Paris qui dort, de René Clair

«Los monstruos presagian el hundimiento de una época y celebran su ocaso»

Umberto Eco

Los lectores habituales de este blog sabéis de mi colaboración con la revista cuatrimestral La caja de Pandora, que en septiembre, cuando aparezca el número cuatro, cumplirá una año desde que inició su andadura.

La revista trata en cada número un tema monográfico, y para la próxima entrega el elegido, los mad-doctor, que si bien deben su primera aparición en la literatura moderna al Dr Frankenstein, durante el siglo XX y a través de distintas manifestaciones culturales, entre las que se encuentra el cine, han reflejado de algún modo parte de nuestra historia, evolución y hasta nuestras costumbres; pero también las diversas angustias y fantasmas humanos, mezcla del miedo a crisis sociales y económicas cíclicas y propio autorretrato con fondo, porqué no, un tanto masoquista.

Dentro de lo que ha dado de sí el fenómeno mad doctor, me ha tocado buscar material relacionado con el cine de entreguerras, una época en la que estos nuevos monstruos humanos arrasan en el cine europeo y norteamericano. No en vano la avalancha de nuevos y mejores pseudo-científicos monstruosos, que serán objeto de infinidad de versiones en décadas posteriores, obtiene sus mejores triunfos de público hacia el final de los 20 y a lo largo de los años 30, tras el hundimiento de Wall Street, botón de muestra la versión de Frankenstein de 1931 interpretada por Boris Karloff.

A medida que transcurrían aquellos años, el fenómeno aumenta ciertamente su consistencia en el cuerpo social europeo; una sociedad y una época que se preparan para la nueva contienda, y de manera muy especial en Alemania, antes de la llegada de Hitler, algo así como una catarsis filmada del estado anímico de la sociedad que encuentra un modo de expresión en el cine, el cual, con personajes como el Doctor Caigari de Wiene, el Golem de Wegener, el Mabuse de Lang o el Nosferatu de Murnau, no es más que la expresión de la tendencia obsesiva de la época, con un tejido social arrasado por la primera derrota bélica de dimensión global y una profunda crisis, no solo económica, en la que se ve inmersa su burguesía que conserva intactos sus proyectos hegemónicos.

Punto y aparte, en septiembre, en la revista, más sobre el tema y una de sus épocas más esplendorosas. Aunque como aperitivo, me permito esta rareza a continuación, que data de 1924 y que encontré buscando material para completar el dossier. Interesante trabajo, aunque la versión original y completa solo está en Internet con inter-títulos en inglés. Es la primera película de René Clair, cineasta vanguardista francés que se caracteriza por un uso experimental pero muy creativo de la sátira y que sentó los precedentes del surrealismo cinematográfico en Francia.

Cae la noche sobre Paris y aparentemente nada sucede, pero a la mañana siguiente, el vigilante nocturno de la Torre Eiffel  comprueba asombrado que el reloj de la torre ha quedado detenido a las tres y media. La ciudad entera aparece inmóvil, congelada a la fatídica hora durante cuatro días, víctima de un accidente en un experimento llevado a cabo por un descabellado científico.

Albert, el vigilante de la Torre, es el único habitante de Paris que parece haberse librado de la maldición. René Clair se anticipa a muchos de los matices que años después serán el eje del cine y la literatura post-apocalípticos. Es cierto que carece de la madurez y estatura de otras películas mudas de la época, sin embargo tiene el valor de ser el precedente de un género que se abriría paso hacia final de la década y la siguiente, pudiendo ser considerado el primer largometraje europeo de ciencia ficción.

Hoy, con la perspectiva del paso de los años, se puede ver la película, además, dentro del contexto de la época, más allá de sus connotaciones claramente cinematográficas surrealistas o de realismo poético. Albert, el protagonista, que en un principio disfruta de una situación privilegiada que le permite hacer y obtener cuanto se le antoja, a medida que pasan las horas se ve vencido por el hastío y el aburrimiento, para más tarde pasar a luchar a toda costa para que Paris vuelva a ser tal como la conocía, una ciudad bulliciosa plagada de turistas y carruajes, también de desigualdades, leyes y límites a la libertad de los individuos, es decir, aquel lugar que proporciona la seguridad restringida e inmediata del mundo que conoce, su mundo tal como lo dejó antes de irse a la cama, y que el desarrollo económico y la situación internacional comenzaban, años antes del crack financiero, a poner en cuestión. Lo de si la historia se repite, lo dejaremos, en esta ocasión, a juicio de cada lector… Que la disfruten.

El año pasado en Marienbad

… o de losas de piedra, por las que yo pisaba una vez más, y por esos pasillos, y a través de esos salones, de esas galerías, de esa construcción de otro siglo, de ese hotel inmenso, lujoso, barroco, lúgubre, donde pasillos interminables suceden a pasillos silenciosos, desiertos, recargados con una decoración oscura y fría de maderas, estuco, paneles con molduras, columnas, marcos labrados de puertas, hileras de puertas, de galerías , de pasillos transversales que van a dar también a salones desiertos, salones recargados con una ornamentación de otro siglo…

Mientras la cámara deambula entre ornamentos barrocos y figuras petrificadas de un lujoso y suntuoso hotel, un extraño, X, trata de persuadir obsesivamente a una mujer, A, a que abandone la vida con su  marido, M, y se fugue con él. Es la promesa que ella le hizo cuando se conocieron el año pasado, en Marienbad. Pero A parece no recordar nada. La memoria, que no tanto el pasado entendido desde el punto de vista de lo real, funciona a modo de prueba de nuestra vida en el momento actual. Es, por tanto, una inmersión en el pasado individual y en el pasado de y con los demás, una evocación de la historia de la que hemos sido testigos o protagonistas que sigue ahí aunque nosotros estemos ya aparte. Algunas realidades se pierden para siempre, otras se recuerdan y otras se entrecruzan y se encuentran para volver a perderse una y otra vez, hasta que es imposible estar seguros de nada.


En una entrevista hecha a Alain Robbe-Grillet, el guionista de esta obra, cuenta lo siguiente acerca de la misma: «La historia de Marienbad es muy interesante. Para empezar, cuando la terminamos, el productor decidió que no iba a estrenarse nunca, que uno no debía burlarse de la gente hasta ese punto. Durante los seis meses que el film permaneció inédito realmente pensamos que no se iba a estrenar jamás, así que comenzamos a hacer exhibiciones privadas: la primera para Antonioni, la segunda para Sartre (que prometió que nos iba a ayudar y no hizo nada) y la tercera para André Breton. Después se estrenó porque se dio con éxito en Venecia. (…) A veces me preguntan si Marienbad es acerca de un hombre que quiere persuadir a una mujer para que lo siga. Yo respondo que no, que es acerca de un escritor que quiere persuadir a un director para hacer un film de vanguardia.»

… losas de piedra por las que yo avanzaba, una vez más, para ir a su encuentro entre esas paredes recargadas de madera, de estuco, de cuadros, de grabados enmarcados entre los que yo avanzaba, entre los que yo estaba, una vez más, dispuesto a esperarla, muy lejos de esta decoración donde ahora estoy, delante de usted, dispuesto a esperar todavía a quien no vendrá, desde luego, nunca, a quien no puede venir ya para separarnos de nuevo y arrancarla de mi […] sin jamás acercarnos ni un milímetro, sin jamás tender uno al otro los dedos hechos para apretar, las bocas hechas para morder, los ojos hechos para ver […] No parece en absoluto acordarse de mi. La primera vez que la vi fue entre los jardines de Friedrischsbad. Estaba usted sola, un poco apartada de los demás, de pie contra una balaustrada de piedra contra la que su mano se posaba… […] Toda esa historia ya está ahora pasada, va a acabar dentro de unos cuantos segundos, acaba de fijarse para siempre en un pasado de mármol como esas estatuas, como un jardín labrado de piedra, y ese mismo hotel con sus salas en adelante desiertas, esos personajes inmóviles, mudos, muertos desde mucho tiempo atrás sin duda, que montan aún la guardia en los ángulos de los pasillos, a lo largo de los que yo avanzaba a su encuentro entre dos filas de rostros inmóviles, fijos, pasmados, indiferentes desde siempre respecto a usted, que vacila quizá aún, mirando siempre la entrada de ese jardín.

La voz del narrador, X, pierde intensidad casi hasta desaparecer, creando interludios de silencio, murmullos de palabras que el oído no capta. La voz se apaga y desaparece con frecuencia para recuperarse después diciendo las mismas palabras en orden diferente. A veces la voz, casi interrumpida, se recupera para seguir hablando por boca del marido, Y, que deviene en segundo narrador, alternativo, complementario. Alguna acción se repite más adelante con resultado distinto, imitando los procedimientos de ensayo y corrección propios de la literatura, o de la filosofía. Incorpora sorpresas por momentos desconcertantes, como  la puerta que permanece abierta siempre, salvo en un momento determinado. Invita al espectador a renunciar al racionalismo habitual de la cultura de Occidente para sumergirse en un mar de sentimientos, sensaciones, emociones y goce estético. El mismo Robbe-Grillet, previene al espectador a abandonar cualquier actitud cartesiana, racional o descifradora a la hora de enfrentarse a la película. Recomienda «dejarse llevar por las extraordinarias imágenes proyectadas ante sus ojos, por la voz de los actores, por los ruidos, por la música, por el ritmo del montaje, por la pasión de los protagonistas. En tal caso el film le parecerá el más fácil que jamás haya visto: un film que se dirige únicamente a su sensibilidad, a su facultad de contemplar, de escuchar, de sentir y de emocionarse.»

Cine, Cine, Cine…

Asistimos en Valencia a toda clase de venta de humos sobre la reciente cancelación de la Mostra de Cinema Mediterrani, que nacía en los 80 como encuentro para la difusión cinematográfica pero sufría desde hace una década metamorfosis políticas varias, quedando en las últimas ediciones no solo muy distante del objetivo inicial sino también muy lejos del gran acontecimiento ciudadano que los actuales políticos municipales pretendían como rédito de un evento puramente cultural. A pesar de todo nunca dejó de acoger una parte de cine de calidad, aunque la lectura de nuestras rancias autoridades sea que no era gran cosa para la pasta larga que costaba, esas autoridades de cultura mascletera para las que lo verdaderamente importante de todo esto no era sino que diversos y acólitos agentes intermediarios se llevasen  buena parte del beneficio de la gestión mientras ellos lograban captar actrices y actores -en más o menos decadencia- que cual marionetas de feria lucían en la ciudad en un derroche de provincianismo que los valencianos sufrimos de manera casi constante a cargo de nuestros bolsillos y nuestra vergüenza. Porque en realidad a la Mostra le robaron el alma en Valencia hace ya muchos años, unos a golpe de taquillazo, otros a golpe de gore y aventuras, pero todos con el denominador común del talonario bajo el sobaco, la puta pela y la demagogia caciquil que transformó aquel festival punto de encuentro de la diversidad cultural mediterránea en un barco a la deriva que acabó por zozobrar.

A pesar de este panorama como agrio telón de fondo, se han conjugado esta semana diversos factores que dan  como resultado un conjunto de propuestas cinematográficas nada desdeñables, todas juntas y a la limón, una pequeña luz en el oscuro túnel del panorama cultural valenciano. Regateando a pensantes y pudientes, la semana ofrece a los cinéfilos un abanico de posibilidades más que interesantes para ver buen cine en pantalla grande.  Tomen nota y aprovechen mientras no se dan cuenta, porque pocas son las ocasiones que pintan tan bien para el disfrute cinematográfico.

Por un lado tenemos buenas perspectivas en cuanto a películas en estreno. Roman Polanski con Un dios salvaje, adaptación de la obra teatral de Yasmina Reza que podemos ver en multisalas o en versión original subtitulada. Un trabajo que seguro no me pierdo, a pesar de que en las últimas semanas no le encuentro las 25 horas que necesito al día, pero todo lo que salga de la cámara de Polanski merece, a mi juicio, ser visto, y Un dios salvaje no es una excepción.

Otra propuesta de cartelera más que interesante viene de la mano del argentino Gustavo Taretto y su Medianeras, con Pilar López de Ayala como protagonista, película presentada en la Sección Oficial de la Seminci de Valladolid y en el último Festival de Berlín con beneplácito de crítica y público. El también argentino Carlos Sorín nos sorprende esta vez con un thriller titulado El gato desaparece, que podremos ver a partir del viernes 25, y que narra los sentimientos contrapuestos de un hombre cuando regresa a su casa tras ser dado de alta  después de varios meses de internamiento en una clínica psiquiátrica como consecuencia de un violento e inesperado brote psicótico. Y también a partir del 25 podremos deleitarnos con la última propuesta de David Cronenberg, Un método peligroso, la turbulenta relación entre el joven psiquiatra Carl Jung (Vigo Mortensen), su mentor Sigmun Freud y Sabina Spielrein. Al trío se le une cual aliño un paciente libertino decidido a traspasar todos los límites, lo cual no es poco decir tratándose de Cronenberg.

Pero si el panorama de estrenos pinta realmente bien, no es para menos la actividad de la Filmoteca durante esta semana y la venidera. De momento por 1,5 euros, gratis con el carnet de estudiante, hoy sábado nos podemos permitir ver en pantalla grande y subtitulada El Decamerón, dirigida en 1971 por Pier Paolo Pasolini, aguda crítica al moralismo y al puritanismo, lúcida y bien realizada, al pelo para una jornada de reflexión.  Dentro del ciclo dedicado al director italiano, se proyecta el domingo 20 Los cuentos de Canerbury, buen responso después de cumplir nuestra misión democrática del voto, y también la provocativa Saló o los 120 días de Sodoma, el próximo martes 22 y el jueves 24 en distinto horario.

Sin abandonar la Filmoteca, durante la semana podremos elegir asistir al pase de El fotógrafo del Pánico, excelente reflexión sobre cine y vouyerismo de Michael Powell; Funny Games, de Michael Haneke; Million Dollar Baby, de Clint Eastwood; Las uvas de la ira, de John Ford o Vals con Bashir, de Ari Folman. Y dentro del ciclo de homenaje a Berlanga, la Filmoteca repone uno de sus mejores trabajos, El Verdugo, mientras repite pase Les quatre verités (Las cuatro verdades). Como broche cinematográfico semanal, el viernes recupera al Agustí Villaronga de 1986 con la proyección de la dura, asfixiante y sugestiva Tras el Cristal, la historia de un antiguo oficial médico nazi paralizado en un pulmón de acero tras un accidente que comienza a recordar sus prácticas sexuales perversas sobre personal muy joven durante la guerra: sin exposiciones explícitas ni demasiado gore, pero ríanse de A Serbian Film

Fuera de estos canales, en La Nau, Centre Cultural de la Universitat de València (C/ Universitat, 2), dentro de las Jornadas Polonia y Les Fronteres de Identitat Europea, proyecta en el campus dos películas de esta nacionalidad, imposibles de ver por otro medio: Jasminum, de Jan Jacub Kolski (2006), y Amor Reclutado, de Zwerbowana Misolic (2010), el 23 y el 30 de noviembre respectivamente. La entrada es libre y quienes estéis interesados podéis encontrar más información en este enlace.

Y para finalizar, cogiendo el coche y unos kilómetros al sur de la capital, el Club Cinema Alzira repone para quienes se la hayan perdido Inside Job, documental de Charles Ferguson, una importante crónica no solo sobre las causas, sino también sobre los responsables de la actual crisis económica que ha puesto en peligro la estabilidad económica  del planeta y significado la ruina de millones de personas que han perdido sus hogares y empleos, amén de lo que quede por llegar.

Merece la pena tomar buena nota, intentar planificar el tiempo para sentarse y disfrutar de una semana de buen cine para todos los gustos.

Film Socialisme

Casi cuatro años desde que este blog inició su andadura, trescientas sesenta y seis entradas, y casi nada hay escrito sobre Jean Luc Godard. Caigo en la cuenta porque el sábado me dispuse a ver Film Socialisme, su última y desastrosa mirada a la vieja Europa. Esta afirmación no significa mucho en cuanto a mi opinión sobre la propia película ni sobre el cine de Godard, que pasó de gustarme mucho durante unos años a otra época en la que llegó casi a antojárseme insoportable. En los últimos tiempos, y gracias a este invento que es internet que permite el acceso a versiones originales de los grandes clásicos, he podido ir revisando la obra de este genial parisino, nacionalizado suizo por avatares de la vida, convertido con los años en uno de mis directores predilectos.  El paso del tiempo nos induce a volver sobre películas que en su día nos entusiasmaban, pero en más de una ocasión nos llevamos un chasco desagradable cuando las antiguas emociones se desmoronan porque nos aparecen ahora insulsas, el tiempo ha hecho buena mella en su capacidad de envejecimiento y han quedado desfasadas. O que nos hacemos viejos. Con Godard, sin embargo, me sucede todo lo contrario, cuantos más años pasan, más vitales e interesantes me parecen sus películas.

El sábado pinché pause con el mando a la escasa media hora de acomodarme a ver Film Socialisme, cambié el disco por Pierrot le fou, otra vez. Muchos son los críticos que tildan a Godard de pedante, otros sin embargo encumbran trabajos como Pirreot le fou y le encuentran los mil y un significados. A mi, simplemente, consigue dejarme sin palabras. Frase que vuelve a no decir mucho, lo sé, pero como esta no es una crítica sobre Pierrot le fou, tampoco importa demasiado. Ver Pierrot le fou es  como contemplar una obra pictórica en movimiento, las palabras resultan superfluas. Precisamente Fernidand, a quien Marianne (Anna Karina) llama Pierrot por una canción popular francesa que Belmondo tararea para la ocasión, lee en la escena inicial un texto de la monumental Historia del Arte de Elie Faure: Velázquez pasados los 50 años no pintaba cosas definidas. Erraba alrededor de los objetos en el crepúsculo; sorprendía la sombra y la transparencia y las palpitaciones coloreadas y las convertía en el centro invisible de su sinfonía silenciosa.

A Godard, paradoja de la deconstrucción, tampoco le gusta contar cosas definidas, prefiere que la trama no moleste, exige del observador la misma actitud que cuando se dispone a entrar en un museo, disfrutar de una coreografía o escuchar una poesía. Hay una secuencia en la que los protagonistas de le fou conversan utilizando únicamente eslóganes publicitarios. Pierrot, sobre automóviles; Marianne, de productos de belleza. En otro momento Marianne pregunta a Pierrot con quién está hablando. Pierrot contesta: Hablo con el espectador, ¿no te das cuenta de que nos están mirando? Sí, es un recurso muchas veces utilizado en el cine, pero en 1966 era absolutamente innovador y nadie lo ha vuelto a poner en escena con la gracia de Godard.

Pierrot, recostado en la bañera, con un cigarrilo en la boca, lee este fragmento a una niña que entra en escena. Escucha esto, pequeña: Vivía en un mundo triste. Un rey degenerado, unos hijos enfermos, idiotas, enanos, lisiados y algunos bufones monstruosos vestidos como príncipes, cuya función consistía en reírse de si mismos para divertir a quienes vivían de espaldas a la realidad, aherrojados por la etiqueta, las intrigas y las mentiras, unidos sólo por la fe y los remordimientos. A la espera de la Inquisición y el silencio.

Pero el libro en el que está basada la película se llama Obsesion, de Lionel White, una serie noire llena de traiciones, pasiones y asesinatos. La separación entre cine, literatura y sus distintos mecanismos narrativos  es la auténtica Obsesión de Godard. Que nos dejemos llevar por las emociones frente a ofrecer el relato lógico que podrían esperar la mayor parte de espectadores, el esfuerzo por alejarnos del cine como comprensión de una historia, como si ésta no tuviera la menor importancia. Bailar, caminar, huir, amar, comer o asesinar no son más que el telón de fondo, y esa ausencia de tensión que hoy parece imprescindible para permanecer en la butaca es lo que más me interesa de Godard. Libertad creativa absoluta, romper todos los moldes y cánones establecidos y, como es el caso, cargándose hasta el racord. No hace falta ser un observador hábil para caer en la cuenta de que Pierrot viste deliberadamente ropa distinta en una misma escena, una escena con continuidad total, sin que aparentemente haya corte alguno. O aparece de pronto afeitado y, en cuanto nos despistamos, gira la cabeza luciendo barba de dos días.

Cuando Godard rueda A bout de souffle, su primera película, el cine francés atravesaba una de sus épocas de mayor conservadurismo y adormecimiento, con permiso de Bresson. El cine negro norteamericano, cine que también fue absolutamente rompedor en su día, para muestra Orson Welles, es el referente indiscutible de la nueva corriente francesa y el punto de partida de casi todos los directores de la Nouvelle Vague. Pero Godard consigue subvertir cualquier antecedente, retorcerlo a su antojo para contar lo que le da la gana desde una perspectiva para nada clásica, en la que el cine es sobre todo el placer de la experimentación narrativa, el continuo descubrimiento, el juego constante, el cuestionamiento de sus límites, la capacidad de reflexión sobre el propio medio y, todo ello, sin perder nunca el punto de partida de la estética, porque en sus películas la forma cinematográfica es la auténtica portadora de significado. Una forma que piensa, como él mismo se prestaba a decir en una ocasión.

A Pierrrot le torturan, huye, le traicionan, juega, ama, asesina y se venga, y al final todavía le vemos leyendo a Faure, esta vez la segunda parte del libro, que trata de arte moderno y contemporáneo. Velázquez es el pintor del anochecer, de la inmensidad y del silencio, aunque pinte de día o en un cuarto cerrado, aunque la guerra o la caza aúllen a su lado. Como salían poco de día, cuando el aire quema y el sol lo borra todo, los pintores españoles vivían el atardecer. Paciencia, Film Socialisme tendrá todavía que esperar, unos cuantos años.

Los mejores títulos de crédito (4): Nicholas Ray, They live by night (Los amantes de la noche)

Mucho antes de Rebelde sin causa, de 55 días en Pekín, de Rey de Reyes o de Johnny Guitar, Nicholas Ray ya había demostrado su talla como auténtico genio. Es el caso de Los amantes de la noche, rodada en 1948, solo un año antes que Side Street, con la que comparte pareja protagonista y también -como aquella- catalogada serie B por su bajo presupuesto. Se trata de una película muy negra, que muestra sin demasiadas concesiones unos personajes irremisiblemente marcados por un destino que actua como tela de araña en la que sólo pueden enredarse más y más hasta ahogarse por completo. Unos créditos de inicio espectaculares para la época marcan el tono definitivo de la película: la fatalidad cerniéndose sobre los personajes y la huida como medio para escapar de sus certeras garras. Aunque, a medida que avanza el metraje, la parte más negra de la historia se va disolviendo narrativamente entre el mundo íntimo de unos amantes que intentan huir de ese destino implacable. El triunfo del amor sobre la maldad, vencida por un final tan emocionante como lírico.

La primera escena es un plano de la huida de los fugitivos que vemos a la vez que los créditos, que por aquel entonces se mostraban siempre al comienzo.  Ray puso en serios apuros al mismo Huseman, productor de la película y amigo suyo, al exigir un helicóptero para el rodaje desafiando los evidentes riesgos que suponía sobrevolar un coche a toda velocidad, aproximarse en pleno vuelo para tomar los planos, seguir la huida y posteriormente alejarse. Era la primera vez en la historia del cine que se utilizaba un helicóptero como medio técnico en un rodaje, y obtuvo como resultado una de las escenas más arriesgadas del Hollywood de la época. El mismo Ray ensayó desde el helicóptero las tomas a hacer, aunque finalmente sería Paul Ivano, conocido operador de cine mudo francés, quien acabaría filmando la secuencia definitiva. 4 intentos fueron necesarios para obtener estos antológicos planos que componen los títulos de crédito y la primera secuencia. Una extraordinaria secuencia inicial, pero hay muchas más en la película, cuya característica más sobresaliente es estar filmada con nervio y ritmo trepidantes. Cine negro que, más de sesenta años después, mantiene una frescura que realmente asombra. El cine, decía Godard, es Nicholas Ray.

Cine On-Line: La calle de la vergüenza, de Kenji Mizoguchi

A pesar de contar con un currículum de dilatada producción cinematográfica, que tenía sus inicios en la época del cine mudo, de su abundante colaboración con numerosos estudios y de haber tratado una variada gama de géneros, Kenji Mizoguchi no lograría el reconocimiento internacional hasta el inicio de la década de los 50, al igual que su compatriota Akira Kurosawa, cuando occidente decidía dirigir su mirada hacia la nueva producción cinematográfica del Japón de la posguerra aniquilado por dos bombas atómicas. Es a partir de entonces cuando críticos de la relevancia de André Bazin o Jean-Luc Godard comienzan a prestar especial atención a películas como Ugetsu o El intendente Sansho, aunque el salto a la escena internacional de  Mizoguchi se producía en 1952, con la triunfante respuesta en el Festival de Venecia a La vida de Oharu, película que actuaría como catalizador de su emergencia internacional.

Uno de los hilos temáticos más recurrentes que atraviesa la carrera del director es la prostitución, tratada desde la perspectiva de la lucha de las mujeres por su supervivencia, tema con el que lograría que su filmografía tuviera un gran impacto social. La calle de la vergüenza, su última película, se realiza en 1956, en el marco de un Japón devastado por la guerra y, en particular, en el momento justo en que el Parlamento debate una ley  para prohibir la prostitución, que finalmente fue aprobada poco después del lanzamiento de la película. Lejos de tratar el tema desde el dramatismo con el que lo abordan otros cineastas, Mizoguchi se caracteriza por entrar en la materia con enorme naturalidad. La película nos muestra la topografía in situ de un grupo de cinco mujeres que trabajan en un burdel en el famoso distrito rojo de Tokio, en funcionamiento como centro de solicitud de sexo legal desde hace 300 años. Originalmente, Mizoguchi tenía previsto rodar el film a modo de un semi-documental, pero la situación política repercutía en el temor de los propietarios de los burdeles a la represalia, por lo que muchos que ya habían dado su consentimiento finalmente se negaron, y  la película tuvo que ser rodada en un plató cinematográfico.

Más pragmático que dramático-carnal, el film explora la explotación humana a través del punto de vista de las cinco protagonistas femeninas, atrapadas en los amargos ciclos de la esclavitud financiera, ya sea por la deuda contraída con el propietario del burdel, con las propias compañeras -que se prestan dinero entre ellas con elevados intereses- o por la propia situación en la que han quedado sus familias tras la guerra.

El aspecto realmente provocador de La calle de la vergüenza lo constituye el constante interrogante que de manera implícita lanza Mizoguchi, quien nos hace preguntarnos si estas mujeres, excluidas de los beneficios del incipiente y mal llamado milagro de la posguerra, no están simplemente mejor donde están. Una de ellas sueña todavía con casarse con uno de sus pretendientes, pero cuando lo hace se da de bruces contra la realidad de un matrimonio que no es sino un contrato de servidumbre de por vida: al menos una prostituta gana su propio dinero, se dice a si misma. Otra, Hanae, se ve obligada a ejercer la prostitución para mantener a su hijo y a su esposo enfermo y desempleado: es el único ingreso que entra en casa y no hay posibilidad alguna de trabajo para una mujer casada. Mickey, la más joven y espontánea, recurre a ella como medio para librarse de una vida familiar difícil en la que el padre dominante impone unas relaciones no tan diferentes a las existentes en el burdel. Como dispositivo unificador de las diversas tramas, Mizoguchi emplea las transmisiones de radio con noticias que cubren el debate político acerca de la ilegalización de la prostitución como medio de subsistencia. Y nuestra primera y lógica seguridad contra un sistema que permite beneficios a costa de la explotación de las mujeres va evolucionando, visto lo visto, con cada emisión radiofónica. Un año después del lanzamiento de La calle de la vergüenza, que sería un éxito de taquilla, la prostitución pasaba a ser ilegal en Japón. Mizoguchi había fallecido, tres meses antes de la aprobación, a causa de una leucemia.

Dirección:Kenji Mizoguchi/ Producción:Masaichi Nagata/ Guión:Masashige Narusawa/ Música:Toshirô Mayuzumi/ Fotografía:Kazuo Miyagawa.

Reparto: Machiko Kyô, Aiko Mimasu, Ayako Wakao, Michiyo Kogure, Kumeko Urabe, Yasuko Kawakami, Hiroko Machida

País:Japón / Año:1956/ Género:Drama/ Duración:87 minutos/ V.O.S.E.

Ballet Mécanique, de Fernand Léger y Dudley Murphy (1924)

Durante el período de entreguerras, Europa se perfila como un buen lugar donde los artistas más innovadores logran el ambiente propicio para buscar nuevos experimentos artísticos y, como no, cinematográficos, repletos de imágenes bizarras, incomprensibles por entonces entre los sectores culturales más tradicionales. En este caldo de cultivo surgieron films que en ocasiones tenían influencias o conexiones con otras artes, como sucede en Ballet Mécanique (1924), todo un hito dentro del cine silente vanguardista, con referencias cubistas y dirigida por un pintor revolucionario, Fernand Léger. La película es una experiencia excepcional, rompe todos los esquemas convencionales habidos hasta la fecha, una especie de ensayo sobre el movimiento, vertiginosas imágenes de máquinas humanizadas y humanos deconstruidos se intercalan entre sí componiendo un extraño y surrealista caleidoscopio experimental.

La locura vanguardista no era en este período exclusiva de Europa, y para muestra un botón, ya que Léger contó con el apoyo de otros dos alocados jovenzuelos norteamericanos: el director y productor Dudley Murphy, uno de los fundadores del movimiento dadaísta en Nueva York, que colaboró técnicamente con Léger, y el fotógrafo y pintor Man Ray en la dirección fotográfica del film. La partitura musical es del compositor estadounidense George Antheil, que la escribió originalmente para acompañar al experimento fílmico. Otro genial rareza que choca frontalmente con todo lo habido hasta la fecha, escrita para 16 pianolas en cuatro partes, 2 pianos, 3 xilófonos, 7 campanas eléctricas, 3 hélices, 1 sirena, 4 tambores y 1 tam-tam.

Desafortunadamente,  se estrenó en 1924 sin sonido alguno, ya que la música duraba algo más de 30 minutos y el film escasamente 16. La composición de Antheil se estrenaría como pieza independiente en un concierto dos años más tarde, en 1926, en Paris. La partitura original se encuentra hoy por hoy desaparecida. En 1967, René Clair reconstruye, tras una larga investigación, la pieza original adaptando los tiempos a la duración de la película. La versión que hay a continuación corresponde con una edición posterior, ya en DVD, editada por Uncen Cinema, y data de octubre de 2005. La película, que está completa en dos partes, es en VO, tal como se estrenó en Viena en 1924, y la combinación con la partitura es la realizada por Paul Lehrmann en el año 2000 sobre la base del trabajo precedente de René Clair.

Bien, llegadas estas fechas, toca echar la persiana y tomarse unas -creo- merecidas vacaciones. En realidad, mi paréntesis laboral será breve y no comienza hasta bien entrado agosto, pero el año ha sido duro, se mire por donde se mire, y la necesidad de oxigenación es más que urgente. Punto y aparte, en principio hasta septiembre, momento en que espero seguir contando con todos los lectores, en especial aquellos que de manera regular aguantais mis chapas. Esta vez no iba a ser menos, porque antes de desconectar os dejo esta joyita del cine silente, como no, con la correspondiente parrafada que le precede, que espero os guste -la película, digo-, yo no me canso de verla. De todas formas, seguro que de vez en cuando me da el punto, me calzo el uniforme virtual (pero el de verano, sin mangas) y conecto para regar las plantas y darle el Ok a cuanto haya pendiente. Nada más, prometo tener a punto algún conjuro que produzca ese inexplicable milagro que permita que en septiembre todo esté al pie del cañón, de nuevo. Mientras tanto, disfrutad de la película, de las vacaciones -quienes las tengan- y… hasta la vuelta

Kafka en el Cine (4): La Metamorfosis

Publicada en octubre de 1915 en la revista Die weissen Blätter, que dirigía René Schickele, La Metamorfosis se perfila, junto con El Proceso, como una de las piezas de mayor calado en el conjunto de la obra de Kafka.

A medio camino entre el relato existencialista y la fábula de la incomunicación, es uno de los textos que más juego ha dado en el cine, ya que cuenta con un buen puñado de adaptaciones a la pantalla aunque ninguna demasiado popular. No pretende este post abarcar todas las realizadas hasta la fecha, tan solo destacar las que, por su fidelidad al relato, su calidad plástica o su originalidad narrativa, puedan resultar de interés a la hora de acercarse a la influencia del escritor checo en el séptimo arte. De lo contrario, la nómina sería demasiado extensa y sobrepasaría el objeto de este estudio. La idea es investigar sobre aquellos films que tienen directamente como protagonista a Gregor Samsa y las adaptaciones más o menos fieles a la obra del escritor.

1.

Por tratarse de una obra breve, la mayor parte de esas adaptaciones, más o menos libres, se han realizado en formato de corto o mediometraje. De las pocas aventuras en el terreno del largometraje, destaca Prevrashchenie -metamorfosis, en ruso-, una película con guión y dirección de Valerie Fokin.

La película se construye como metáfora de la exclusión del individuo del resto de la sociedad, utilizando los diferentes elementos narrativos para crear la imagen de aislamiento autodestructivo .

Para la transformación de Samsa no se utilizaron efectos especiales. El peso narrativo recae en la composición escénica, realizada como si de una obra de teatro de tratase, y en el impecable trabajo del protagonista principal, al que vemos ir adoptando extrañas y retorcidas posturas, a la vez que repta por el suelo para conseguir comida, emite diversos sonidos y agita las patitas y las manos tumbado boca arriba. Las reflexiones de Samsa se representan por medio de visiones oníricas del subconsciente y para distinguirlas del hilo argumental se utiliza un filtro lechoso, que le da el tono surrealista en concordancia con el espíritu de la historia.

La técnica de la película no es para nada original, porque Prevrashchenie no es sino un remake moderno de la homónima sueca comentada a continuación, con la que por otra parte resulta imposible compararla por la dificultad de encontrar copias. La película se estrenó en 2002 y no se ha comercializado en España, siquiera en DVD, aunque gracias a internet se puede conseguir sin demasiada dificultad en versión original. Como reclamo, el trailer de su estreno…

2.

Como decía, el de Fokin no es el primer largometraje que adaptaba La metamorfosis, ya que este mérito corresponde a la original del sueco Ivo Dvorák, allá por el año 1976. El intento contó con un presupuesto interesante para el cine de la época, y con uno de los actores estrella de la Suecia de entonces, Peter Schildt, en el papel de Samsa, ademas de incorporar otros más consolidados en el mundo del teatro como Ernst Günther y Gunn Wållgren en el papel de padre y madre respectivamente, actores estos que en 1982 volvería a rescatar Ingmar Bergman para Fanny y Alexander.

FörvandlingenTransformación, en sueco- parte de una escenografía teatral, como imitaría décadas después Prevrashchenie, y también carece de efectos especiales. El protagonista tampoco se transforma, sino que actúa adoptando el papel de insecto gigante que el espectador ha de imaginar, ya que ha de hacerse a la idea a base de mímica gestual acompañada de extrañas onomatopeyas insectiles realizadas con más o menos acierto. La película, sin embargo, no cumplió las expectativas esperadas y no solo no se hicieron versiones en otros idiomas sino que en la actualidad ni siquiera parece posible conseguir una copia de esta primera aventura en el largometraje. Una pena.

3.

Al margen de estos dos largometrajes, Die Verwandlung, del checo Jan Nemec, es en 1975 el primer intento cinematográfico conocido de adaptar La Metamorfosis. La película, un mediometraje de 50 minutos, es de producción alemana, y su punto fuerte consiste en que en ningún momento vemos físicamente a Gregor Samsa, tampoco su trasformación, que solo se intuye a partir de las reacciones de su familia y de la ambientación que crea el director.

¿Cómo se las ingenia entonces para llevar adelante la narración? El discurso está elaborado a base de cámara subjetiva la mayor parte del metraje, con la que nos obliga a adoptar el punto de vista del protagonista, consiguiendo crear una situación asfixiante y de desasosiego muy sugerente, que ha tenido bastante que ver en que la película se haya convertido en una obra de culto objeto de estudio e imitación técnica por parte de otros cineastas.

4.

Dos años más tarde, en 1977, la animadora estadounidense Caroline Leaf crea un corto de 6 minutos titulado The metamorphosis of Mr. Samsa. Un trabajo muy interesante, cuya técnica consiste en utilizar arena de playa sobre una placa de vidrio con fondo de luz para crear el movimiento de los personajes. Unos años más tarde, Leaf idearía otra técnica de animación sobre cristal a base de mezclar pintura con glicerina, pero esto sucedía una vez fichada por la National Film Board of Canada. La NFBD ha jugado en la última parte del siglo pasado un importante papel a la hora impulsar nuevas técnicas cinematográficas en el terreno de la animación, motivando, ensalzando y subvencionando la innovación a voluntad de los creadores que consideraba válidos, sin demasiadas restricciones formales y presupuestarias. Aquí se puede ver el cortometraje completo.

5.

En los años 80, dos son los trabajos cortos que se ruedan sobre esta obra de Kafka. El primero, en 1983, del director de televisión francés Jean-Daniel Verhaeghe, quien también se encarga de la adaptación del guión. Bajo el título La Mètamorphose, Verhaeghe trata de recuperar las formas que Nemec innovó en 1975 y tampoco nos muestra en ningún momento a Samsa, aunque sí se puede oír su voz emitiendo los extraños fonemas insectiles una vez transformado. Un telefilm que no obtuvo resonancia más allá de los márgenes televisivos de su país.

6.

La otra adaptación de la década ochentera vendría de la mano de Jim Goddard, en 1987, quien solo un año antes acababa de rodar Shanghai Surprise, película esta que a pesar de contar con Sean Penn y Madonna en el reparto, obtuvo un fracaso rotundo de crítica y taquilla. Pero los británicos no iban a ser menos, y Goddard vuelve a poner la carne en el asador jugándosela con Metamorphosis, un remake a pies juntillas de la película que Ivo Dvorák rodara una década atrás y que más tarde versionaría el ruso Valerie Fokin. Al remake calcado tratará de darle alas con la incorporación de Steven Berkoff – el Lord Ludd de Bary Lyndon– en el papel del padre de Gregor, y para encarnar al transformado Samsa se fichó nada menos que a Tim Robins, que empezaba por entonces a despuntar como actor estrella en el panorama cinematográfico británico.  Se deja ver, siempre que no se haya visto antes la rusa. Pero cada cual que saque sus propias conclusiones… Este es el trailer

7.

En 1993, el galardonado premio BAFTA y Premio de la Comedia Británica, Peter Capaldi, construye en un corto de 23 minutos un divertido juego sobre la autoría de La Metamorfosis. Lo tituló Franz Kafka’s It’s a Wonderful Life, y se llevó para su casita un Oscar al mejor cortometraje. Mientras Kafka recela y decide la forma bajo la que su personaje Gregor Samsa habrá de despertarse, es interrumpido constantemente por extraños visitantes que quieren venderle cuchillos y todo tipo de objetos, o por el jolgorio de una fiesta que surge de manera imprevista, muchachas de variada condición, gentes disfrazadas y otras extrañas visiones. Raro pero impecable, divertido y completito en tres partes:

8.

El barcelonés Carlos Atanes, escritor y cineasta independiente, rodaba en 1994, recién concluidos sus estudios La metamorfosis de Franz Kafka, una versión de 30 minutos sobre la obra que nos ocupa tan libre como controvertida. Libre porque Atanes decide no ceñirse al texto y salpimentar el film con numerosas alusiones y referencias a la vida privada y familiar de Kafka, en particular al padre y a su hermana Hermann -con quien Kafka mantuvo una relación complicada-. Buena parte de la crítica que reparó en este trabajo –que no es muy numerosa, pero sí muy sesuda- lo tachó de exceso de subjetivismo y falto de documentación. A la identificación de ambas familias -los Samsa y los Kafka- se suma un cambio de contexto histórico, que sitúa la acción en la Europa central sometida a Hitler, régimen que Kafka nunca llegó a vivir y sufrir directamente, ya que falleció en 1926, aunque posteriormente los nazis asesinaron a toda su familia. Controvertida porque la Metamorfosis de Atanes es la propia metamorfosis del checo a la vez que la del personaje de ficción, identificando en exceso a Kafka con este personaje y otorgando al guión un doble sentido que exasperó a de los sectores kafkianos más ortodoxos. El guión es de Joan Lluró y Gemma Delgado.

9.

En una línea argumental similar, Matthew Saville, desde Australia, también se atreve en 1997 con Franz & Kafka, otra versión un tanto libre de solo 6 minutos. En este caso la controversia gira en torno a un talentoso escritor al que llama Ernst Franz, esforzado en la redacción de su primer relato. Al otro lado el también talentoso, aunque egoísta, Franz Kafka, retratado como una especie de alter ego de Ernst, quedando en el aire la idea de que La metamorfosis pudiera haber sido escrita en realidad por dos personas.

10.

El cineasta gallego Fran Estevez, impulsor de la productora independiente Hipotálamo Films, rueda en 2004 Metamorfosis, corto de 20 minutos en el que personalmente se encarga de la dirección, el guión, el montaje y la música. Rodado en blanco y negro y con escasos recursos económicos, el trabajo intercala imagen real con dibujos a lápiz, y se llevó un total de 11 premios internacionales. El guión es, en principio, bastante fiel al nudo central de la historia. Estevez vuelve a utilizar el punto de vista de la filmación desde los ojos de Samsa, recurso que, aunque no era novedoso a esas alturas, es lo más logrado de la película.

11.

Metamorphosis: Gregor Samsa’s Nightmare, de 2006, es el último título conocido, a saber, que guarda cierta fidelidad con el relato original del escritor checo, aunque se podría decir que se sitúa en el punto de inflexión entre la adaptación y la referencia. El autor de este cortometraje, de algo menos de diez minutos, es el animador húngaro Peter Orban, fue su primer trabajo y lo preparó para graduarse en la Academia Húngara de Bellas Artes. Orban trata de dar una explicación de porqué Samsa se despierta una buena mañana convertido en un enorme insecto. Toma como punto de partida el relato de Kafka para añadir la idea de la fusión genética, y el resultado es una historia a medio camino entre La Metamorfosis y La Mosca. La animación utiliza tonos oscuros y dibujos con influencia gótica. La verdad es que La Mosca, de George Langelaan, tiene una deuda importante con La Metamorfosis de Franz Kafka.

Kafka en el Cine

Kafka en el Cine (2): Y el Cine va a Kafka (El Proceso)

Un campesino se presenta ante la ley pero debe atravesar una puerta, abierta de par en par, vigilada por un guardian con aspecto de bárbaro pero paciente en sus palabras. El campesino, al creer que la ley es igual para todos desea entrar, mira hacia dentro, el guardian le dice que puede entrar pero no se lo recomienda. Una vez que pase esa puerta habrá otras con otros guardias de mayor poder que él y más temibles. El campesino teme y espera por años que se le dé el permiso para entrar. Su conducta en un principio es de gritar y protestar, pero luego y a medida que envejece sólo se limita a gruñir entre dientes. Entre inútiles súplicas, interrogatorios y sobornos se da una relación entre guardian y campesino, y así pasa la vida de éste último. Finalmente el campesino pregunta al guardian, sintiendo el peso de los años, el arribo de su muerte: Si todos aspiran a entrar a la ley, ¿cómo se explica que en tantos años, nadie, fuera de mí, haya pretendido hacerlo?

El proceso, la inacabada y mítica novela de Franz Kafka, fue publicada de manera póstuma por Max Brod en 1925, basándose en el manuscrito inconcluso del escritor checo. K es arrestado una mañana por una razón que desconoce. Desde ese momento entra en un laberinto claustrofóbico para defenderse de algo que nunca sabe qué es, tampoco de qué se le acusa. Pesadilla de lo inaccesible tal vez resoluble cruzando la puerta de la ley, pero el Guardián parece impedírselo durante años. O se lo parece a él. Porque cuando ya agonizante la vida y el tiempo le obligan a desistir, el guardián le grita: Ningún otra persona podía haber recibido permiso para entrar por esta puerta, pues esta entrada estaba reservada sólo para ti. Ahora me voy y cierro la puerta.

Plasmar en la pantalla una novela como El proceso es, a primera vista, tarea ardua. La primera adaptación al largometraje, la más conocida y tal vez la que mejor fagocita el mundo literario de Kafka, la realiza Orson Welles en 1962. Obra maestra indiscutible, The trial hace uso de innovadoras estructuras narrativas y plásticas que han convertido este film en una obra personalísima del director, en un trabajo más allá de la simple adaptación de una novela. Porque a diferencia de la obra original, en la que el hombre lucha contra su propia naturaleza en un proceso sin sentido, Welles hace suyo el texto kafkiano para construir una crítica contra los estamentos del poder. Anthony Perkins, con su apariencia de hombrecillo frágil, es el actor perfecto para el personaje, sobre el que pesa constantemente un gran sentido de la culpabilidad a pesar de saberse inocente, sucumbiendo su conciencia ante la intimidación de la autoridad. No obstante, lo que hace que El proceso conserve su carácter innovador a pesar del transcurso de los años no es el mensaje subyacente en la película, sino el empleo de los recursos cinematográficos y el extraordinario tratamiento del espacio del que hace gala, que logran convertirse por sí solos en protagonistas indiscutibles del film.

Con una idea similar a la anterior, 30 años después, David Hugh Jones rodaba El proceso de Kafka (1992), una película que más que reflejar la angustia kafkiana muestra la lucha y la impotencia del hombre contra el sistema, contra el aparato burocrático del Estado. Anthony Hopkins y Kyle MacLachlan como K -quien venía de triunfar en televisión como el agente especial Cooper en la serie creada por David Lynch, Twin Peaks-, son los protagonistas de esta nueva versión rodada enteramente en Praga, con localizaciones como la sinagoga de Kolin, la catedral de Kutns Hora o el río, lugares donde la película encuentra uno de sus mayores atractivos.

El cortometraje también ha hallado su espacio para adaptar la novela de Kafka, y lo ha hecho en dos ocasiones -a saber- partiendo del relato Ante la ley, contenido en la novela El proceso.

El mexicano Jorge Pérez Grovas escribe y dirige en 1980 Ante la Ley, un cortometraje de cuatro minutos de duración basado en este relato breve. Y en 2006, Theodore Ushev, una de las actuales promesas de la National Film Board canadiense, rueda L’ Homme qui attendait. El corto está incluido en el DVD de la serie que ha dado fama al animador, Drux Flux, y de momento no está disponible en internet.

Por otra parte, la influencia de la obra de Kafka en el cine, y en particular de El proceso y La metamorfosis -próximamente en esta serie-, aunque muchas veces de manera velada, es palpable en el cine moderno y contemporáneo. El personaje principal de la película Brazil (Terry Gilliam, 1985), Sam Lovry, es parte también de un inmenso laberinto intimidatorio formado por numerosos pasillos e incontables puertas. Otra muestra del poder omnipresente e inalcanzable. En este caso será la aparición de Jil el detonante que le llevará a abandonar su sentido feliz de la vida y el humilde puesto de empleado de despacho. Sam, como K, jamás se había cuestionado nada ni preguntado qué hace allí. Y si bien la influencia orweliana es mucho más palpable en un primer plano, tras la película coexiste el trasfondo kafkiano que tiñe de gris cuanto tienen de grotesco y cómicas las situaciones descritas.

Y es que el cine moderno, una vez superados determinados patrones morales y narrativos -el caso de Welles es de las pocas excepciones previas al posmodernismo cinematográfico- evoca o sugiere en más de una ocasión cierta eclosión de formas y fondos que evocan, de un modo u otro, el universo que el escritor checo crea en El proceso. Wildrich en Copyshop; o Barton Fink de los Coen; Fight Club, de David Fincher; Dead Man, de Jarmusch; Crash, de Cronenberg; El hombre sin pasado, de Aki Kaurismaki; e incluso Mon Oncle, de Tati… Hombrecillos ataviados con sombrero y gabardina, gentes que caminan como hormigas sin demasiado sentido por el laberinto de la ciudad, recorridos absurdos por los pasillos inmundos que hospedan la justicia, el poder o el Estado, animales híbridos tan inalcanzables como los sueños, grotescas formas arquitectónicas a las que se enfrentan sus personajes… todas ellas albergan conceptos que pueden detectarse en el laberíntico sistema simbólico de Kafka: no se trata tanto de describir el inhumano paisaje de la Ley y la sociedad, sino el caos interior capaz de engendrar en los individuos. Cine y literatura representando con sus respectivos lenguajes el desencanto de la modernidad y el fracaso de la razón.

Kafka en el Cine

Barry Lyndon, de Stanley Kubrick

No sé si será porque tenía ganas de verla en pantalla grande o porque es mi película favorita de Kubrick, pero ha merecido la pena el paseo hasta la filmoteca para volver sobre un film que ya he visto como tres o cuatro veces, a pesar de que dura algo más de 180 minutos. Kubrick rodó esta, su décima película, entre La naranja mecánica y El resplandor. El director tenía la intención de hacer un film sobre la vida de Napoleón, personaje al que admiraba, pero el proyecto fracasó al topar de lleno con la crisis de la Metro Goldwyng Mayer, productora hasta la fecha de casi todas las películas de Kubrick. Así que decide aprovechar el trabajo de ambientación que tenía avanzado para, una vez asociado a la Warner, buscar una novela que se adaptara al conjunto, y fue de este modo como dio con Memorias y aventuras de Barry Lyndon, publicada por William Makepeace Thackeray en 1844. El libro, que se podría encajar entre la novela picaresca y la histórica, narra la trayectoria de un personaje de ficción, un joven irlandés de origen humilde que durante la primera parte asciende rápidamente en la escala social con métodos no demasiado ortodoxos, del mismo modo que la vida de opulencia le devuelve tiempo después a sus  orígenes, acabando sus días en la miseria, tan arruinado como comenzaba su existencia.

Toda la ambientación, aspecto cuidado hasta el último detalle, está inspirada en obras pictóricas del siglo XVIII. Las tomas parecen calcadas de pinturas de Reynolds, Gainsborough, Hogarth, Stubbs, Watteau y Constable, entre otros, que el director reproduce casi exactamente en la composición de las escenas, a lo que añade el particular uso de la luz para lograr una copia casi exacta. Hay incluso un momento, en la escena de la ceremonia nupcial, en el que el fondo, incluidos algunos asistentes, son un lienzo. El detalle pasa bastante desapercibido por los efectos de cámara, y cabe suponer que la ultimaría de este modo debido a presiones presupuestarias. Para lograr un mayor realismo, Kubrick no se conforma con reproducir los lienzos, y toda la película está rodada con luz natural, utilizando velas para la iluminación nocturna y de interiores, lo que le confiere gran realismo. Barry Lyndon es la primera película de la historia rodada al completo sin luz artificial. Kubrick hizo construir una cámara especial que después sería utilizada por la NASA. La fotografía es de John Alcott, y el aspecto de lienzo que tienen las imágenes se logra a base de usar el zoom,  con el que consigue un resultado realmente espectacular.

Kubrick quería rodar la película en Irlanda,  ya que gran parte de la acción se desarrolla allí. El trabajo comenzó en septiembre de 1974, en los Estudios Ardmore, muy cerca de Dublin, pero aquellos eran años violentos en el Ulster -meses antes los británicos asesinaban a 13 supuestos terroristas en Londonderry, en solo tres años se había llagado a la cifra de 500 muertos de ambos lados-, y las amenazas del IRA, que no estaba por la labor de ver sus verdes praderas repletas de soldados ingleses con casacas rojas disparando contra sublevados irlandeses, hace desistir a Kubrick de continuar el rodaje, que decide regresar en Navidad con todo el equipo a Inglaterra para continuar la película en las cercanías del Castillo de Howard, donde están rodados muchos de los interiores, y en otras localizaciones como Hohenzollern o Ludwigsburg, Alemania. El vestuario del filme y los decorados fueron  creados y diseñados por Ulla-Britt Soderlund y Milena Canonero  –Carros de Fuego, María Antonieta– tomando como referencia los cuadros y lienzos, y recrean a la perfección la sociedad burguesa de la época napoleónica y del reinado del rey Jorge,  una exhaustiva labor de estudio histórico y de análisis de las pinturas del periodo hasta obtener una textura en el vestido lo más veraz posible.

El broche al trabajo de ambientación lo pone la banda sonora, a base de composiciones de autores clásicos como SchubertTrio para piano-, HaendelZarabanda-, BachConcierto para dos claveles y orquesta– o VivaldiConcierto para violonchelo-, adaptadas e interpretadas por el compositor Leonard RosenmanAl este del edén, Rebelde sin causa, Un hombre llamado Caballo– al frente de la National Philarmonic Orchesta. También hay piezas de música tradicional irlandesa, como el tema Women in Ireland, a cargo del conjunto irlandés The Chieftains, todas ellas seleccionadas por Sean O´Riada. Se pueden escuchar también algunas marchas militares, en la parte de la película que transcurre durante la Guerra de los Siete Años: Los granaderos británicos sigue a Barry durante sus borracheras y orgías en el ejército, la Marcha de Hohenfriedberger, o Idomeo, rey de Creta, esta última obra de Mozart.

A Barry Lyndon le da vida Ryan O´Neal, pero la elección del actor principal nunca contó con la aprobación de Kubrick, que quería a Malcom McDowell en el papel. O´Neal acababa de rodar Love Story y era el galán de moda de Hollywod, un verdadero imán para la taquilla, así que Kubrick no tuvo más remedio que aceptar, aunque a regañadientes, las imposiciones de la Warner. Años después, en alguna ocasión, el director había referido las limitaciones de O´Neal como actor, y como anécdota contaba que en ocasiones se puede apreciar en la película su dificultad para atinar a apoyar el pie derecho en el estribo cuando tenía que subir al caballo.

El resto del elenco está compuesto, en su mayoría, por actores con los que Kubrick trabajaba habitualmente. Muchos de ellos son los mismos que aparecen en La naranja mecánica, y a otros se les puede ver en películas posteriores de Kubrick, sin ir más lejos, en la siguiente, El Resplandor. Godfrey Quigley, que interpretaba al capellán de la prisión en La naranja mecánica es quien encarna al Capitán Grogan; Philipe Stone, padre de Alex DeLarge, es el criado Graham y en El Resplandor sería Delbert Grady, el vigilante anterior a Jack Nicholson del hotel Overlook. El jugador amanerado, Lord Ludd, a quien Barry vence en la escena del duelo, es Steven Berkoff, el mismo que interpretó al sargento de policía de la comisaría donde es detenido Alex, de La Naranja Mecánica, y Antony Sharp, aquel Ministro del Interior, ahora hace de Lord Harlan.

Kubrick era tremendamente minucioso, cada escena era rodada al menos 25 veces, según declaraba posteriormente O´Neal, y casi siempre trabajaba saltándose el guión pre-establecido, por lo que el rodaje avanzaba muy despacio y el presupuesto se disparaba con el paso de los meses. Su perfeccionismo era tal que incluso gustaba de encargarse personalmente de la supervisión del doblaje en otras lenguas. En España, sin ir más lejos, impuso los actores que prestaron su voz para la película, y no se conformó con los dobladores habituales: la voz del narrador es la de José Luís López Vázquez y la de Barry recayó en Juan Carlos Naya, actor bastante popular en la España de entonces. La película reventó todos los presupuestos previos, porque los algo menos de tres millones de dólares iniciales pasaron a convertirse en casi once una vez concluido el trabajo. Kubrick jamás consiguió recuperar la inversión, ya que el resultado fue un fracaso estrepitoso en taquilla, a pesar de estar nominada a siete Oscar, de los que logró ganar cuatro: dirección artística, fotografía, vestuario y banda sonora adaptada.

El extraño (Orson welles, 1946)

El Extraño (The stranger), dirigida por Orson Welles en 1946, recién terminada la Segunda Guerra Mundial, es la primera película norteamericana que alude de forma explícita los campos de concentración nazis, al asesinato planificado de miles de personas. La siguiente, Los ángeles perdidos (Lost angels), se rodaría en 1948 bajo la batuta de Fred Zinnemann, pero a partir de ese momento pocos serían los metrajes que desde Hollywood mostraran al mundo los horrores del Holocausto, ya que la atención cinematográfica pasaba de inmediato a orientar su mirada hacia la incipiente Guerra Fría.

La trama se centra en Franz Kindler, criminal de guerra nazi y uno de los cerebros del Holocausto, interpretado por el propio Welles, quien se refugia en una pequeña localidad de los Estados Unidos bajo el disfraz de profesor de Historia. El verdugo, venido a amable y carismático profesor, logra casarse con una joven del lugar, hija de un prestigioso juez del Tribunal Federal de Connecticut, que desconoce por completo el turbulento y oscuro pasado de su esposo. Edward G. Robinson encarna al agente Wilson, miembro de la Comisión Aliada contra Crímenes de Guerra, encargada de investigar e ir tras la pista de posibles nazis ocultos en Norteamérica bajo falsas identidades. Robinson acabará haciéndole caer en la trampa cuando, en una de las mejores secuencias de la película, Kindler desvela su verdadera identidad durante una conversación de sobremesa en casa del juez, empeñándose en afirmar que Karl Marx no era alemán debido a su origen judío.

El extraño nunca ha sido considerada una de las obras mayores de Welles, a pesar de estar muy por encima de otros intentos posteriores de Hollywood sobre el nazismo. El guión, del que según Welles se encargó John Houston, aunque en los créditos aparece suscrito por Anthony Veiller, tiene su origen en un proyecto de Victor Trivas, escritor y guionista de origen ruso formado en Alemania, de donde huiría tras tomar el poder los nazis. El modo en el que está organizado el suspense evoca trazos hitchconianos, en particular al film La sombra de la duda (The shadow of doubt), estrenado unos años antes, cuando se representa al nazi tras la fachada de hombre culto y trato afable, aunque en realidad esconde un pasado reciente salpicado de crímenes horrendos que le convierte en más peligroso si cabe, otorgando ese aire vertiginoso al personaje tan recurrente en el cine de Hitchcock.

Hacia al final de la película, Wilson muestra a la incrédula y fiel esposa las pruebas fehacientes sobre el pasado de su marido. El agente, para terminar de convencer a la mujer cegada por el amor, proyecta un documental sobre la liberación de los campos, lo que acaba por hacer claudicar el empeño de la atónita esposa, hasta entonces convencida de la inocencia de su marido, que pasa a cooperar con la Comisión en el arresto del falso profesor. Es el único momento de la película en el que vemos imágenes reales de las prácticas del nazismo, de los campos de concentración y de los laboratorios desde donde se planificaba el exterminio.

Sobre este primer intento de sensibilizar al público en relación con el horror nazi, Welles afirmaba: «En principio estoy contra ese tipo de cosas: explotar la miseria, la agonía, la muerte con fines de entretenimiento. Pero cada vez que se presenta la ocasión de obligar al público a mirar las imágenes de un campo de concentración, bajo el pretexto que sea, es un paso adelante.» La película fue un fracaso rotundo de taquilla, tal vez porque 1946 fuese una época todavía temprana para mostrar al gran público los horrores de la guerra demasiado reciente en la memoria, público sobre el que pesaba el agravante de pertenecer al país que acababa de lanzar dos bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Pero probablemente tampoco gustase nada que el verdugo nazi se presentara como un personaje normal y corriente, capaz de integrarse sin demasiados inconvenientes en la plácida existencia del ciudadano norteamericano de a pie, pasando totalmente desapercibido para la gran mayoría. Toda una confirmación del tono sutilmente provocador que siempre recorrió la filmografía de Welles.

  • Artículo originalmente publicado en la revista La caja de Pandora. Ver y descargar aquí

Monsieur Verdoux (Charles Chaplin, 1947)

«Verdoux es un Barba Azul, un insignificante empleado de banco que, habiendo perdido su empleo durante la depresión, idea un plan para casarse con solteronas viejas y asesinarlas luego a fin de quedarse con su dinero. Su esposa legítima es una paralítica, que vive en el campo con su hijo pequeño, pero que desconoce los manejos criminales de su marido. Después de haber asesinado a una de sus víctimas, regresa a su casa como haría un marido burgués al final de un día de mucho trabajo. Es una mezcla paradójica de virtud y vicio: un hombre que, cuando está podando sus rosales, evita pisar una oruga, mientras al fondo del jardín está incinerando en un horno los trozos de una de sus víctimas. El argumento está lleno de humor diabólico, una amarga sátira y una violenta crítica social.»

(Charles Chaplin, My autobiography, 1964)

La historia de Monsieur Verdoux está inspirada en la vida de Henri Désiré Landru, también conocido como Barba Azul, un asesino en serie francés guillotinado en 1922 tras haber robado y matado al menos a 10 mujeres después de seducirlas. La idea del galán depredador que se casa con mujeres para posteriormente acabar con sus vidas ha aparecido en la literatura de manera recurrente y también en el cine, en películas de autores tan diversos como Chabrol (Landru, 1962) o Laughton (La noche del cazador, 1955). Orson Welles fue de los primeros que quisieron llevar a la pantalla la historia de Landru, y escribió un guión para que Chaplin lo interpretara. Pero en el último momento Chaplin decidió comprar ese guión y transformarlo dándole su propia interpretación. Algo que se aparta de la norma habitual de su obra, ya que hasta la fecha todas las películas habían sido escritas íntegramente por el propio Chaplin, motivo por el que en los créditos aparece la referencia «basada en una idea original de Orson Welles».

La película abre con Verdoux, ya ejecutado por sus crímenes, narrando desde la tumba:

«Buenas tardes. Como pueden ver, mi nombre es Henri Verdoux. Durante 30 años fui empleado bancario, hasta la crisis de 1930, cuando perdí mi empleo. Decidí entonces dedicarme a la liquidación de miembros del sexo opuesto, un negocio estrictamente comercial destinado a mantener a mi familia. Pero les aseguro que la carrera de Barba Azul no es nada rentable. Sólo un optimista impertérrito podía embarcarse en tal aventura. Desgraciadamente, yo lo era. El resto es historia.»

Película excepcional, muy bien dirigida y actuada a la perfección por el propio Chaplin. Verdoux ha pasado treinta años de su vida contando el dinero de los demás como empleado en un banco. Pero la crisis de 1929, que deja sin trabajo a millones de personas, le convierte en el banquero sin banco que ideará su propio modo de salir adelante, dedicándose a obtener ingresos despiadadamente a base de métodos sociópatas. Una comedia irónica y negrísima, paradoja de una sociedad hipócrita y arrogante, escandalosamente divertida por momentos, sentimental en otros, tan delicada como grave cuando debe serlo, que levantó ampollas tal vez por adelantarse demasiado a su tiempo, cuando se estrenaba en 1947. «Asesinar a una, dos o diez personas te convierte en un canalla, asesinar a millones tal vez en un héroe. Las cantidades santifican», dice el protagonista minutos antes de ser guillotinado. La moraleja: si la guerra es la extensión lógica de la diplomacia, el asesinato es la consecuencia natural de los negocios. La película llega incluso a incluir un montaje en imágenes que muestra a empresarios arruinados saltando por las ventanas o a Hitler y Mussolini codeándose. Chaplin no escatima en la rotunda condena del capitalismo y la agresión militar. Y mientras en Estados Unidos se había recibido con cierta simpatía la parodia del nazismo de El gran dictador, el asesino modesto -un simple aficionado comparado con la máquina de la guerra, tal como se declara antes de morir- figurado por Monsieur Verdoux, fue acogida con rechazo, retirándose de la cartelera pocas semanas después de su estreno e incluso prohibiendo su exhibición en algunos Estados. Chaplin se vio en situación de tener que dar explicaciones públicas sobre su orientación política y múltiples justificaciones acerca de su patriotismo: se abría el camino de su exilio político hacia Europa, en los años cincuenta.

La Filmoteca de Valencia llena con un ciclo de clasicos

Cuando el mundo del audiovisual se rinde al lamento de que el cine no es un buen negocio, cuando un puñado de distribuidoras que se pueden contar con los dedos de una mano decide qué podemos ver en las salas comerciales de nuestro país, cuando películas interesantes (incluso multipremiadas) se editan más allá de los Pirineos en DVD, incluso se pasan por canales televisivos privados antes de que vean la luz en nuestros cines, abocando al espectador español a descargarla de internet con los subtítulos de algún cinéfilo altruista que ha decidido traducirlos del inglés para disfrute de todos, la mayor parte de las veces sin beneficio ninguno para él, pues en momentos así, de vez en cuando surge una estrela de luz entre tanta oscuridad mercantilista que ya obtiene más beneficios de la venta de refrescos de cola emplastada y palomitas que de la propia proyección de la película. Ir al cine te sale por un pico, porque al abusivo precio de la entrada tienes que sumarle el refresco y maíz de rigor, y se te planta la fiesta en 10 euracos del ala por cabeza, amén de la desilusión que la mayoría de veces causa la exhibición de lo contado mil veces a lo que solo se le añaden los efectos especiales de rigor, efectos que ya comienzan a formar parte de lo excesivamente manido, tal vez por el abuso, tal vez porque el público entiende (por fortuna) que el cine no es eso, que no, que no es eso.

Pues entre tanto nubarrón resulta que la Filmoteca de Valencia viene llenando la Sala Berlanga, en pleno centro de la ciudad y con una capacidad para 188 personas, con el ciclo de cine clásico Básicos Filmoteca que se proyecta desde el pasado octubre, que ya anda por su segunda fase y que, visto el éxito, hay rumores de repetir. Historias de Filadelfia, la deliciosa comedia de George Cukor, era el pase del miércoles pasado. Me hubiese gustado asistir el jueves a las 8 de la tarde, porque la película iba introducida y seguida de un coloquio a cargo de Áurea Ortiz, profesora de la Universidad de Valencia, pero esa hora de la tarde es especialmente difícil para mi, a riesgo de regresar a mi casa con la parentela en un estado similar a este. No es que en mi dulce hogar nadie arrime el hombro, pero el terreno cocina sigue siendo espacio vetado para el sexo masculino y es una batalla de la que he desistido hace unos cuantos años, sobre todo por las consecuencias posteriores: el coste es siempre mayor que el beneficio cuando se trata de fogones y grasilla. Pero volviendo a la filmoteca, es cierto que un cine lleno no sería noticia si se tratase del último estreno de Hollywood, pero la Berlanga ha rozado el lleno en jornadas como El acorazado Potemkin, Tiempos modernos, El maquinista de la general, La pasión de los fuertes, Ciudadano Kane, M el vampiro de Duselldorf, Deseando amar, El séptimo sello o Un perro andaluz. Los pases son un par de veces por semana a distintas horas, y los jueves van acompañados de una presentación y coloquio a cargo de especialistas en historia y teoría del cine, además de entregar a los asistentes un dosier con una pequeña introducción a la película que expone la importancia de cada film dentro del desarrollo del lenguaje cinematográfico. Las proyecciones son todas en soporte foto-químico y en versión original subtitulada, y las silentes se pasan sin sonido, acompañadas de una audición musical en directo lo más fiel posible a la manera como se proyectaron en su estreno. Se trata a todas luces de transmitir el valor de la experiencia colectiva que supone asistir a una sala cinematográfica para ver una película en su versión y formato originales. Cine imperdible e imprescindible en el centro de la ciudad, a un euro y medio la entrada y gratuita con el carnet de estudiante. El autobús de ida y vuelta sale bastante más caro.

Side Street, de Anthony Mann

Al hilo iniciado en el anterior post, películas de bajo presupuesto que llegan a sorprender, me senté a ver Side Street, dirigida por Anthony Mann en 1950, una de las últimas que rodaría dentro del género negro junto al director de fotografía Joseph Ruttenberg, responsable, entre otros, de manejar la cámara en trabajos como Luz de Gas (George Cukor, 1944), Mrs. Miniver (Willyam Wilder, 1942) o más tarde Gigi (Vicent Minelli, 1953). Con los años ambos, director y cámara, se convertirían en dos de los nombres de más prestigio del cine de género. A partir de 1952, Mann da un viraje a su trayectoria decantándose por el western. Este cambio de rumbo hacia la producción de sus propias películas se hace, sin embargo, conservando ciertas reminiscencias de su paso por el cine negro, con James Stewart como protagonista y por un período relativamente breve, porque hacia final de la década abandona Hollywood para trabajar en Europa en películas épicas de gran presupuesto, como El Cid (1961) o La caída del imperio romano (1964).

Cuando Side Street sale comercialmente a cartelera en 1950, la pareja protagonista, Farley Granger y Cathy O’Donnell, acaba de estrenar solo unos meses antes They Live By Night (Los amantes de la noche), dirigida por Nicholas Ray, lo que probablemente restó créditos a la película de Mann, dada la repercusión mediática de su precedente. Side Streeet tiene una marcada orientación de La ciudad desnuda (dirigida por Jules Dassin, 1948): comienza con vistas aéreas de la ciudad de Nueva York y se sirve de un narrador que mediante voz en off conduce al espectador, iniciándole al argumento y meditando sobre la vida de los habitantes de la ciudad y la complicada situación de Joe, el protagonista, un cartero al que le surge la tentación de robar 200 dólares para salir de las dificultades económicas que atraviesa. Cometido el delito, encuentra, para su sorpresa, que los 200 resultan ser 30.000, y es entonces cuando comienza el largo y oscuro descenso hacia los problemas para Joe Norson. El dinero que ha robado, aunque él todavía no lo sabe, es parte de un chantaje entre un abogado corrupto (interpretado con aplomo férreo por Edmon Ryan) y un ex-convicto (James Craig). Al bueno de Joe, el simple hecho de ver semejante suma le provoca un profundo sentimiento de culpabilidad y planea devolver de inmediato el dinero para recuperar su vida, austera, de trabajo precario y escaso dinero, pero normal en definitiva. A partir de aquí, un cúmulo de circunstancias convierten al film en una carrera entre la moralidad de Joe y el submundo de violencia, chantaje y corrupción de los bajos fondos neoyorkinos.

Entre los temas favoritos de Anthony Mann siempre ha estado el sufrimiento de sus personajes. Con la característica de que los protagonistas de sus películas soportan esa violencia con un sentido cercano a lo poético, subrayado casi siempre por la fotografía, claustrofóbica, que ayuda a crear una atmósfera cercana al simbolismo expresionista. El pánico, la culpa y la inseguridad son palpables en el rostro de Joe, que pasa casi toda la película empapado en sudor mientras trata de deshacer su propio mal. Y es que Joe Norson no quiso nunca robar 30.000 dólares. Como él dice, 200 hubiesen sido perfectos para pagar un médico a su esposa (que está a punto de tener un bebé) en una habitación privada de un hospital, en lugar de conformarse con la caridad de la beneficencia. A él le gustaría ese abrigo de visón que ve cada mañana de camino al trabajo en un escaparate, poder llevarla a Paris. Pero en última instancia son solo sueños, sus aspiraciones  son más modestas, como las de la mayoría de la gente. Tener una casa propia, mantener a su familia, no tener que vivir con los suegros, por buena gente que sean. El policía amigo de Joe le confiesa su intención de retirarse anticipadamente, marcharse a Florida, ahora o tal vez nunca. Otro, degradado en su profesión, era eso o ser despedido. Hasta uno de los chantajistas se entusiasma con el dinero que ha robado porque le servirá para costear la educación universitaria de su hijo. Todos los personajes de la película, policías, criminales o cantantes de cabaret tienen en definitiva las mismas modestas aspiraciones.

Lo que hace que Side Street se haya convertido en película de culto no es tanto el argumento como la capacidad de Mann para explorar la violencia como factor intrínseco a la psicología de los personajes, mediante un ejercicio estilístico de gran fuerza expresiva y una puesta en escena volcada en el verdadero protagonista del film: la ciudad de Nueva York. Porque todo este simbolismo poético queda inmerso en el entorno realista de la gran urbe, donde los personajes aparecen pequeños y sus metas, insignificantes. El film cuenta con un buen número de localizaciones, ángulos inusuales, objetos y personajes meticulosamente colocados, fuertes contrastes de luz y oscuridad, picados, contrapicados, cambios de profundidad de foco, y una carga mayoritaria de escenas rodadas en exteriores, procurándose Mann de que en cada plano los rasgos de Nueva York resulten bien visibles: a través de la ventana de una casa, desde el tejado de un edificio o desde el interior de un despacho, como fondo de una conversación que discurre en el banco de un parque o a bordo de un vehículo, la película se mueve al ritmo que marca la ciudad.

El enfrentamiento  final, alternando entre vistas aéreas (de calles imposiblemente estrechas en las que deambulan coches diminutos) con el interior de un taxi, es una de las mejores persecuciones policiales vistas en el cine clásico. Los cambios de ángulo crean un efecto claustrofóbico y de desorientación tal, que Manhattan queda transformada en un enorme laberinto de cemento, calles y sombras para acabar desembocando en el mismo punto donde todo comenzaba. En definitiva, se representa un mundo altamente moral (aderezado con una historia de amor bastante fuera de los parámetros del género), donde un paso en falso te puede llevar, inexorablemente, al abismo. A medida que avanzan los minutos, Nueva York dejar de parecer el reflejo resplandeciente de la promesa del sueño americano, y en la escena final se convierte en un estrecho y oscuro desfiladero, «una jungla arquitectonica donde«, como dice el narrador al comienzo, «tiene lugar la caza del hombre por el hombre«.

Plano secuencia (18): Joseph H. Lewis, Gun Crazy

«Convoqué a todo el equipo de rodaje para explicarles qué quería hacer: «Me gustaría empezar con una señal que diga ‘Bienvenidos a Hampton’, a una milla de la ciudad. Luego cruzamos la ciudad; el chico y la chica hablan, les hacemos entrar, atracar el banco; hacemos que ella tope con el policía en la calle; que hablen; ella le deja inconsciente; suben al coche y se marchan con el botín; salen de la ciudad, con una señal de ‘Está saliendo de Hampton’ a una milla. Y teniendo en cuenta todo el diálogo que hay en el guión, quiero hacerlo en una sola toma». Usamos la parte delantera del mismo Cadillac, pero de un modelo alargado, uno de ésos con más asientos traseros para poder llevar a mucha gente. Sacaron todos los asientos. El técnico de sonido estaba detrás con un equipo móvil. En toda la parte trasera de aquella especie de camioneta o autobús había placas engrasadas de contrachapado, de 2×12. Encima pusimos una cabeza de cámara sobre una silla de montar, y el operador iba sentado en la silla, y para rodar los travellings simplemente le deslizaban en silencio por esas placas engrasadas. Sujetos con correas al techo del vehículo había dos técnicos de sonido con micrófonos, y dentro del coche, pequeños micrófonos de botón que registraban todos los sonidos. Cruzamos la ciudad, y antes de rodar la toma les dije a Peggy (Cummins) y a John (Dall): «Vamos a ver, ya conocéis el objetivo de esta escena. No tengo diálogos porque no hay nada que escribir excepto las palabras que hay que decirle al policía. Éstas ya están acordadas. El diálogo que aportéis consistirá en lo que vayáis viendo. Entráis en una ciudad extraña y si hay gente en el camino, hablaréis de eso». Esos dos chicos eran maravillosos. Lo hicimos en una toma. Y a las 10 de la mañana ya habíamos terminado.»

*Extraído del libro ‘Cine Negro‘ de Taschen.

Parece increíble que una de las escenas más famosas del género se rodase con tanta improvisación. Estos días que han sido festivos he vuelto a ver «Pulp Fiction» y constantemente venía a mi mente, sin relación aparente alguna, el film de Joseph H. Lewis, Gun Crazy (El demonio de las armas). Seguramente poseen en común esa energía característica de las películas de género negro que se califican dentro de la serie B. La narrativa es simple: un chico (John Dall) obsesionado con las armas de fuego crece hasta convertirse en un experto tirador. Comienza a cometer delitos cuando aparece en su vida una mujer (Peggy Cummins), auténtica femme fatale de dudosa moralidad. El elemento femenino, de gran alcance en el género (se me ocurre ahora la leyenda de Bonny and Clyde) interviene en el rol de la película para desencadenar una narativa furiosa y rápida que no permite al espectador relajarse un solo momento. Travelings, picados, contrapicados y planos secuencia se suceden de modo realmente imaginativo. Y todo con un presupuesto minúsculo. Ahora me estoy acordando de La matanza del día de San Valentín, de Corman. Otra que hace demasiado tiempo no veo.

*Capturas extraídas de la web Noirestyle

 

Zoom: Cache / Blow-Up

Un matrimonio de clase media es intimidado por unos videos que recibe de manera anónima en su casa.

Un fotógrafo descubre fugazmente, al revelar su carrete, un asesinato en el parque.

Georges Laurent regresa a su infancia en busca de cualquier pista sobre el autor de las cintas. No está seguro pero ¿quién sino le sometería a semejante tormento?

Thomas vuelve al parque y ve, efectivamente, al hombre muerto en el suelo. Pero ¿está seguro de haber visto realmente el cuerpo?

Georges Laurent cree haber resuelto el enigma (o no). Pasa página tomando sus somníferos y se echa a dormir tras cerrar todas las ventanas. Se aísla del mundo exterior en un intento de borrar cuanto ha sucedido.

Hacia el final de Blow-up todo va volviendo a la normalidad. El cadáver y las fotografías han desaparecido.

Georges Laurent quiere olvidar, muerto el perro se acabó la rabia. A los seis años ya deseaba borrar a Majid de su vida. A Majid le introducen en el coche a la fuerza, se lo llevan para siempre, al internado.

Jane desaparece en una misteriosa escena frente al club. Se gira, comienza a caminar y… ya no volveremos a saber de ella.

El los escalones, a la salida del colegio, vemos a Pierrot charlar amigablemente con el hijo de Majid. Acabamos de descubrir que los chicos se conocían mientras los padres recibían las cintas. Pierrot había desaparecido misteriosamente unos días antes. El hijo de Majid estaba al corriente de la relación entre su padre y Georges Laurent.

De vuelta al parque, Thomas vuelve a encontrarse con los jóvenes que estaban en la primera secuencia de la película. Juegan al tenis con una pelota imaginaria, el fotógrafo simula ver la bola, hasta podemos oír su sonido. Luego, Thomas se va, caminando sin rumbo por la hierba y desaparece, como el cadáver del parque.

Blow-up consigue enredarnos audazmente en una trama de la que esperamos soluciones, pero en realidad no hay desenlace y los intérpretes se van esfumando de la película, como si despertasen de un sueño y volviesen a la situación inicial.

Caché observa la violencia apoderarse de los personajes en su lucha por seguir manteniendo el orden cotidiano. Al final todo son preguntas: quién grabó los videos, qué relación mantiene Pierrot con el hijo de Majid o la esposa con el presunto amante, que también se llama Pierre, como su hijo. Georges despertará del profundo sueño, quizás vuelva a su aburrida existencia y no le convendrá hacerse ninguna de estas preguntas. Muchas son las conjeturas sobre quien es el autor de las cintas, la más consensuada parece que es la de los chicos. Pero es imposible que ellos grabasen las escenas del granero y… harto improbable que los dos amigos filmasen la escena final en los escalones de la escuela.

Playtime, de Jacques Tati (1967)

Playtime es la penúltima película que rodó Tati. Aunque conserva las constantes de otras anteriores -el entrañable personaje algo patoso, original y tan francés, que trastoca la placentera existencia de cualquier lugar que visite- es quizás la que ofrece una visión más melancólica y pesimista de la sociedad, mostrando un mundo deshumanizado engullido por una ya predecible globalización. A pesar de que en 1970 dirgiría Trafic, Playtime está considerada como la obra madura cumbre del director. Sin restar creatividad ni abandonar el sentido de humor habitual de su cine, Playtime presenta un Hulot contenido y  más elaborado, que deja de lado ciertos recursos exclusivamente cómicos y cautiva al espectador más por lo que sugiere el conjunto que por los inconfundibles devaneos del inigualable personaje. Hay que decir que la película no se rodó directamente en las calles de Paris, sino que se trata de un diseño futurista que a modo de telón de fondo propone cómo imagina el director la ciudad de los años venideros. En Playtime, el viejo mundo de amor y romanticismo que simboliza para el turista Paris solo es visible en los carteles publicitarios y en momentos agudamente medidos, como cuando se ve la Torre Eiffel a través del reflejo de una puerta acristalada del hotel.


Hulot viaja a Paris al tiempo que lo hace un grupo de americanas que llegan de Roma en un tour organizado. Observamos en primer lugar la llegada a la ciudad. Para el grupo de visitantes, el aeropuerto es exactamente igual al que acaban de dejar en su anterior escala, las calles son una mera continuación de lo visto o las farolas bien podrían ser las de cualquier avenida de Nueva York. Sin embargo, a Hulot la capital francesa le es totalmente ajena, la frialdad del medio y las grandes figuras arquitectónicas le hacen sentirse un extraño en su propia tierra. Aunque esas mismas construcciones de vidrio pulido, secas y estériles, que representan claramente una ciudad impersonal, se convierten a lo largo de la película en socio crucial de esta comedia ambiciosa y peculiar.

La que hay aquí es parte de la tercera escena de la película, probablemente una de las más interesantes desde el punto de vista cinematográfico que haya rodado el director francés. Tras las imágenes del moderno edificio de un aeropuerto ultra-funcional, la cámara se vuelca hacia abajo y el interior pasa a parecerse a un hospital con monjas caminando por una vacía clínica. La cámara graba desde uno de los ángulos la gran sala de llegadas recubierta de superficies de acero y mobiliario geométrico. En el fondo de la sala tres azafatas tan estancadas que se podría pensar son figuras de cera o maniquís detrás del escaparate de una boutique. Un matrimonio de turistas habla en una esquina mientras observamos los diversos personajes que entran en escena. La escena dura varios minutos, está grabada a base de cámara estática y nos descubre toda la estrategia visual de la película:  caleidoscopio de situaciones, convenientemente montadas, que van haciendo adquirir sentido al guión. Una coreografía cronometrada con exquisitez y movimientos de cámara desde distintos ángulos hacen aparecer a los personajes, dejando al espectador que pueda seguir los movimientos de quien se le antoje. A mi me encanta el limpiador con mono azul que aparece casi al principio, en la primera toma, la más larga, del interior del aeropuerto.


Playtime sigue, después, al grupo de visitantes americanos y a Hulot durante 24 horas dentro del edificio de un hotel que hace las veces de sala de exposiciones o de fiestas. En realidad, la película no tiene un verdadero argumento, el diálogo es escaso y siquiera se detiene en la psicología más o menos profunda de sus personajes. Tati  se limita a crear un mundo vibrante y maravilloso de imágenes donde el glamur parisino y la cálida torpeza característica de Hulot conviven en perfecta armonía. Mundo al que acompaña con sonidos especiales que se ajustan milimétricamente a cada secuencia, como unos pies arrastrándose, pedazos de papel que crujen en momentos indebidos o las resonantes respuestas de unas sillas de piel al sentarse. El sonido y la imagen son en realidad el auténtico pulso de la película, a modo de sinfonía de una realidad que, dependiendo del punto de vista de cada personaje, puede ser interpretada de diversas formas.


Otro punto de interés en Playtime, que podemos observar en su cine anterior pero que aquí es una constante en la mayoría de escenas, es el conflicto entre el hombre y la máquina, como cuando trata de hacer funcionar el ordenador que pone en marcha el sistema de avisos del hotel, el maldito mecanismo de las puertas o el ascensor, auténtico reto para el bueno de Hulot. En cierto modo, Playtime podría ser interpretada como una actualización moderna de Chaplin en Modern Times(1936), al menos en cuanto a crear desequilibrios en el progresismo mercantilista se refiere. Pero quizás el verdadero sentido de la película no sea otro que la constatación de la alineación humana en la sociedad moderna, característica intrínseca al cine de vanguardia de los 60, con directores como Fellini, Bergman o Antonioni a la cabeza. Tati participa de ella añadiendo su personal sentido de la comedia, con escenas llenas de  gracia y encanto, como la de la cena en el restaurante con los camareros intercambiando la ropa o la secuencia en la que la cabeza de la inmóvil oficinista gira 90 grados para seguir los movimientos de Monsieur Hulot y acabar mostrándose siempre de frente, pero todos estos gags tan propios de Tati son solo un ángulo de la cámara, porque la misma secuencia toma al unísono toda la frialdad de la cuadriculada oficina dando la sensación de espacio triste y vacío, a pesar de que en realidad está repleto de gentes que hacen sus gestiones en compartimentos estancos.

Armado con su sombrero, su habitual traje y el característico paraguas, Tati es a través de Hulot un visionario de la sociedad futura que no pudo ver, invitándonos a pensar si quizás toda esa tecnología automatizada nos simplifica la vida o nos la hará en realidad más difícil en demasiados momentos. Invitación nunca exenta de buen humor, mucha pericia visual con la cámara, originales ocurrencias dramáticas y un obsesivo perfeccionismo que le llevaría casi a la ruina: nueve meses tardó en rodar el filme y más de un año en montarlo y, según se dice, las discusiones con los miembros del equipo eran una constante diaria en el trabajo. El esfuerzo se vería recompensado con el reconocimiento indiscutible de la crítica internacional y una huella imborrable en toda una tradición de cómicos que, con el Cine como medio de expresión, han utilizado el arte visual y el sonido como auténticos protagonistas de sus películas.

Lord of the flies (El señor de las moscas), de Peter Brook, 1963

El muchacho rubio descendió un último trecho de roca y comenzó a abrirse paso hacia la laguna. Se había quitado el suéter escolar y lo arrastraba en una mano, pero a pesar de ello sentía la camisa gris pegada a su piel y los cabellos aplastados contra la frente. En torno suyo, la penetrante cicatriz que mostraba la selva estaba bañada en vapor.

Avanzaba el muchacho con dificultad entre las trepadoras y los troncos partidos, cuando un pájaro, visión roja y amarilla, saltó en vuelo como un relámpago, con un antipático chillido, al que contestó un grito como si fuese su eco:

—¡Eh! —decía—, ¡aguarda un segundo!

La maleza al borde del desgarrón del terreno tembló y cayeron abundantes gotas de lluvia con un suave golpeteo.

—Aguarda un segundo —dijo la voz—, estoy atrapado.

El muchacho rubio se detuvo y se estiró las medias con un ademán instintivo, que por un momento pareció transformar la selva en un bosque cercano a Londres.

Así empieza El señor de las moscas, de William Golding, escritor inglés y premio nobel de literatura en 1983. Ahora que muchos compañeros blogueros incluyen referencias a la serie «Lost» por haber llegado a su final, se me ocurrió revisar este film clásico británico inspirado en la novela homónima de Golding, apasionante y absolutamente recomendable –tanto el libro como la película- para quienes aún no la conozcan. Respecto a Lost, poco tiene que ver, excepto en sus comienzos o inspiración, cuando un grupo de personas sobreviven en una isla desierta cercana a Australia, cuyos primeros escenarios resultan ser casi idénticos a los que recreara Peter Brook en 1963, porque en el desarrollo de la serie se distancian y modernizan convenientemente. Supongo que muchos de los seguidores de la serie conocen también la película. Los que no, insisto no se la pierdan, a pesar que confieso que este post tiene la doble lectura de mi particular desquite contra el bombardeo en la blogosfera sobre esta producción norteamericana tan en boga últimamente, cuya razón es el hecho de quedarme totalmente fuera de juego respecto a la riada de post que ha sugerido un producto que la que escribe no logró aguantar más allá de la segunda temporada. Tampoco hay que confundirla con el remake norteamericano que en 1990 llevó a la pantalla Harry Hook en forma de largometraje con el mismo título, película que si bien sigue permaneciendo tan fiel a la novela como la de Brook, carece de la articulación, riqueza de matices y profundidad dramática de la que hace gala la película de 1963, a pesar de que los medios empleados, tanto económicos como técnicos, fueron considerablemente mayores por razones obvias, pero Hook solo logra crear una metáfora aleccionadora lejos del trasfondo terrorífico que tan bien supo imprimirle Peter Brook .

Peter Brook era un hombre de teatro, amante de la libertad total a la hora de la creación teatral y cinematográfica, entendidas por él como una forma de expresión artística. Este querer hacer su cine con las manos desatadas de compromisos presupuestarios y comerciales le lleva a  rechazar por aquellos días el asombroso presupuesto que la Columbia Pictures le ofrecía para la película en Hawai, optando por rodar en Puerto Rico, con jovencísimos actores y otros que siquiera habían pisado un plató, y hacerlo además en blanco y negro a fin de suprimir todo exotismo implícito a la idea de isla paradisíaca y que la adaptación fuese lo más parecida posible a la intención de la novela, aunque cabe suponer que también influirían razones de economía. Por otra parte, ni en la novela ni en la película aparece nada que tenga que ver con el referido insecto, la mosca, puesto que el título es un epíteto del mismísimo diablo, en este casó bajo la denominación de Belcebú. Se cree que Belcebú o Beelzebub derivaría etimológicamente de «Ba’al Zvuv» (con muchas ligeras variantes, era el nombre de una divinidad  filistea Baal Sebaoth en hebreo) y significa literalmente traducido «El Señor de las Moscas«.

Tanto la novela como la película son una excepcional alegórica de la condición del hombre. Londres padece la amenaza de bombardeo e invasión alemana durante la Segunda Guerra Mundial y un grupo de niños es evacuado con destino a Australia. Pero el avión que les transporta sufre un accidente en medio del Índico y muchos de los niños van a parar a una isla desierta. Una especie de paraíso tropical con agua caliente, arena, palmeras, árboles frutales y animales a su disposición. La idea es que la civilización no está construida sino bajo la represión del salvajismo humano en cualquiera de sus formas; formas que veremos todas representadas en la isla: autocracia basada en el miedo al monstruo (la religión), o basada en el líder al que todos se someten, o bien pactada democráticamente pero aceptando las reglas impuestas sí o no. Las criaturitas inglesas, que visten cuando arriban uniformes escolares de colegio de pago, recrearán diversas sociedades micro-tribales donde quien se llevará el gato al agua será la más salvaje y sedienta de sangre, cuyo liderazgo se basa en la eliminación de los más débiles y sensibles.

Seremos testigos de como la mayoría, atrapados entre el bien y el mal, entre Ralph (James Aubrey) y Jack (Tom Chapin), se inclinarán hacia los pasos del salvajismo en su estado más puro matando a sus compañeros (no hay necesidad alimenticia, pues está cubierta) y emborrachándose con el fuego y la noche bajo el pretexto de ofrecer al dios-demonio (que no es sino el movimiento de un paracaídas que ha quedado suspendido en la montaña, aunque ellos no pueden saberlo) porque, de alguna manera, el terror que les genera el presunto monstruo les hace al tiempo mantenerse unidos en torno al poder del más fuerte. La demostración de que la parte salvaje del hombre se levanta cuando una suma de factores externos actúan como estímulo es bastante aterradora, parte salvaje lista para despertar en cualquier momento cual volcán que entra en erupción inesperadamente. Solo hace falta un líder que determine un enemigo común en torno al que unir a las masas y en base al que justificarse -el paracaídas llamado aquí «el monstruo» al que brindan sacrificios de caza- para poner en marcha el mecanismo. Ejemplos en la historia los hay, demasiados quizás. Ahora debería tocarnos ir aprendiendo de nosotros mismos. Pero la tarea no parece demasiado fácil…

Para terminar, este video de unos cinco minutos con algunas de las imágenes de esta fantástica película. No hay nada en el tube con subtítulos, así que he elegido este que está acompañado del tema con el mismo título de los míticos Iron Maiden, que le va como anillo al dedo y, de paso, aporta un plus de cultura musical que la que escribe disfrutará en directo el próximo 21 de agosto en Valencia.

Edgar Neville: La torre de los siete jorobados

La torre de los siete jorobados es una película española de corte fantástico, coctel de géneros de terror, negro, comedia y misterio; un film siniestro, expresionista y con un toque gótico, realizado por Edgar Neville en 1944. Por aquellos años el país se encuentra en plena posguerra, período negro recién comenzado de la historia de España, con un panorama social marcado por el hambre, la miseria, las cartillas de racionamiento… imaginen qué situación padecía nuestro cine. La pregunta es: ¿Cómo es posible que en aquel momento alguien pudiera producir una película sin fines propagandísticos cuando, además, tanto el gobierno por activa como el mundo del cine por pasiva despreciaban el género en favor de otro tipo de planteamientos?.

Para dar una explicación razonable es necesario entender, aunque sea de manera sucinta, la figura de Edgar Neville, pues seguramente sólo un personaje de su corte reunía las condiciones necesarias para poder parir este tipo film en semejante coyuntura. Neville era un madrileño apasionado del teatro, aunque en realidad se licenció en Derecho. Hacia final de la década de los 20 comienza a interesarse por todo lo relacionado con el mundo del arte en sus diferentes facetas: novela, pintura, poesía, por supuesto el teatro y, claro, también el cine, que por entonces se encontraba en pleno boom del sonido. Poco antes del triunfo de la República y la huida de Alfonso XII a Italia, Neville es un abogado recién licenciado interesado por el ambiente cultural, por entonces en plena efervescencia en España.

Su posición social y su relación con el mundo empresarial le permite relacionarse y entablar amistad con figuras como Lorca, Dalí, Buñuel, Ortega y Gaset o Manuel de Falla. Además, su condición de miembro de una adinerada familia da alas a su carrera diplomática, lo que se traduce en viajar y conocer numerosos países durante los breves años de la República: Roma, Marruecos, Gran Bretaña y finalmente Estados Unidos, primero Washington y posteriormente Los Ángeles. En éste, su último destino como representante de la diplomacia española, se introduce en el mundillo de Hollywood y acaba colaborando como guionista para la Metro. Allí conoce a Charles Chaplin quien -según wikipedia– le otorga un pequeño papel en Luces de la Ciudad. Pero en 1936 estalla la Guerra Civil española y hay que tomar claro partido. Neville lo hará por el bando nacional, para el que pasa a trabajar como documentalista. Su toma de posición por el régimen y su ascendencia familiar será lo que le permita, una vez finalizada la guerra, cierta libertad artística, contar con el beneplácito del régimen franquista y carecer de dificultades financieras, pues sus proyectos los subvenciona la mayoría de las veces el propio Neville, Conde de Berlanga del Duero, quien en plena posguerra no padece demasiados ahogos financieros. Como quiera que el que tuvo, retuvo, el bagaje cultural y artístico acumulado en los años previos es incuestionable, por lo que Neville es, con la perspectiva que nos otorga el tiempo, una de las pocas figuras interesantes desde el punto de vista artístico de este oscuro período, a pesar de que la adscripción al régimen haya mantenido su obra en la sombra con el paso de los últimos años.

Son pocas las veces que el cine español se aventura en el género de terror hasta la aparición de los primeros trabajos de Jess Franco, allá por la década de los 60, y seguramente La torre de los siete jorobados sea la única encuadrable desde que el nuevo régimen toma el poder, momento a partir del cual en España solo se proyectan películas norteamericanas convenientemente filtradas por la censura y alguna que otra españolada de carácter propagandístico y costumbrista que, con clara intencionalidad, asientan la idea de sociedad acorde a la iglesia y al régimen. El film de Neville es, sin embargo, una rareza ajena a todo esto, pues además de tratarse de un auténtico thriller fantástico de terror, se asemeja más en su técnica y factura a las tendencias europeas más vanguardistas que al recto corte cultural patrio. Auténtica joya del cine español, cuenta con una puesta en escena realmente asombrosa que podemos ver, por ejemplo, a la hora de recrear escenarios como la torre, cuya escalera de caracol bajando hacia el interior de la tierra recuerda mucho al cine expresionista alemán de los años 20, al tiempo que recoge las primeras tendencias del cine negro norteamericano en su desarrollo argumental.

Pero por encima de todo se trata de una película fantástica, probablemente el primer largometraje de estas características en nuestro cine, que combina variados elementos sobrenaturales como fantasmas, hipnotizadores, contrabandistas o siniestros clanes de jorobados nunca exentos de un toque de humor, a mi modo de ver un tanto grueso, como la escena en la que irrumpe el espíritu del mismísimo Napoleón Bonaparte. La trama nos sitúa en el Madrid de finales del siglo XIX. Un joven arruinado por el juego (Antonio Casal) apuesta sus últimas monedas en una ruleta clandestina. A punto de perder cuanto posee, se le aparece un fantasma (Félix de Pomés), personaje escalofriante y a la vez benevolente que surge a través del espejo y solo él puede ver, para indicarle cuál será el siguiente número afortunado. A cambio de que la suerte vuelva a sonreírle, deberá proteger a su sobrina Inés (Isabel de Pomés) de un clan de malvados jorobados que habita en el subsuelo de la ciudad. Mención especial merece el personaje del Doctor Sabatino, extraña figura entre pícara y siniestra que borda Guillermo Marín. El sombrío y tenebroso mundo que se esconde bajo los adoquines de Madrid contrasta con los escenarios exteriores que no son otros sino los alrededores de la Plaza Mayor y el barrio de La Latina muy bien recreados, bajo los que se esconde un submundo de intrigas y lúgubres personajes y cuyo acceso entraña riesgos incalculables. La mezcla de atmósferas, costumbrista en la superficie y entre gótica y expresionista bajo el suelo es realmente fascinante. Y, como no, el final que nos ofrece está a la altura de semejante rareza para la época, cuando Neville decide dejar el caso abierto, crimen sin resolver y asesino sin su correspondiente castigo: todo menos convencional dado el enfoque moralista de la censura nacional-católica imperante.

La idea no es original de Neville, sino que se trata de una adaptación, aunque muy libre, de la novela escrita años antes por Emilio Carrere, una obra en la que son patentes las influencias de Conan Doyle y Edgar Allan Poe, pero que posee a la vez tintes costumbristas muy propios, ya que las referencias al Madrid más castizo y a sus personajes característicos (serenos, cupletistas o chulapas) son una constante que, además, recogería Neville en casi todos sus guiones. Me he permitido recuperar unos minutos de la película que espero sirvan para despertar el interés suficiente respecto a esta joyita, precursora de un género que tardaría algunos años en desarrollarse en España, y que lamentablemente solo podemos disfrutar en una calidad muy baja mientras nadie se decida a lanzar al mercado una edición restaurada.

Zoom in: Sergei M. Eisenstein, El Acorazado Potemkin

Más de 80 años desde que Eisenstein rodara esta secuencia de las escaleras de Odessa en 1925 y continua ocupando un lugar privilegiado entre las mejores escenas de la Historia del Cine. Basada en hechos reales, tuvo un fuerte papel propagandístico en la época, y es que Eisenstein logra calar hondo gracias a su frenética forma de narrar los hechos, un montaje que fue todo un logro para la época y un control planificado y majestuoso de la puesta en escena. Es el drama de las víctimas inocentes literalmente aplastadas por la opresión del Estado, plasmado en unos minutos con una fuerza tan inusual que embarga de emociones, todavía hoy, a quien por primera vez la contempla. Las gentes de Odesa, en las escaleras esperando la llegada del barco con los suyos, los marineros amotinados en protesta por las condiciones opresivas que sufren a bordo. Y, de pronto, aparece un destacamento de cosacos y abre fuego sobre la multitud.

Eisenstein enfoca diversos planos de la escalera y los rostros de los personajes comienzan a hablar sin necesidad de pronunciar una sola palabra. De los soldados solo apreciamos el avance uniforme, anónimo y sin rostro, de sus botas y rifles marchando de manera despiadada mientras las gentes tratan de huir en todas direcciones. El momento de mayor intensidad es el de la madre con el niño en brazos y la imagen del cochecito precipitándose escaleras abajo. Los muertos cubren el escenario pisoteados por miles de personas que se desperdigan en todas direcciones de modo caótico. Es la representación llena de significado del poder armado en la parte superior mientras el pueblo huye hacia el escenario inferior. Al principio, hay incluso alguien que parece mofarse del fervor revolucionario. Eisenstein manipula con destreza absoluta la composición y el movimiento dentro del plano único de la escalera para contrastar unas imágenes con otras, y el rendido espectador no puede sino identificarse con el pueblo enfrentado a la crueldad del ejército zarista. Planificación narrativa milimétrica y todo un prodigio del montaje que dieron como resultado una de las mejores películas propagandísticas de la historia, precursora de los efectos especiales y del montaje cinematográfico tal como lo conocemos en la actualidad, de la que han bebido durante años numerosos maestros del Cine.

El espíritu de la colmena, de Víctor Erice (1973)

Érase una vez…

El espíritu de la colmena es una de las mejores películas sobre la infancia y la postguerra que tiene en su haber el cine español. Una alegoría de la inocencia, la ilusión y el aislamiento construida de manera lenta, poética, llena de elipsis y silencios que nos recrean la confusión de una niña pequeña entre la realidad y la ficción. Ambientada en una aldea perdida de la meseta castellana, en 1940, Víctor Erice construye una fantasmagórica crónica de la época en la que utiliza las imágenes de la colmena de modo recurrente para crear la sensación de claustrofobia y desconexión geográfica que impera en los años inmediatos a la guerra. Inquietante retrato, como las abejas con las que experimenta Fernando Fernán Gómez, los personajes son sujetos involuntarios del escenario social, resignados a su existencia monótona, recluidos, desorientados como la pequeña Ana, carente de cualquier marco de referencia. Los ojos de Ana Torrent -con solo 6 años sería su debut cinematográfico- se comen la pantalla, la traspasan, fascinada por el mito del monstruo de Frankenstein de Boris Karloff que conoce por primera vez cuando la película llega al cine ambulante de su pueblo. Ana teme al monstruo, pero todos necesitan en realidad de algún monstruo, de alguien que provoque la virulencia del rechazo para confirmar la extraña normalidad.  La imaginación, auténtica realidad de la infancia, pasará a convertirse en su mejor defensa.

Víctor Erice transforma con la cámara todos los elementos del paisaje rural y del universo que rodea a la pequeña en un lugar misterioso, enigmático, lleno de contradicciones y de poesía. El ritmo es exuberante, sin prisas, plagado de matices y señales visuales que van embelleciendo la pantalla con imágenes extrañas y evocadoras que nos obligan a observar, a involucrarnos. Diálogos precisos, nada hay superfluo. Colección de imágenes desfilan cuidadosamente estructuradas, ligadas entre sí revelan una historia llena de sentimiento y mensajes metafóricos.  Lección magistral de Cine, del sabio y sutil uso del lenguaje cinematográfico.

Los verdugos también mueren (Hangmen Also Die), de Fritz Lang

En 1933, dos años después del estreno de M, el vampiro de Dusseldorf, Fritz Lang abandonaba Alemania. En junio de ese mismo año, los nazis habían promulgado la «clausula aria» que tenía como objetivo «limpiar» la industria cinematográfica alemana de elementos «impuros«. Si bien algunos renegaron de sus convicciones para poder seguir haciendo películas, Lang, tras aceptar el ofrecimiento de Joseph Goebbels -ministro de propaganda del régimen- para dirigir y controlar la producción cinematográfica alemana, sale del país con lo puesto esa misma noche hacia Estados Unidos para no regresar jamás. Iniciaría así la segunda etapa en su carrera cinematográfica, y esta su séptima película realizada en Estados Unidos, que todavía conserva muchos rasgos característicos de la época expresionista en todo su esplendor. Estrenada en 1943, se enmarca dentro de las pocas películas antifascistas producidas en Hollywood durante la guerra.

El verdugo del título es Reinhard Heydrich, uno de los hombres principales del aparato de Hitler, número 2 de las SS, quien estuvo a cargo de la ciudad de Praga ocupada por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Sobre este telón de fondo, el film narra en tono de thriller los intentos de la resistencia checa por ocultar la identidad de uno de los suyos, el asesino de Heydrich. Años más tarde se sabría que en realidad el tal Heydrich fue asesinado por un comando británico en 1942, pero cuando se rodó la película, en 1943, este hecho todavía no se conocía. Los alemanes habían fusilado a 1600 personas en Praga como represalia, por lo que el film es un homenaje en clave de intriga a la resistencia, que capta con asombroso realismo el espíritu del pueblo checo frente al reinado del terror nazi.

Producida de manera independiente, el guión fue escrito por el propio Lang en colaboración con Bertolt Brecht y John Wexley. Brecht no apareció durante años en los créditos porque el gremio de guionistas le negaba el reconocimiento, a pesar del empeño de Wexley, quien gozaba por entonces de cierta reputación. Reputación que no duró muchos años pues, a comienzos de la siguiente década Wexley sería incluido en la «lista negra» por el Comité de Actividades Antiamericanas y la película etiquetada de subversiva, bajo la sospecha de contener diálogos considerados pro-comunistas, y no volvería a ser exhibida en los Estados Unidos hasta mediados de los 70. El ritmo narrativo no concede tregua y va creciendo en intensidad hasta provocar auténtico miedo, casi claustrofobia. Obra maestra indiscutible, en la que Lang pone el legado del expresionismo alemán y todo su saber hacer narrativo al servicio de un guión perfecta e inteligentemente construido, en el que incluye más de un dilema moral del que sus personajes logran hacer partícipe al espectador. La excelente fotografía en blanco y negro, a cargo de James Wong Howe, a la que se suman sobrecogedores primeros planos, sombras alargadas que matizan los personajes más siniestros de la Gestapo, ángulos envolventes que acentúan la atmósfera de miedo y opresión total bajo el nazismo, son el sello indiscutible del maestro del expresionismo.

El reparto contiene algunos altibajos, probablemente Lang tuvo que conformarse con un presupuesto no demasiado elástico, pero con todo hay algunas actuaciones destacables. Gene Lockhart interpretando al traidor cervecero checo Czaka, es simplemente excelente, y otro tanto sucede con Granach Alexander, dando vida al astuto, despiadado y calculador inspector de la Gestapo. Sin embargo, Brian Donlevy (el asesino) o Walter Brennan (el profesor), si bien transmiten la altura moral del personaje que representan, resultan más desnaturalizados, tal vez por su excesiva ecuanimidad o porque están más cerca de cualquier personaje de drama americano de época que del contexto de la película. A Anna Lee, sin embargo, se la ve mejor como hija,  perfectamente atrapada en una ola de miedo y angustia casi histérica, territorio mucho más cercano y familiar al cine de Lang. Pero a pesar de estas deficiencias, la película se las arregla para resultar apasionante: la ejemplar dirección hace que todos estos detalles pasen casi desapercibidos para un espectador que a los cinco minutos queda inevitablemente pegado a la butaca.

Cine alemán

Cine clásico

Frankenstein (The Edison Kinetogram): Thomas Edison y J. Searle Dawley (1910)

El mundo del Cine está de cumpleaños: en marzo de 1910, hace  ahora cien años, se estrenó la primera versión cinematográfica de Frankenstein de la que se tiene noticias. Vivimos una auténtica revolución tecnológica, pero se puede hacer algún paralelismo con la situación hace un siglo; solo hay que tratar de imaginar, entre otros inventos, tener por primera vez electricidad o poder ver en un lienzo a seres humanos actuando y todo ello grabado sin necesidad de que los actores estuviesen físicamente allí. Una de las maravillas de la que fue partícipe Thomas Edison es la empresa Edison Estudios. Pocas son las cintas de la productora que han sobrevivido hasta nuestros días, debido -entre otras cosas- a que la compañía cerró en 1918. Teniendo en cuenta que antes que esas puertas se cerraran produjeron más de mil películas en EEUU, alguna aportación importante a lo venidero se les deberá, digo yo. Una de esas películas es la adaptación del libro de Mery Shelley, Frankenstein. Pese a la brevedad, comparada con los formatos de nuestros días (13 minutos aproximadamente), no es exagerado decir que se trata de una pequeña maravilla, absolutamente innovadora y arriesgada por lo que a la temática se refiere en su tiempo y que alberga bastantes innovaciones respecto a lo que se venía haciendo hasta entonces.

El guión, de J. Searle Dawley, quien también  la dirigió, nos presenta en primer lugar a Víctor Frankenstein (Augusto Phillips) como un  ambicioso científico inmerso en sus experimentos (los títulos de crédito hablan de «el mal») a punto de casarse con su prometida (Mary Fuller) tan pronto como concluya su proyecto principal: la creación de la vida, el ser humano perfecto. La recreación la criatura (Charles Ogle) tiene poco que ver con lo que los estudios de Hollywood han dado a conocer posteriormente (ser construido a base de retales de cadáveres con costuras y algún tornillo) y resulta bastante más fiel al libro pues se trata de algo más cercano a un experimento de alquimia que de una obra de ingeniería mortuoria. Aquí el monstruo es mucho menos científico y, en una suerte de montaje, vemos a Frankenstein observando a través de la mirilla como un material extraño va tomando por sí solo forma de cuerpo, surgiendo la cabeza y posteriormente los brazos. Otro aspecto original es la relación entre monstruo y creador. Y Otra diferencia: así como en posteriores películas Frankenstein se presenta en una suerte de hijo que se rebela al padre, aquí se intenta escenificar un monstruo que sería una especie de doble de su creador. Lo evidencian las escenas de los espejos y el final, cuando el monstruo se desvanece en una especie de fantasmagoría única en el cine sobre Frankenstein, similar a la que vio su nacimiento. Solo esta versión y en otra de 1931 establecen este estándar en la creación y muerte del monstruo, bastante más fiel al libro que el nacimiento a través de descargas eléctricas o las conocidas cicatrices de las que hace gala un especímen convenientemente más humanizado. Nada que ver con el Frankenstein que se construye a sí mismo sobre partes de cuerpos y pociones vertidas en una tina gigantesca donde la criatura, literalmente, surge entre llamas y vapor: primero como una masa de tejido amorfa, que lentamente va ganando esqueleto y tejido muscular, y posteriormente la carne. Los efectos especiales y el montaje de la escena son verdaderamente sobresalientes para la época, y logran crear la expectación y el terror que pretende el autor como pocas versiones posteriores.

Durante años, se creyó que Frankenstein era una película perdida para siempre. Poco después de su lanzamiento en 1910, fue retirada de la circulación, pasando a manos de algunos coleccionistas mientras la mayoría de copias eran destruidas. Cuando se rueda la siguiente versión, en 1931, se la presenta como la primera, y la película de Edison nunca más se mencionó. Hasta 1963, cuando un historiador la descubre en un catálogo de la productora, con detalles e imágenes de acompañamiento de la producción de Edison. Es entonces cuando comienza la búsqueda frenética para encontrar este tesoro del cine. Tras años sin resultado, se sabe de su posesión por parte de un coleccionista, Alois Detlaff, quien guardaba cautelosamente la única copia que quedaba entre su extensa colección de cine. Pero han de pasar dos décadas hasta que los derechos y las cuestiones de dinero se resuelvan para poder disfrutarla hoy en DVD.

Las películas rodadas en esos años carecen de sonido. El acompañamiento musical se realizaba mediante una orquesta que interpretaba en vivo para cada proyección las piezas señaladas en el guión. A raíz de la liberación de los derechos, tanto de la cinta como de los documentos que la acompañaban, sabemos que la secuencia inicial se acompañó por la pieza «Then You’ll Remember Me» (Charles Hackett), igual que la del laboratorio. El nacimiento del monstruo tenía como marco un agitato (probablemente de Liszt), y la escena en la que el monstruo visita a Frankenstein en su cama era acompañada por «Der Freischütz» (Carl Maria). El resto de la obra iba rotando entre esta pieza y el coro nupcial de  «Lohengrin» (Richard Wagner) para la escena del casamiento de Frankenstein y Elizabeth.

Cine clásico

Cine mudo

Plano secuencia (III): Jean-Luc Godard, Vivre sa vie (1962)

En el conjunto de la filmografía del brillante y enigmático Jean Luc Godard, Vivre sa vie sigue siendo una de sus películas más bellas e interesantes. La historia, muy semejante a otras de su carrera, es cruda, teatral, pero lo que importa no es ya lo que nos cuenta sino la forma en que la imagen refleja las ideas subyacentes que Godard quiere transmitir al espectador. Rodada con su esposa Anna Karina como protagonista, la película traza el progreso de la vida de una mujer joven, Nana, que abandona a su marido y a su hijo y se marcha a Paris en busca del sueño de ser actriz. Como si de una obra de teatro se tratase, Godard la estructura  en doce capítulos, cada uno con el título de una novela clásica. El plano secuencia que hay a continuación corresponde al final de la película (por lo que aviso: a partir de aquí necesariamente este post contiene spoilers), cuando tras caer en el desempleo y la prostitución, Nana es asesinada por su proxeneta en un trágico episodio de guerra entre bandas.

Poco sabemos de Nana y de qué la impulsa a abandonarlo todo en busca de un sueño. Con su piel de porcelana, su peinado brillante e inamovible, su vestimenta elegante, siempre fumando, escondiendo sus sentimientos, Nana es una mujer en París y París es el decorado que nos habla  acerca de la libertad y del tipo de libertad disponible en un mundo donde los trabajadores son mera mercancía. Impasible, la vida se le presenta a modo de obra teatral donde ella busca ser actriz y quizás lo logra de algún modo. Emocionalmente separada siempre de cuanto la rodea, fuma un cigarrillo en el hombro de su cliente mientras le abraza. Al fin y al cabo ser una mercancía le permite mantenerse insensible ante el mundo circundante, a costa de perder su capacidad de interactuar con otros y, por tanto, de su felicidad. El único momento de luz para Nana es la conversación en el bar con un desconocido, un filósofo que le cuenta la historia de Porthos,  un imperdible diálogo acerca de las palabras y el silencio, su significado, lo difícil y doloroso que muchas veces resulta hablar y de como apalabrar los sentimientos y la comunicación se convierten en libertad y supervivencia. Es en este momento es cuando la película y la actitud de la joven comienzan a dar un giro, aunque el sentido de su profesión le lleve al trágico desenlace.

Es una película triste pero a la vez hermosa,  y contiene planos inolvidables. La cámara sigue a Nana constantemente, la enfoca desde todos los ángulos, parece que más que grabar especula, algo así como una segunda presencia enigmática que mira por ella para nosotros en todo momento. Godard dijo que había filmado como una secuencia para cada acto y en el montaje se limitó al ensamblaje de los planos. Todas las escenas se desarrollan en tiempo presente y da la sensación de que cuanto vemos lo hacemos como lo hace Nana, por primera vez. El resultado es un tanto astringente, abrupto, desafecto, pero a la vez claro, lúcido y, a pesar del paso de los años,  suficientemente vigente en cuanto a significados.