino porque es a partir de este rodaje cuando se dará a conocer internacionalmente su peculiar estilo, en el que la imagen como elemento esencial del lenguaje narrativo pasa a primer plano. Damnation es un film de amor y traición cuyos protagonistas forman un triángulo sexual. Karrek, hombre huraño que vive sin integrarse en la comunidad minera, acaba sus jornadas casi siempre borracho en el bar Titanik. El dueño del bar le ofrece pluriempleo como contrabandista, y él aprovecha para embaucar al marido de la camarera del local, de la que está perdidamente enamorado, con el objetivo de, en su ausencia, tener más oportunidades con ella. De este modo logran pasar tres días juntos, pero los sentimientos precipitan los acontecimientos y, al regresar el marido, Karrek considera la opción de denunciarlo a la policía para quitárselo de en medio. Detrás de las hazañas y contradicciones del alcohólico y deprimido Karrek, condicionantes que no se explican en el film, sino que deducimos simplemente con la fuerza de las imágenes (los trenes,  el rugir de la maquinaria o el sonido fuera de campo de unas bolas de billar fuertemente golpeadas por un taco, entre muchos otros), Damnation ofrece una visión trascendente de los personajes y de una ciudad húngara desolada, decrépita, siempre con dosis adecuadas de melancolía. Nada nuevo en el cine desde el punto de vista argumentativo, lo que hace que esta película sea un auténtico lujazo y esté muy cerca de ser una obra maestra es la belleza estilizada de cualquiera de sus secuencias, narradas casi todas con el lenguaje de la cámara, auténtico lenguaje y sentido del Cine, hay que decirlo, y Bela Tarr es capaz de plasmar las reflexiones silenciosas de cada elemento a través de los ambientes creados, con una estética realmente asombrosa que nos sumerge en la intensidad que se propone transmitir. Los protagonistas humanos, sus estados anímicos e incluso sus intenciones son descritos utilizando, además de los rasgos, el sonido ambiental, la música, el tiempo e incluso la lluvia, esa intensa lluvia que cae sobre la ciudad, gris y sin aspiraciones aparentes. A ellos se suman los distintos elementos del paisaje, los coches o los perros que recorren sus calles, que nos dan pistas sobre el trasfondo apocalíptico de la película, más allá de las emociones o de la falta de ellas que embargan a los personajes. Hermosos planos largos, pausados y reflexivos, de iluminación impecable donde el sonido es también elemento narrativo de primer orden, confieren el tono onírico, casi alucinante, que dan el particular enfoque minimalista de esta fascinante película, en la que el medio y los personajes forman siempre un conjunto sólido y armonioso. Bela Tarr, testimonio de la ofensiva creativa de quienes todavía hacen Cine por encima de las estrechas miras del simple negocio en el que han devenido numerosas productoras de la industria cinematográfica moderna.

Armonías de Werckmeister (Werckmeister harmóníak, 2000)

El hombre de Londres (A londoni férfi, 2007)

Plano secuencia

El hombre de Londres (A Londoni férfi) – Bela Tarr, 2007

CARTEL MAN FORM LONDONEs curioso lo que sucede con el cine de Bela Tarr. Su particular enfoque y  mirada hacia el mundo que imprime a cada una de sus películas, a cada uno de sus personajes, son más conocidos como fuente de inspiración de otros cineastas que por su propio trabajo. Carlos Reygadas, Andrei Zviaguintsev, Naomi Kawase o Gus Vant Sant en su trilogía son sin duda herederos de su modo de mover la cámara, de la hipnótica lentitud en la filmación de los movimientos de sus personajes, de los larguísimos planos (muchos de ellos de singular belleza) con los que se recrean algunas o todas (según de quien hablemos) sus secuencias. Sin embargo, Tarr imprime un enfoque tan personal a su cine que resulta imposible no reconocerlo cuando se ve cualquiera de sus películas. Tal vez la diferencia reside en que esta particularísima óptica va más allá de determinadas formalidades con las que otros dotan a esos personajes (de los que casi siempre se entrevén las influencias externas) logrando crear para el cine su propio mundo. Un mundo que existe (porque pre-existe en  su creador) antes y después de cada película, más allá de los propios personajes que además se desenvuelven siempre con asombrosa naturalidad. Y tal vez resida aquí una de las claves de la  maestría, esa sutil diferencia, la línea divisoria entre el cine bien resuelto y la obra maestra que subsiste al paso del tiempo, las modas o la escasa difusión que en principio pueda encontrar, incluso, entre los pretendidamente amantes de un cine menos comercial o más artístico.

El cine de Bela Tarr es enormemente literario, un mundo en blanco y negro sobre el modo de mirar la ficción que el autor crea, con movimientos de cámara laterales y verticales casi constantes, donde los actores trabajan con luz y sonido natural grabado en distintos registros, en el que la música consiste en un puñado de tonos repetitivos durante todo el metraje, y al mismo tiempo todo este conjunto no se limita a ejercer de simples efectos que enfaticen la trama sino que forman parte de ella como un todo indistinguible. Da igual que para rodar «El hombre de Londres» haya prescindido de adaptar una obra de László Krasznahorkai (como en sus anteriores películas) para en esta ocasión llevar a la pantalla una novela negra del francés Georges Simeon. O que se haya rodado en Córcega, en lugar de hacerlo como siempre en Hungría, a la que el paisaje de su cine parece indisolublemente ligado. O que sus protagonistas sean esta vez un checo (Miroslav Krobot) y la actriz inglesa Tilda Swinton, decantando muchas secuencias hacia los propios personajes, hecho que la diferencia de sus anteriores producciones. Porque del mismo modo que cuando vemos distintas películas de Tarkovsky encontramos un lugar común para su modo de entender la naturaleza, el tiempo, el arte, la violencia, el amor e incluso la fe, con el húngaro sucede que, adapte para el cine o parta de un guión original, ruede en el lugar que ruede,  hable del tema que hable, sabemos que estamos en un sólo lugar: el mundo de Bela Tarr, donde despliega plácidamente sus elementos, nunca expuestos como símbolos, sino integrados en la puesta en escena, buscando transmitir sensaciones y recuerdos, procurando recuperar la capacidad de percibir el mundo real. La escena de apertura, todas las rodadas en el bar o el último enfrentamiento en la cabaña son claros ejemplos en los que el ritmo, la atmósfera, los diálogos, las pausas, las sensaciones que produce su claustrofóbico mundo son ingredientes importantes que logran una inusual belleza y su gran poder expresivo, por otra parte de extraordinaria sencillez. Es probablemente ahí donde radica su maestría, la fuerza y la trampa en la que nos atrapa en cada una de sus películas.

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Armonías de Werckmeister (Béla Tarr, 2000)

Armonías de Werckmeister es una de las películas más bellas que he visto. La afirmación no es exagerada, lo digo sin el más mínimo atisbo de duda. Cierto que no es film para cualquier momento, pero si alguna vez les apetece un director que deja de lado convencionalismos y clichés, descubrir una película distinta al cine entendido como personajes-trama-desenlace aderezado de trucos de cámara o efectos especiales, que no busca sólo el espectáculo de la acción para entretenerse un rato, y desean ver una obra de arte filmada, poesía en blanco y negro, lirismo desde la primera escena, adentrarse en un mundo de sensaciones, muchas veces claustrofóbicas, opresivas, demenciales, hasta absurdas, pero a la vez salvajemente hermosas, háganse con cualquier film del genio húngaro Béla Tarr y disfrutarán de una experiencia tan radical como fascinante. Sólo he tenido oportunidad de ver dos de sus películas: Sátántángo y Armonías de Werckmeister, ambas inolvidables, sublimes, pero si no conocen ninguna de ellas les recomendaría esta última que, a pesar de ser más breve (Sátántángo dura 480 minutos, Armonías de Werckmeister algo más de 120), posee su mismo y extraño pesimismo metafórico y a la vez una belleza visual extraordinaria, realmente incomparable.
Algunos cinéfilos encuentran muchas semejanzas entre el cine del húngaro Bela Tarr y el de Tarkovsky. La utilización de la imagen de modo lento y poético para narrar historias generalmente desestructuradas puede llevar a estas conclusiones. Pero Bela Tarr es un rebelde y posee un estilo único, no sólo en el argumento de sus películas (siempre se destruye para luego construir), también en su estructura narrativa (tomando el punto de vista del personaje más vulnerable), en los planos (desde detrás de esos personajes, como persiguiéndoles) y hasta en la iluminación (claroscuros para las escenas más violentas y espacios abiertos para las más cotidianas e íntimas). Semejante o no (en mi opinión, más bien no), poco o casi nada se echa de menos del buen cine del maestro ruso una vez visionado este film; cuya calidad, sin embargo, sí se prestaría a ser comparada.

La escena del monólogo a cargo del músico Erszt contra las aportaciones al sistema musical de Werckmeister, en la que se explaya en la necesidad de volver al origen de la música, idea que hace extensiva al conjunto de nuestra cultura, es imperdible. Su piano sigue desafinado por voluntad decidida, como el mundo en su caos imperante, superior a cualquier posible solución. No en vano la película se basa en la novela «Melancolía de la resistencia», de László Krasznahorkai. .. O la escena del camión que porta el nuevo y amenazante circo-espectáculo llegando a la ciudad, atravesando sus calles de noche, lentamente, que parece que sólo con su sombra vaya engullendo una a una las casas… La masa enfurecida, desatada, la cámara siguiendo a esa multitud ávida de sangre mientras lo único que se oye son sus sobrecogedores pasos… El cuerpo del viejo desnudo, esquelético, desamparado, paralizado por el miedo, bellísima escena que sólo por su existencia hace merecedor al film del calificativo de obra de arte… La barbarie de la civilización al descubierto, la cruel represión, la muerte, la locura, el regreso al caos… En realidad hay pocas escenas de esta película que no sean dignas de elogio.
Merece la pena ver este film, porque a pesar de emanar el más radical pesimismo (del que también podría deducirse su lectura política), a pesar de su larga duración y de que su pulso es deliberadamente lento, las secuencias son de una belleza tan brutal, el trabajo de iluminación es tan perfecto y los personajes son tan intensos que esta vez creo que siquiera recomendaré el cafecito de rigor como suelo hacer en este tipo de películas. Una monumental obra de arte sin parangón en el actual panorama del cine europeo que ningún amante del buen cine debiera perderse. Para ir abriendo boca, les dejo los diez primeros minutos y… juzguen ustedes mismos.