El aplauso inconformista

«Sí, a la gente se la reconoce por lo que aplaude, el modo en que aplaude y a quien aplaude.

Y hay también un tipo de aplauso creativo. Como una performance solitaria. A la manera del vagabundo de Charlot que todos llevamos dentro. El aplauso de quien cae de culo y se levanta con una segunda vida.

De esa naturaleza era el último aplauso más conmovedor del que tengo noticia. El aplauso de Rafael Azcona. ¿A quién aplaudía el guionista de Plácido, El verdugo o La lengua de las mariposas? Cuando ya estaba golpeado por la enfermedad, se levantaba cada mañana laboriosamente, se miraba al espejo del baño y aplaudía. Decir que Azcona aplaudía a Azcona sería una versión vulgar de la historia. Era el ser humano que aplaudía, aupado por el asombro, con frágil ironía, la oportunidad de otra sesión en la película de la vida. Un día más sobre la tierra. Un día más.»

Fragmento del artículo «El aplauso inconformista», de Manuel Rivas. El País, 7 jun 2015

Les herbes folles (Las malas hierbas), de Alain Resnais.

Entre las piedras o las rendijas del asfalto, las malas hierbas crecen siempre donde no deben. Y al igual que ellas, los personajes de esta película de Alain Resnais hacen lo que no deben hacer y dicen aquello que no debe ser dicho.

A sus casi 90 años, la película funciona como epílogo de la trayectoria de un cineasta que desde hace 60 construye un cine que tiene lugar en su mundo, excluido de cualquier movimiento o corriente artística -por más que la crítica se empeñara o aún insista-,  al que hay que enfrentarse abandonando cualquier punto de vista racional o cartesiano sobre el cine.

¿De qué va Las malas hierbas? Pregunta incorrecta, tratándose de Resnais, pero la configuración básica del escenario puede decirse que son dos personajes. Por un a lado Marguerite (Sabine Azéma), mujer de mediana edad, odontóloga y piloto de avión en su tiempo libre, a la que le arrebatan del tirón el bolso en un centro comercial. Su billetera aparece tirada en un parking de la otra punta de Paris. Un transeúnte llamado Georges (André Dussollier), de unos sesenta años, esposo, padre y abuelo, la encuentra casualmente. Inmediatamente se siente intrigrado por las fotografías de su interior, en especial por la exótica foto del carnet de piloto de Marguerite.

A partir de aquí, cualquier rumbo que el espectador pretenda aventurar sobre los derroteros de la película, será fallido. Después de todo, para Resnais jamás han existido los códigos narrativos. Sus trabajos siempre han caminado como funámbulos sobre las convenciones de la narración cinematográfica, incluso sobre aquellas que con más o menos justicia han sido consideradas en determinados momentos vanguardistas. También en el límite de lo aceptable argumentalmente. Cuando la película toma los derroteros del suspense, Resnais nos conduce al romance disparatado. Cuando pensamos que está a punto del sprint romántico tradicional, se convierte en drama de no alineados autoengañados…

Para enfrentarse al cine de Resnais, y esta propuesta no iba a ser menos, hay que hacerlo con la misma desinhibición mental con que construye sus películas. Es el único modo de sumergirnos en su mágico universo, en sus reflexiones sobre los humanos y sus torpes relaciones. Mirar y dejarse llevar puede resultar difícil, porque sus personajes reaccionan en el límite de lo razonablemente aceptable por el espectador. En el cine de autor siempre esperamos conocer bien la psique de esos personajes, pero Resnais nunca ha querido ser un autor de culto, para la ocasión se limita a mostrar solo un atisbo de las zonas oscuras, pero sin demasiadas explicaciones, especialmente en el caso de Georges. Dominio del ritmo y del montaje, de la puesta en escena y planificación aparte, y hasta para los que ya están acostumbrados a su cine, lo cierto es que Resnais siempre consigue sorprendernos. Travelings misteriosos que parecen pertenecer directamente a otra película o recursos que todavía, con más de cien años de historia de cine, resultan inéditos en la pantalla, como la auto-conversación reflejada en el parabrisas del coche que será o no la que tenga en un futuro con Margerite, o ese final que aparece minutos antes de que concluya la película. El autor de obras tan singulares como El año pasado en Marienband o Hiroshima mon amour vuelve a demostrar, con más de medio siglo de cine a sus espaldas, que todavía no ha agotado toda su capacidad creativa.

Surviving life (theory and practice) / Sobreviviendo a la vida (teoría y práctica), de Jan Svankmajer (2011)

El pasado miércoles 18 de abril se estrenaba en la Filmoteca de València la última película realizada por el artista checo Jan Svankmajer. Svankmjer define Sobreviviendo a la vida (teoría y práctica) como una comedia psicoanalítica, pero el título podría bien ser el de un compendio del conjunto del trabajo de este artista, todo un superviviente a un mundo donde la técnica ha dejado arrinconado el cine como experiencia de los sentidos.

La película trata sobre los sueños y su protagonista es Evzen, un hombre  atrapado en un monótono trabajo de oficina que sueña de manera recurrente con una exótica mujer vestida de rojo. Cuando le confía a su médico estar perdidamente enamorado de la mujer que invade su sueño, éste le manda directo al psiquiatra. El hombre se horroriza al descubrir que la psiquiatra está tratando de ayudarle a deshacerse de su obsesión, ya que su único deseo es continuar viviendo la fantasía, y su mayor temor, que cualquier día pueda desaparecer de su inconsciente mientras duerme. En la consulta aparecen colgadas, tras el diván, las fotos de Sigmun Freud y Carl Gustav Jung, cada cual bien atento a las sesiones y reaccionando de manera diversa cuando sus teorías o las de su rival son empleadas por la psiquiatra. Personalmente, me encantaron las escenas en que los retratos de Freud y Jung se pelean. En general se trata de un film divertido y muy creativo, con un montón de gags visuales y, por otro lado, es también una de las películas más accesibles de Svankmajer, para todo tipo de público.

Svankmajer trabaja todas sus películas a base de una mezcla entre personajes reales y recortes de animación de diversos objetos como herramientas, animales, dentaduras postizas, órganos corporales o alimentos varios que cobran vida propia entre los protagonistas reales. Con todos ellos logra crear un complejo de estructuras nada convencionales, construyendo la película como si se tratara de un collage donde se superponen técnicas de acción real y animación stop-motion que tratan de aportar planos de significado distintos a lo que está viendo el espectador. De esta forma, a la vez que transcurre el argumento, los objetos que el propio director crea y anima aportan una fuerte carga metafórica sobre el mundo de los sueños y la realidad, la infancia, el erotismo y hasta la teología. Por encima de todo, el cine de Svankmajer es enormemente sensorial. La imagen resulta ser siempre más elocuente que la palabra.

Renegado de la animación por ordenador, a la que acusa de crear objetos artificiales, sin sustancia, y probablemente el único surrealista europeo militante que queda en activo, su trabajo, a pesar de haberse mantenido casi siempre fuera de los círculos comerciales, ha marcado (y es reconocido así) a directores como Terry Guilliam, los hermanos Quay o Tim Burton. Cuando el año pasado terminó el rodaje de Sobrevivir a la vida, declaraba que esta iba a ser su última película. Sin embargo, nos llegan noticias de que está trabajando en un nuevo proyecto, Hmyz (Insectos), un largometraje que quiere poder estrenar en 2015. Teniendo en cuenta que a fecha de hoy tiene 82 años cumplidos, el auténtico superviviente de la vida y del Cine será el propio Svankmajer.

El estreno de esta película abre un ciclo dedicado a la figura del director que ha preparado la Universitat Politècnica de València en colaboración con el Centro Checo de Madrid. Y, a pesar, atentos todavía a recortes presupuestarios de última hora -es lo que hay-, el ciclo tiene la intención de proyectar los seis largometrajes del director y un buen número de sus cortos en la Sala Berlanga de la Filmoteca de Valencia. La sesión inaugural incluyó también la presentación del libro recientemente publicado por Svankmajer, Para ver, cierra los ojos, editado por Pepitas de Calabaza. La retrospectiva se completa con  una exposición de los Collages de la película Sobreviviendo a la vida a cargo del Centro Checo, en la que se muestran los diversos objetos y maquetas creadas por el propio Svankmajer, así como las técnicas empleadas en el montaje de las distintas escenas. La muestra permanecerá abierta hasta el 30 de junio en la sala de exposiciones Josep Renau de la Facultat de Belles Arts Sant Carles, en la Universitat Politècnica de València.

Otros artículos sobre Jan Svankmajer en este blog:

Sileni. 2005. Largometraje

Food. 1970. Cortometraje

Alps, de Yorgos Lanthimos

¿Se puede sustituir a los muertos? ¿Se puede evitar el dolor? La nueva película del griego Yorgos Lanthimos muestra un cuarteto de filántropos cuyo original modo de ganarse la vida es reemplazar temporalmente a personas que mueren, a petición expresa de familiares, amigos y compañeros del fallecido. Como en Canino, son personajes robóticos que no establecen ninguna relación duradera con los vivos. Simples sustitutos emocionales y temporales para mitigar el dolor de la pérdida. Alps tiene muchas similitudes y algunas diferencias con su predecesora. Una vez más, ficción distópica donde las emociones se pervierten. Radical, subversiva, y muy violenta, toda la acción ocurre casi en silencio, imparable, a pesar de lo lento de su tempo. Poderosa, impactante, insanamente divertida y desconcertante.

En la misma línea que Canino, Lanthimos explora de nuevo los recovecos más oscuros de la naturaleza humana, la manera en que usamos el lenguaje, las estructuras de poder. En la anterior, el deseo por la seguridad se convierte en fanatismo aterrador. Alps es una introspección terrorífica en la alineación humana, pero a diferencia de Canino, la excursión filosófica no aparece como tragedia sino como comedia negrísima y subversiva.

El hilo conductor es el apego a la cultura pop, la competitividad extrema, los referentes estandar que la sociedad impone como sustitutos de la intimidad personal. Los elementos de Alps se acercan a los moribundos para conocer cuál es su actor de Hollywood, cantante pop o plato favorito: lo esencial de la existencia humana actual, vamos, condenada a la repetición incansable de iconos mediáticos. Esta es toda la información que necesitan para sustituir por completo a una persona. La búsqueda del mortecino y la comunicación dentro de la organización en Alps se lleva a cabo a través de un sistema vertical (siempre las mujeres sometidas a los hombres, una curiosidad) donde se puede cambiar de forma y asumir casi cualquier identidad. El líder, o entrenador -o dictador-, que se hace llamar Mont Blanc, extremadamente violento y autoritario, impone un escrupuloso régimen disciplinario, aunque solo hay una escena de violencia explícita en la película. Las reglas son estrictas y excluyentes, quien se atreve a cuestionar sus decisiones es castigado severamente y expulsado de la comunidad.

Canino fue tan desconcertante que para quienes la hemos visto nos resulta imposible enfrentarnos a este nuevo trabajo sin establecer comparaciones. Sin embargo, en Alps, además del argumento, se introducen dos innovaciones narrativas que le dan un carácter más atrevido y sugerente, si cabe.

El primero es el desenfoque del fondo de los planos. Mientras que el personaje principal aparece para ser visto con claridad, el fondo de la escena se muestra siempre desenfocado. El resultado es un efecto de distanciamiento de la acción sobre el contexto que hace imposible la identificación con esa sociedad anti-ideal, hecho que sí sucedía en Canino. Evitar la catarsis con la terrorífica realidad del fondo –que es ni más ni menos que una sociedad amorfa y completamente alineada- le permite dar rienda suelta al humor insano que recorre los noventa minutos sin que el espectador se sienta identificado en ningún momento con semejantes monstruosidades. También pensar. Lanthimos se muestra esta vez muy brechtiano, no hay golpes bajos ni dramas humanos proyectados en la pantalla (de los que tanto gusta el cine comercial) y solo es posible una identificación sugerida con la crisis de valores de la sociedad actual; sugerida si el espectador quiere verlo así, porque también se puede leer la película como mera sátira, eso sí, negrísima, de muertos vivientes que presentan pocas diferencias emocionales con los enterrados. Aquí la crítica social maniquea o cualquier referencia a la crisis griega que parece buscar la crónica de Festivales, queda, desde mi punto de vista, absolutamente excluida.

La segunda innovación respecto a Canino es que en Alps no se exploran solo unas relaciones cerradas entre personajes. Cobra peso su interacción explícita con el mundo exterior, aunque en realidad no presentan ninguna conexión humana real y completa con sus clientes. La seguridad de pertenecer al grupo supone aceptar sus estrictísimas reglas a cambio de sentirse incluidos en la tribu. El líder establece sus reglas, pero los miembros de Alps las asumen de manera voluntaria, sin razones aparentes. El problema viene, precisamente, cuando un detonante externo lleva a uno de sus miembros a cuestionarlas. En este punto, vuelve a conectar con Canino. Una, tragedia humana; comedia de zombies, la otra. Cuando ya no hay sitio en el infierno, los muertos regresan a la tierra. Una idea así, en Hollywood, solo cuadraría bajo la batuta de un George A. Romero.

Érase una vez en Anatolia (Once upon a time in Anatolia), de Nuri Bilge Ceylan. 2011.

Como la cartelera no anda para demasiadas fiestas, buceamos en la red para sacar a flote películas que jamás llegan a nuestras salas. Es el caso de la última de uno de los más sublimes estetas del cine moderno, el turco Nuri Bilge Ceylan, que no vine sino a confirmar su gran talento, su capacidad de sorprendernos con mucho más en cada una de sus propuestas.

Delicias como esta nos introducen en una sensación de magia, porque de vez en cuando, en este mundo de vacuidad, tal belleza aparece. La primera mitad sigue una caravana de tres automóviles a través de colinas sinuosas y caminos de estepa en Anatolia. En la oscuridad de la noche, dos asesinos confesos tratan de recordar donde enterraron un cadáver. Junto a ellos, el jefe de policía (Yilmaz Erdogan), el fiscal (Taner Birsel), el forense (Muhammet Uzuner), dos excavadores, otros policías y los conductores. Poco a poco las imágenes conquistan la mente. Son silenciosas, pero llenas de violencia; vacías, pero cargadas de secretos. La noche se prolonga hasta despuntar el día, el cuerpo del delito no se encuentra y los hombres  están más y más cansados. Gran parte está filmada en la oscuridad iluminada solo por los faros de los coches o una lámpara del pueblo donde se detienen a descansar. Aparentemente poco sucede y, sin embargo, todo es más complejo de lo que aparece a primera vista. Vivimos tiempos en los que todos somos culpables de algo, el cuerpo del cadáver es solo el medio para construir una epopeya acerca de los sentimientos ocultos, la emoción reprimida, la culpa, la justicia, el miedo, el existencialismo, la mentalidad provinciana y hasta el futuro de Turquía como parte integrante de una Europa en constante construcción y deconstrucción. Y funciona, porque Ceylan ofrece una simbiosis perfecta entre forma y contenido: el cadáver significa cosas diferentes para cada uno de ellos y Ceylan es el forense que nos muestra la autopsia existencial de sus personajes y de su Anatolia natal.

En la segunda mitad, cuando la noche deja abrir el día, la película inevitablemente pierde algo de su mística. Los caminos se dirigen entonces a  revelaciones que cuestionan el valor de conocer la verdad. El día descubre los relatos que el director dibuja con un trazo casi impresionista: unas cuantas pinceladas, un puñado de frases dejadas caer le bastan para sugerir e insinuar un crisol de sentimientos. No en todos los momentos logra la genialidad, pero en cada uno de ellos consigue, al menos, capturar un retazo de vida. Hacernos participar de la fatiga del equipo, de las impresiones de cada uno, de su particular drama. Solo unas pocas líneas de diálogo y primeros planos increíbles de sus caras bastan para desplegar el mundo particular de cada cual entre conversaciones banales acerca del yogur de búfala, males de próstata o leyendas urbanas. Un abanico de historias para todos los gustos: las hay ingenuas, sucias, viscerales, desafortunadas y hasta estúpidas. Todo lo muestra el director mediante una ensalada de colores tenue servida por la fotografía de Gökhan Tiryaki, supervisada por el propio Ceylan, con una elegancia en sus miradas capaz de hacer de un caserío perdido en medio de la estepa de Anatolia el lugar más acogedor sobre la tierra. El cine es como los sueños, una gran mentira, pero también una gran gozada. Puede que con el tiempo merezca la etiqueta crítica de obra maestra, de momento va por delante el Gran Premio del Jurado en el último Festival de Cannes. De lo que no cabe duda es que no me importaría ver las dos horas más que Ceylan cortó en el montaje para dejarla servida en 157 minutos. Excelente, sin más.

Ignacio Aldecoa adaptado por Mario Camus (1): Young Sánchez

Hace unos días cayó en mis manos un pack de tres adaptaciones que realizó Mario Camus  de textos de Ignacio Aldecoa y ésta, Young Sánchez, puede ser la primera entrega, veremos. Young Sánchez, firmada por Mario Camus, con una duración de 88 minutos, es una película sobre boxeo realizada por un todavía joven director (no esperen Los Santos inocentes ni un ejercicio de ritmo impecable) que anticipaba, en 1964, temas que llegarían a ser recurrentes en su obra, el crudo realismo y los entornos de miseria de sus personajes, particularmente, de sus sufrimientos. El argumento: un joven púgil, de origen humilde, pretende llegar a lo más alto pese a quien pese y sin reparar demasiado en el futuro que le espera en la cumbre. Camus se aleja ya en esta, una de sus primeras películas, de cualquier tono moralista, y se vislumbra la forma de trabajar característica en cuanto a personajes, situaciones y entorno social de la filmografía posterior. Interesante pues, para quienes se adentren en la trayectoria de uno de los directores más emblemáticos de este país, Mario Camus, y también para quienes gusten del boxeo (no es mi caso), ya que la película cuenta con un plantel de boxeadores profesionales interpretando a los compañeros del púgil.

El relato de Aldecoa en el que se basa es una joya de la literatura que en solo 26 páginas encierra una asombrosa capacidad para observar los pequeños detalles y cargarlos de significado, para sugerir con las mínimas palabra; palabras a la vez secas, cortantes, que funcionan como una carga de profundidad a la hora de describir personajes y situaciones. Mi sorpresa viene cuando compruebo que la película, que se supone versión del texto, resulta no tener nada que ver con él argumentalmente, a excepción del título y el nombre (solo el nombre) de algunos personajes (no todos), y de que ambos, texto y película, tratan el tema común del boxeo, aunque desde perspectivas bien distantes. Vuelvo entonces sobre los créditos, y compruebo que no figura el nombre de Ignacio Aldecoa como guionista por ninguna parte, siquiera como coguionista, solo un simple “basado en una narración de…” con guión y dirección ambos firmados por Mario Camus. Entonces ¿por qué se vende y se ha vendido durante años como adaptación y guión del propio Aldecoa? Son muy numerosas las páginas de internet que dan como guionista único al autor literario, otras incluyen también al director. Quienes afirman que se trata de una versión o adaptación del texto al cine, incluso más o menos libre, o no han visto el film, o no han leído el relato, o ambas cosas. Visto lo visto, me lanzo a la piscina atreviéndome a cuestionar si de verdad intervino de alguna manera Aldecoa en el guión de la película, a menos que alguien aporte datos fehacientes al respecto.

Paco se quitó la bata y se la puso por los hombros. Después se calzó los guantes. Volvió a saludar con el puño enguantado cuando el speaker dio su nombre y su peso.

No tenía miedo. No sentía el cuerpo. Los llamó el árbitro al centro del ring. Les hizo las recomendaciones de costumbre y encareció la combatividad: era profesionales. Volvió cada uno a su rincón.

“Tengo que ganar”, pensó. Abrió la boca y el segundo le colocó el protector. “Tengo que ganar –pensó– para ellos. Tengo que ganar este combate para mi padre y su orgullo, para mi hermana y su esperanza, para mi madre y su tranquilidad. Tengo que ganar”.

–Haz lo que te he dicho –dijo el segundo.

Entonces sonó la campana y se volvió. Estaban esperándole.

Este es el final del relato firmado por Ignacio Aldecoa, titulado también Young Sánchez. El final coincide en el tiempo con el inicio del primer combate como profesional de Paco Sánchez, apodado Young. Es un final interrumpido, abierto, no sabemos si Young logrará vencer, a Aldecoa no parece interesarle el desenlace sino el personaje, su existencia, cómo vive su mundo familiar y cercano, su día a día. Aldecoa no narra en el relato combate de boxeo alguno a excepción del inicio del último, colofón final. A lo largo del texto no hay ring ni competencia, mucho menos insana, entre amateurs; es más, no hay ni un solo golpe en sus páginas, a pesar de que el hilo conductor sea el boxeo del primer al último párrafo. Y tampoco hace referencia alguna al submundo que mueve los combates pugilísticos.

La película de Mario Camus, sin embargo, es una suerte de entramado entre personajes inmersos en el turbio mundo del boxeo, un mundillo tramposo y manipulado donde el espectador asiste a dilatadas peleas pugilísticas, mejor o peor logradas cinematográficamente, protagonizadas por un joven aspirante a profesional en los años sesenta (muy bien interpretado, eso sí, por Julián Mateos). El juego sucio, las lealtades y traiciones que impregnan a quienes aspiran a campeones teniendo que renunciar a muchas cosas, incluso a sus propios principios. Entre calles de barrio de L´Hospitalet (en el relato es Madrid, Atocha), lujosos vehículos y mansiones, que parecen venidas del mismísimo cine noir, se mueven en el film boxeador, mánager y entrenador, mientras el protagonista se debate entre un supuesto futuro cargado de golosos contratos y el destino común de los españolitos de la época: miseria, emigración, años 55-60.

Sin embargo, nada de esto sucede en el relato, no hay un mánager vendido sino un entrenador de barrio que iba para gran promesa pugilística pero truncó una fatal lesión, no existe el personaje de Conca, al menos tal como muestra Camus, alcohólico, malsano y perdedor que también pudo ser y no fue. Aldecoa no narra combates manipulados, no hay citas de negocios en lujosos restaurantes, ni oscuras mansiones, Young no persigue un representante que convierta en oro sus guantes llevándole a la cumbre, de hecho solo visita una vez -y brevemente- al pez gordo y en una oficina: le han dicho que puede ayudar, pero desconoce a qué se enfrenta y en qué medida prestará su pretendida gracia. Sale de allí despavorido y no regresa jamás: “Tuvo que esperar en la salita de las oficinas. La salita estaba en penumbra, con las cortinas del gran ventanal corridas. Recoleta, desvinculada de la calle, hostil, con la frialdad de una habitación de espera, le inquietaba. Era una espera miedosa. Había llegado alegre y estaba triste. Se fijó en un grabado que representaba una escena mitológica… Dos sillones y un sofá de cuero moreno. Dos sillones y un sofá, no sabía por qué enemigos. Y una mesa baja sin revistas. La alfombra, gruesa. Una lámpara como una amenaza colgando del techo. La salita era como una isla, donde se acababa la seguridad. Estaba deseando marcharse”.

El Young Sánchez de Aldecoa no es un killer, no hay traiciones sino ilusiones, y amargura, mucha amargura por la ansiedad que le produce lograr verlas cumplidas. No le mueve el dinero sino el orgullo, no hay entrevistas con la prensa cual futura promesa deportiva, solo hay un padre que compra cada día el Marca para ver si la suerte hace aparecer el nombre de su hijo en el cartel de un combate profesional, y de hecho pesa más para Young la responsabilidad ante su padre que la gloria del propio éxito:  “Se sabía una esperanza y un asidero de algo inconcreto que siempre había rondado el corazón de su padre; un deseo de estima, un anhelo de fama, una gana de que se le tuviera en cuenta. Le había oído muchas veces contar cosas de la guerra, vulgares, quitándoles importancia de una manera que parecía tenerla; y se percataba perfectamente de que en el padre había latente una congoja, nacida de la indiferencia de los compañeros, de los amigos, de los vecinos. Ahora el padre se tomaba la revancha…”

Para Aldecoa, los puños de Young Sánchez son una extensión de los puños de cuantos están a su alrededor tratando de escapar de la tristeza que invade la rutina cotidiana: Young Sánchez tiene que ganar el combate “para mi padre y su orgullo, para mi hermana y su esperanza, para mi madre y su tranquilidad”. Tiene que ganar, no para él, no por su fama –en absoluto es el prototipo de boxeador que llenaba los gimnasios de chavales con la esperanza de triunfar y salir de la pobreza y que muestra la película-; Young Sánchez tiene que ganar para los demás, para ellos, sabe que no puede ni quiere defraudarles.

Pero en realidad, Young Sánchez jamás gano un combate como profesional, aunque Aldecoa no lo dice. El lector descubre mediante la lectura los submundos a los que Young pertenece, que no son precisamente los pugilísticos, con el combate venidero como punto final, manteniendo la intriga justa, sin excesos, jugando con atmósferas en las que se anticipa la derrota. Se siente el latido de la frustración, el boxeo es el burladero que refugia y a la vez angustia a Young Sánchez, contrapunto del ring desconocido que le espera como la boca del lobo la noche de la velada en Valencia: “…voy sólo”, “…viajes en segunda y hotel de segunda”.

Aldecoa describe magistralmente el ambiente de una época de frustración y privaciones, pero lo hace más desde el existencialismo que desde el neorrealismo social que preña la película. El cuarto del gimnasio “con olor a pared mohosa y toalla sucia”, la grasa del taller de reparación y la voz del jefe que “caía sobre los hombros del obrero y pesaba”, la casa humilde con su olor “…el olor de la comida, el del carbón, el de la mesa fregada con lejía, el de los trapos húmedos…

“En la salita donde le habían hecho esperar solamente olía a nuevo. El olor de nuevo y de caro era hostil. Cuando pensaba en la visita de la mañana se sentía de pronto sucio, sucio de las cosas limpias, nuevas y caras.”.

“El olor a sudor, a cañería de desagüe, a Peninsulares y Bisonte, a campesino de domingo”, pero también “… a cereales, botica y ser humano”. Y la hermana, nada que ver tampoco con el personaje que crea Camus. La hermana de Aldecoa es fea, fea “una chica fea, acaso muy fea de rostro, con un cuerpo basto, donde el vientre se hincaba y las caderas se ensanchaban casi cuadradas… Una chica fea, con conciencia de que era fea. Humillada por su fealdad. Acabada por su fealdad”. Y la madre con las “trenzas de un rubio seco del color de estraza… con demasiado cansancio para que su mirada fuese dulce… tenía la roña metida en los poros de la piel de las manos de tal manera, que aunque se lavase no se le iría. Era la porquería de la mujer que hace coladas para cuatro personas, que lava los suelos, que guisa, sube el carbón y trabaja, si le queda tiempo, de asistenta en una casa conocida. La porquería en los nudillos, en las yemas de los dedos, en las palmas de las manos, en las muñecas. La porquería como un tatuaje…”. Sólo Juana, la muchacha de la frutería, que en el relato no es más que un brillo fugaz, una platónica alegría (personaje que tampoco tiene nada que ver con la ambiciosa novia de Young en la película), es el contrapunto al resto que es miseria y asco. Están también los amigos, no del todo amigos, en la soledad de Young, y el padre orgulloso que tanto pesa en los hombros del hijo “… el elogio hasta el cansancio, hasta la antipatía, hasta la fuga”, y la cara del ex campeón, sin nombre, que en la película se llama Conca y representa un cúmulo de envidias y traiciones, mientras en el relato es tan solo la metáfora de la derrota , “… una cara con mucha leña encima, con las cejas peladas de cicatrices, los ojos hundidos como huyendo de los párpados”.

Cine, Cine, Cine…

Asistimos en Valencia a toda clase de venta de humos sobre la reciente cancelación de la Mostra de Cinema Mediterrani, que nacía en los 80 como encuentro para la difusión cinematográfica pero sufría desde hace una década metamorfosis políticas varias, quedando en las últimas ediciones no solo muy distante del objetivo inicial sino también muy lejos del gran acontecimiento ciudadano que los actuales políticos municipales pretendían como rédito de un evento puramente cultural. A pesar de todo nunca dejó de acoger una parte de cine de calidad, aunque la lectura de nuestras rancias autoridades sea que no era gran cosa para la pasta larga que costaba, esas autoridades de cultura mascletera para las que lo verdaderamente importante de todo esto no era sino que diversos y acólitos agentes intermediarios se llevasen  buena parte del beneficio de la gestión mientras ellos lograban captar actrices y actores -en más o menos decadencia- que cual marionetas de feria lucían en la ciudad en un derroche de provincianismo que los valencianos sufrimos de manera casi constante a cargo de nuestros bolsillos y nuestra vergüenza. Porque en realidad a la Mostra le robaron el alma en Valencia hace ya muchos años, unos a golpe de taquillazo, otros a golpe de gore y aventuras, pero todos con el denominador común del talonario bajo el sobaco, la puta pela y la demagogia caciquil que transformó aquel festival punto de encuentro de la diversidad cultural mediterránea en un barco a la deriva que acabó por zozobrar.

A pesar de este panorama como agrio telón de fondo, se han conjugado esta semana diversos factores que dan  como resultado un conjunto de propuestas cinematográficas nada desdeñables, todas juntas y a la limón, una pequeña luz en el oscuro túnel del panorama cultural valenciano. Regateando a pensantes y pudientes, la semana ofrece a los cinéfilos un abanico de posibilidades más que interesantes para ver buen cine en pantalla grande.  Tomen nota y aprovechen mientras no se dan cuenta, porque pocas son las ocasiones que pintan tan bien para el disfrute cinematográfico.

Por un lado tenemos buenas perspectivas en cuanto a películas en estreno. Roman Polanski con Un dios salvaje, adaptación de la obra teatral de Yasmina Reza que podemos ver en multisalas o en versión original subtitulada. Un trabajo que seguro no me pierdo, a pesar de que en las últimas semanas no le encuentro las 25 horas que necesito al día, pero todo lo que salga de la cámara de Polanski merece, a mi juicio, ser visto, y Un dios salvaje no es una excepción.

Otra propuesta de cartelera más que interesante viene de la mano del argentino Gustavo Taretto y su Medianeras, con Pilar López de Ayala como protagonista, película presentada en la Sección Oficial de la Seminci de Valladolid y en el último Festival de Berlín con beneplácito de crítica y público. El también argentino Carlos Sorín nos sorprende esta vez con un thriller titulado El gato desaparece, que podremos ver a partir del viernes 25, y que narra los sentimientos contrapuestos de un hombre cuando regresa a su casa tras ser dado de alta  después de varios meses de internamiento en una clínica psiquiátrica como consecuencia de un violento e inesperado brote psicótico. Y también a partir del 25 podremos deleitarnos con la última propuesta de David Cronenberg, Un método peligroso, la turbulenta relación entre el joven psiquiatra Carl Jung (Vigo Mortensen), su mentor Sigmun Freud y Sabina Spielrein. Al trío se le une cual aliño un paciente libertino decidido a traspasar todos los límites, lo cual no es poco decir tratándose de Cronenberg.

Pero si el panorama de estrenos pinta realmente bien, no es para menos la actividad de la Filmoteca durante esta semana y la venidera. De momento por 1,5 euros, gratis con el carnet de estudiante, hoy sábado nos podemos permitir ver en pantalla grande y subtitulada El Decamerón, dirigida en 1971 por Pier Paolo Pasolini, aguda crítica al moralismo y al puritanismo, lúcida y bien realizada, al pelo para una jornada de reflexión.  Dentro del ciclo dedicado al director italiano, se proyecta el domingo 20 Los cuentos de Canerbury, buen responso después de cumplir nuestra misión democrática del voto, y también la provocativa Saló o los 120 días de Sodoma, el próximo martes 22 y el jueves 24 en distinto horario.

Sin abandonar la Filmoteca, durante la semana podremos elegir asistir al pase de El fotógrafo del Pánico, excelente reflexión sobre cine y vouyerismo de Michael Powell; Funny Games, de Michael Haneke; Million Dollar Baby, de Clint Eastwood; Las uvas de la ira, de John Ford o Vals con Bashir, de Ari Folman. Y dentro del ciclo de homenaje a Berlanga, la Filmoteca repone uno de sus mejores trabajos, El Verdugo, mientras repite pase Les quatre verités (Las cuatro verdades). Como broche cinematográfico semanal, el viernes recupera al Agustí Villaronga de 1986 con la proyección de la dura, asfixiante y sugestiva Tras el Cristal, la historia de un antiguo oficial médico nazi paralizado en un pulmón de acero tras un accidente que comienza a recordar sus prácticas sexuales perversas sobre personal muy joven durante la guerra: sin exposiciones explícitas ni demasiado gore, pero ríanse de A Serbian Film

Fuera de estos canales, en La Nau, Centre Cultural de la Universitat de València (C/ Universitat, 2), dentro de las Jornadas Polonia y Les Fronteres de Identitat Europea, proyecta en el campus dos películas de esta nacionalidad, imposibles de ver por otro medio: Jasminum, de Jan Jacub Kolski (2006), y Amor Reclutado, de Zwerbowana Misolic (2010), el 23 y el 30 de noviembre respectivamente. La entrada es libre y quienes estéis interesados podéis encontrar más información en este enlace.

Y para finalizar, cogiendo el coche y unos kilómetros al sur de la capital, el Club Cinema Alzira repone para quienes se la hayan perdido Inside Job, documental de Charles Ferguson, una importante crónica no solo sobre las causas, sino también sobre los responsables de la actual crisis económica que ha puesto en peligro la estabilidad económica  del planeta y significado la ruina de millones de personas que han perdido sus hogares y empleos, amén de lo que quede por llegar.

Merece la pena tomar buena nota, intentar planificar el tiempo para sentarse y disfrutar de una semana de buen cine para todos los gustos.

Film Socialisme

Casi cuatro años desde que este blog inició su andadura, trescientas sesenta y seis entradas, y casi nada hay escrito sobre Jean Luc Godard. Caigo en la cuenta porque el sábado me dispuse a ver Film Socialisme, su última y desastrosa mirada a la vieja Europa. Esta afirmación no significa mucho en cuanto a mi opinión sobre la propia película ni sobre el cine de Godard, que pasó de gustarme mucho durante unos años a otra época en la que llegó casi a antojárseme insoportable. En los últimos tiempos, y gracias a este invento que es internet que permite el acceso a versiones originales de los grandes clásicos, he podido ir revisando la obra de este genial parisino, nacionalizado suizo por avatares de la vida, convertido con los años en uno de mis directores predilectos.  El paso del tiempo nos induce a volver sobre películas que en su día nos entusiasmaban, pero en más de una ocasión nos llevamos un chasco desagradable cuando las antiguas emociones se desmoronan porque nos aparecen ahora insulsas, el tiempo ha hecho buena mella en su capacidad de envejecimiento y han quedado desfasadas. O que nos hacemos viejos. Con Godard, sin embargo, me sucede todo lo contrario, cuantos más años pasan, más vitales e interesantes me parecen sus películas.

El sábado pinché pause con el mando a la escasa media hora de acomodarme a ver Film Socialisme, cambié el disco por Pierrot le fou, otra vez. Muchos son los críticos que tildan a Godard de pedante, otros sin embargo encumbran trabajos como Pirreot le fou y le encuentran los mil y un significados. A mi, simplemente, consigue dejarme sin palabras. Frase que vuelve a no decir mucho, lo sé, pero como esta no es una crítica sobre Pierrot le fou, tampoco importa demasiado. Ver Pierrot le fou es  como contemplar una obra pictórica en movimiento, las palabras resultan superfluas. Precisamente Fernidand, a quien Marianne (Anna Karina) llama Pierrot por una canción popular francesa que Belmondo tararea para la ocasión, lee en la escena inicial un texto de la monumental Historia del Arte de Elie Faure: Velázquez pasados los 50 años no pintaba cosas definidas. Erraba alrededor de los objetos en el crepúsculo; sorprendía la sombra y la transparencia y las palpitaciones coloreadas y las convertía en el centro invisible de su sinfonía silenciosa.

A Godard, paradoja de la deconstrucción, tampoco le gusta contar cosas definidas, prefiere que la trama no moleste, exige del observador la misma actitud que cuando se dispone a entrar en un museo, disfrutar de una coreografía o escuchar una poesía. Hay una secuencia en la que los protagonistas de le fou conversan utilizando únicamente eslóganes publicitarios. Pierrot, sobre automóviles; Marianne, de productos de belleza. En otro momento Marianne pregunta a Pierrot con quién está hablando. Pierrot contesta: Hablo con el espectador, ¿no te das cuenta de que nos están mirando? Sí, es un recurso muchas veces utilizado en el cine, pero en 1966 era absolutamente innovador y nadie lo ha vuelto a poner en escena con la gracia de Godard.

Pierrot, recostado en la bañera, con un cigarrilo en la boca, lee este fragmento a una niña que entra en escena. Escucha esto, pequeña: Vivía en un mundo triste. Un rey degenerado, unos hijos enfermos, idiotas, enanos, lisiados y algunos bufones monstruosos vestidos como príncipes, cuya función consistía en reírse de si mismos para divertir a quienes vivían de espaldas a la realidad, aherrojados por la etiqueta, las intrigas y las mentiras, unidos sólo por la fe y los remordimientos. A la espera de la Inquisición y el silencio.

Pero el libro en el que está basada la película se llama Obsesion, de Lionel White, una serie noire llena de traiciones, pasiones y asesinatos. La separación entre cine, literatura y sus distintos mecanismos narrativos  es la auténtica Obsesión de Godard. Que nos dejemos llevar por las emociones frente a ofrecer el relato lógico que podrían esperar la mayor parte de espectadores, el esfuerzo por alejarnos del cine como comprensión de una historia, como si ésta no tuviera la menor importancia. Bailar, caminar, huir, amar, comer o asesinar no son más que el telón de fondo, y esa ausencia de tensión que hoy parece imprescindible para permanecer en la butaca es lo que más me interesa de Godard. Libertad creativa absoluta, romper todos los moldes y cánones establecidos y, como es el caso, cargándose hasta el racord. No hace falta ser un observador hábil para caer en la cuenta de que Pierrot viste deliberadamente ropa distinta en una misma escena, una escena con continuidad total, sin que aparentemente haya corte alguno. O aparece de pronto afeitado y, en cuanto nos despistamos, gira la cabeza luciendo barba de dos días.

Cuando Godard rueda A bout de souffle, su primera película, el cine francés atravesaba una de sus épocas de mayor conservadurismo y adormecimiento, con permiso de Bresson. El cine negro norteamericano, cine que también fue absolutamente rompedor en su día, para muestra Orson Welles, es el referente indiscutible de la nueva corriente francesa y el punto de partida de casi todos los directores de la Nouvelle Vague. Pero Godard consigue subvertir cualquier antecedente, retorcerlo a su antojo para contar lo que le da la gana desde una perspectiva para nada clásica, en la que el cine es sobre todo el placer de la experimentación narrativa, el continuo descubrimiento, el juego constante, el cuestionamiento de sus límites, la capacidad de reflexión sobre el propio medio y, todo ello, sin perder nunca el punto de partida de la estética, porque en sus películas la forma cinematográfica es la auténtica portadora de significado. Una forma que piensa, como él mismo se prestaba a decir en una ocasión.

A Pierrrot le torturan, huye, le traicionan, juega, ama, asesina y se venga, y al final todavía le vemos leyendo a Faure, esta vez la segunda parte del libro, que trata de arte moderno y contemporáneo. Velázquez es el pintor del anochecer, de la inmensidad y del silencio, aunque pinte de día o en un cuarto cerrado, aunque la guerra o la caza aúllen a su lado. Como salían poco de día, cuando el aire quema y el sol lo borra todo, los pintores españoles vivían el atardecer. Paciencia, Film Socialisme tendrá todavía que esperar, unos cuantos años.

J´ai tué ma mère (He matado a mi madre), de Xavier Dolan

Hubert tiene 17 años y vive con su madre, a la que no quiere. O al menos eso cree. Ha llegado a la conclusión de que odia a su madre y odia todo lo que hace. De repente se le antoja que viste con pésimo gusto, le agobia la decoración kitsch de su casa y le irrita cualquiera de sus gestos, como las migas de pan que asoman por la comisura de su boca cada vez que habla mientras come. Más allá de esta mera superficialidad, se siente manipulado por la educación impuesta y culpa a la madre de la tediosa cotidianidad que le rodea. Entre ambos, las peleas son constantes y la incomprensión, total. Absolutamente confundido, se siente superado por una complicada relación y los sentimientos de amor/odio le persiguen de manera obsesiva. Cuando su madre decide enviarlo a un internado, se siente traicionado y quiere ir a vivir con su amigo, cuya madre se muestra mucho más moderna y tolerante hacia que los jóvenes cohabiten en la casa. Al margen del conflicto particular que pueda suponer declararse gay con unos progenitores que piensa no le aceptarán, los problemas de la siempre compleja adolescencia son en gran medida muy reconocibles en Hubert, sin llegar a ser un cliché. La amistad, la orientación sexual, la rebeldía en los descubrimientos artísticos, las experiencias ilícitas, el ostracismo, el sexo, tomar las propias decisiones, son retos a los que se enfrenta invadido por el resentimiento que siente hacia una mujer a la que, sin embargo, una vez quiso e idealizó.


Xavier Dolan ha declarado que escribió el guión cuando contaba solo 16 años y que está basado en muchos elementos autobiográficos, aunque otros son mera ficción, prestados de diversos relatos leídos sobre matricidios. Sea como sea, el punto de vista del adolescente se ve muy bien reflejado en cómo cuenta su historia la película, que si bien parte de un guión sencillo, contiene claves muy interesantes en la manera de narrar, tratando de romper cualquier norma con la que habitualmente se enmarca un film de personajes como es este.

Por un lado las actuaciones, en especial la de Anne Dorval en el papel de madre, que es impecable -la conversación telefónica con el director de la escuela, de las mejores secuencias-, y la tensión constante: la brecha entre madre e hijo queda reflejada con maestría absoluta.

Por otro, para Dolan el uso de la imagen adquiere la dimensión de elemento narrativo de primer orden. Los personajes aparecen siempre muy cerca unos de otros, y aunque no hace uso de la cámara subjetiva, la sensación de opresión que experimenta el adolescente es perturbadora para el espectador, hasta conseguir nuestra empatía con un personaje que en realidad es un caprichoso insoportable. Casi llegamos a participar de su exagerado rechazo hacia la buena mujer cuando enfoca de cerca los defectos del maquillaje de su rostro, el peinado retro a lo Audrey Hepburn, un armario dominado por abundancia y variedad en estampados animales, la cargante estética vintage que invade toda la casa, el marco de canciones que la acompañan, pero siempre hecho con una estética preciosista cuidada hasta el último detalle y una cámara lenta que actúa en los momentos precisos para que las distintas emociones se vean reforzadas.

El objetivo es contar su historia desde el punto de vista subjetivísimo del adolescente que se rebela contra peso de cuanto le rodea, el asesinato de la infancia como única manera de encontrarse a sí mismo. La pregunta es, sin embargo, si tanto la historia como la estética de la película no son sino el espejo de una generación que hace primar las formas frente a la esencia, fascinada demasiadas veces por una extravagancia que repite modelos y contradicciones de tantas otras generaciones anteriores -ojo al peinado a lo James Dean del propio Dolan- que en realidad solo viene a confirmar lo infinitamente frágiles que somos los seres humanos.

Xabier Dolan nació en Quebec en 1989, actualmente tiene 21 años. J´ai tué ma mère es su primera película y dos años después se encuentra trabajando en su tercer largometraje. Hijo de actores, a los cuatro años debutó en el escenario. J´ai tué ma mère se presentó en Cannes en 2009, un film que además de escribir, dirige y protagoniza. Con él se erigió ganador de tres premios durante la Quincena de realizadores. En 2010 ya tenía listo su segundo film, Les amours imaginaires, en el que además de dirigir, escribir e interpretar, se encarga de hacer la edición y el diseño de arte. Esta última se estrenó el año pasado en la sección oficial Un Certain Regard del mismo festival, ovación en pie, cabe mencionar.  Tomen pues buena nota de este nombre, Xavier Dolan, porque seguramente en los próximos años dé mucho cine del que hablar.

La piel que habito (Pedro Almodóvar, 2011)

La  última película de Pedro Almodóvar, La piel que habito, se anunciaba como un salto cualitativo en su filmografía, el punto de inflexión en la carrera del director español más internacional (86 premios, 54 nominaciones). Ciencia ficción y terror eran géneros todavía inexplorados, lo que parecía indicar que veríamos un Almodóvar totalmente renovado. Al margen del linchamiento previo que un sector de la crítica prepara cada vez que se anuncia un nuevo estreno del director -motivo por el cual en esta reseña me reservaré posibles peros, aunque haberlos, haylos-, hay que reconocer, sin embargo, que la película se las arregla para volver sobre muchos de los temas y obsesiones que ha explorado en su anterior producción, además de personajes y situaciones tan característicos del mundo almodovariano, de esos que gustan a unos e irritan a tantos, pero inevitables en cualquier film del manchego sin más que añadir al respecto, Almodóvar es así, o se toma o se deja. Sin embargo, también es verdad que con esta nueva propuesta viene a corroborar el camino de madurez alcanzado que ya se intuía en sus últimos films, y que se traduce en este caso en una historia muy bien contada, llena de tensión, sadismo y envuelta en una atmósfera tan inquietante que no da respiro, a lo que se suma la sobresaliente estética, interpretaciones medidas milimétricamente y una capacidad de adaptación a los distintos géneros y al uso del lenguaje propio del cine que supera de manera notable el resto de productos del panorama patrio.

La historia está basada en una novela francesa, Tarántula, de Jonquet Thirrey, en la que un eminente cirujano plástico mantiene encerrada bajo llave en el sótano de su mansión a Eva, su hija adolescente, mientras prepara un espeluznante experimento que devolverá a la joven su rostro perdido tras un accidente automovilístico. Almodóvar no hace una adaptación literal de la novela, se limita a basarse en ella, y nos presenta un guión atrevido, provocativo, y también pesimistamente alusivo a la sociedad contemporánea, mediante una combinación extravagante de thriller oscuro, historia de terror con tintes góticos y mito poético, en la que, como se ha dicho, visita muchas de las obsesiones de sus trabajos en los últimos treinta años, en particular las relaciones maternales y la identidad sexual.

De la novela de Jonquet queda tan solo el punto de partida y la crueldad implícita, que pasa aquí a transformarse en una historia de venganza y búsqueda de la identidad. Las relaciones se trasladan a Toledo, el mismo lugar donde uno de los ídolos de Almodóvar, Buñuel, diera vida en 1970 a Tristana, que también era un drama socio-psicológico de controlado salvajismo sobre la destructiva relación entre un aristócrata de avanzada edad, Fernando Rey, y su hermosa pupila, Catherine Devenue.

En La piel que habito, el cirujano plástico de Tarántula se ha convertido en Robert Ledgard, inspiradísimo Antonio Banderas, toda una sorpresa interpretativa, hay que decirlo, quien no había vuelto a colaborar con Almodóvar desde 1990. Ledgard vive una vida opulenta apoyado siempre por su ama de llaves, posiblemente la mejor interpretación de la película, una fantástica Marisa Paredes que, a pesar de ejercer un papel secundario y que su personaje es de los menos bien dibujados, se convierte, sin embargo, en nexo unificador de los porqués del guión de la película. La prisionera es Vera, a quien da vida Elena Anaya, una actriz con mucha fuerza pero cuyo rendimiento depende en ocasiones de la batuta del rodaje. En este caso, Almodóvar exprime sus posibilidades  a todos los niveles, y probablemente sea uno de los papeles en los que más guapa y mejor dirigida tenga en el haber de su todavía joven carrera.

Sobre la base de estos personajes, unos pocos secundarios más, y un rodaje exclusivamente en interiores, Almodóvar construye una historia compleja con un guión que, guste o no, carece por completo de fisuras. Robert, inspirado en la muerte de su esposa, quien sufrió la desfiguración de su rostro por las quemaduras producidas en un accidente de circulación y acaba suicidándose, trata de desarrollar una nueva piel humana sensible al tacto pero indestructible a los elementos externos, especialmente al fuego. Naturalmente, sus colegas médicos se muestran recelosos de sus logros, de que el éxito en su investigación roce zonas éticamente inadmisibles. Pero a Ledgard le mueven otras obsesiones de carácter más personal, que iremos descubriendo en la película a través de diversos saltos temporales. Obsesiones que tienen que ver con la venganza y el carácter mismo de la identidad humana. Hasta aquí se puede leer, no desvelaré más detalles de la película, plagada de giros y revelaciones sorprendentes y espectaculares. Robert es un hombre económicamente poderoso, muy arrogante, que se puede permitir cuestionar -y pagar- lo que tradicionalmente se considera natural. Su obsesión es reconfigurar su mundo en torno a los propios deseos, en lugar de aceptar las cosas como son. Viene a la mente cierto aire al personaje de Scottie Ferguson, el detective interpretado por James Stewart en Vértigo, de Hitchcock, casualmente una de las películas que Almodóvar ha declarado en alguna ocasión entre sus favoritas, la transformación de una mujer que conoce aparentemente por casualidad en la imagen ideal de la que perdió y por la que vive invadido con un enorme sentimiento de culpabilidad.

El control de Almodóvar sobre el material narrativo y la estética de la película es, tal como siempre ha sido, impecable. El uso de los flashbacks para componer la narración e ir dosificando la trama va jugando con el espectador a la hora de mostrar la verdad que hay detrás de Robert y Vera. Es cierto que la trama, en sí misma, tiene cierto aire por momentos de culebrón típicamente melodramático, pero el nivel de competencia técnica detrás de la cámara se las arregla para elevarlo muy por encima del material presentado. La opulencia visual de la mansión de Banderas contrasta muy bien tanto con la trama macabra como con los límites un tanto espartanos de la habitación de Vera, una habitación cuyas paredes se van plagando del grafitti con el que la prisionera trata de mantener el control sobre su propia identidad. Muchos son los planos destacables que ofrecen un efecto sobrecogedor. Planos y más planos, ninguno superfluo y todos al servicio de la narración, que construyen la película como si se tratase de un cuadro en movimiento, con un uso de los colores apasionante, sin llegar al barroquismo de Greenaway pero bastante cerca de una misma concepción sobre el cine como obra muy personal, amén de una maravillosa habilidad de ambos para combinar géneros sin perder en ningún momento sus señas de identidad.

La narración se reorganiza constantemente en el tiempo de manera sorprendentemente hábil y muy característica del modo de hacer de Almodóvar, siempre desafiante frente a las ideas preconcebidas sobre la vida cotidiana y la conducta considerada como natural. El título tiene aquí una doble dimensión, porque a la vez que refiere la historia narrada se convierte en una metáfora de nuestro cuerpo, nuestra identidad, nuestra percepción de nosotros mismos. La piel, lo externo, es lo que nos contiene y parece definirnos. Pero, ¿una transformación de nuestra apariencia o, si acaso más radical, una reorganización de nuestro cuerpo nos hace dejar de ser quien somos? En el mundo de Almodóvar aparecen a menudo situaciones aparentemente salidas de madre con un componente bastante frívolo, pero en realidad estas excentricidades esconden y exploran asuntos casi siempre emocionalmente serios y con un alcance implícito mucho más provocador de lo que aparentemente ofrecen. Ninguna de las críticas que he podido leer hasta ahora hace alusión, por ejemplo, a la primera imagen de la película. Una vista de la mansión toledana con un único subtítulo: 2012. ¿Por qué 2012? La explicación seguro que solo la tiene Almodóvar, pero una lectura más allá del a+b del film nos sumerge en una versión ciertamente pesimista de la sociedad en la que estamos inmersos, además muy a corto plazo. En 2012, eso es muy pronto, la prisionera manipulada, transformada en otro quizás, por quien todo lo puede gracias a sus conocimientos científicos -información- frente a quien carece de ellos, metamorfoseada  en un ser a medida de los designios de quien tiene el poder y, por supuesto, el control del dinero para llevar a cabo sus caprichos y deseos. No sufran, acabarán todos muertos. La genialidad de Almodóvar es tal que, en la situación más shakesperiana de la película, que no es sino su dramático y sangriento final, el público de la sala estallaba al unísono en una carcajada. Es la piel que habita Almodóvar, genio y figura, inimitable talento.

Kafka en el Cine (3): El castillo

Kafka poseía el don, más que cualquier otro escritor de la época, de capturar la realidad con toda su crudeza, los aspectos más ridículos de la vida moderna junto a sus absurdas y burocráticas reglas. Uno de los mejores ejemplos es la inacabada Das Schloß, fielmente llevada a la televisión europea por Michael Haneke en 1997. El castillo es el clamor de un hombre que lucha por todos los medios por el reconocimiento de su trabajo, dirigiéndose y confiando en las autoridades, de las que espera el permiso para radicarse en el pueblo donde acude a ejercer de agrimensor. Pero quienes allí gobiernan lo hacen encerrados en un misterioso castillo en el que se aíslan de sus súbditos, a los que jamás escuchan y atemorizan imponiendo reglas sin sentido.

La primera adaptación de El castillo data de 1962. Se trata de una producción para la televisión alemana bajo la batuta de Sylvain Dhomme, único trabajo de este director que realizaría en solitario al tiempo que rodaba uno de los capítulos de Los siete pecados capitales, una obra colectiva en la que  participaban, entre otros,  Godard y Chabrol, todo en el mismo año.

También de nacionalidad alemana, se rueda en 1968  Das Schloß, largometraje dirigido por  Rudolf Noelte y protagonizado por Maximilian Schell , Trantow Cordula , Daniel Trudik y Qualtinger Helmut. La película fue seleccionada para competir en el Festival de Cannes, pero la edición de ese año se cancelaba debido a los acontecimientos de mayo del 68 en Francia.

Habría que esperar hasta 1984 para ver la siguiente adaptación, esta vez de nacionalidad francesa.  Una serie para televisión titulada Le Château, bajo la dirección de Jean Kerchbron, una de las figuras más importantes en el nacimiento de la televisión pública francesa. El guión es de Serge Ganzl.

En 1986 vería la luz el segundo largometraje para el cine, cuando el director finlandés Jaakko Pakkasvirta rodaba su versión titulada de Linna –que también significa castillo-. En 1990, el cineasta georgiano Dato Janelidze dirige y guioniza Tsikhe-Simagre. Es muy poca la información que se puede encontrar sobre estas dos película. Sí sabemos que Janelidze estudió filología y que su experiencia procedía del teatro. Actualmente trabaja para la Georgia Film Studio y ha realizado series y documentales para la televisión en su país, algunos de ellos versionados por canales de países vecinos con bastante éxito.

Zamok, dirigida en 1994 por el ruso Aleksei Balabanov, es un adaptación más moderna y según la crítica bastante fiel, con un toque de sofisticación, pues al parecer el film ata algunos cabos que en la novela de Kafka quedan en el aire. La película participó en las secciones oficiales de loa festivales de Montreal y Rotterdam y obtuvo varios premios nacionales en Rusia. Destaca la banda sonora, original de Sergey Kuryokhin y el vestuario. Entre el elenco se incluyen Nikolay StotskyMamma mia-, Svetlana Pismichenko y Viktor SukhorukovLa Isla (2006)-.

Pero la adaptación más conocida de El castillo es la realizada por Michael Haneke para la televisión de Austria en el año 1997. Das Schloß, completamente fiel al libro, encuentra una convivencia mágica con la particular visión del mundo del director, que representan a los individuos cediendo ante un progreso mecánico cada vez más frio e indiferente a la sociedad que les rodea, manifiesta en trabajos como El Séptimo continente, Codigo desconocido, Funny Games o Cache.

K (Ulrich Mühe), viaja a un poblado contratado como agrimensor. Cuando llega se le trata como un vagabundo y le es casi imposible encontrar alojamiento donde pasar la primera noche. Seguramente es un malentendido, se dice a sí mismo, que podrá resolver en los días sucesivos, pero nada más lejos de la realidad, porque a medida que pasa el tiempo su situación se complica alcanzado cotas absurdas inimaginables. Ha de cargar, además, con dos asistentes irremediablemente idiotas, Arthur –Frank Giering– y Jeremías –Felix Eitner-, y mientras trata desesperadamente de ponerse en contacto con el castillo va sufriendo una serie de experiencias cada vez más degradantes. La lucha de K es la de los individuos tratando de buscar el sentido racional a una insondable burocracia que le impide encontrar una posición en el mundo.

Kafka, además de no terminar la obra, dejó algunas lagunas en la narración, representadas en la película por apagones, fundidos a negro que suponen un salto narrativo y que son más frecuentes a medida que avanza la película, hasta el punto de que algunas veces se hace complicado seguir el argumento. La película no tiene final, y termina en mitad de una frase, tal como lo hace el manuscrito. Haneke no ofrece ninguna sugerencia de cual podría haber sido la solución de K, concluye tan abruptamente como lo hace Kafka: una traducción de la novela a la pantalla totalmente literal, sin música -a excepción del acordeón en el bar- y manteniendo una formalidad austera en cuanto a narrativa cinematográfica, pues no veremos ninguna de las concesiones o licencias que habitualmente utiliza el cine en las adaptaciones literarias para llegar de manera más fluida al espectador.

Muchos son los que tildan la película de aburrida, seguramente porque son también muchos quienes se acercan a Kafka con una idea bastante inexacta del sentido global de su obra, esperando personajes y situaciones irreales, oníricas, plagadas de escarabajos gigantes y personajes al borde de la locura, muy a lo metamorfosis. Un concepto bastante alejado del mundo kafkiano, que si por algo se caracteriza es por una visión estrictamente realista de la sociedad moderna, de su burocracia y de las reglas del poder, que captura en sus relatos como eminentemente absurdas, auténtica pesadilla para la lógica y la razón humanas. El K de Das Schloss lucha por ser reconocido, trata de preservar desesperadamente su identidad mientras se enfrenta a siniestros e invisibles burócratas que gobiernan el pueblo desde el interior del castillo, y quiere creer, a pesar de las circuntancias, en la posibilidad de que se le ofrezca una solución racional a su desconcertante situación.

K, el sistema burocrático y la consecuente imposibilidad de que las cosas tomen un rumbo lógico, teniendo que enfrentarse a figuras imposibles, encarnadas principalmente por Klam, con quien tratará de entrevistarse  de manera infructuosa día tras día. Un pueblo regido por normas atípicas y un hombre exahusto ante una figura inalcanzable como única solución para poner orden a su existencia, conforman tanto la obra literaria como la película. Nadie mejor que Haneke, seguramente, para llevar al cine El castillo, ya que su característico estilo parece complementarse a la perfección con el del autor, de modo que en la película podemos ver los rasgos usuales del director -hay mucha de la ambientación de La cinta blanca idéntica a Das Schloß– y la influencia clara del escritor. A lo que se añade la plasticidad gestual del gran Ulrich Mühe para encarnar a K como un ser agotado, apenas capaz de reunir la ira necesaria contra la irracionalidad de un sistema que consume una tras otra sus posibles respuestas. Una lástima que éste también haya tenido que morir demasiado joven.

Kafka en el Cine

La imagen de cabecera pertenece al catálogo de la exposición, «Franz Kafka,  1883 -…. fotografías.  1.924 manuscritos y documentos  incunables», Academia de Bellas Artes de Berlín. De izquierda a derecha, Kafka, con Otto Brod -Riva, Italia- y el castillo de Wossek, sospechoso de tener que ver con la novela. Fuente.

Barry Lyndon, de Stanley Kubrick

No sé si será porque tenía ganas de verla en pantalla grande o porque es mi película favorita de Kubrick, pero ha merecido la pena el paseo hasta la filmoteca para volver sobre un film que ya he visto como tres o cuatro veces, a pesar de que dura algo más de 180 minutos. Kubrick rodó esta, su décima película, entre La naranja mecánica y El resplandor. El director tenía la intención de hacer un film sobre la vida de Napoleón, personaje al que admiraba, pero el proyecto fracasó al topar de lleno con la crisis de la Metro Goldwyng Mayer, productora hasta la fecha de casi todas las películas de Kubrick. Así que decide aprovechar el trabajo de ambientación que tenía avanzado para, una vez asociado a la Warner, buscar una novela que se adaptara al conjunto, y fue de este modo como dio con Memorias y aventuras de Barry Lyndon, publicada por William Makepeace Thackeray en 1844. El libro, que se podría encajar entre la novela picaresca y la histórica, narra la trayectoria de un personaje de ficción, un joven irlandés de origen humilde que durante la primera parte asciende rápidamente en la escala social con métodos no demasiado ortodoxos, del mismo modo que la vida de opulencia le devuelve tiempo después a sus  orígenes, acabando sus días en la miseria, tan arruinado como comenzaba su existencia.

Toda la ambientación, aspecto cuidado hasta el último detalle, está inspirada en obras pictóricas del siglo XVIII. Las tomas parecen calcadas de pinturas de Reynolds, Gainsborough, Hogarth, Stubbs, Watteau y Constable, entre otros, que el director reproduce casi exactamente en la composición de las escenas, a lo que añade el particular uso de la luz para lograr una copia casi exacta. Hay incluso un momento, en la escena de la ceremonia nupcial, en el que el fondo, incluidos algunos asistentes, son un lienzo. El detalle pasa bastante desapercibido por los efectos de cámara, y cabe suponer que la ultimaría de este modo debido a presiones presupuestarias. Para lograr un mayor realismo, Kubrick no se conforma con reproducir los lienzos, y toda la película está rodada con luz natural, utilizando velas para la iluminación nocturna y de interiores, lo que le confiere gran realismo. Barry Lyndon es la primera película de la historia rodada al completo sin luz artificial. Kubrick hizo construir una cámara especial que después sería utilizada por la NASA. La fotografía es de John Alcott, y el aspecto de lienzo que tienen las imágenes se logra a base de usar el zoom,  con el que consigue un resultado realmente espectacular.

Kubrick quería rodar la película en Irlanda,  ya que gran parte de la acción se desarrolla allí. El trabajo comenzó en septiembre de 1974, en los Estudios Ardmore, muy cerca de Dublin, pero aquellos eran años violentos en el Ulster -meses antes los británicos asesinaban a 13 supuestos terroristas en Londonderry, en solo tres años se había llagado a la cifra de 500 muertos de ambos lados-, y las amenazas del IRA, que no estaba por la labor de ver sus verdes praderas repletas de soldados ingleses con casacas rojas disparando contra sublevados irlandeses, hace desistir a Kubrick de continuar el rodaje, que decide regresar en Navidad con todo el equipo a Inglaterra para continuar la película en las cercanías del Castillo de Howard, donde están rodados muchos de los interiores, y en otras localizaciones como Hohenzollern o Ludwigsburg, Alemania. El vestuario del filme y los decorados fueron  creados y diseñados por Ulla-Britt Soderlund y Milena Canonero  –Carros de Fuego, María Antonieta– tomando como referencia los cuadros y lienzos, y recrean a la perfección la sociedad burguesa de la época napoleónica y del reinado del rey Jorge,  una exhaustiva labor de estudio histórico y de análisis de las pinturas del periodo hasta obtener una textura en el vestido lo más veraz posible.

El broche al trabajo de ambientación lo pone la banda sonora, a base de composiciones de autores clásicos como SchubertTrio para piano-, HaendelZarabanda-, BachConcierto para dos claveles y orquesta– o VivaldiConcierto para violonchelo-, adaptadas e interpretadas por el compositor Leonard RosenmanAl este del edén, Rebelde sin causa, Un hombre llamado Caballo– al frente de la National Philarmonic Orchesta. También hay piezas de música tradicional irlandesa, como el tema Women in Ireland, a cargo del conjunto irlandés The Chieftains, todas ellas seleccionadas por Sean O´Riada. Se pueden escuchar también algunas marchas militares, en la parte de la película que transcurre durante la Guerra de los Siete Años: Los granaderos británicos sigue a Barry durante sus borracheras y orgías en el ejército, la Marcha de Hohenfriedberger, o Idomeo, rey de Creta, esta última obra de Mozart.

A Barry Lyndon le da vida Ryan O´Neal, pero la elección del actor principal nunca contó con la aprobación de Kubrick, que quería a Malcom McDowell en el papel. O´Neal acababa de rodar Love Story y era el galán de moda de Hollywod, un verdadero imán para la taquilla, así que Kubrick no tuvo más remedio que aceptar, aunque a regañadientes, las imposiciones de la Warner. Años después, en alguna ocasión, el director había referido las limitaciones de O´Neal como actor, y como anécdota contaba que en ocasiones se puede apreciar en la película su dificultad para atinar a apoyar el pie derecho en el estribo cuando tenía que subir al caballo.

El resto del elenco está compuesto, en su mayoría, por actores con los que Kubrick trabajaba habitualmente. Muchos de ellos son los mismos que aparecen en La naranja mecánica, y a otros se les puede ver en películas posteriores de Kubrick, sin ir más lejos, en la siguiente, El Resplandor. Godfrey Quigley, que interpretaba al capellán de la prisión en La naranja mecánica es quien encarna al Capitán Grogan; Philipe Stone, padre de Alex DeLarge, es el criado Graham y en El Resplandor sería Delbert Grady, el vigilante anterior a Jack Nicholson del hotel Overlook. El jugador amanerado, Lord Ludd, a quien Barry vence en la escena del duelo, es Steven Berkoff, el mismo que interpretó al sargento de policía de la comisaría donde es detenido Alex, de La Naranja Mecánica, y Antony Sharp, aquel Ministro del Interior, ahora hace de Lord Harlan.

Kubrick era tremendamente minucioso, cada escena era rodada al menos 25 veces, según declaraba posteriormente O´Neal, y casi siempre trabajaba saltándose el guión pre-establecido, por lo que el rodaje avanzaba muy despacio y el presupuesto se disparaba con el paso de los meses. Su perfeccionismo era tal que incluso gustaba de encargarse personalmente de la supervisión del doblaje en otras lenguas. En España, sin ir más lejos, impuso los actores que prestaron su voz para la película, y no se conformó con los dobladores habituales: la voz del narrador es la de José Luís López Vázquez y la de Barry recayó en Juan Carlos Naya, actor bastante popular en la España de entonces. La película reventó todos los presupuestos previos, porque los algo menos de tres millones de dólares iniciales pasaron a convertirse en casi once una vez concluido el trabajo. Kubrick jamás consiguió recuperar la inversión, ya que el resultado fue un fracaso estrepitoso en taquilla, a pesar de estar nominada a siete Oscar, de los que logró ganar cuatro: dirección artística, fotografía, vestuario y banda sonora adaptada.

La maleta de Orson Welles

…A menudo la gente consideraba el puro de Orson como su rasgo más distintivo, pero para mí era esta maleta. Contenía lo que él solía llamar las herramientas de su profesión. Durante años, estábamos de viaje la mayor parte del tiempo y Orson quería poder rodar en cualquier parte y lugar. Viajamos durante meses con objetos muy poco comunes que usaba para enlazar escenas, localizaciones, proyectos… Viendo nuestro equipaje, mucha gente debe haber pensado que estábamos completamente locos. La vida creativa de Welles era similar a la de un vagabundo: iba a donde los filmes en que aparecía le llevaban, pero ninguno de estos papeles era gratificante. Con los elevados honorarios que cobraba, financiaba sus propios proyectos. Cogía el dinero y volvía a los platós de sus películas. Como director, no buscaba localizaciones concretas para sus filmes pero, cual nómada, se aseguraba de que iban con él en su equipaje de mano. Encontrara donde encontrara las imágenes y los temas -una toma aquí, una filmación allá para un proyecto diferente- solo servían como telón de fondo de su propio universo. Con los años, su trabajo se convirtió en un parchwork sin cronología alguna. Cualquier método servía si le ayudaba a arrancar de la realidad sus visiones.

Oja Kodar en The one-man band


The one-man band  es uno de los extras de la edición que lanzó hace unos años Criterion de la película de Orson Welles, F for Fake. Se trata de un documental de 90 minutos, inédito en España –si no me equivoco- dirigido por el esloveno Vassili Silovic en colaboración con la actriz y compañera del cineasta durante los últimos 24 años de su vida, Oja Kodar, quien cedió parte del legado cinematográfico original, además de colaborar en el guión. La etapa final de la vida de Welles estuvo jalonada de ambiciosos e inconclusos proyectos que financiaba con su extensa carrera interpretativa. El documental contiene extractos de estos últimos trabajos inacabados – The deep, Merchant of Venice, The dreamers, Moby Dick, Tailors, Churchill, Swinging London, The one-man band, F For Fake-Trailer, Magic-show, The-Orson-Welles-show, Filming the trial o The other side of the wind– pero también nos permite conocer de cerca otro tipo de experimentos,  como la maqueta para un anuncio de whysky japonés, o una visita en tono más melancólico a la casa de Los Ángeles en la que residió Welles durante los últimos años, cuando los proyectos se sucedían sin encontrar casi nunca financianción suficiente. Welles manifestó en alguna ocasión que después de  F for Fake había por fin descubierto el cine que en realidad siempre quiso hacer. Es la última película en la que aparece como actor, un documental sobre el fraude y las falsificaciones que comienza con la figura del falsificador de cuadros Elmyr d’Hory y su biógrafo, Clifford Irving, quien también escribió la celebrada autobiografía fraudulenta de Howard Hughes para pasar más adelante a recrearse en la reclusión de Hughes y, de manera autocomplaciente, en su propia carrera cinematográfica, que baste recordar comenzaba con la falsa emisión radiofónica de una invasión marciana con The War of the Worlds.

Monsieur Verdoux (Charles Chaplin, 1947)

«Verdoux es un Barba Azul, un insignificante empleado de banco que, habiendo perdido su empleo durante la depresión, idea un plan para casarse con solteronas viejas y asesinarlas luego a fin de quedarse con su dinero. Su esposa legítima es una paralítica, que vive en el campo con su hijo pequeño, pero que desconoce los manejos criminales de su marido. Después de haber asesinado a una de sus víctimas, regresa a su casa como haría un marido burgués al final de un día de mucho trabajo. Es una mezcla paradójica de virtud y vicio: un hombre que, cuando está podando sus rosales, evita pisar una oruga, mientras al fondo del jardín está incinerando en un horno los trozos de una de sus víctimas. El argumento está lleno de humor diabólico, una amarga sátira y una violenta crítica social.»

(Charles Chaplin, My autobiography, 1964)

La historia de Monsieur Verdoux está inspirada en la vida de Henri Désiré Landru, también conocido como Barba Azul, un asesino en serie francés guillotinado en 1922 tras haber robado y matado al menos a 10 mujeres después de seducirlas. La idea del galán depredador que se casa con mujeres para posteriormente acabar con sus vidas ha aparecido en la literatura de manera recurrente y también en el cine, en películas de autores tan diversos como Chabrol (Landru, 1962) o Laughton (La noche del cazador, 1955). Orson Welles fue de los primeros que quisieron llevar a la pantalla la historia de Landru, y escribió un guión para que Chaplin lo interpretara. Pero en el último momento Chaplin decidió comprar ese guión y transformarlo dándole su propia interpretación. Algo que se aparta de la norma habitual de su obra, ya que hasta la fecha todas las películas habían sido escritas íntegramente por el propio Chaplin, motivo por el que en los créditos aparece la referencia «basada en una idea original de Orson Welles».

La película abre con Verdoux, ya ejecutado por sus crímenes, narrando desde la tumba:

«Buenas tardes. Como pueden ver, mi nombre es Henri Verdoux. Durante 30 años fui empleado bancario, hasta la crisis de 1930, cuando perdí mi empleo. Decidí entonces dedicarme a la liquidación de miembros del sexo opuesto, un negocio estrictamente comercial destinado a mantener a mi familia. Pero les aseguro que la carrera de Barba Azul no es nada rentable. Sólo un optimista impertérrito podía embarcarse en tal aventura. Desgraciadamente, yo lo era. El resto es historia.»

Película excepcional, muy bien dirigida y actuada a la perfección por el propio Chaplin. Verdoux ha pasado treinta años de su vida contando el dinero de los demás como empleado en un banco. Pero la crisis de 1929, que deja sin trabajo a millones de personas, le convierte en el banquero sin banco que ideará su propio modo de salir adelante, dedicándose a obtener ingresos despiadadamente a base de métodos sociópatas. Una comedia irónica y negrísima, paradoja de una sociedad hipócrita y arrogante, escandalosamente divertida por momentos, sentimental en otros, tan delicada como grave cuando debe serlo, que levantó ampollas tal vez por adelantarse demasiado a su tiempo, cuando se estrenaba en 1947. «Asesinar a una, dos o diez personas te convierte en un canalla, asesinar a millones tal vez en un héroe. Las cantidades santifican», dice el protagonista minutos antes de ser guillotinado. La moraleja: si la guerra es la extensión lógica de la diplomacia, el asesinato es la consecuencia natural de los negocios. La película llega incluso a incluir un montaje en imágenes que muestra a empresarios arruinados saltando por las ventanas o a Hitler y Mussolini codeándose. Chaplin no escatima en la rotunda condena del capitalismo y la agresión militar. Y mientras en Estados Unidos se había recibido con cierta simpatía la parodia del nazismo de El gran dictador, el asesino modesto -un simple aficionado comparado con la máquina de la guerra, tal como se declara antes de morir- figurado por Monsieur Verdoux, fue acogida con rechazo, retirándose de la cartelera pocas semanas después de su estreno e incluso prohibiendo su exhibición en algunos Estados. Chaplin se vio en situación de tener que dar explicaciones públicas sobre su orientación política y múltiples justificaciones acerca de su patriotismo: se abría el camino de su exilio político hacia Europa, en los años cincuenta.

Plano secuencia (y 20): Tarkovsky, Offret (Sacrificio)

La última escena de la última película que rodó Tarkovsky necesitaba hacerse a la primera, porque el incendio de la casa escenario de Sacrificio es real y no disponían de más oportunidades. El montaje de rieles sobre los que se desplazaría la cámara, los ensayos con los elementos, la planificación milimétrica de dónde colocar a cada uno de los personajes, el momento del día a la que debía rodarse para absorber mejor los efectos naturales de la luz, todo estaba preparado para rodar una de las secuencias más costosas de realizar e intensas de la filmografía de Tarkovsky. Pero falló la cámara y la desesperanza se adueñó del equipo. Unas semanas después retomaron el trabajo, se reconstruyó la casa y se volvió sobre el rodaje. No es complicado hacer el ejercicio de imaginar la tensión que vivirían durante los seis minutos del segundo y definitivo intento.

Toda una filigrana cinematográfica que no es la única presente en la película, porque Sacrificio es un continuo derroche de cine coreográfico y milimétrico donde los personajes van evolucionando escena a escena sin necesidad de cambiar de plano, en un entorno que permanece estable pero que progresa al unísono que esos personajes mediante una compleja técnica de utilización de luz, color y cámara que confluyen en planos secuencia en los que casi nada se mueve en la estancia familiar, pero a la vez todo se transforma en un crescendo que culmina en la escena final. La amenaza de destrucción masiva, una guerra inminente que está por venir, es el motivo del sacrificio de Alexander quien, después de pasar una noche con María, sirvienta con fama de bruja, condición necesaria para que la amenaza desaparezca, lleva a cabo su promesa y quema la casa aprovechando que toda su familia está fuera. Cuanto constituye la vida de Alexander desaparece con la casa pasto de las llamas como gesto de verdadero amor hacia su familia, por la que acaba sacrificando todo.

La película fue filmada en la isla de Gotland, en Suecia, como homenaje a Bergman y contó con el cámara favorito del cineasta sueco, Sven Nykvist, y con el actor Erland Josephson, otro habitual de Bergman, en el papel protagonista, quien ya había colaborado con Tarkovsky en Nostalgia. Sacrificio ganó cuatro premios en el Festival de Cannes, hecho sin precedentes en el cine ruso. Tarkovsky no pudo asistir porque durante aquellos días se encontraba ya seriamente enfermo de cáncer, y fue su hijo Andriushka quien recibiría en su nombre una de las ovaciones más emotivas que se han dado en el Festival. Ivan, el árbol y el niño en la infancia de su cine; Alexander, un árbol, un niño y esa casa cerraban su carrera. Después murió.

Puedes ver aquí la serie completa Plano secuencia

Un borghese piccolo piccolo

Cine italiano de los 70, mezcla de comedia y cine político pero sin emitir denuncia o condena alguna, Un borghese piccolo piccolo funciona como radiografía costumbrista de una sociedad donde la recomendación, el favor debido y el comadreo mueven relaciones sociales ancladas en el más puro clientelismo. Una asombrosa Shelley Winters y un extraordinario (y desconocido) Alberto Sordi (porque su etiqueta son los papeles puramente cómicos) avalan el retrato tragicómico y oscuro de la época. Él interpreta a un modesto administrativo, funcionario ministerial; ella a su señora: aspiran a dejar en herencia el preciado puesto paterno a su único hijo, para lo que el padre no dudará en llegar a formar parte de una hermandad masónica, si es necesario, que se agota en los estrechos límites del grupo de empleados de la oficina donde trabaja, incluido el jefe, pero que garantiza un sistema cerrado de relaciones de casta que deja escasas o nulas alternativas a los excluidos.

Claro que todo se viene abajo cuando el hijo resulta accidentalmente asesinado por unos chorizos que pretenden atracar una sucursal bancaria en el preciso momento en que se dirige a presentarse a la oposición de rigor (porque lleva las preguntas en el bolsillo), y el piccolo padre-funcionario se encuentra en el brete de no poder vencer la burocracia más allá de su propia oficina, siquiera para obtener un ataúd con el que dar digna sepultura al hijo. Crecido por su propia ira se transformará de víctima en verdugo, tan inevitablemente loco como la sociedad de la que procede.

Mario Monicelli, considerado  el padre de la comedia italiana, impulsor de las carreras de algunos de los símbolos del cine en su país (Alberto Sordi, Totó, Sophia Loren, Anna Magnani o  Virna Lisi), fallecía el pasado 29 de noviembre, a los 93 años, tras lanzarse por la ventana, desde un quinto piso, del hospital de Roma donde era tratado de cáncer de próstata.

Sus personajes, siempre condenados al fracaso cómico, son seres sencillos inmersos en un mundo dirigido por fuerzas que les son hostiles e incomprensibles, frente a las que carecen de los recursos y las habilidades necesarias para enfrentarse sin ser apartados o destruidos. La película retrata con pasmosa crueldad la forma de ser y pensar de una sociedad vencida por la hipocresía institucional, sustentada por unas relaciones de base que no han terminado de romper el cordón umbilical que les une al feudalismo. Retrato grotesco, terrorífico y amargo, cuyo elemento caricaturesco no pierde nunca la referencia de lo humano pero que hace gala de una hiriente y pasmosa crueldad en escenas como la del cementerio, el secuestro o el negrísimo final. Decía Monicelli en una ocasión que «El humor a la italiana siempre tiene un poco de drama, de  melancolía. Pero el humor toscano (en referencia a su región de origen) es incluso más feroz, porque parte de la idea del aprovechamiento del prójimo  con bastante más maldad«. Lo que es indudable es que Monicelli ha logrado, a través de su Cine, que esa mirada tan italiana de la realidad, mezcla sutil y lúcida de risa y amargura, forme parte de la proyección del modo de ser italiano a nivel universal.


Porque hay cosas que nunca se olvidan

Un pueblo italiano, en los años 50. Cuatro chavales juegan al futbol. El balón se cuela en el patio de una anciana vecina. La anciana les pincha el balón y los chavales traman venganza.

Más de 300 premios en festivales de todo el mundo, desde Suazilandia, Bermudas, Texas, Macedonia, Rumania, Italia, Zaragoza, Medina del Campo o Aguilar de Campoo. Lucas Figueroa, de origen argentino pero afincado en Madrid, ha conseguido inscribir su trabajo en el Libro Guiness de los Récords como el corto más premiado de la historia del cine. Ahora anda preparando su primer largometraje. Estaremos muy pendientes.

 

Playtime, de Jacques Tati (1967)

Playtime es la penúltima película que rodó Tati. Aunque conserva las constantes de otras anteriores -el entrañable personaje algo patoso, original y tan francés, que trastoca la placentera existencia de cualquier lugar que visite- es quizás la que ofrece una visión más melancólica y pesimista de la sociedad, mostrando un mundo deshumanizado engullido por una ya predecible globalización. A pesar de que en 1970 dirgiría Trafic, Playtime está considerada como la obra madura cumbre del director. Sin restar creatividad ni abandonar el sentido de humor habitual de su cine, Playtime presenta un Hulot contenido y  más elaborado, que deja de lado ciertos recursos exclusivamente cómicos y cautiva al espectador más por lo que sugiere el conjunto que por los inconfundibles devaneos del inigualable personaje. Hay que decir que la película no se rodó directamente en las calles de Paris, sino que se trata de un diseño futurista que a modo de telón de fondo propone cómo imagina el director la ciudad de los años venideros. En Playtime, el viejo mundo de amor y romanticismo que simboliza para el turista Paris solo es visible en los carteles publicitarios y en momentos agudamente medidos, como cuando se ve la Torre Eiffel a través del reflejo de una puerta acristalada del hotel.


Hulot viaja a Paris al tiempo que lo hace un grupo de americanas que llegan de Roma en un tour organizado. Observamos en primer lugar la llegada a la ciudad. Para el grupo de visitantes, el aeropuerto es exactamente igual al que acaban de dejar en su anterior escala, las calles son una mera continuación de lo visto o las farolas bien podrían ser las de cualquier avenida de Nueva York. Sin embargo, a Hulot la capital francesa le es totalmente ajena, la frialdad del medio y las grandes figuras arquitectónicas le hacen sentirse un extraño en su propia tierra. Aunque esas mismas construcciones de vidrio pulido, secas y estériles, que representan claramente una ciudad impersonal, se convierten a lo largo de la película en socio crucial de esta comedia ambiciosa y peculiar.

La que hay aquí es parte de la tercera escena de la película, probablemente una de las más interesantes desde el punto de vista cinematográfico que haya rodado el director francés. Tras las imágenes del moderno edificio de un aeropuerto ultra-funcional, la cámara se vuelca hacia abajo y el interior pasa a parecerse a un hospital con monjas caminando por una vacía clínica. La cámara graba desde uno de los ángulos la gran sala de llegadas recubierta de superficies de acero y mobiliario geométrico. En el fondo de la sala tres azafatas tan estancadas que se podría pensar son figuras de cera o maniquís detrás del escaparate de una boutique. Un matrimonio de turistas habla en una esquina mientras observamos los diversos personajes que entran en escena. La escena dura varios minutos, está grabada a base de cámara estática y nos descubre toda la estrategia visual de la película:  caleidoscopio de situaciones, convenientemente montadas, que van haciendo adquirir sentido al guión. Una coreografía cronometrada con exquisitez y movimientos de cámara desde distintos ángulos hacen aparecer a los personajes, dejando al espectador que pueda seguir los movimientos de quien se le antoje. A mi me encanta el limpiador con mono azul que aparece casi al principio, en la primera toma, la más larga, del interior del aeropuerto.


Playtime sigue, después, al grupo de visitantes americanos y a Hulot durante 24 horas dentro del edificio de un hotel que hace las veces de sala de exposiciones o de fiestas. En realidad, la película no tiene un verdadero argumento, el diálogo es escaso y siquiera se detiene en la psicología más o menos profunda de sus personajes. Tati  se limita a crear un mundo vibrante y maravilloso de imágenes donde el glamur parisino y la cálida torpeza característica de Hulot conviven en perfecta armonía. Mundo al que acompaña con sonidos especiales que se ajustan milimétricamente a cada secuencia, como unos pies arrastrándose, pedazos de papel que crujen en momentos indebidos o las resonantes respuestas de unas sillas de piel al sentarse. El sonido y la imagen son en realidad el auténtico pulso de la película, a modo de sinfonía de una realidad que, dependiendo del punto de vista de cada personaje, puede ser interpretada de diversas formas.


Otro punto de interés en Playtime, que podemos observar en su cine anterior pero que aquí es una constante en la mayoría de escenas, es el conflicto entre el hombre y la máquina, como cuando trata de hacer funcionar el ordenador que pone en marcha el sistema de avisos del hotel, el maldito mecanismo de las puertas o el ascensor, auténtico reto para el bueno de Hulot. En cierto modo, Playtime podría ser interpretada como una actualización moderna de Chaplin en Modern Times(1936), al menos en cuanto a crear desequilibrios en el progresismo mercantilista se refiere. Pero quizás el verdadero sentido de la película no sea otro que la constatación de la alineación humana en la sociedad moderna, característica intrínseca al cine de vanguardia de los 60, con directores como Fellini, Bergman o Antonioni a la cabeza. Tati participa de ella añadiendo su personal sentido de la comedia, con escenas llenas de  gracia y encanto, como la de la cena en el restaurante con los camareros intercambiando la ropa o la secuencia en la que la cabeza de la inmóvil oficinista gira 90 grados para seguir los movimientos de Monsieur Hulot y acabar mostrándose siempre de frente, pero todos estos gags tan propios de Tati son solo un ángulo de la cámara, porque la misma secuencia toma al unísono toda la frialdad de la cuadriculada oficina dando la sensación de espacio triste y vacío, a pesar de que en realidad está repleto de gentes que hacen sus gestiones en compartimentos estancos.

Armado con su sombrero, su habitual traje y el característico paraguas, Tati es a través de Hulot un visionario de la sociedad futura que no pudo ver, invitándonos a pensar si quizás toda esa tecnología automatizada nos simplifica la vida o nos la hará en realidad más difícil en demasiados momentos. Invitación nunca exenta de buen humor, mucha pericia visual con la cámara, originales ocurrencias dramáticas y un obsesivo perfeccionismo que le llevaría casi a la ruina: nueve meses tardó en rodar el filme y más de un año en montarlo y, según se dice, las discusiones con los miembros del equipo eran una constante diaria en el trabajo. El esfuerzo se vería recompensado con el reconocimiento indiscutible de la crítica internacional y una huella imborrable en toda una tradición de cómicos que, con el Cine como medio de expresión, han utilizado el arte visual y el sonido como auténticos protagonistas de sus películas.

Submarino, de Thomas Vinterberg

Submarino, película dirigida en 2010 por el danés Thomas Vinterbereg, se presentó en la sección oficial de la última edición del Festival de Berlín y se estrenará -siempre presumiblemente- en otoño en las salas comerciales españolas. En Valencia hemos podido verla porque se han programado dos proyecciones esta semana dentro de la 25 edición del Festival Internacional Cinema Jove y, obviamente, casi ningún lector de este blog puede acceder a fecha de hoy a la película, porque no está todavía disponible en DVD y el trailer está en danés, a menos que viva por aquí y además haya asistido a las sesiones matutinas del festival, subtituladas y entre semana, en la Sala Berlanga del antiguo teatro Rialto. Tampoco quiero hacer demasiados spoiler, así que en este caso me lanzo al comentario arriesgándome al escaso debate que pueda generar cuanto puedan leer aquí. Motivo: se trata de una extraordinaria película que ofrece una historia impresionante, intensa y emocionante, con algunas brillantes actuaciones y las marcas de -me arriesgo a decir- otra obra maestra en la carrera del danés, que se puede sentar al lado de Festen sin que ninguna le haga sombra a la otra. Y me refiero a una cuestión exclusivamente comparativa de calidad cinematográfica, pues si Festen introdujo el concepto del Dogma en la industria del Cine, nada que ver con ello tiene su última propuesta, que para empezar está rodada en 16 mm y para continuar no cumple con casi ninguna de las premisas establecidas en el mencionado dogma.

Con Submarino quedan atrás casi todos los elementos por los que se decantó el director tras el éxito con Festen. También quedan atrás ciertos aires de genio que llevan a Vinterberg  a cruzar el Atlántico para probar suerte en la industria de Hollywood, en la que produce un puñado de películas poco afortunadas y totalmente obviables. Submarino no tiene nada que ver con las historias intrincadas de pesado simbolismo y cinematografía  de corte experimental -no me refiero a Festen, sino a su carrera posterior-, ni con temas pretendidamente complejos resueltos con presura a ritmo de exigencias de productora y presupuesto. Tampoco es una película Dogma, pero sí es algo así como el regreso a un estilo narrativo más sencillo y  limpio, que evita manierismos en los virajes sentimentales y que trata como asunto principal la paternidad y las relaciones entre hermanos desde una perspectiva exclusivamente masculina, lo que le añade ese punto de originalidad que la hace a priori muy atractiva.

Los protagonistas son Nick y su hermano menor (de quien creo que no se cita el nombre en ningún momento). Ambos sufren en su infancia una experiencia traumática que marcará el resto de sus vidas. Tras un breve prólogo en el que nos  muestra a ambos siendo niños (no desvelaré cuál es el suceso traumático), la película nos traslada 30 años después. Nick (Jacob Cedergren) es un hombre frustrado y agresivo que acaba de salir de la cárcel, una especie de alma pedida cuyos consuelos son su vecina Sofie y la bebida. El hermano menor sobrevive solo con su hijo Martin. Vinterberg nos muestra la desoladora historia de ambos deambulando por su lado hasta que vuelven a encontrarse cuando, al fallecer la madre, heredan una suma de dinero. Película dura de ver -advierto- sobre los traumas de personas que, con estos u otros pesados pasados, bien podríamos encontrar cada día en la calle. El título hace referencia a un método de tortura que consiste en sumergir la cabeza del torturado bajo el agua hasta rozar la asfixia, para dejarle tomar entonces un poco de aire y otra vez al agua hasta que hable, se retracte o vaya a saber qué. La vida de los dos protagonistas consiste en algo semejante: siempre buscando una oportunidad para reconstruir su vida, pero el trauma de la infancia y la culpa pesan tanto en su alma que irremediablemente vuelven a sumergirse en el fango, como una lacra que marca constantemente su existencia. Son personas que han tocado fondo, de las que podemos aborrecer cuanto hacen pero que, sin embargo, nos hacen sentir cierta simpatía hacia ellas, quizás lástima, lo que es indudable es que Vinterberg logra que el público empatice con sus personajes, que no son sino un alcohólico violentísimo y un heroinómano que, para más señas, tiene a su cargo un hijo de corta edad. Podría haber sido un dramón insufrible a manos de cualquier otro director más mediocre, pero una excelente medida entre el necesario elemento dramático y el realismo más sórdido hacen que la película fluya de manera absolutamente natural y coherente, sin excesos en cuanto a sentimentalismo ni llegar al extremo de convertirse en un film de realismo social a lo Ken Loach. A ello contribuye decisivamente la excelente actuación de Jacob Cedergren, interpretando al Nick adulto. Personaje tosco, rudo y violento, que exuda en cada gesto su ira reprimida, siempre al borde del abismo, pero que también sabe transmitir magistralmente, con su mirada sincera y algún titubeo gestual, una gran vulnerabilidad: hay cierto dejavú del joven Marlon Brando en esta interpretación, ahí puede estar la clave, el secreto de que esta película resulte tan conmovedora.

En el plano visual también está muy bien construida. Las escenas del comienzo están subrayadas por una poderosa luz blanca que se contrapone con las tonalidades grises de Copenhague cuando son adultos, en la que vemos a Nick avanzando con su bolsa de deporte entre los edificios de un barrio sucio y desaliñado tan triste como su propia existencia. O tan auténtico como cuando el hermano de Nick (Peter Plaugborg) se mueve entre lúmpenes sin hogar o consumidores de heroína en la estación de tren mientras observa a una madre consolando a su hijo que llora en el cochecito, escena que de alguna forma deja patente la división de la conciencia entre su adicción a las sustancias y su responsabilidad para con su hijo de seis años. El final es una secuencia en una iglesia, donde de nuevo es omnipresente la claridad, y hay alguna similitud con la escena del principio, cuando se ve a los dos niños buscando un nombre en la guía telefónica con el que bautizar al bebé en el salón de su casa, para que todo sea como debe ser, como una vida que debería ser normal, mientras la madre yace tendida en la cocina abducida por una botella de vermú

El ritmo narrativo es más bien lento, con numerosos primeros planos de los protagonistas de longitud diversa donde parece que no sucede mucho. Sin embargo, estos factores no distraen la atención ni son fuente para el aburrimiento, más bien acompañan en simbiosis perfecta la estructura y la oscuridad en la que se mueven los hechos que narra la película. A lo que se suma siempre el sonido eminente y la envolvente banda sonora (el responsable de ello es Kristian Eidnes, quien también estuvo a cargo en la reciente «Anticristo«) que subraya constantemente esas naturalezas al borde de la vida y del abismo. Tomen buena nota de este título, escríbanlo en un posit y cuélguenlo en la nevera, pero no olviden este nombre ni dejen de verla  en cuanto esté disponible en cualquier formato. Si en Festen se narraba la desintegración de la familia, Submarino nos muestra una detallada imagen del peso social de los adultos en la vida de nuestro descendientes y la lucha por mantenerse unidos, con un hermoso y logrado equilibrio entre el amor fraternal y paternal en constante pugilato con la fría realidad que, como muchos, sin elegirla, les ha tocado vivir.

25 edición del Festival Cinema Jove de Valencia

Del 19 al 26 de junio se celebra en Valencia el Festival Internacional de Cine Cinema Jove, que este año cumple su 25 edición sin moverse, en buena medida, del espíritu que incitaba su andadura allá por el año 1986, cuando otros vientos políticos soplaban en la Comunidad Valenciana. No cabe sino aplaudir que la idea haya permanecido fiel a su intención original, lo que ha permitido su consolidación como evento cinematográfico impulsor de jóvenes talentos, a pesar de las tormentas políticas, del escaso presupuesto o de las dificultades de potenciar un acontecimiento de carácter genuinamente cultural no lucrativo, y también a pesar de que en los tiempos que corren las administraciones dirigentes del destino de estos pagos no vean siempre con demasiados buenos ojos eventos -como este-  de escasa repercusión para con la grandeza folclórica local y, por ende, para con el turismo de alto standing y el negocio del ladrillo. Bueno, algo sí ha cambiado, porque por entonces casi se podría decir que era un festival casero, pensado para comenzar a dar impulso a algunos jóvenes de aquí que, casi siempre desde el cortometraje, iniciaban su andadura en esto del Cine. Pero pronto comenzaron a tener cabida los que llegaban de un poco más lejos y el festival lograba ser en realidad aquello para lo que había nacido: ejercer de trampolín para nuevos cineastas de cualquier punto de la geografía. Así, nombres como Icíar Bollarín, Pau Vergara, Alejandro Amenabar, Juanma Bajo Ulloa o Alex de la Iglesia vieron en su día en este espacio, entre otros, el lugar donde dar un primer impulso a su carrera. Desde hace unos años, sin embargo, el festival se ha abierto a profesionales de otros países que participan con sus primeros o casi primeros trabajos tratando de buscar lugar fuera de sus fronteras. Insistiendo en esta orientación y por tratarse del 25 aniversario, la edición a concurso de este año, en su apartado de largometrajes, cuenta con siete óperas primas inéditas pertenecientes a un heterogéneo surtido de jóvenes cineastas procedentes de lugares tan culturalmente diversos como Canadá, Hungría, Polonia, Francia, Argentina, Irlanda y Georgia, que compiten con otras de directores más reconocidos como la danesa Submarino, de Thomas Vinterberg (un habitual del festival, aunque es la primera vez que se presenta a concurso), y Bady Fámily, del finlandés Aleksi Salmenperä, producida por Aki Kaurismaki. Aleksi Salmenperä ya obtuvo en la pasada edición el premio Luna de Valencia al Mejor Largometraje por su película A Man`s Job. Arriesgándome a aventurar, puesto que lógicamente no conozco ninguna de las películas que se presentan, me atrevería a destacar dos de las nueve que podremos ver proyectadas, que además no pienso perderme porque me interesan especialmente:

La primera interesante es la francesa Gainsbourg (Vie héroïque), primer largomentraje de Joan Sfar, quien cuenta con amplio reconocimiento en el mundo del cómic por la serie El gato de rabino. Se trata de un biopic del cantante francés Serge Gainsbourg, autor de la controvertida en su día Je t’aime… moi non plus por estar dedicada a la figura de Brigitte Bardot e incluir en ella sonidos simulados de un orgasmo femenino. El relato de la vida de Gainsbour, judío de origen, comienza siendo niño, durante la ocupación alemana de las calles de París. Continúa en su etapa juvenil, cuando su amor por la poesía y la pintura le movían una vida bohemia con pocas perspectivas de futuro y culmina en una tercera fase, cuando abandona la pintura, dejándose embaucar por los cabarés transformistas de los años 60. Es entonces cuando comienza su carrera artística a la vez que la mujeriega y provocadora. Cuenta entre el reparto con Eric Elmosnino como Gainsbourg y la modelo Laetitia Casta interpretando a la mítica Brigitte Bardot. La película se estrenará -presumiblemente- en las salas comerciales españolas a mediados de julio, pero podremos verla en Valencia con motivo de la inauguración de festival el próximo sábado 19 de junio.

La segunda propuesta a priori interesante es la danesa Submarino, del director de Festen, Thomas Vinterberg. La película trata la historia de Nick y su hermano menor, quien acaba de salir de la cárcel sin perspectivas de trabajo ni medio de vida a corto plazo. Su única obsesión es entrenarse y beber. Es el peso de un pasado deplorable, cuya infancia se vio marcada por la pobreza, los abusos y el alcoholismo de su madre hasta que la tragedia desgarró la familia. La familia y sus vínculos ya es un tema tratado por el director en la magnífica Festen, y puede ser interesante observar la evolución narrativa pasados los años de uno de los autores adscritos al Cine Dogma que iniciara Lars Von Trier allá por 1995 que, con sus incondicionales o detractores, supuso uno de los intentos más audaces y conspicuos de reinventar esto del cine desde Godard.

Atractiva también la sección a concurso de cortometrajes, Cine a Mordiscos, que este año cuenta con la participación de 69 obras que se emitirán en nueve programaciones, y que incluyen géneros de ficción, documental, animación y experimental. Del panorama nacional cabría destacar a Alex Montoya, quien obtuvo una mención especial en Sundance por Como conocí a tu padre, o Juan Gautier, que compite con Metrópolis Ferry, un trabajo protagonizado por Sergio Peris Mencheta interpretando al Capitán Trueno en una adaptación libre del cómic homónimo. Habituales en el festival, Leticia Dolera y Marta Aldelo Con Lo siento, te quiero y Pichis, su primer y segundo trabajo respectivamente.

Paralelamente a las propuestas de la competición oficial, de especial interés son secciones como Cuadernos de Rodaje, que en años anteriores realizaron Paco Plaza, Jaume Balagueró o Enrique Urbizu,  y que este año corre a cargo de Daniel Monzón. Se trata de una selección de quince títulos cuya influencia sea para el director notoria a la hora de entender el cine, y que por tanto hayan influido decisivamente en su carrera cinematográfica. La selección de Daniel Monzón, que se proyectará en orden cronológico, cuenta con coloquios en los que interviene el director, y arranca con títulos míticos como M el Vampiro de Dusseldorf, King Kong o Muñecos infernales. Continúa con Senderos de Gloria, Sed de mal. El ángel exterminador y El ejército de las sombras. De los 70 y los 80 se proyectará Frenesí, Amacord, El quimérico inquilino, El hombre elefante, El seductor o El hombre que pudo reinar. Y de los 80, Monzón ha elegido para su colección La cosa, de John Carpenter.

El festival cuenta también con una retrospectiva del cineasta italiano Mateo Garrone, las dedicadas a los franceses Jacques Martineau y Oliver Ducastel y la aportación de películas seleccionadas por la institución francesa La Femis, la Escuela Superior de Imagen y Sonido heredera del IDHEC, la tradicional escuela de cine francés en la que se graduaron, entre otros, numerosos miembros de la nouvelle vage.

Para los que queráis más información sobre contenido, horarios y lugares de proyección, podéis consultar la página web del Festival, donde se incluye información completa de todas las actividades programadas. Las entradas están a la venta a 2,5 euros para cada proyección, teniendo en cuenta que los cortometrajes se exhiben en pases de 7 a 9 agrupados por temas y según su duración. Un programa realmente atractivo, y con el precio no hay excusa, ahora falta encontrar el tiempo para perderse las menos sesiones posibles.

Plano secuencia (7): Bela Tarr, Damnation (La Condena)

Hoy toca hablar de Bela Tarr: no se puede hacer una entrega de plano secuencia sin referirse al húngaro, quien utiliza tomas largas prácticamente en todas sus películas. Podría haber elegido cualquier obra de su filmografía, pero quiero hacerlo sobre la última que tuve oportunidad de ver, Damnation (Kárhozat, título original; La Condena, en España), realizada en Hungría, en 1988, que contiene escenas de una calidad estética maravillosa, una de ellas la que ilustra este post, formada por dos planos secuencia, que afortunadamente he encontrado en el tube, aunque con subtítulos en inglés. Poco o nada se ha editado en España de Bela Tarr, reservado hoy todavía al extrarradio de los círculos comerciales, pero por fortuna tenemos este estupendo medio para ir adentrándonos en su obra, desde mi punto de vista imprescindible dentro del panorama del cine europeo moderno. Los que sois asiduos del blog ya conocéis mi debilidad por este cineasta, del que no es la primera vez que podéis leer aquí. Si afirmo que cualquiera de sus películas serviría es porque una de las características del modo de filmar de Tarr es la utilización del plano secuencia, aunque no es lo único que imprime a su cine una impronta tan personal. Solo ver el comienzo de cualquiera de los trabajos que componen su filmografía indica que podemos esperar todo excepto un desarrollo convencional. No por su argumento, en este caso una historia de amor y traición entre un trío protagonista. Los elementos formales acercan el cine de Bela Tarr a autores como Jancsó, Tarkovsky, Angelopoulos o Sukorov, así lo vienen reconociendo hace muchos años los expertos en crítica cinematográfica, pudiendo encontrar también influencias del realismo italiano de los 50 y 60 (su condición de ateo le aleja de cierto misticismo patente en el cine de Tarkovsky) y del minimalismo trascendente de Robert Bresson. Sin embargo, en sus películas hay un sentido más fuerte de la narrativa a la hora de plasmar esos elementos en un hilo argumentativo: parece que todo cuanto rodea a sus personajes se mueve con ellos en una especie de danza circular en la que el paisaje, los interiores y sus paredes, el clima (la lluvia que cae incesante sobre una ciudad aburrida) e incluso los animales tienen sus propias historias que contarnos. A lo que se añade una impecable estética, el énfasis en la composición formal, los movimientos lentos y muy expresivos de cámara, y la permanente experimentación con la luz, el sonido y el tiempo.

Damnation supone un punto de inflexión en su carrera, no solo porque fue la primera colaboración  con el novelista Laszlo Krasznahorkai, colaboración que continua hasta nuestros días, sino porque es a partir de este rodaje cuando se dará a conocer internacionalmente su peculiar estilo, en el que la imagen como elemento esencial del lenguaje narrativo pasa a primer plano. Damnation es un film de amor y traición cuyos protagonistas forman un triángulo sexual. Karrek, hombre huraño que vive sin integrarse en la comunidad minera, acaba sus jornadas casi siempre borracho en el bar Titanik. El dueño del bar le ofrece pluriempleo como contrabandista, y él aprovecha para embaucar al marido de la camarera del local, de la que está perdidamente enamorado, con el objetivo de, en su ausencia, tener más oportunidades con ella. De este modo logran pasar tres días juntos, pero los sentimientos precipitan los acontecimientos y, al regresar el marido, Karrek considera la opción de denunciarlo a la policía para quitárselo de en medio. Detrás de las hazañas y contradicciones del alcohólico y deprimido Karrek, condicionantes que no se explican en el film, sino que deducimos simplemente con la fuerza de las imágenes (los trenes,  el rugir de la maquinaria o el sonido fuera de campo de unas bolas de billar fuertemente golpeadas por un taco, entre muchos otros), Damnation ofrece una visión trascendente de los personajes y de una ciudad húngara desolada, decrépita, siempre con dosis adecuadas de melancolía. Nada nuevo en el cine desde el punto de vista argumentativo, lo que hace que esta película sea un auténtico lujazo y esté muy cerca de ser una obra maestra es la belleza estilizada de cualquiera de sus secuencias, narradas casi todas con el lenguaje de la cámara, auténtico lenguaje y sentido del Cine, hay que decirlo, y Bela Tarr es capaz de plasmar las reflexiones silenciosas de cada elemento a través de los ambientes creados, con una estética realmente asombrosa que nos sumerge en la intensidad que se propone transmitir. Los protagonistas humanos, sus estados anímicos e incluso sus intenciones son descritos utilizando, además de los rasgos, el sonido ambiental, la música, el tiempo e incluso la lluvia, esa intensa lluvia que cae sobre la ciudad, gris y sin aspiraciones aparentes. A ellos se suman los distintos elementos del paisaje, los coches o los perros que recorren sus calles, que nos dan pistas sobre el trasfondo apocalíptico de la película, más allá de las emociones o de la falta de ellas que embargan a los personajes. Hermosos planos largos, pausados y reflexivos, de iluminación impecable donde el sonido es también elemento narrativo de primer orden, confieren el tono onírico, casi alucinante, que dan el particular enfoque minimalista de esta fascinante película, en la que el medio y los personajes forman siempre un conjunto sólido y armonioso. Bela Tarr, testimonio de la ofensiva creativa de quienes todavía hacen Cine por encima de las estrechas miras del simple negocio en el que han devenido numerosas productoras de la industria cinematográfica moderna.

Armonías de Werckmeister (Werckmeister harmóníak, 2000)

El hombre de Londres (A londoni férfi, 2007)

Plano secuencia

Plano secuencia (V): Steadycam, de Kubrik a Scorsese y la herencia de Tarantino

La steadycam (cámara estable, en inglés) es un tipo de cámara especial que sirve para conseguir imágenes en movimiento pero con el máximo equilibrio. Esta cámara permite al operador moverse por terrenos irregulares y seguir a los actores sin que la imagen pierda estabilidad en ningún momento. La estabilidad se consigue gracias a un sistema electrónico que mantiene la cámara a una misma altura desde el suelo, por mucho que se mueva la persona que la sostiene. Debido a que el conjunto solía tener bastante peso, se ideó un sistema de arneses para colocar la cámara alrededor del cuerpo del operador, aunque actualmente los steadycam son bastante más ligeros. Uno de los primeros directores en utilizarlo  fue Stanley Kubrick en El resplandor (1980), lo que le permitió eliminar el costoso travelling, y una de las escenas más recordadas por todos es la del pasillo, interpretada por el genial Jack Nicholson o la del niño en bicicleta perseguido por su padre.

Claro que, en ambos casos no se trata de un plano secuencia propiamente dicho, puesto que no corresponden a una escena completa sino a una parte de ella. Quien sí realiza diez años más tarde una fenomenal secuencia completa basada en este sistema es Martin Scorsese, en la inolvidable Goodfellas (Uno de los nuestros, 1990). La cámara sigue a Ray Liotta y Lorraine Bracco a pie a través del Copacabana. De este modo acompañamos los pasos del protagonista, con el claro objetivo de que el espectador adopte su punto de vista. El movimiento de cámara a través de los estrechos espacios y largos pasillos, desde la puerta trasera del club, manteniendo el diálogo sin interrupción, hace de esta toma una maniobra de impresionante pericia técnica que contribuye a la fascinación que sentimos por el personaje  y que la convertirá en un punto de referencia para el cine posterior.

Pero si hay un cineasta claro heredero de esta referencia, ese es Quentin Tarantino, director aficionado a intercalar planos secuencia rodados con este sistema, del que podemos encontrar bastantes en su filmografía. En Pulp Fiction (1994), que contiene algunas tomas continuas a base de steadycam, la secuencia de entrada de Vincent Vega en el Jack Rabbit Slim´s es un claro  homenaje a Goodfellas.  Y uno de los planos secuencia es el que podéis ver a continuación, casi al principio de la película, cuando Vincent Vega y Jules van hablando por el pasillo (comienza cuando salen del ascensor):

De los mejores logros de Tarantino son algunos planos secuencia de Kill Bill (2003), que se encuentran tanto en el volumen 1 como en el 2. Uno de los más interesantes es la siguiente escena, con Robert Richardson al timón fotográfico,  que combina con maestría sorprendente diversas técnicas. La cámara utiliza una grúa para levantarse del suelo, mostrar tomas desde la altura y volver a descender, combinando con steadycam cuando el operador sigue a los personajes por los pasillos estrechos, y también echa mano de travelling cuando tiene que desplazarse  a mayor velocidad. Los momentos en los que el plano queda fijo son los que se aprovechan para cambiar el soporte: una auténtica obra maestra.

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Plano secuencia (III): Jean-Luc Godard, Vivre sa vie (1962)

En el conjunto de la filmografía del brillante y enigmático Jean Luc Godard, Vivre sa vie sigue siendo una de sus películas más bellas e interesantes. La historia, muy semejante a otras de su carrera, es cruda, teatral, pero lo que importa no es ya lo que nos cuenta sino la forma en que la imagen refleja las ideas subyacentes que Godard quiere transmitir al espectador. Rodada con su esposa Anna Karina como protagonista, la película traza el progreso de la vida de una mujer joven, Nana, que abandona a su marido y a su hijo y se marcha a Paris en busca del sueño de ser actriz. Como si de una obra de teatro se tratase, Godard la estructura  en doce capítulos, cada uno con el título de una novela clásica. El plano secuencia que hay a continuación corresponde al final de la película (por lo que aviso: a partir de aquí necesariamente este post contiene spoilers), cuando tras caer en el desempleo y la prostitución, Nana es asesinada por su proxeneta en un trágico episodio de guerra entre bandas.

Poco sabemos de Nana y de qué la impulsa a abandonarlo todo en busca de un sueño. Con su piel de porcelana, su peinado brillante e inamovible, su vestimenta elegante, siempre fumando, escondiendo sus sentimientos, Nana es una mujer en París y París es el decorado que nos habla  acerca de la libertad y del tipo de libertad disponible en un mundo donde los trabajadores son mera mercancía. Impasible, la vida se le presenta a modo de obra teatral donde ella busca ser actriz y quizás lo logra de algún modo. Emocionalmente separada siempre de cuanto la rodea, fuma un cigarrillo en el hombro de su cliente mientras le abraza. Al fin y al cabo ser una mercancía le permite mantenerse insensible ante el mundo circundante, a costa de perder su capacidad de interactuar con otros y, por tanto, de su felicidad. El único momento de luz para Nana es la conversación en el bar con un desconocido, un filósofo que le cuenta la historia de Porthos,  un imperdible diálogo acerca de las palabras y el silencio, su significado, lo difícil y doloroso que muchas veces resulta hablar y de como apalabrar los sentimientos y la comunicación se convierten en libertad y supervivencia. Es en este momento es cuando la película y la actitud de la joven comienzan a dar un giro, aunque el sentido de su profesión le lleve al trágico desenlace.

Es una película triste pero a la vez hermosa,  y contiene planos inolvidables. La cámara sigue a Nana constantemente, la enfoca desde todos los ángulos, parece que más que grabar especula, algo así como una segunda presencia enigmática que mira por ella para nosotros en todo momento. Godard dijo que había filmado como una secuencia para cada acto y en el montaje se limitó al ensamblaje de los planos. Todas las escenas se desarrollan en tiempo presente y da la sensación de que cuanto vemos lo hacemos como lo hace Nana, por primera vez. El resultado es un tanto astringente, abrupto, desafecto, pero a la vez claro, lúcido y, a pesar del paso de los años,  suficientemente vigente en cuanto a significados.

Plano secuencia (II): Michelangelo Antonioni, Professione: Reporter (1975)

Uno de los planos secuencia más complejos a la hora de rodar por su dificultad técnica es el que concluye la película Professione: Reporter (título internacional The Passenger; en España, El Reportero), de algo más de seis minutos y del que sabemos gracias a los extras incluidos en el DVD y a los comentarios al respecto de Jack Nicholson. La escena comienza en el interior de una habitación: vemos a Nicholson tumbado en la cama y la cámara enfoca el exterior a través de los barrotes de una ventana. Estamos en una polvorienta plaza de un lugar al norte de África. La cámara se acerca lentamente a la ventana, parece querer saber más sobre qué sucede en el exterior. Atraviesa los barrotes y la escena continúa, girando en el sentido de las agujas del reloj, hasta completar 360 grados. Podemos hacer conjeturas sobre con qué tipo de zoom logra Antonioni traspasar los barrotes y  girar el objetivo, pero todas se nos derrumban cuando la cámara, sin un solo corte, enfoca de nuevo la habitación desde el exterior. ¿Cómo se rodó esta  secuencia continua, dando además la sensación de estar hecha cámara al hombro?. Hay que añadir que era de día y vemos que  había viento en la plaza, y en la escena no se ven brillos ni cambios de luz cuando avanza hacia el exterior. Según parece, Antonioni colocó la cámara dentro de una esfera para que el viento no distorsionara la nitidez de la imagen y rodó por la tarde, cerca del anochecer, aprovechando que la luz más brillante estaba cerca de la ventana. Pero claro, una cámara dentro de un habitáculo esférico no cabe entre los estrechos barrotes de la ventana. La solución fue un artilugio a modo de raíl colocado en el techo de la habitación desde el que  colgaba la esfera, deslizándola muy despacio hasta los barrotes. En el exterior esperaba una grúa de casi 30 metros de altura de la que pendía un gancho que recogería la cámara. Además, se utilizó un sistema de giroscopios para mantener el equilibrio durante el cambio de pista. Por otro lado, los barrotes estaban montados a modo de bisagra, de modo que cuando la cámara está lo suficientemente cerca como para que dichos barrotes quedaran fuera del campo de visión, se detiene unos segundos hasta que la grúa puede hacerse cargo de la continuación de la secuencia sin interrupción alguna. Todo transcurre por tanto con una lentitud asombrosa. Fue necesario también ampliar la lente suave y lentamente para dar la sensación de continuidad en el movimiento, pero en realidad la cámara está parada hasta que la grúa logra recogerla y proseguir con la secuencia. Antonioni dirigió todo el proceso desde una furgoneta situada en el exterior, a través de monitores y micrófonos mediante los que comunicaba las instrucciones paso a paso y dirigía a los operadores

«En los espacios vacíos y callados del mundo, él ha encontrado metáforas que iluminan los sitios silentes de nuestros corazones, y hallado en ellos, también, una belleza extraña y terrible; austera, elegante, enigmática y obsesiva«, dijo el actor Jack Nicholson en la entrega del Oscar honorífico a Antonioni, en 1994. Nicholson era, junto a María Schneider, el protagonista de The Passenger.

La película se basa en un guión escrito por el propio Antonioni, Mark Peploe y Peter Wollen. Se rodó en exteriores de Argelia (Fort Polignac), Londres, Munich, Barcelona, Almería, Málaga y Osuna (Sevilla). Producida por Carlo Ponti, fue nominada a la Palma de oro de Cannes.

Plano secuencia