Privatización + Rescate = Catastroïka

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La enésima vuelta de tuerca a la verdad y la claridad informativa en España consiste en presentar el rescate a los bancos españoles como un logro del propio gobierno: He presionado yo, decía Marianico tras anunciar como un triunfo de su ejecutivo un rescate de cien mil millones de euros, minutos antes de despegar hacia Polonia para asistir al partido del mundial de fútbol. Y tan campante, que ni San Fraga cuando lo de Palomares.

Pero a nadie, ni siquiera a sus votantes, se le escapa que el rescate ha sido impuesto y que lo vamos a pagar los ciudadanos y no los bancos. La impunidad para fenómenos como los de Bankia, por hablar solo del más reciente, no hace pensar precisamente que va a ser la banca quien asuma su deuda. Es más, el gobierno pretende evitar a toda costa que los responsables de esta crisis, que tienen nombre y apellidos, se sienten algún día en el banquillo de los acusados. La deuda española, en su mayor parte ilegítima por haber sido generada por operaciones inmobiliarias y financieras claramente fraudulentas, se va a resolver con más políticas de ajuste y una clara radicalización en cuanto a privatizaciones de bienes y servicios sociales, proceso al que ya venimos asistiendo en algunas comunidades autónomas desde hace unos cuantos años.

La situación no es tan distinta como quieren pintarla en la otra punta de Europa. Para ilustrar algunas de estas reflexiones, los periodistas griegos Katerina Kitidi y Ari Chatzistefanou, han lanzado un interesante e ilustrativo documental que lleva por título Catastroika. Más allá de lo que vemos, sufrimos y sufriremos los ciudadanos europeos, especialmente los rescatados, el documental pretende dejar patente una idea realmente inquietante: cada vuelta de tuerca en los ajustes sociales entraña, sin que casi se note, una nueva restricción a las libertades, erosionando no solo las condiciones de vida de los ciudadanos sino, lo que es aún más grave, los principios democráticos y del Estado de derecho. Una perversa pendiente que algunos paises han comenzado a descender en forma de  criminalización de las protestas ciudadanas, aliento de la xenofobia, reforzamiento del estado policial, militarización de espacios públicos… o, directamente, sustituyendo a gobernantes que, por más incompetencia que podamos imputarles, han sido legítimamente elegidos por sus ciudadanos. Revertir las agresivas políticas fiscales y de privatización, rechazando el grueso de la deuda que no pertenece a los ciudadanos, escalonar el pago de la que sea realmente pública, probablemente sea buen camino para sortear la perspectiva de servidumbre indefinida en manos de poderes financieros y especulativos que pretenden convertir, han convertido ya en algunos lugares, a los gobiernos y las instituciones democráticas en intermediarios políticos a su servicio.

1 hora y 27 minutos. Documental completo, subtitulado en castellano. Y tras este desvío, en el próximo post continuaremos con nuestros temas habituales.

Taxi, de Khaled Al Khamissi

La editorial andaluza Almuzara ha lanzado al mercado el primer trabajo narrativo del sociólogo, periodista y director de cine egipcio Khaled Al Khamissi, quien causó un auténtico revuelo literario con esta publicación en su país. El libro es un recopilatorio de 58 relatos breves, procedentes de su experiencia directa de viajar en taxi por El Cairo, que funcionan a modo de termómetro sociológico de la calle. Unas veces incluyendo diálogos, otras como mero espectador del monólogo, se ofrece un muestrario representativo del día a día de la mega-polis que, con unos once millones de habitantes, cuenta con más de ochenta mil taxistas legales. El estado constante de griterío, los coches hechos (en su mayoría) polvo, donde los conductores trabajan a destajo como esclavos, el continuo atasco, el regateo del precio de la carrera antes de subir, hombres que compaginan su trabajo con tener que correr (la palabra «correr» ha de ser leída en su sentido más literal) en busca de comida para llevar a casa, son algunos de los aspectos que refleja de modo magnífico el libro con lenguaje sencillo, directo y espontáneo. Una colección de historias sobre sueños, aventuras, filosofía, amores, recuerdos, memoria y política, relatados con buen oído y bastante sensibilidad; un viaje a la sociología urbana del Egipto actual a través de las voces de los taxistas cuyos relatos, unos más interesantes que otros, están cargados de un optimismo extraño que da qué pensar sobre la capacidad de supervivencia de algunas personas en algunos lugares del mundo.

He disfrutado con la lectura porque, al margen de su objetivo pretendidamente didáctico, resulta amena y está hecha con el suficiente sentido del humor (incluso contiene capítulos realmente divertidos), sin dejar de desprender un aura vitalista y positiva a pesar de las circunstancias (sobre todo económicas) en las que parece que hay que sobrevivir en este país. Siempre es mejor el relato contado por el protagonista directo, a la hora de formarse una opinión, que las divagaciones del espectador ocasional por más dotado de registros que se halle. Además, el libro aprovecha para afrontar de modo bastante original las transformaciones políticas y sociales de los últimos años, dando un nada disimulado repaso al gobierno, a la burocracia, la corrupción y el abuso de poder al que se enfrentan en su día a día los cairotas. Y porque, de forma sencilla y sin rodeos, ofrece una radiografía  de la sociedad egipcia que queda bastante lejos de la narrativa árabe habitual en el mundo editorial aquí, reservada a la denuncia de las políticas más radicales (sobre todo para con lo que a la mujer se refiere) que, no por ser tan rechazables como alarmantes, son las únicas consecuencias de determinados regímenes en el mundo árabe.

olett_p1Pero también, a lo largo de estas historias cortas, se entrevé aquí y allá, a modo de sombras que nublan el horizonte, un preocupante ascenso de las posturas islamistas más radicales, y tal vez esta sea la consecuencia más temible que se extrae de la lectura. No se trata sólo de la incapacidad de los distintos gobiernos para resolver la crisis enquistada desde hace muchas décadas en la que viven la inmensa mayoría de ciudadanos muy pobres y con serias dificultades para mantener a sus familias. Se trata también de la existencia de una red de vínculos sociales que facilitan esa emergencia, a lo que se ve, imparable. Muchos de los taxistas protagonistas de estos relatos han vivido en países como Irak o Jordania, tienen familia en Arabia Saudí o están casados con mujeres de países limítrofes; situación que tiende a hacer crecer el vínculo subjetivo que les hace sentirse un pueblo único, a pesar de las fronteras y regímenes diversos que les separan, y que tiene como consecuencia inmediata que la visión sobre la invasión de Irak o la política israelí en el Líbano esté basada en el conocimiento directo de las víctimas, con las que existe un vínculo social y sentimental que hace ver como propio el sufrimiento  y la  impotencia ante las consecuencias sociales de la política occidental padecida por sus vecinos. Todo ello se une a la existencia de  diferencias sociales y económicas mucho mayores que en cualquier país europeo (la mayoría roza los umbrales de la pobreza) y a la base cultural de la población, prácticamente inexistente (a excepción de las familias adineradas, el sistema ha reducido la escuela a clases particulares que consumen buena parte de los sueldos de sus progenitores); hechos y situaciones que, quieran o no verlo así los jefes de gobierno occidentales, constituyen el caldo de cultivo perfecto para el integrismo islamista. Un taxista lo resume a la perfección: «En Egipto se ha probado sin ningún éxito la monarquía, el socialismo (Nasser), el centro, los pactos con Estados Unidos y con Israel, en el marco de una dictadura maquillada (Mubarak). ¿Qué se pierde con probar con el islamismo radical?»

Cristian Nemescu: California Dreamin

Cristian Nemescu nació en Bucarest el 31 de marzo de 1979. En 1999 comienza sus estudios en la Escuela de Cine y Teatro de la capital rumana y se gradúa en 2003. Durante esta época ya apuntaba un prometedor futuro como director: Mihai and Cristina, su primer cortometraje, gana el premio al mejor realizador novel en el Festival de San Petesburgo en 2001; C Block Story, su proyecto fin de carrera, es de nuevo primer premio en el Festival de Berlín de 2003 y premio European Short Films en 2004. Terminados sus estudios, aborda la dirección de su primer proyecto independiente, Marilena de la P7, un drama en formato mediometraje que trata la historia de un adolescente de 13 años que vive en las afueras de Bucarest, y que un día decide robar un autobús para impresionar a Marilena, una prostituta de la que se ha enamorado. La cinta es recibida en Cannes con gran entusiasmo por la crítica y el público.

Estamos a finales de 2005; la guerra en los Balcanes es todavía reciente en la memoria y un viaje a Croacia, en el que al joven director le llama la atenciónla expectativa que crea la presencia de soldados norteamericanos en las muchachas de un pueblo, dan la idea a Nemescu para preparar el guión de su primer largometraje, California Dreamin: El capitán de la marina estadounidense Jones recibe el encargo de escoltar un tren que transporta equipamiento estratégico hacia Yugoslavia, durante la guerra de Kosovo. Doiaru, el jefe de estación de un pequeño pueblo, ordena la detención del convoy por falta de algunos papeles. El capitán al cargo, interpretado por el rocoso Armand Assante, establece una batalla de poder, y de ego, con el reaccionario y corrupto jefe de estación local. El embargo supone el desembarco de una manada de soldados borrachos de testosterona ávidos de juerga con las lugareñas de la región. Mientras, la comunidad se esfuerza de manera ridícula en agasajar a los soldados americanos con la esperanza de que todo ello redunde en mejoras económicas y progreso en sus tristes y monótonas vidas. Los soldados se dejan seducir por los habitantes del pueblo, incluso la hija del propio Doiaru tiene una aventura con el sargento McLaren. Cansado de esperar la ayuda de sus superiores, el capitán Jones decide arreglar el asunto por sus medios. A medida que se relaciona con la gente del pueblo, salen a la luz antiguos problemas y entenderá que la razón por la cual Doiaru retiene su tren es algo personal. Tras cinco intensos días, el tren acaba su viaje dejando atrás corazones rotos, sueños incumplidos y al pequeño pueblo sumido en una guerra civil.

La película es una mezcla de géneros muy equilibrada, cargada de fuertes dosis de humor a pesar del tono dramático del guión, y que muestra una realidad sin caer en el cine explicativo, dogmático o maniqueo. Hay que tener en cuenta que en Rumanía, hasta 1989, el Estado subvenciona el cine como una industria que, amén de su calidad y variedad temática, era utilizada sin tapujos como instrumento propagandístico del régimen. Con la caída de la dictadura, es un hecho cierto que el cine rumano pasa a estar de moda por reflejar diferentes aspectos de la sociedad rumana actual en los que se muestran las consecuencias de décadas de régimen totalitario, las diferencias sociales y las frustraciones. Pero no es menos cierto que muchas de sus películas arrastran ese dogmatismo argumental heredado de la vieja escuela (The rest is silence, de Nae Caranfil), o cierta aplicación si cabe mecánica de algunas técnicas del cine dogma que hoy son referente de los jóvenes cineastas del este (4 meses, 3 semanas, 2 días, de Cristian Mungiu), o un excesivo abuso del un ultrarrealismo social que merma la calidad artística que a toda película, como arte que es, cabe exigirle (12:08 East of Bucarest, de Corneliu Porumboiu). Sin embargo, en Califonia Dreamin, Nemescu se distancia de casi todos estos nuevos vicios (a pesar de que su cámara inquieta no deja de perseguir a los protagonistas) y sabe elaborar un film que, si bien se mueve en ese pozo de amargura que es el paisaje de la nueva Rumanía, lo hace desde la fachada de la comedia, echando toneladas de ácido contra todo lo que se mueve. Por la pantalla van desfilando personajes tratados de modo entrañable: el jefe de estación, su hija, los compañeros de colegio, y el alcalde, un hombre que ha pasado toda su vida esperando la llegada de los norteamericanos (desde pequeño, cuando entran los nazis en Bucarest y se llevan a sus padres, escenas en blanco y negro a modo de flashbacks; americanos que nunca aparecieron, convirtiéndose ésta en su gran oportunidad), hasta el capitán americano resulta tierno en este film, y sus conversaciones con el terco jefe de la estación de tren, lo mejor sin duda de la película.

Con influencias tanto del cine de Berlanga como de Kusturika, Nemescu dibuja el fracaso, el anclaje, la incapacidad de seguir adelante de un pueblo cercado por sus propias barreras culturales y por otras que le vienen impuestas (las económicas) hacia el progreso. Sus gentes ven el mundo a través de un escaparate en el que desfilan los marines como auténticos reyes magos; las chicas los observan como héroes y depositan sus esperanzas para de salir de allí, como en las películas del cine en las que el chico se lleva a la guapa, mientras las gentes del pueblo sueñan con el cambio por la simple presencia de esos soldados que representan el progreso y los sueños a los que jamás accederán y que confían ahora a la quimera americana. Convertir estas tristes historias en una simpática comedia sublime es algo sólo al alcance de los grandes; y no cabe duda, después de este trabajo que Cristian Nemescu lo hubiese sido (o lo es, ya), porque supo encontrar el modo perfecto de transformar estas historias mínimas en una feroz y amarga crítica al aislacionismo producto de la dictadura, al culto a las apariencias y a los falsos sueños que suscitan en las personas del lugar la vana esperanza de la ayuda extranjera.

En verano de 2006 el rodaje de la película había finalizado con tres horas de metraje. Faltaba por concluir el trabajo de montaje, eliminación de escenas e inclusión de la música. La película todavía no tenía título definitivo. Pero el 25 de agosto, Cristian Nemescu fallece en un accidente de tráfico en las calles de Bucarest junto a su técnico de sonido, Andrei Toncu. Se dirigían en un taxi hacia los estudios de producción cuando fueron abordados en el Puente Eroilor de Bucarest por un Porsche Cayenne conducido por un británico borracho que se saltó un semáforo en rojo. Los peritos establecieron que la velocidad a la que iba el Porsche era de 113 Km/h (63 Km/h por encima de la permitida), mientras que el taxi iba tan solo a 42 Km/h. El trágico evento truncó una de las carreras más prometedoras del nuevo cine rumano. Pocos días antes del accidente, Nemescu había realizado unas declaraciones en una emisora de radio contestando a un periodista interesado en saber la fecha de estreno de su película, que estaba causando fuertes expectativas:

«Creo que cuando el rodaje está a punto de finalizar, no puedes estar tranquilo en absoluto, ya que lo que quieres es ver como encajan todas las piezas, y eso resulta todavía más duro para ti que lo que acostumbra a ser antes de empezar

Pero el joven director no pudo ver cómo se hacían encajar todas esas piezas de su primer largometraje. Y la película se presentó con sus casi tres horas de metraje, sin retocar ni cortar demasiado, e introduciendo uno de los temas musicales preferidos y sugerido por Nemescu como parte de la banda sonora del film, California Dreamin, de The Mamas and the Papas, que posteriormente ha dado título internacional a su película, aunque en su versión original el título que le dio el equipo fue Nesfarsit, que significa «Inacabada«, tal como está, sin finalizar. Por ello, quizá resulte larga o se pueda criticar lo innecesario de muchas de las escenas; si bien el hecho de presentarse así no es más que un homenaje póstumo al trabajo del director y guionista que no pudo concluir lo que seguramente se convierta en una película de culto, una parábola política y social que desnuda el choque entre el occidente más fruslero y la Europa  más profunda,  caciquil y conservadora.

The World, de Jia Zhang-ke (2004)

Cuando Jia Zhang-ke se dio a conocer en el mundo occidental por su exitoso film «Still life» (Naturaleza Muerta, título en España), ya contaba con cinco películas en su haber: las cuatro primeras (Plataform, Unknown Pleasures, entre otras) censuradas por el gobierno chino, y una quinta, «Shijie» (The World), que paradójicamente burló el férreo control de las comisiones de censura gubernamentales, cuyas autoridades no se percataron de la perspicaz y dura crítica a la política social que el director elabora en esta cinta, colando Zhang-ke un gol por toda la escuadra a un régimen que no la vio venir y que, incluso, facilitó el rodaje con el fin (supuestamente) de dar a conocer la modernización en la que se encuentra inmersa Beijing. «The World» es el parque temático más importante de Pekín; un complejo lúdico donde el ciudadano de a pie puede fotografiarse en el Taj Majal, la Torre Eiffel o en Manhattan (Torres Gemelas incluidas). Un lugar para viajar, sin moverse de la ciudad, por los cinco continentes en sólo un día, donde olvidar los problemas cotidianos y dejarse deslumbrar por los sueños, como bien reza la propaganda del parque.
Ahora bien, toda esta fanfarria onírica que transporta al visitante a esos sueños que nunca realizará, contrasta grotescamente con el mundo real que se vive en este parque temático. Los protagonistas son unos cuantos trabajadores que sobreviven hacinados en sórdidos edificios o en la triste habitación de un hotel donde una pareja se encuentra, personas que combinan este trabajo con (por ejemplo) un taller textil en el que copian glamurosas prendas de marcas occidentales (otros coquetean con la prostitución o se re-emplean en la construcción), gentes venidas de lugares remotos de China a la ciudad a buscar una vida mejor o simplemente lograr el dinero suficiente para obtener un pasaporte y marcharse del lugar.Todos ellos personajes siempre pegados al teléfono móvil (símbolo de modernidad) y en permanente estado de transición; porque están allí temporalmente, como lugar de tránsito para cumplir sus deseos, del mismo modo que lo está China en su lucha constante por integrarse en el mundo capitalista mientras sus habitantes sobreviven en condiciones sociales y morales funestas.
El telón de fondo de sus historias mínimas es ese parque temático en el que trabajan y la ciudad de Pekín; ciudad en permanente expansión, paisaje plagado de grúas y hormigón que despierta de la utopía comunista hacia la sociedad de consumo, perfectamente reflejado en la radiografía humana y social que hace el director de la vida en el parque, espejo de esa sociedad en miniatura, cuyos dirigentes han sido capaces de acumular una fortuna a base de vender sueños de neón y fanfarria al visitante, de la misma forma que el Estado chino ha sabido generar la suficiente acumulación de progreso y capital para abordar las recientes macro-transformaciones, aunque todo ello se haya logrado a base de pisotear los derechos y libertades de las personas sin demasiados miramientos. La película es un perfecto retrato de los cambios últimos en la sociedad china, inmersa de lleno en el mundo de la globalización, en el que se trafica libremente con el capital mientras que el trafico de las personas es menos viable, porque las mismas personas a las que se invita a viajar por un día al lugar del mundo soñado viven en realidad atrapadas en su propia prisión personal, económica o institucional.
The World es una valiente alegoría de cómo se construye una sociedad capitalista y globalizada, de China en su lucha por integrarse en ella, y de los deseos que se ofrecen tan sólo al sueño para la mayoría de sus habitantes mientras pagan la factura con su libertad y sus miserias. Y, a la vez, es una película magistralmente realizada, en la que las historias de cada uno de los personajes están magníficamente retratadas y servidas al espectador sin contradicciones o situaciones sin resolver. Historias que van generando otras, del mismo modo que la cámara va mostrando escenarios distintos recorriendo los pasillos y camerinos por los que deambulan sus personajes, deteniéndose en planos-secuencia largos que comienzan y terminan cada escena, en las que se muestra la realidad en contraste con lo que se pregona como fondo, sin ahorro en eufemismos, enseñándo sin tapujos catres destartalados o paredes de habitaciones cochambrosas desde cuya ventana se observa el majestuoso Big Ben londinense, el Partenón o la Torre de Pisa. Una crítica mordaz e inteligente a la sociedad de la globalización y a la China del capitalismo tardío, y un desnudo magnífico de lo que en realidad se esconde detrás de ella: la prostitución, la delincuencia y la marginación en un mundo cada vez más sometido a la incomunicación, la corrupción, la falsedad y el desencanto.