La película de Greenaway se asienta sobre dos pilares de guión básicos: por un lado, los supuestos secretos e intrigas (conspiración de asesinato incluida) en torno a la ejecución del cuadro de Rembrandt; por otro, las experiencias amorosas y sexuales del pintor con las tres mujeres que influyeron en su vida: su esposa Saskia (que le proporcionaba estabilidad familiar), y sus criadas Geertje (su amante) y Hendrickje (quien le cuidó en el final de sus días). Rembrandt pasó de ser una figura admirada y cotizada a la más absoluta miseria en sus últimos años, fruto de la disminución de encargos reales y de los ataques constantes a su persona. Y es que Rembrandt refiere, en más de una ocasión, a través de sus cuadros, una sociedad ultraconservadora pero, a la vez, tremendamente hipócrita, que esconde una extremada codicia por el dinero y unas costumbres (tras su impoluta fachada) más que licenciosas, que incluyen la homosexualidad, la prostitución y la corrupción de menores. La animada vida amorosa del pintor, junto a su carácter impertinente y arrogante, molestaban seriamente a los altos estamentos de la época, dominados por los rigores oficiales del calvinismo, que vieron su ocasión de venganza tras la realización de este lienzo, en el que las sugerencias eróticas, las rivalidades económicas y las intrigas criminales se muestran en clave tras el telón de fondo del retrato de la milicia de arbuceros de Amsterdam.
Greenaway estructura la película con su personalísimo estilo narrativo, y el resultado es una singular obra que poco tiene que ver con los relatos biográficos hollywoodenses que de vez en cuando llegan a nuestras pantallas; relatos cuya característica es la simplicidad argumental y la edulcoración de los personajes para adaptarlos al entretenimiento y al buen hacer de la taquilla. Greenaway, en cambio, opta por una puesta en escena donde lo que prevalece es la imagen en su aspecto estético más que argumental, utilizando (tal vez en exceso) los elementos simbólicos, los contrastes de luz y sombra, la fuerza del color y el barroquismo en la ambientación para hacer llegar el mensaje al espectador. Así, del mismo modo que de si pintar un cuadro en movimiento se tratase, en el que el pincel ha sido sustituido por la cámara, el rodaje se realiza mayoritariamente en interiores de estudio, con iluminación artificial, para lograr encuadres de plasticidad pictórica lo más aproximado posible al cuadro de Rembrandt. La construcción dramática es similar a la del teatro, no sólo por lo que a escenarios se refiere, sino también a la interpretación y dibujo de sus personajes. Porque a diferencia del cine convencional, el director no pretende la identificación del espectador con ninguno de sus protagonistas, sólo se trata de que el público contemple (del mismo modo que lo haría con un cuadro) y saque sus propias conclusiones, utilizando los actores, en varias ocasiones, las frases en tercera persona, mirando fijamente al espectador a través de la cámara, y dando la sensación de que asistimos a una obra teatral rodada más que a una película en el sentido habitual del término.
Destaca la interpretación de Martin Freeman en el papel de Rembrandt, que logra transmitir esa riqueza de matices del personaje, ese ser contradictorio y complejo, un tanto inestable (capaz de pasar en segundos de la más absoluta melancolía a la ira incontenida), bebedor, lujurioso y sin complejos, a pesar de retratarse como un hombre menudo, bastante maltrecho y no demasiado cuidadoso en cuanto a su higiene. En conjunto, una película vanguardista, que rompe con las estructuras habituales en cuanto al modo de contar las cosas, y que aporta, también, otro punto de vista sobre el arte, la pintura y, como no, la historia, de la mano de un director ciertamente polémico y muchas veces incomprendido, pero del que no se puede dudar (guste o no), que posee un gran talento como cineasta, a pesar de que el esfuerzo intelectual que exija ver alguna de sus películas no siempre pueda resultar demasiado cómodo.